Capítulo IV

No sé si les ocurre a ustedes como a mí, pero tengo la impresión de que en la vida, de cuando en cuando, se encuentra uno en momentos que a simple vista se ve que son trascendentales. Hay un algo que nos dice que aquel momento quedará grabado en ella, y que durante años enteros volverá a nuestra mente a intervalos, en el momento de conciliar el sueño, alejando esta dulce sensación, y produciéndonos un sobresalto, como el salmón que acaba de morder el anzuelo.

En cuanto a mí respecta, uno de esos momentos es el día en que en el colegio me deslicé hacia el estudio de mi maestro, a la caída de la noche, por haber sido informado por mis espías de que el armario de los libros encerraba una caja de galletas; y descubrí, al encontrarme dentro y comprender qué toda retirada honrosa era imposible, que mi anciano profesor estaba sentado a su mesa, ocupado, por una rara coincidencia, en la redacción del resumen de mi comportamiento de fin de curso, con el subsiguiente e inevitable desastre.

En aquella situación, hubiera sido verdaderamente tener poco respeto a la verdad decir que Bertram Wooster conservó su acostumbrado sang-froid. Pero que Dios me castigue si recuerdo haber contemplado en aquel momento al reverendo Aubrey Upjohn con la mitad del pálido terror que se dibujó en mi rostro al oír aquellas palabras de Gussie.

—¿Que se te ha caído?

—Sí, pero no importa.

—¿Que no importa?

—No, lo sé de memoria.

—Ya comprendo. ¡Perfecto!

—Exacto.

—¿Habías escrito mucho?

—Una barbaridad.

—¿Importante?

—Muy importante.

—Bien, bien… ¡Espléndido!

Le miré con creciente sorpresa. Podría creerse que en aquellas circunstancias, incluso aquel eminente anormal hubiera debido darse cuenta del espantoso peligro que corría. Pero no. Sus lentes de carey brillaban con un resplandor jovial. Estaba lleno de élan y espièglerie, sin la menor preocupación. De pies a cabeza era el puro Augustus Fink-Nottle.

—¡Oh, sí! Me lo he aprendido de memoria cuidadosamente, y me alegro mucho de haberlo hecho. Durante la última semana, he sometido las características de Sir Watkyn y de Roderick Spode a un análisis implacable. He penetrado hasta lo más profundo de la personalidad de estos dos botarates. Es asombroso la cantidad de material que se puede acumular una vez se ha empezado a analizar a la gente. ¿Has visto alguna vez a Sir Watkyn Bassett ocupado con un plato de sopa? Parece el rápido de Escocia pasando un túnel. ¿Has visto alguna vez comer espárragos a Roderick Spode?

—No.

—Repugnante. Niega en absoluto el concepto del Hombre como obra suprema de la Naturaleza.

—¿Son éstas dos de las cosas que escribiste en la agenda?

—Ocupan media página. Estas son observaciones triviales, defectos superficiales. El fondo de mis investigaciones es mucho más profundo.

—¡Ya comprendo! Te extiendes sobre el tema.

—Ampliamente.

—¿Y todo en este tono? ¿Así? ¿Brillante?

—Palabra por palabra.

—¡Magnífico! No es probable que el viejo Bassett se aburra cuando lo lea.

—¿El viejo Bassett?

—Las mismas probabilidades tiene de encontrar él la agenda que cualquier otro.

Recuerdo que Jeeves me dijo un día a propósito de cómo no se puede nunca saber el tiempo que va a hacer, que muchas maravillosas mañanas había visto él besar las cimas de las montañas con sus rayos de sol, para oscurecerse y convertirse luego en una tarde sombría. Esto fue lo que le ocurrió a Gussie. Había irradiado resplandor como un reflector eléctrico hasta que le mencioné este aspecto del asunto, y de repente el resplandor se había desvanecido como si hubiesen dado vuelta al interruptor.

Se quedó mirándome de manera muy parecida a como miré yo al reverendo. A. Upjohn en la ocasión que he referido antes. Su expresión era exactamente la misma que había visto una vez en un pez, cuyo nombre no recuerdo ahora, en el Acuarium de Mónaco.

—¡No se me había ocurrido!

—¡Pues empieza!

—¡Ah, Dios mío!

—Eso mismo.

—¡Ah, repámpanos!

—Exactamente.

—¡Ah, mi santa tía!

—Muy justo.

Se acercó a la mesa de té como un sonámbulo y empezó a comer un buñuelo frío. Me miró con ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Qué crees que puede ocurrir si el viejo Bassett encuentra la agenda?

No era difícil la respuesta.

—Que se opondrá inmediatamente a la boda.

—¿Crees?

—Desde luego.

Mordió el buñuelo.

—¡Claro que se opondrá! —continué—. Tú mismo me has dicho que no ha estado nunca entusiasmado contigo como yerno. Si lee la agenda no creo que cambie de opinión en favor tuyo. Que eche una mirada a la agenda y dará orden de que anulen el encargo del pastel y le dirá a Madeline que para casarse contigo habrá de pasar por encima de su cadáver. Y ella no es muchacha para desafiar la voluntad de su padre.

—¡Ah, Dios mío!

—No obstante, no tienes por qué preocuparte, muchacho —dije haciendo resaltar el punto importante—, porque, mucho antes de que esto ocurra, Spode te habrá retorcido el pescuezo.

