Capítulo V
Me deslicé dentro de la camisa y los calzoncillos cortos, y dirigiéndome a Jeeves, le dije:
—Bueno, Jeeves. ¿Qué le parece a usted todo esto?
Durante nuestro regreso a casa le había puesto al corriente de los últimos acontecimientos, y le había dejado tratando de hallar una fórmula para salir del lío, mientras iba a tomar un rápido baño. Me detuve delante de él, mirándole esperanzado, con la actitud de una foca que espera que le lancen un pescado.
—¿Se le ocurre a usted algo, Jeeves?
—Por ahora, no, señor; siento decirlo.
—¿Cómo? ¿Ningún resultado, Jeeves?
—Ninguno, señor. Lo siento.
Solté una palabra malsonante y me consagré a mis pantalones. Estaba tan acostumbrado a ver aquel hombre inteligente tener siempre a punto ideas oportunas, en menos que canta un gallo, que la idea de un fracaso ni siquiera se me había ocurrido. El golpe era rudo, y con mano febril enfundé mis pies en los calcetines. Me había invadido una sensación de frío que había helado igualmente mi actividad física y mental. Parecía que mis miembros y mi cerebro hubiesen sido metidos en un refrigerador y los hubiesen olvidado durante algunos días.
—Acaso, Jeeves —dije ocurriéndoseme esta idea—, no se haya dado usted perfecta cuenta de todo el conjunto. No he tenido tiempo de exponerle más que las líneas generales del asunto antes de ir a restregarme el dorso. Quizá sería conveniente que hiciésemos lo que hacen en las novelas de aventuras. ¿No lee usted nunca novelas de aventuras, Jeeves?
—No muy a menudo, señor.
—Bueno. Pues hay siempre un pasaje en que un policía, a fin de dar más claridad a sus ideas, establece una lista en la que figuran los sospechosos, los móviles, las horas, las coartadas, los indicios y lo que no lo son. Probemos este plan. Tome papel y lápiz, Jeeves, y juntaremos los hechos. Ponga usted como título: «Wooster B., Posición de».
—Sí, señor.
—Muy bien. Entonces… ¡Veamos! Anotación uno. Tía Dalia dice que si no robo la jarrita para leche me borrará de la lista de sus invitados, y, ¡adiós cocina de Anatole!
—Sí, señor.
—Vamos, pues, a la Anotación dos. Si robo la jarrita y se la doy, Spode me hará picadillo.
—Sí, señor.
—Adelante. Anotación tres. Si robo la jarrita y se la doy a mi tía en lugar de dársela a Harold Pinker, no solamente sufriré la conversión en picadillo antes mencionada, sino que Stiffy cogerá la agenda de Gussie y se la entregará a Sir Watkyn Bassett. Y usted sabe tan bien como yo cuál sería el espantoso resultado, ¿no ha comprendido?
—Sí, señor. Es sin duda alguna una situación de los asuntos relativamente desagradable.
—Jeeves —dije—, no me ponga usted a prueba. ¡Ni un solo instante! «¡Relativamente desagradable!» ¡Pardiez! ¿Quién era aquella persona de quien me hablaba usted el otro día, sobre quien habían caído todas las calamidades de la tierra?
—Mona Lisa, señor.
—Pues si en este momento encontrase a Mona Lisa le estrecharía la mano y le diría que comprendía perfectamente sus tribulaciones. Ya ve usted claramente que el sapo se oculta bajo la hierba.
—Sí, señor. Quizá podría subirse el señor un poco más los pantalones. Hay que procurar que caigan de una manera graciosa y como al desgaire sobre el empeine. Es cuestión de un poco de cuidado.
—¿Así?
—¡Admirable, señor!
Volví a mirarle.
—Hay momentos, Jeeves, en que uno se pregunta si los pantalones tienen alguna importancia.
—Las contrariedades pasarán, señor.
—No sé por qué. Como no encuentre usted solución al asunto, será el fin del mundo. Desde luego —añadí con tono algo más animado—, no ha tenido usted tiempo todavía de morder en la masa. Mientras esté comiendo analícelo usted bajo todos los aspectos. Es posible que brote la inspiración. Algunas veces, las inspiraciones salen así, de repente, ¿no? ¡Como un relámpago!
—Sí, señor. Se cuenta que el matemático Arquímedes descubrió el principio del desplazamiento de los cuerpos, de repente, una mañana, mientras estaba en el baño.
—¡Pues ahí lo tiene usted! ¡Y supongo que no debía ser nadie extraordinario! Comparado con usted, me refiero.