Se lanzó, desfallecido, sobre otro buñuelo.

—¡Es horrible, Bertie!

—No es muy agradable, en efecto.

—¡En menudo lío me he metido!

—¡Ánimo!

—¿Qué podemos hacer?

—No sé.

—¿No se te ocurre nada?

—Nada. Debemos poner nuestra confianza en más altos poderes.

—¿Consultar a Jeeves?

Moví la cabeza.

—Ni Jeeves puede ayudarnos en este caso. No hay más salida que dar con esa agenda antes de que caiga en manos de Bassett. ¿Por qué diablos no la guardabas bajo llave?

—No podía. Tenía que escribir continuamente cosas en ella. No sabía nunca cuándo me vendría la inspiración y necesitaba tenerla a mano.

—¿Estás seguro de que la tenías en el bolsillo?

—Completamente seguro.

—¿No estará en tu cuarto, por casualidad?

—No. La llevaba siempre encima, a fin que estuviese en seguro.

—¡En seguro! ¡Ya se ve!

—Y, también, como te he dicho, porque la necesitaba continuamente. Estoy tratando de recordar dónde la vi la última vez. ¡Ah, sí, ya me acuerdo! Cerca de la bomba.

—¿Qué bomba?

—La que hay en el patio de las cuadras donde llenan los cubos para los caballos. Allí es donde vi la agenda por última vez, ayer, antes del almuerzo. La saqué para anotar la manera cómo engullía el porridge Sir Watkyn durante el desayuno, y acababa de inscribir mi crítica cuando vi a Stephanie Byng y me rogó que le sacase el mosquito del ojo. ¡Bertie! —gritó dando un puñetazo sobre la mesa, ignorando el muy asno que vertería la leche. Un extraño resplandor salía de sus lentes—. ¡Bertie! —repitió—, me acabo de acordar de una cosa. Parece que se haya descorrido una cortina y aparece la escena ante mis ojos. Saqué la agenda, inscribí en ella lo del porridge y me la metí en el bolsillo donde guardo el pañuelo.

—¿Entonces?

—¡En el bolsillo donde guardo el pañuelo! —repitió—. ¿No comprendes? Sírvete de tu inteligencia, hombre. ¿Qué es lo primero que hace un hombre que se encuentra con una muchacha que tiene un mosquito en un ojo?

Solté una exclamación.

—¡Sacar el pañuelo!

—¡Exactamente! Y arrollarlo, y sacar el mosquito con una punta. Y si envuelta en el pañuelo hay una pequeña agenda con cubierta de piel…

—Salta del bolsillo…

—Y cae al suelo…

—… y no sabes dónde.

—Pero yo sí sé dónde. Aquí está la cosa. Puedo llevarte al sitio preciso.

Durante un instante tuve confianza. Después me invadió nuevamente la desazón.

—¡Dices ayer antes del almuerzo! Entonces, a estas horas ya la ha encontrado alguien.

—A esto iba. Ahora me acuerdo de una cosa. Inmediatamente después que me hube ocupado del mosquito, recuerdo que Stephanie dijo: «¿Qué es aquello?» y la vi detenerse y coger algo del suelo. De momento no presté atención al detalle, porque en aquel momento vi a Madeline. Estaba de pie en la puerta del patio de las cuadras con una mirada fría en su rostro. Debo mencionar que, a fin de poder extraer el mosquito de su ojo, tuve que poner una mano bajo la barbilla de Stephanie, a fin de mantenerle la cabeza inmóvil.

—Natural.

—En estas ocasiones es esencial.

—Indispensable.

—Si la cabeza no está rígida, es imposible operar. Traté de hacérselo comprender a Madeline, pero no quiso escuchar nada. Se alejó precipitadamente de allí y yo tras ella. Hasta esta mañana no he podido exponerle detalladamente los hechos y hacérselos comprender. Entretanto, había olvidado completamente el incidente del hallazgo de objetos perdidos por parte de Stephanie. Es obvio que actualmente la agenda está en posesión de Miss Byng.

—Necesariamente.

—Entonces todo va bien. La buscamos, le pedimos que nos la devuelva y listos. Supongo que se habrá reído mucho con ella.

—¿Dónde está?

—Creo recordar haberle oído decir que pensaba ir al pueblo. Creo que va a cortejar con el pastor. Si no tienes nada que hacer, puedes ir en su busca.

—Voy.

—Ándate con cuidado con el perrito. Probablemente se lo habrá llevado.

—¡Ah, sí! Recuerdo que me había hablado del animalito durante la cena. En el momento en que se servía el sole meunière me mostró una herida en su pierna que me hizo saltarme este plato.

—Muerde como una serpiente.

—Está bien. Tendré cuidado. Lo mejor será que me vaya en seguida.

Tardé poco en llegar al extremo de la avenida. En la verja me detuve. Me pareció que el mejor plan era esperar allí hasta que regresase Stiffy. Encendí un cigarrillo y me entregué a la meditación.

Aunque algo aligerada mi inquietud, estaba todavía preocupado. Mientras la agenda no estuviese de nuevo en un lugar seguro, no habría calma para el alma de un Wooster. Dependía demasiado de su recuperación. Como le había dicho a Gussie, si el viejo Bassett le daba por hacer el padre severo y prohibir las amonestaciones, era muy probable que Madeline bajase la cabeza y contestase con un moderno «¿Ah, sí?» Una mirada basta para clasificarla dentro de la especie de muchachas que creen que un padre tiene derecho a tener opinión; y estaba dispuesto a dar cien a ocho a que, si las circunstancias mencionadas concurrían, hubiera vertido una lágrima solitaria, sí; pero, cuando su vapor se hubiese desvanecido, Gussie se encontraría en libertad.