—Creo que era un hombre muy dotado, señor. Posteriormente, el hecho de que fuese asesinado por un vulgar soldado fue motivo de general y profundo sentimiento.
—¡Qué lástima! Pero ¡en fin! La carne es mortal, ¿no?
—Exacto, señor.
Encendí pensativo un cigarrillo y, abandonando a Arquímedes por el nuncio, dejé que de nuevo mi mente divagase por el espantoso lío en que me veía metido a causa de la mal aconsejada conducta de la joven Stiffy.
—¿Se ha fijado usted, Jeeves? —dije—. Si se mira atentamente es sorprendente ver hasta qué punto el sexo opuesto se ha dedicado a fastidiarme. ¿Se acuerda del asunto de Miss Wickham y la bolsa de agua caliente?
—Sí, señor.
—¿Y aquella Gwladys «no sé cuántos», que se le ocurrió meter en cama en mi casa a su novio, con la pierna rota?
—Sí, señor.
—¿Y Paulina Stoker, que se presentó en mi casa de campo a la caída de la tarde en traje de baño?
—Sí, señor.
—¡Qué sexo, Jeeves! ¡Qué sexo! Pero nadie de este sexo, aun cuando mortal como el masculino, puede ocupar el mismo rango que esta Stiffy. ¿Quién era el individuo aquel que guiaba a todos los demás…? ¡El tipo aquel del ángel!
—Abu ben Adehm, señor.
—¡Pues ésta es Stiffy! ¡El no va más! ¿Qué hay, Jeeves?
—Quería preguntar al señor, si por casualidad Miss Byng, al proferir la amenaza de mandar la agenda de Mr. Fink-Nottle a Sir Watkyn, no pestañeó mientras hablaba.
—¿Como guiñándome el ojo? ¿Indicándome que me estaba gastando una broma? ¡Ni por asomo, Jeeves! No, Jeeves, he visto muchas veces ojos que no pestañeaban, docenas de ellas, pero ningunos que estuviesen tan desprovistos del parpadeo como aquéllos. No bromeaba. Hablaba en serio. Se daba perfecta cuenta de que hacía una cosa que, aun en el sexo débil, era perfectamente incorrecta; pero no le importaba. El resultado final de esta emancipación de la mujer, ha sido que van por el mundo con la nariz en alto y no les importa un comino cuanto hacen. En tiempo de la reina Victoria no era así. ¡Hay que ver lo que hubiera dicho el príncipe consorte de una muchacha como Stiffy! ¿Qué hay?
—Concibo perfectamente que Su Alteza Real no hubiera quizás aprobado la conducta de Miss Byng.
—La hubiera acostado sobre sus rodillas y le hubiera dado una zurra antes de que ella se hubiese dado cuenta. Y no me cabe duda de que habría tratado a tía Dalia de la misma manera. Hablando de lo cual, me parece que no tendré más remedio que efectuar una visita a mi venerable parienta.
—Parecía desear vivamente conferenciar con el señor.
—No es mutuo el deseo, Jeeves, no es mutuo… Confieso sinceramente que no espero gran cosa de esta séance.
—¿No, señor?
—No. Le mandé un telegrama un poco antes del té, diciéndole que me era imposible robar la jarrita, y ella debió salir de Londres bastante antes de que llegase.
En otras palabras, debe haber llegado aquí esperando encontrar un sobrino sumergido en el celoso cumplimento de su deber, y las noticias de que ha sido abandonada la empresa serán para ella un rudo golpe. No le gustará, Jeeves, y no me importa decirle a usted con toda franqueza que cuanto más pienso en la próxima charla, más frialdad siento hacia ella.
—Si el señor me permite, indicaré, desde luego como mero paliativo, que a menudo se ha observado que, en casos de desaliento, el uso del traje de rigurosa etiqueta ha tenido sobre la parte moral un efecto estimulante.
—¿Quiere usted decir que debo ir de corbata blanca? Spode me ha dicho que negra.
—Considero que la urgencia del peligro justifica el cambio, señor.
—Quizá tenga usted razón.
Y desde luego la tenía. En estas cuestiones delicadas de psicología no se equivocaba nunca. Tomé rápidamente la decisión y me di cuenta en seguida de que experimentaba un sensible alivio. Mis pies se calentaron, mis ojos apagados recobraron cierto brillo y mi alma pareció ensancharse como si alguien la hubiese hinchado con una bomba de bicicleta. Y estaba examinando el efecto en el espejo, anudando cariñosamente mi corbata y examinando mentalmente unas cuantas cosas que pensaba decir a tía Dalia si empezaba poniéndose violenta, cuando se abrió la puerta y entró Gussie.