Meditaba todavía sobriamente y lleno de aprensión sobre todo esto, cuando vi que ante mí se estaba desarrollando en la carretera un drama humano.

Las sombras del anochecer empezaron a caer rápidamente, pero la visibilidad era todavía suficiente para permitirme observar que por la carretera avanzaba acercándose hacia donde yo estaba un robusto policía con cara de luna, montado en una bicicleta. Su aspecto delataba que la paz había invadido su alma. Su trabajo cotidiano podía o no haber terminado, pero en aquel momento, no estaba, evidentemente, de servicio, y su aspecto general era el del policía que no lleva en la cabeza más que el casco.

Y cuando haya dicho que ni siquiera llevaba sus manos en el manillar, se comprenderá hasta qué punto la beatitud y el bienestar invadían el alma de aquel policía.

El drama fue debido a que, evidentemente, no le había llamado la atención el hecho de que era seguido, de manera pertinaz y obstinada, peculiar en esta clase de animales, por un terrier «Aberdeen». Avanzaba él tranquilamente y respirando la fragante brisa del atardecer y a su lado marchaba el terrier, todo cejas y patillas, dando caza a sus talones. Como dijo más tarde Jeeves, cuando le describí la escena, la situación recordaba algunos momentos culminantes de la tragedia griega cuando alguien avanza bella y majestuosamente, inconsciente de que Némesis está detrás de él, y creo que la comparación es justa.

Avanzaba, pues, el policía sin tocar el manillar y, de no ser por esta circunstancia, cuando ocurrió el desastre no hubiera revestido tan amplias proporciones. Como también yo en mi juventud fui ciclista —creo haber mencionado que una vez gané un premio en una fiesta de pueblo— puedo testimoniar que para ir en bicicleta sin agarrarse al manillar, es indispensable la absoluta seguridad de no ser interrumpido. Sólo la idea de un inesperado terrier conectado con el tobillo en este momento, basta para que la bicicleta haga un zig-zag. Y naturalmente, como todos saben, un zig-zag sin estar las manos firmemente asidas al manillar representa el trompazo.

Y fue lo que ocurrió. Un porrazo, y de los mejores que me ha sido dado presenciar; el representante de la ley rodó por los suelos. Hacía un momento que estaba ante nosotros alegre y confiado; un instante después yacía en la cuneta convertido en una especie de macédoine de brazos, piernas y ruedas, con el terrier acechándole desde el borde, mirándole con aquella expresión ofensiva y atildada que he observado a menudo en los rostros de los «Aberdeen» durante sus contiendas con la Humanidad.

Y mientras el policía se agitaba en la cuneta tratando de desenredarse, de la esquina salió una muchacha muy linda ataviada con un elegante traje de tweed, en quien reconocí en seguida las familiares facciones de Stiffy Byng.

Después de lo que Gussie había dicho, era lógico que esperase ver llegar a Stiffy. Viendo un terrier «Aberdeen», pude suponer que le pertenecía. Era lógico pensar: «Si empiezan a llegar los scotties es que Stiffy no está lejos».

Stiffy estaba evidentemente enfadada con el policía. Agarró el collar del terrier con el puño de su bastón y lo echó atrás; entonces se dirigió al policía, que había empezado a emerger de la cuneta como Venus de la espuma.

—¿Por qué diablos —preguntó— ha hecho usted eso?

Desde luego, no era asunto mío, pero no pude menos que pensar que hubiera podido mostrar un poco más de tacto al iniciar aquella conferencia, que amenazaba ser difícil y delicada. Y comprendí que el policía pensase lo mismo que yo. Su cara estaba cubierta de una considerable cantidad de barro, pero no la suficiente para ocultar su ofendida expresión.

—Le habrá hecho usted perder la calma asustándolo con esos gritos. ¡Pobre Bartholomew! ¡A poco lo aplasta el hombre feo!

De nuevo eché de menos un poco de tacto. Al describir al funcionario público como hombre feo, técnicamente, tenía sin duda toda la razón. En un concurso de belleza sólo hubiera podido aspirar a un premio en el caso de competir con Sir Watkyn Bassett, Oofy Prosser, del «Club de los Zánganos», y alguno otro de su especie. Pero, no hay necesidad de mencionarlo. En estas ocasiones, lo que se requiere es suavidad. Es un arma infalible.

El policía había ya salido, él y su bicicleta, del abismo y estaba sometiendo esta última a una serie de pruebas, a fin de medir toda la extensión del desastre. Satisfecho con la comprobación de que el daño era leve, se volvió y dirigió una mirada a Stiffy, con la misma expresión que el viejo Bassett había empleado el día que comparecí delante de él en Bosher Street.

—Seguía la carretera —empezó, con su clásico acento irlandés, usando un tono lento y ponderado, como si prestase declaración ante un jurado— y el perro se arrojó sobre mí de una manera violenta. Fui arrojado de la bicicleta…

Stiffy saltó sobre la frase como un leguleyo inveterado.