A la vista de aquel inesperado personaje, una ola de compasión invadió mi pecho, porque una mirada me bastó para darme cuenta de que no estaba en situación de afrontar los acontecimientos que se avecinaban. En su manera de comportarse no se percibía ningún síntoma de que Stiffy le hubiese confiado sus planes. Su aspecto era jovial y yo cambié con Jeeves una rápida mirada de comprensión. La mía decía: «¡No sabe nada!», y la suya me respondía en los mismos términos.
—¡Hola, hola! —dijo Gussie alegremente—. ¡Hola, Jeeves!
—Buenas noches, señor.
—Bueno, Bertie; ¿qué hay de nuevo? ¿Has visto a Stiffy?
El sentimiento de compasión se agudizó. Le dirigí una mirada silenciosa. Era para mí muy triste tener que administrar a un viejo amigo un directo a la mandíbula, y temblaba al pensar que tenía que hacerlo.
No obstante, no hay más remedio que enfrentarse con las situaciones. Es el bisturí del cirujano…
—Sí —dije—, la he visto, Jeeves, ¿hay un poco de coñac?
—No, señor.
—¿Puede usted procurarse un poco?
—Ciertamente, señor.
—Es mejor que traiga usted la botella.
—Muy bien, señor.
Se marchó y Gussie me miró sorprendido.
—¿Qué significa esto? ¡No vas a empezar a beber coñac un momento antes de cenar!
—No tengo el menor propósito. Lo pido para ti, ¡oh, pobre mártir en la hoguera!
—No tomo nunca coñac.
—Pues harás bien en beberlo y pedir más. ¡Siéntate, Gussie, y charlemos!
Y, acomodándole en una butaca, empecé con él una indiferente conversación referente al tiempo y las cosechas. No me atrevía a verter sobre él la verdad hasta que estuviese allí el cordial. Seguí charlando, tratando de infundir en mi conducta una sensación de desaliento que lo preparase para el más rudo golpe, y al poco tiempo me di cuenta de que me miraba de una manera singular.
—Bertie, me parece que has exagerado un poco.
—En absoluto.
—Entonces, ¿a qué viene todo este cuento?
—Es para pasar el rato hasta que Jeeves vuelva con el fluido. ¡Ah, gracias, Jeeves!
Tomé el frasco lleno a rebosar y lo puse en manos de Gussie.
—Creo que convendría que fuese usted a prevenir a tía Dalia de que no voy a poder hablar con ella ahora, Jeeves. Esta conversación va a durar algún tiempo.
—Muy bien, señor.
Me volví hacia Gussie, que me estaba mirando con un aire de bacalao sorprendido.
—Gussie —dije—, zámpate esto y escúchame. Temo tenerte que dar malas noticias respecto a la agenda.
—¿Acerca de la agenda?
—Sí.
—No me vas a decir que no la tiene…
—Éste es precisamente el quid. Que la tiene y se la va a dar a Pop Bassett.
Me esperaba que tomaría la cosa como se merecía y no me equivoqué. Sus ojos, dilatados, se salieron de sus órbitas y pegó un salto del sillón, vertiendo el contenido de su vaso y haciendo que la habitación se impregnase de una atmósfera que recordaba los bares públicos la noche de un sábado.
—¡Qué!
—Temo que ésta sea la situación.
—Pero ¡ah, Dios mío!
—Exacto.
—Pero ¿no me irás a decir que…?
—Eso es lo que te digo.
—Pero ¿por qué?
—Tiene sus razones.
—¡No debe darse cuenta de lo que esto significa!
—Se da perfecta cuenta.
—¡Pero eso significa mi ruina!
—Definitiva.
—¡Ah, Dios mío!
Se ha dicho muchas veces que el desastre pone de manifiesto las altas cualidades de los Wooster. Una extraña calma me invadió. Le golpeé el hombro.
—¡Ánimo, Gussie! ¡Piensa en Arquímedes!
—¿Por qué?
—Fue asesinado por un vulgar soldado.
—¿Y a mí, qué?
—Que no creo que le fuese muy agradable, pero seguramente lo aceptó con una sonrisa.
Mi intrepidez produjo efecto. Pareció calmarse. No diré que pareciésemos dos aristócratas franceses del 93 esperando la carreta, pero teníamos cierta semejanza.
—¿Cuándo te lo ha dicho?
—Hace poco rato, en la terraza.
—¿Y tiene realmente esta intención?
—Sí.
—No tuvo un…
—¿Pestañeo? No. No hubo pestañeo alguno.
—Bien. Pero ¿no hay algún sistema de evitarlo?
Esperaba que me hiciese esta pregunta, pero lamenté que la hubiese hecho. Preví un período de charla infructuosa.
—Sí —dije—. Hay uno. Dice que abandonará su horrible propósito si robo la jarrita de leche del viejo Bassett.
—¿Te refieres a aquella vaca de plata que nos mostró anoche durante la cena?
—¡Exacto!
—Pero ¿por qué?
Le expliqué el porqué del asunto y me escuchó con un rostro inexpresivo, empezando lentamente a comprender.
—¡Ya comprendo! ¡Ahora lo veo! No comprendía qué fin perseguía. Su comportamiento me parecía absolutamente injustificado. ¡En fin! ¡Esto lo aclara todo!
Detestaba tener que echar un jarro de agua fría sobre su feliz exuberancia, pero no había más remedio que hacerlo.
—No tanto, porque no tengo la más ligera intención de robarla.
—¿Cómo? ¿Por qué no?
—Porque Roderick Spode dice que si la robo me hace picadillo.
—¿Qué le importa todo esto a Roderick Spode?
—Parece haber abrazado la causa de la jarrita. Por razón de amistad con el viejo Bassett, supongo.
—¡Hem…! Pero, no vas a tener miedo a Roderick Spode…
—Sí, se lo tengo.
—¡Absurdo! ¡Te conozco demasiado!
—No me conoces en absoluto.
Dio una vuelta arriba y abajo de la habitación.
—Pero, Bertie, no hay por qué temer un hombre como Spode, que no es más que un montón de músculos y grasa. Es imposible que tenga rapidez. ¡No te alcanzará!
—No vas a pretender que lo entrene como si fuese un entrenador…
—Por otra parte, no es lo mismo que si tuvieses que quedarte aquí. En el momento en que te hayas llevado la cosa, puedes largarte. Le mandas una nota al curita diciéndole que esté en el sitio fijado a las doce de la noche, y ¡a la obra! Yo veo el horario así: robo de la jarrita, digamos, de las doce quince a las doce treinta, o pongamos las doce cuarenta, para prever cualquier contratiempo. Doce cuarenta y cinco, en las cuadras, saliendo en el coche. Doce cincuenta, en plena carretera, después de haber llevado a cabo una faena magnífica. No comprendo por qué te preocupas. Es muy sencillo…
—No obstante…
—¿No quieres hacerlo?
—No.
Se dirigió a la chimenea y empezó a juguetear con una figura que representaba una pastora.
—¿Es Bertie Wooster quien habla?
—El mismo.
—¿El Bertie Wooster que tanto admiraba yo en el colegio? ¿El muchacho a quien llamábamos el «Endiablado Bertie»?
—El mismo.
—En este caso creo que no tenemos nada más que decir.
—No.
—Nuestro único recurso es recobrar la agenda de Stiffy.
—¿Cómo propones hacerlo?
Reflexionó, frunciendo el ceño. Al poco rato sus diminutas células grises parecieron funcionar velozmente.
—¡Oye! Esa agenda tiene para ella mucha importancia, ¿no?
—Mucha…
—En este caso, debe llevarla constantemente encima, ¿no?
—Supongo que sí.
—En una media, probablemente. Entonces, ¡muy bien!
—¿Qué significa ese «muy bien»?
—¿No ves dónde voy?
—No.
—Pues escucha. Supongo que te la puedes llevar fácilmente a dar un paseo amistoso, ya comprendes, durante el cual puede ser muy fácil… pues… algo así como un abrazo en broma…
Le miré severamente. Todas las cosas tienen sus límites, y los Wooster sabemos respetarlos.
—¡Gussie! ¿Me estás proponiendo que le meta mano a las piernas a Stiffy?
—Sí.
—Pues no lo haré.
—¿Por qué no?
—No vale la pena de entrar en razones —dije secamente—; bástete saber que no son éstas mis costumbres.
Me lanzó una mirada, una mirada vacía, de reproche, como la que debería lanzarme una lagartija si hubiese olvidado cambiarle el agua regularmente. Respiró afanosamente.
—Has cambiado mucho desde los días de nuestro colegio —dijo—. No eres el mismo. No tienes empuje. Ni osadía. Ni espíritu de empresa. Culpa del alcohol, seguramente.
Lanzó un suspiro, rompió la pastora de porcelana y nos dirigimos a la puerta. Cuando la abrí, me lanzó otra mirada.
—¿Por qué te has puesto corbata blanca?
—Jeeves me lo ha recomendado. Parece que levanta el espíritu.