—Pues no debía usted pasear en bicicleta. Bartholomew no puede soportar las bicicletas.

—Iba en bicicleta, señorita, porque ignoraba que tuviese la obligación de hacer el camino a pie.

—Pues le iría muy bien. Se quitaría usted algo de grasa.

—Ésta —dijo el policía, no menos batallador, sacando una libreta de las profundidades de sus bolsillos— no es la trama del tejido. La trama del tejido es que ésta es la segunda vez que este animal comete un grave ataque contra mi persona y que tendré que denunciarla a usted, señorita, por poseer un perro salvaje, cuyo dominio no está en sus manos.

La estocada era certera, pero Stiffy Byng no desfalleció.

—No sea usted idiota, Oates. No va usted a querer que un perro vea pasar un policía sin decir nada. No es un ser humano. Y apuesto que lo ha molestado usted de alguna manera. Lo debe usted haber asustado o hecho algo; pero le prevengo que pienso llevar el caso hasta la Cámara de los Lores. Citaré a este caballero como testigo. —Se volvió hacia mí y, por primera vez, se dio cuenta de que no se trataba de un caballero, sino de un viejo amigo—. ¡Oh! ¡Hola, Bertie! —exclamó.

—¡Hola, Stiffy!

—¿Cuándo has llegado?

—Hace poco.

—¿Has visto lo que ha ocurrido?

—Perfectamente. Primera fila de ring.

—Pues disponte a ser testigo.

—Perfectamente.

El policía parecía estar haciendo un inventario y anotarlo en su libretita. Estaba ya en disposición de hacer un resumen.

—Una desolladura en la rodilla derecha. Contusión en la ceja izquierda. Rasguño en la nariz. Uniforme lleno de barro necesitando limpieza general. Profunda conmoción. Recibirá usted la citación a su debido tiempo, señorita.

Montó en su bicicleta y se alejó, haciendo que Bartholomew diese un bote que a poco lo libera del bastón que lo retenía. Stiffy permaneció inmóvil un momento, viéndole alejarse, con el aspecto de una muchacha que desearía tener un ladrillo en la mano. Después se volvió hacia mí, y yo me arrojé de cabeza al fondo del asunto.

—Stiffy —le dije, pasando por encima todo aquello de «cómo estás» y de «estoy encantado de verte», etcétera—, ¿tienes una agenda pequeñita, de color marrón, con cubierta de piel, que Gussie Fink-Nottle dejó caer en el patio de las cuadras ayer a mediodía?

De momento no contestó, pareciendo reflexionar profundamente, sin duda alguna sobre el reciente caso de Oates. Repetí la pregunta y volvió a la realidad.

—¿Una agenda?

—Pequeña, marrón, con cubierta de piel.

—¿Llena de una cantidad de observaciones personales?

—La misma.

—Sí, la tengo.

Elevé las manos al cielo en acción de gracias y di un grito de alegría. Bartholomew me lanzó una mirara de reproche y dijo en voz baja algo en gaélico, pero lo desprecié. Todas las jaurías de fox-terriers «Aberdeen» del mundo hubieran podido lanzarme miradas furibundas, y mostrarme sus amenazadores colmillos sin turbar la paz de aquel momento extático.

—¡Oh, Dios mío, qué alivio!

—¿Pertenece a Gussie Fink-Nottle?

—Sí.

—¿Entonces es Gussie quien escribió esas excelentes observaciones sobre el carácter de Sir Watkyn Bassett y Roderick Spode? ¡Jamás le hubiera creído capaz de hacerlo!

—Nadie lo hubiera creído. Es una historia sumamente interesante. Parece que…

—Lo que no comprendo es que nadie pierda el tiempo escribiendo sobre Roderick Spode y tío Watkyn, cuando Oates está pidiendo a gritos que se metan con él. No creo que haya nadie, Bertie, más obstinado que este Eustace Oates. Me tiene harta. Se pasa la vida fanfarroneando por aquí con su maldita bicicleta, como pidiendo el porrazo, y cuando se lo pega se queja. ¿Y por qué tiene que chillar de esta manera contra el pobre Bartholomew? No hay en el pueblo ningún perro con sangre en las venas que no se haya lanzado contra él, y lo sabe perfectamente.

—¿Dónde está el librito, Stiffy? —dije volviendo al asunto.

—¡Déjate de libritos! Volvamos a Oates. ¿Crees que me denunciará?

Le dije que, leyendo entre líneas, ésta era realmente la impresión que había sacado y ella hizo lo que creo que en francés se llama une moue. ¿No es así? Es decir, adelantando los labios y después retirándolos otra vez.

—También lo temo —dijo Stiffy—. No hay más que una palabra para designar a Oates y esta palabra es: «malvado». Se pasa la vida buscando a quien devorar. En fin, más trabajo para tío Watkyn.

—¿Qué quieres decir?

—Que compareceré ante él.

—Así, aun retirado, ¿sigue actuando? —pregunté no sin ansiedad, recordando la conversación entre el ex verdugo y Roderick Spode en la salita de las colecciones.

—Se ha retirado únicamente de Bosher Street. Pero cuando un hombre lleva la magistratura en la sangre no puede prescindir de ella. Ahora es juez de paz. Tiene una especie de tribunal supremo en la biblioteca. Allí es donde comparezco siempre. A lo mejor estoy haciendo cualquier cosa, cortando flores, o sentada en mi habitación leyendo un buen libro, y viene el mayordomo y me dice que me esperan en la biblioteca. Y allí veo a tío Watkyn sentado a su mesa, mirándome con cara de juez y a Oates a su lado para prestar declaración.