—Pues vas a hacer el ridículo. El viejo Bassett se viste con una especie de smoking de terciopelo lleno de manchas de sopa. Harás bien en cambiarte.
Había un poco de verdad en lo que decía. No se debe parecer presuntuoso. A riesgo de sufrir un bajón en la moral, fui a despojarme de mi frac. Y, mientras tal hacía, llegó a nosotros, desde el saloncillo de la planta baja, una voz fresca y joven, que cantaba, acompañada al piano, una melodía que me pareció ser una canción popular inglesa. El oído percibía perfectamente el clásico «Hey, nonny, nonny», y todo aquello acostumbrado.
Aquella algarabía tuvo por efecto hacer brillar los ojos de Gussie detrás de los lentes. Parecía como si aquello fuese precisamente la gota de agua capaz de desbordar el vaso de la resistencia humana.
—¡Stephanie Byng! —dijo amargamente—. ¡Cantar en un momento como éste!
Lanzó un rugido y salió de la habitación. Yo acababa de hacerme el nudo de la corbata negra cuando Jeeves entró.
—Mrs. Travers —anunció ceremoniosamente.
Un «¡Repámpanos!» brotó de mis labios. Cuando oí que la anunciaban supe, naturalmente, que venía, pero mi situación fue la misma que la del cuitado que, dando un paseo, levanta la cabeza de repente y ve un aeroplano que suelta una bomba sobre su cabeza, y sabe que va a caer, pero que por el hecho de saberlo lo considera menos desagradable.
Pude fácilmente darme cuenta de que estaba bastante incomodada, contrariada daría mejor idea, y me apresuré a conducirla ceremoniosamente hasta un sillón y a excusarme.
—Profundamente contristado de no haber podido bajar a hablar contigo, anciana antepasada —dije—. Estaba encerrado con Gussie Fink-Nottle, tratando de un asunto que afecta profundamente nuestros mutuos intereses. Desde la última vez que nos vimos, han ocurrido muchos acontecimientos, y mis asuntos se han complicado sobremanera, lamento tener que decirlo. Puedes afirmar que los cimientos del infierno se tambalean. ¿Es esto demasiado decir, Jeeves?
—No, señor.
Mi tía rechazó de plano mis explicaciones con un gesto.
—Conque también tú tienes tus complicaciones, ¿eh? En fin, no sé cuáles serán las complicaciones que han sobrevenido en tu vida, pero en la mía ha habido una, y gorda. Por eso he venido aquí con estas prisas. Hay que tomar rápidamente una determinación o la casa se va a paseo.
Empecé a dudar de que incluso Mona Lisa pudiese ver los acontecimientos precipitándose de aquella manera. Me refiero a la forma en que las cosas se sucedían unas a otras.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté. Se estremeció y, por fin, pudo articular una sola palabra.
—¡Anatole!
—¿Anatole? —Tomé su mano y se la estreché con dulzura—. Dime, mi febril parienta —le dije—. ¿Qué es lo que quieres decir, si es que quieres decir algo? ¿Por qué hablas de Anatole?
—Si no nos damos prisa, lo perdemos. Una mano helada pareció estrujarme desgarradamente el corazón.
—¿Perderlo?
—Sí.
—¿Incluso después de haberle doblado el sueldo?
—Incluso después de haberle doblado el sueldo, ¡óyeme, Bertie! Un momento antes de salir yo de casa esta tarde, Tom recibió una carta de Sir Watkyn Bassett. Cuando digo «un momento antes de salir yo de casa» es porque ésta fue la razón que me hizo salir de ella. Porque, ¿sabes qué contenía la carta?
—¿Qué?
—La proposición de trocar la jarrita por Anatole, y Tom ha tomado en cuenta la proposición.
—¿Cómo? ¡Increíble!
—¡Increíble, señor!
—Gracias, Jeeves. ¡Increíble! ¡No puedo creerlo! Es imposible que tío Tom piense ni un solo momento en aceptar proposición semejante.
—¿Eso crees? ¿Te acuerdas de Pomeroy, el mayordomo que teníamos antes que Seppings?
—¡Ya lo creo! ¡Un tipo estupendo!
—¡Un tesoro!
—¡Una joya! ¡Jamás he comprendido por qué lo dejasteis marchar!
—Tom lo cambió a los Bessington-Copes por una chocolatera oviforme de tres pies torneados. Luché contra mi creciente desesperación.
—¡Pero no creo que el muy imbécil, es decir, me refiero a tío Tom, vaya a dejar marchar a Anatole de esta manera!
—Es capaz.