Imaginé la escena, desde luego muy desagradable. Un espectáculo que da una triste impresión de la vida de familia de una muchacha.

—Y la cosa termina siempre igual. Se pone el birrete y me arma un escándalo. No escucha nunca una palabra de lo que digo. Me parece que no sabe ni el A B C de la Justicia.

—Así me trató a mí cuando comparecí ante él.

—Y lo peor de todo es que como sabe exactamente cuál es mi pensión, me pone la multa por el valor de lo que contiene mi bolsa. Dos veces ya este año me ha dejado en los huesos, a instigación de este maldito Oates, una vez por exceso de velocidad y otra porque el pobre Bartholomew le dio un mordisquito insignificante en el tobillo.

Hice unos ruiditos simpáticamente, pero deseaba con fervor poder encauzar la conversación hacia la agenda. Es curioso pensar cuán frecuente es en las muchachas la inclinación a apartarse del tema esencial.

—Por la manera de declarar Oates, hubieras podido creer que se le había llevado una libra de carne. Y supongo que ahora ocurrirá lo mismo. Estoy asqueada de esta persecución policíaca. Uno se creería en Rusia. ¿No odias a la policía, Bertie?

Confieso que no estaba preparado para llegar tan lejos en mi actitud contra este excelente gremio.

—Pues… en masse no, si comprendes mi expresión. Individualmente supongo que varían, como todas las secciones de la Humanidad; unos tienen un apacible encanto, otros no. He conocido agentes de policía muy decentes. Con uno que está de servicio cerca del «Club de los Zánganos» estoy en muy buenas relaciones. En cuanto a este Oates tuyo, te diré francamente que no le conozco lo suficiente para poder formar opinión.

—Puedes creerme si te digo que es uno de los peores. Pero no sabe lo que le espera. ¿Te acuerdas del día en que me invitaste a almorzar en tu casa? Me contaste que habías tratado de quitarle el casco a un policía en Leicester Square.

—Fue entonces cuando conocí a tu tío. Esto fue lo que nos reunió por primera vez.

—Pues de momento no me fijé en la cosa, pero el otro día me acordé de repente y me dije: «¡Ya te tengo! ¡Le quitaremos el chupete al niño!» Durante meses enteros había estado pensando cómo cargarme a ese Oates, y tú me habías enseñado el camino.

Le miré atónito. Sus palabras no podían tener más que una interpretación.

—¡No le vas a quitar el casco!

—¡Claro que no!

—Creo que es prudente.

—Eso es cosa de hombres. De manera que le he dicho a Harold que se lo quite. Me ha dicho muchas veces que está dispuesto a hacer por mí lo que le pida, ¡bendito sea!

El rostro de Stiffy, en general, tiende a ser grave y soñador, dando la impresión de que está siempre sumido en deliciosos y profundos pensamientos. Como Jeeves, raras veces sonreía, pero en aquel momento sus labios se habían abierto en un gesto de éxtasis y sus ojos centelleaban.

—¡Qué hombre! —exclamó—. Estamos prometidos, ¿lo sabías?

—¿Ah, sí?

—Sí, pero no se lo digas a nadie. Es un secreto terrible. Tío Watkyn no debe saberlo hasta que esté bien dulcificado.

—Y ¿quién es este Harold?

—El pastor del pueblo. —Se volvió hacia Bartholomew—. ¿Verdad que el curita mono del pueblecito le va a quitar el casco al policía feo para mamita, para que sea muy, muy feliz? —dijo.

O palabras por el estilo, porque desde luego conozco poco ese dialecto.

Me quedé mirando aquella muchacha, sorprendido de su código moral, si es que así podemos llamarlo. Cuanto más conozco a las mujeres, más creo que habría que dictar una ley. Hay que hacer algo con ese sexo, o toda la estructura social sufrirá un colapso, y todos nosotros pareceremos una recua de asnos.

—¿El pastor? —dije—. ¡Pero, Stiffy! ¡No le vas a pedir a un pastor que vaya a quitarles los cascos a los policías!

—¿Por qué no?

—Porque no es normal. ¡Le van a quitar los hábitos al pobre!

—¿Quitarle los hábitos?

—Esto es lo que suelen hacer con los párrocos cuando los pillan en una claudicación. Y éste es el resultado inevitable de la espantosa misión que has encargado al santo Harold.

—No veo que sea una espantosa misión.

—¡No me vas a decir que sea una misión muy adecuada para los clérigos!

—¡Pues sí, lo digo! Es una cosa que le va muy bien a Harold. Cuando estaba en el Magdalen College, antes de que viese la luz, era el diantre. ¡Siempre haciendo diabluras!

Me interesó oírle mencionar el Magdalen. Había sido mi propio colegio.

—¿Estuvo en el Magdalen? ¿Qué año? ¿Quizá lo conozco?

—¡Claro que lo conoces! Habla muy a menudo de ti, y estuvo encantado cuando supo que ibas a venir. Se llama Harold Pinker.

Quedé atónito.

—¿Harold Pinker? ¿Mi viejo amigo, el «Apestoso[4]» Pinker? ¡Gran Dios! ¡Uno de mis compañeros favoritos! ¡Cuántas veces me había preguntado qué habría sido de él! Y, finalmente, resulta que ha acabado haciéndose cura. Esto demuestra cuán cierto es que una mitad de la Humanidad ignora lo que hace la otra. ¡«Stinker» Pinker, pardiez! Pero ¿de verdad dices que mi viejo Pinker es ahora pastor de almas?

—Exactamente. Y tiene muy buena reputación. Puede llegar a vicario en cualquier momento. Y entonces subirá como el humo. Todo el mundo cree que llegará a obispo.

La alegría de haber tenido noticias de un viejo camarada pasó y volví a mi sentido práctico. Me puse grave.

Y diré por qué me puse grave. Era muy fácil para Stiffy decir que lo que le había encargado cuadraba perfectamente con el carácter de Pinker, pero es que ella no lo conocía tanto como yo. Conocía a Harold Pinker desde los tempranos años de su formación, y tenía de él el concepto que merecía: el de un muchachote del tipo clásico de Terranova, gordete y embarazoso, lleno de celo, es cierto; haciendo cuanto podía, también es verdad; pero incapaz de llevar a cabo nada bien; un hombre, en resumen, que, si había una probabilidad de estropear una empresa y fracasar en algo, lo conseguiría. Ante la idea de aquel hombre consagrándose a realizar la delicada tarea de apoderarse del casco del agente de policía Oates, se me helaba la sangre. No tenía ninguna probabilidad de largarse con él.

Pensé en Pinker, el joven. Corpulento casi como Roderick Spode, había formado parte del equipo de rugby, no sólo de su Universidad, sino también defendiendo los colores nacionales; y en el arte de sumergir a un adversario en un charco de lodo y aplastarle el cuello con sus enormes botas, tenía, si es que existía alguno, pocos rivales. Si hubiese necesitado a alguien para librarme de la acometida de un toro enfurecido, él hubiera sido mi primera elección. Si por alguna desventura me hubiese encontrado encerrado en el antro subterráneo de una sociedad secreta, nadie más que el reverendo Harold Pinker hubiera podido bajar por la chimenea para salvarme.

Pero los músculos y los nervios no bastan para dar aptitud a un hombre para quitarles los cascos a la policía. Se necesita habilidad.

—¿Conque esas tenemos, eh? —dije—. Lo que va a hacer es armar un lío de todos los demonios si le pescan quitando cascos a miembros de su rebaño.

—No le pescarán.

—¡Claro que le pescarán! Cuando jugábamos en el Alma Máter lo pescaban siempre. Parecía que no supiese cómo había que hacer para tener un poco de sutileza. ¡Déjalo, Stiffy! ¡Abandona el proyecto!

—¡No!

—¡Stiffy!

—¡No! ¡Hay que seguir adelante el juego!

Renuncié. Comprendí que pretender argüir con ella y hacerla abandonar su femenina obstinación era perder el tiempo. Su mentalidad era del mismo tipo que la de Roberta Wickham, que una vez me persuadió a ir por la noche al dormitorio de un huésped, en una casa de campo, y pinchar su bolsa de agua caliente con un alfiler.

—¡En fin! —dije resignado—, lo que tenga que ser será. Pero por lo menos métele bien en la cabeza que para quitar cascos a los policías, lo esencial es dar un empujón hacia delante al casco antes de quitarlo, de lo contrario quedan sujetos a la barbilla por el barboquejo. Precisamente a causa de haber cometido la negligencia de olvidar esta precaución, fracasé en mi tentativa de Leicester Square. El barboquejo retuvo el casco, el policía tuvo tiempo de dar la vuelta y agarrarme, y, antes de que me diese cuenta de lo ocurrido, me encontraba ante el tribunal, diciendo: «Sí, Vuestro Honor», y «No, Vuestro Honor», a tu tío Watkyn.

Pensando en el sombrío porvenir que aguardaba a mi viejo amigo, me sumí en meditativo silencio. No me tengo por un hombre débil, pero me preguntaba si había obrado cuerdamente oponiéndome de modo tan rotundo a los esfuerzos de Jeeves para llevarme a hacer el crucero alrededor del mundo. Dígase lo que se quiera de estas excursiones —las malas condiciones de los barcos, la posibilidad de encontrarse rodeado de una caterva de pelmas, la molestia de tener que ir a ver el Taj Mahal—, por lo menos puede decirse una cosa en su favor, y es que se escapa a la mortal agonía de ver inocentes pastores, destrozando su carrera y perdiendo toda posibilidad de alcanzar las más altas dignidades de la Iglesia, por ser detenidos en el momento de quitarles los cascos a sus feligreses.

Miré a Stiffy y reanudé la conversación.

—¿Así que Stinker y tú estáis prometidos? ¿Por qué no me lo dijiste el día que almorzaste conmigo?

—No había nada todavía entre nosotros. ¡Oh, Bertie! ¡Seré tan feliz si consigo lo que deseo! ¡Qué felicidad el día que oiga a tío Watkyn decir la frase: «¡Dios os bendiga, hijos míos!»

—Has dicho antes «hasta que esté bien dulcificado». ¿Qué entiendes por dulcificado?

—De esto precisamente quería hablarte. ¿Te acuerdas de que en mi telegrama te dije que quería pedirte una cosa?