Se levantó y se dirigió inquieta hacia la chimenea. Vi claramente que buscaba algún objeto que poder romper a fin de aliviar sus alborotadas emociones, lo que Jeeves hubiera llamado un paliativo, y cortésmente llamé su atención sobre una terracota que representaba El infante Samuel en oración. Me dio secamente las gracias y la arrojó violentamente contra la pared opuesta.
—Te digo, Bertie, que para un coleccionista chiflado no hay límites a los que no llegue por proporcionarse un ejemplar anhelado. Las palabras de Tom al tenderme la carta para que la leyese, fueron que su mayor placer sería desollar al viejo Bassett vivo y meterlo en una caldera de aceite hirviendo, pero que, en la actual situación, no veía más sistema que acceder a su demanda. La única cosa que lo ha detenido de telegrafiar inmediatamente aceptando ha sido que le he dicho que tú estabas precisamente en Totleigh Towers con la misión expresa de quitarle la jarrita, y que la tendría en sus manos casi inmediatamente. ¿Cómo va la cosa, Bertie? ¿Has elaborado tus planes? ¿Bien cortados y cosidos? No pierdas tiempo, Bertie. Cada instante es precioso.
Me sentí desfallecer. No había más remedio que romper el fuego con las noticias, y con la esperanza de que fuese esto lo único que se rompiese. Mi tía, cuando está nerviosa, es una mujer formidable, y yo no podía dejar de recordar lo que le había ocurrido al pobre infante Samuel.
—Iba precisamente a hablarte de esto —dije—. Jeeves, ¿tiene usted el documento que hemos preparado?
—Aquí está, señor.
—Gracias, Jeeves. Y creo que sería conveniente que fuese usted a procurarse un poco más de coñac.
—Muy bien, señor.
Jeeves se retiró y yo tendí el papel a mi tía, rogándole que lo leyese atentamente. Lo recorrió con la mirada.
—¿Qué es todo esto?
—En seguida lo verás. Fíjate primero en cómo está encabezado, Wooster B., situación de… Estas palabras te lo dirán todo. Son elocuentes —añadí, retrocediendo un paso y disponiéndome a escabullirme— y te explicarán por qué declino definitivamente el honor de robar la jarrita.
—¿Qué?
—Te he mandado esta tarde un telegrama en este sentido, pero, naturalmente, no ha llegado a tiempo de alcanzarte.
Me miró con mirada batalladora, como la amante madre al niño imbécil que acaba de cometer una idiotez excepcional.
—¡Pero, Bertie, hijo mío! ¿No me has oído? ¡Se trata de Anatole! ¿No comprendes la situación?
—Claro que sí.
—Entonces ¿te has vuelto idiota? Cuando digo «vuelto», naturalmente…
Levanté una mano en señal de protesta.
—Déjame que me explique, anciana parienta. Recordarás que te he dicho que habían ocurrido aquí recientes acontecimientos. Uno de ellos es que Sir Watkyn Bassett está perfectamente al corriente de mi plan de arrebatarle la jarrita y espía mis menores movimientos. El otro es que ha confiado sus sospechas a un camarada suyo, apellidado Spode. Acaso a tu llegada hayas conocido a ese Spode…
—¿El grandullón ése?
—Grandullón es la palabra, si bien acaso «supercolosal» sea el mot juste. Pues bueno, como te he dicho, Sir Watkyn le ha confiado sus sospechas, y el mencionado personaje me ha informado personalmente de que, si desaparece la jarrita, me hará picadillo. Por esta razón es imposible llevar a cabo ningún plan constructivo.
Un silencio de alguna duración siguió a estas observaciones. Pude darme cuenta de que reflexionaba seriamente sobre la situación, y que comprendía que, si no le podía prestar ayuda en un momento de necesidad, no era solamente debido a la falta de buena voluntad de su sobrino Bertram. Apareció enteramente el profundo abismo en que éste se hallaba y, a menos que ande muy equivocado, creo que se estremeció.
Mi parienta era una mujer que, allá en los años de mi niñez y adolescencia, solía arrearme algunos coscorrones cuando consideraba que mi conducta justificaba tal acción, y durante estos últimos días tuve varias veces la sensación de que estaba a punto de volverlo a hacer. Pero en lo más íntimo de su ser, pese a su desagradable exterior, latía un corazón tierno, y un cariño a su sobrino Bertram profundamente arraigado. Era la última persona que hubiera deseado verle arrancar los ojos de las órbitas y su bien formada nariz fuera de su sitio.
—Ya comprendo —dijo finalmente—. Sí, esto dificulta las cosas, desde luego.