La miré con inquietud. Había olvidado por completo su telegrama.

—Es una cosa muy fácil —añadió.

Lo dudé. Una muchacha que consideraba tarea fácil para un pastor arrebatarles los cascos a los policías, ¿qué misión no sería capaz de encomendarme? Me pareció que había llegado el momento de adoptar una actitud enérgica.

—¿Ah, sí? Pues permíteme que te diga desde un buen principio que no pienso hacerlo.

—¿Amarillo, eh[5]?

—Amarillo brillante. Como tía Ágata.

—¿Qué le pasa?

—Tiene ictericia.

—Tener un sobrino como tú es capaz de dar ictericia a cualquiera. ¡Si ni siquiera has podido saber de qué se trata!

—Prefiero ignorarlo.

—Pues te lo voy a decir.

—No quiero oírlo.

—¿Prefieres que suelte a Bartholomew? Me parece que te está mirando con malos ojos. No creo que te quiera. Algunas veces cobra antipatía a la gente.

Los Wooster son valientes, pero no temerarios. No tuve más remedio que permitir que me llevase hacia la pared que cercaba la terraza y nos sentamos allí. Recuerdo que la tarde era de tranquilidad perfecta, y se respiraba una serena paz.

—No te voy a retener mucho rato —empezó—. Es sencillo y elemental. En primer lugar, tengo que explicarte por qué hemos llevado nuestro noviazgo tan secreto. Es culpa de Gussie.

—¿Qué ha hecho?

—No más que ser Gussie. Tener ese aire de idiota, esos ojos saltones detrás de los lentes y criar lagartijas en su cuarto. ¡Ya puedes imaginar lo que piensa mi tío! Va su hija y le dice que se va a casar. «¿Ah, sí? —pregunta—. Vamos a echar un vistazo al tipo». Y de repente le enseña a Gussie. ¿Comprenderás el espectáculo, para un padre?

—¡Horrible!

—Entonces comprenderás que el momento oportuno para decirle que quiero casarme con un cura no es precisamente cuando se encuentra bajo el golpe de tener que admitir a Gussie por yerno.

Comprendí el punto de vista. Recordé que Freddie Threepwood me había contado que había habido un enredo de mil diablos en Blandings, a causa de una prima suya que quería casarse con un pastor. En aquel caso, el asunto se había solucionado gracias al descubrimiento de que el pastor en cuestión era el heredero de un armador de Liverpool, millonario; pero, por regla general, a los padres no les gusta mucho que sus hijas se casen con curas, y lo propio les suele ocurrir a los tíos respecto a sus sobrinas.

—Tienes que comprenderlo. Los curas no son un buen papel. De manera que antes de que descorramos el velo del secreto es necesario que valoricemos el papel Harold ante tío Watkyn. Si manejamos bien las cartas, tengo la seguridad de que le dará un vicariato que hay en su propiedad. Por consiguiente tenemos que empezar por hacer algo.

No me gusta la forma cómo empleaba la expresión «tenemos», pero comprendía perfectamente dónde iba y lamentaba tener que defraudar sus sueños y esperanzas.

—¿Me pides que hable a tu tío en favor de Stinker? ¿Quieres que le diga que Stinker es un muchacho excelente? Nada me gustaría más que poderlo hacer, mi querida Stiffy; pero, desgraciadamente, los términos en que estamos tu tío y yo, no me lo permiten.

—No, no, nada de eso.

—Entonces, no veo qué más puedo hacer.

—Ya lo verás —dijo, haciéndome nuevamente experimentar una sensación de malestar. Pensé que debía ser fuerte. Pero no pude menos que recordar a Roberta Wickham y la bolsa de agua caliente. A veces un hombre se cree de acero, o de diamante, si preferís, y de repente, las brumas se desvanecen y se da cuenta de que ha permitido que una muchacha lo meta en un lío espantoso. A Sansón le ocurrió lo mismo con Dalila.

—¡Ah! —dije desconfiadamente.

Se detuvo para acariciar a Bartholomew detrás de la oreja izquierda, y después continuó:

—No basta con alabar a Harold delante de los Watkyn. Hay que hacer algo más eficaz. Hay que imaginar alguna combinación terrible que lo haga resaltar. Hace unos días que creo haberla encontrado. ¿Lees alguna vez el Milady’s Boudoir?

—Una vez escribí un artículo para la sección: Lo que debe usar el hombre bien vestido, pero no soy lector asiduo. ¿Por qué?

—La semana pasada publicaba un cuento en el que salía un duque que no quería dejar casar a su hija con su joven secretario, y este secretario tenía un amigo que se llevó al duque a dar un paseo por el lago y entonces la barca volcó y el secretario se echó al agua y salvó la vida al duque y el duque dijo: «¡Adelante!»

Decidí que no valía la pena ni de pensar en aquel plan.

—Si se te ha ocurrido la idea de que voy a llevar a Sir W. Bassett en barca y a volcarla en medio del lago, puedes quitártelo de la cabeza inmediatamente. Para empezar, te diré que no querría venir al lago conmigo.

—No. Y, además, no tenemos aquí lago alguno. Y Harold dice que, si se me había ocurrido ir al estanque del pueblo, puedo abandonar el plan, porque hace demasiado frío para dar paseos en barca en esta época del año. Algunas veces Harold tiene gracia.

—Aplaudo su idea.