—Enormemente. Si admites la denominación de «callejón sin salida», serás de mi misma opinión.
—¿Ha dicho que te haría picadillo?
—Ésta es la expresión que empleó. La ha repetido, de manera que no puede haber error.
—Bien. Por nada del mundo quisiera verte en manos de ese monstruo. Contra un gorila de su especie no hay probabilidad ninguna. Te dejaría sin aliento antes de que hubieses tenido tiempo de decir «¡pío!». Te arrancaría los miembros uno tras otro y los lanzaría a los cuatro vientos.
Me estremecí ligeramente.
—¡No hay ni que pensar en ello, oh, anciana consanguínea!
—¿Estás seguro de que pensaba en lo que dijo?
—Completamente seguro.
—Acuérdate de aquello de «perro que ladra…»
Sonreí tristemente.
—Sé a lo que vas, tía Dalia —dije—. Dentro de un instante me preguntarás si pestañeó mientras hablaba. ¡No hubo parpadeo alguno! La política que Roderick me delineó durante nuestra última entrevista es exactamente la política que llevará a cabo.
—Entonces estamos fastidiados. A menos que a Jeeves se le ocurra algo. —Se dirigió a Jeeves, que entraba en aquel momento con el coñac, que ya era hora. No comprendía por qué había tardado tanto—. Hablamos de Mr. Spode, Jeeves.
—Sí, señora.
—Jeeves y yo hemos ya hablado de las amenazas de Spode —dije malhumorado—, y se confiesa impotente. Esta vez, su potente cerebro ha rehusado funcionar. Ha reflexionado profundamente, pero no ha dado con la fórmula.
Tía Dalia había saboreado el coñac con visible satisfacción y en su rostro se dibujó una expresión pensativa.
—¿Sabes lo que se me está ocurriendo? —dijo.
—Dímelo —contesté todavía malhumorado—, pero apuesto a que es una tontería.
—No es ninguna tontería. Podría solucionarlo todo. Estaba pensando en si ese Spode no tendría algún secreto vergonzoso. ¿Sabe usted algo de él, Jeeves?
—No, señora.
—¿Qué clase de secreto quieres decir?
—Me rondaba por la cabeza la idea de que, si tuviese alguna grieta en su armadura, podría sujetarlo por ella y limarle las uñas. Una vez, siendo pequeña, vi a tu tío George besar al ama de llaves, y hay que ver lo que esto me ayudó después, los días en que después del colegio quería que hiciese la lista de las principales exportaciones e importaciones del Reino Unido. ¿Comprendes qué quiero decir? ¡Suponte que supiésemos que Spode ha hecho alguna trastada o algo así! ¿No te parece buen plan? —dijo viendo que yo me mordía los labios con gesto de duda.
—Me parece bien como plan. Pero tiene un fallo. Es que no sabemos nada.
—Es verdad. —Se levantó—. En fin, era sólo una idea. Y quise decírtela. Y ahora me parece que me voy a mi cuarto a mojarme las sienes con agua de Colonia. Mi cabeza está a punto de estallar como una granada.
La puerta se cerró. Me dejé caer en el sillón que había dejado vacante y moví la cabeza.
—Bueno, ya estamos al cabo de la calle —dije satisfecho—. Ha tomado la cosa mejor de lo que esperaba, Jeeves. El Quorn entrena bien a sus hijas. Pero en el gesto de sus labios se veía que lo sentía profundamente, y este coñac le ha ido al pelo. ¡A propósito! Ha tardado usted dos horas en traerlo. Un perro de San Bernardo hubiera ido y vuelto en la mitad de tiempo.
—Sí, señor. Perdone el señor. Me ha demorado la conversación con Mr. Fink-Nottle.
Me senté, reflexionando.
—¿Sabe usted, Jeeves? —dije—. No era mala idea la de tía Dalia de saber algún secreto de Spode. Fundamentalmente era buena. Si Spode tuviese algún chanchullo y supiésemos cuál, indiscutiblemente esto le quitaría una fuerza enorme. Pero dice usted que no sabe nada de él.
—Nada, señor.
—Y dudo, además, que haya algo que saber. Hay gente que a simple vista se ve que son una especie de sahibs[7], incapaces de hacer nada que no deba hacerse, y temo que, prominente, entre ellos, se halle Roderick Spode. Dudo que la más minuciosa investigación a su respecto descubriese en su vida nada peor que ese bigote que usa, y no hay duda de que el escrutinio mundial no lo consideraría delictuoso, pues de lo contrario no lo usaría.
—Es cierto, señor. No obstante, acaso fuese útil proceder a ciertas indagaciones.
—Sí, pero ¿dónde?
—Estaba pensando en «Junior Ganymede», señor. Es un club para el personal distinguido de las personas distinguidas, situado en Curzon Street, al cual pertenezco desde hace algunos años. El ayuda de cámara de un caballero de la clase de Mr. Spode debe ser seguramente socio, y, por consiguiente, habrá confiado al secretario una buena cantidad de informes referentes a él, a fin de insertarlos en el Libro del club.
—¿Cómo?
—De acuerdo con el artículo once del Reglamento, cada nuevo socio viene obligado a suministrar una información completa referente a su amo. Esto, no sólo procura distracción leyéndola, sino que sirve de aviso a los socios que eventualmente pensasen entrar al servicio de personas que están lejos de ser el ideal.
Tuve un sobresalto y le miré fijamente. Fue verdaderamente un sobresalto violento.
—¿Qué ocurrió cuando se hizo usted socio?
—¡Señor!
—¿Dijo usted todo lo que sabe de mí?
—¡Oh, sí, señor!
—¿Cómo? ¿Todo? ¿Incluso la vez que me perseguía el viejo Stoker y tuve que pintarme la cara con betún para disfrazarme?
—Sí, señor.
—¿Y la vez que después del cumpleaños del Pongo Twistleton, al venir a casa, confundí un farol con un bandido?
—Sí, señor. A los socios nos gusta tener algo que leer las tardes de lluvia.
—¿Conque esas tenemos, eh? Y suponga usted que una tarde de lluvia, tía Ágata lo lea. ¿No se le ha ocurrido a usted?
—La eventualidad de que Mrs. Spencer Gregson obtenga acceso al Libro del club me parece muy remota, señor.
—¡Así lo espero! Pero recientes acontecimientos ocurridos bajo este mismo techo le han probado cómo las mujeres tienen algunas veces fácil acceso a los libros.
Permanecí en silencio, reflexionando sobre la sorprendente circunstancia que me ponía al corriente de lo que ocurría en aquellas instituciones del género del «Junior Ganymede», de cuya existencia no había tenido hasta entonces la menor noticia. Sabía, desde luego, que, por las noches, después de servirme mi frugal cena, Jeeves se ponía el hongo y doblaba la esquina, pero siempre había supuesto que su destino era algún bar de los alrededores. Jamás había tenido la menor sospecha de la existencia de aquel club de Curzon Street.
Todavía había sospechado menos que algunas de las actuaciones de Bertram Wooster, acaso mal juzgadas, fuesen inscritas en un libro. La cosa, en conjunto, sabía desagradablemente a Abu Ben Adhem y sus ángeles y me hizo fruncir el ceño.
No obstante, no veía que se pudiese hacer nada, y volví a lo que el agente de policía Oates hubiera llamado la «trampa del tejido».
—¿Entonces, cuál es su proyecto? ¿Pedir al secretario informes sobre Spode?
—Sí, señor.
—¿Cree usted que se los dará?
—¡Oh, sí, señor!
—¿Quiere usted decir que esos informes, esos horribles informes, esos peligrosos informes que pueden ser causa de la ruina de cualquiera si caen en malas manos, son transmitidos a quien los solicita?
—Sólo a los socios, señor.
—¿Cuándo podría usted tenerlos?
—Puedo llamar inmediatamente por teléfono, señor.
—Entonces hágalo usted en seguida, Jeeves, y que carguen la conferencia a Sir Watkyn Bassett. Y no se ponga nervioso cuando oiga usted a la telefonista decir «tres minutos». Adelante, sin miedo. Cueste lo que cueste, su secretario tiene que comprender y comprender perfectamente, que ha llegado el momento en que toda la gente virtuosa tiene que ponerse de nuestro lado.
—Creo que podré convencerle de que se trata de un caso urgente, señor.
—Si no lo logra, pásemelo usted a mí.
—Muy bien, señor.
Se dirigió a la puerta con su mensaje de salvación.
—A propósito, Jeeves —dije en el momento en que iba a salir—, ¿me ha dicho usted que había estado hablando con Gussie?
—Sí, señor.
—¿Le ha dicho a usted algo importante?
—Sí, señor. Parece que ha habido algún incidente en sus relaciones con Miss Bassett. El compromiso se ha roto.
Desapareció y yo pegué un bote de tres pies. Es una cosa endiabladamente difícil de conseguir cuando se está sentado en un sillón, pero lo conseguí.
—¡Jeeves! —aullé.
Pero había desaparecido sin dejar rastro detrás de él.
De abajo llegó el súbito resonar del gong de la cena.