—Entonces he pensado en otra cosa. He pensado en un enamorado que tiene un amigo que se viste de vagabundo y ataca al padre de la muchacha, y entonces aparece él y lo salva.

Le di cariñosamente unos golpecitos en la mano.

—El fallo en todos estos proyectos —señalé— es que tu héroe tiene siempre a mano un amigo dispuesto a meterse en los más intrincados líos en favor suyo. En el caso de Stinker no es lo mismo. Quiero mucho a Stinker —puedes incluso tener la seguridad de que lo quiero como un hermano—, pero hay ciertos límites que no estoy dispuesto a traspasar, ni aun en interés tuyo.

—Bueno, no importa, porque también a este punto ha puesto su veto presidencial a causa de lo que diría el vicario si se descubriese. Pero le gusta mi nuevo plan.

—¡Ah! Pero ¿hay otro?

—Sí, y es terrible. La belleza del plan estriba en que el papel de Harold es irreprochable. No hay vicario en el mundo que pudiese censurarlo. El único inconveniente es que necesita a alguien que le ayude a llevar a cabo el proyecto y hasta que oí decir que venías, no se me ocurrió nadie. Pero ahora que estás aquí, todo irá bien.

—¿De veras…? Ya te he avisado una vez, jovencita Byng, y te lo repito por segunda vez, que nada en el mundo me inducirá a mezclarme en tus espantosos proyectos.

—¡Pero, Bertie, tienes que ayudarme! ¡Contamos contigo! ¡Si lo que tienes que hacer total no es nada! Se trata únicamente de robarle a tío Watkyn una jarrita.

No sé lo que hubierais hecho si una muchacha elegantemente enfundada en un traje de tweed os hubiese soltado este exabrupto escasas horas después de que una tía de rostro amoratado os hubiese hecho la misma proposición. Es posible que os hubieseis tambaleado. Mucha gente lo hubiera hecho. Personalmente lo encontré más divertido que terrible. Creo sinceramente, si la memoria no me es infiel, que me eché a reír. Si es así, hice bien, porque fue la última vez que tuve la oportunidad de hacerlo.

—¿De veras? —dije—. Dime… dime… —añadí pensando que sería divertido oír a aquella alocada exponer su plan—. ¿Conque robar la jarrita para leche, eh?

—Sí. Es un objeto que trajo de Londres ayer para su colección. Una especie de vaca de plata con una mirada idiota. Se figura que vale un Potosí. Anoche la puso sobre la mesa enfrente de él y no le quitaba el ojo de encima. Entonces fue cuando se me ocurrió la idea. Pensé que si Harold podía robarla y después devolverla, tío Watkyn le estaría tan agradecido, que empezaría a darle vicariatos como nada. Pero entonces vi el fallo.

—¡Ah!, pero ¿había un fallo?

—¡Claro! ¿No lo ves? ¿Cómo quieres que se explique que Harold tenga el objeto? Si un día desaparece una vaca de plata de una colección y al día siguiente el pastor del pueblo se presenta con ella, es necesario que dé al hecho una explicación lógica. Es lógico que parezca un hecho anómalo.

—Ya comprendo. Tú lo que quieres es que me ponga un antifaz negro, penetre en el salón, robe el objet d’art y se lo entregue a Harold, ¿no? Ya comprendo… comprendo…

Pronuncié estas palabras con mordaz amargura y estaba convencido de que todo el mundo podía entender la mordacidad que contenían; pero ella se limitó a mirarme con aprobadora admiración.

—Eres muy inteligente, Bertie. Es exactamente lo que quiero. Pero no creo que tengas que usar antifaz.

—¿No crees que ayudaría a representar bien el papel? —añadí con la misma amarga mordacidad de antes.

—Como te parezca. En fin, esto es cosa tuya. Lo esencial es que entres por la ventana. ¡Ah! Y usa guantes, ¿eh? A causa de las impresiones digitales.

—Naturalmente.

—Harold estará fuera y tú le darás el objeto.

—Y entonces, ¿qué hago?

—Huyes durante la lucha.

—¿Qué lucha?

—Y Harold se precipita dentro de la casa, cubierto de sangre…

—¿Sangre de quién?

—¡Vuestra, naturalmente! Harold piensa como yo. Tiene que haber señales de lucha, para hacer la cosa más interesante, y mi idea era que Harold te diese un puñetazo en la nariz. Pero Harold dice que la cosa será más espectacular si llega cubierto de sangre; de manera que hemos convenido finalmente que os daréis un puñetazo en la nariz uno a otro. Y entonces Harold entrará en la casa y le explicará a tío Watkyn lo que ha ocurrido y todo saldrá al pelo. Porque tío Watkyn no se va a limitar a decirle: «Está bien, déjela aquí, muchas gracias». ¿Verdad? No tendrá más remedio que portarse decentemente con él y darle el vicariato ese. ¿No crees que es un plan maravilloso, Bertie?

Me levanté. Mi expresión era fría y dura.

—¡Excelente! Pero lo siento mucho…

—¡Bertie! ¿No irás a decirme que no quieres hacerlo, ahora que ves la poca dificultad que representa? ¡Es cuestión de diez minutos!

—Digo exactamente que no lo haré.

—¡Pues eres un cerdo!

—Un cerdo, quizá, sí. Pero un cerdo sagaz y equilibrado. No pondré un dedo en el asunto ese, ni atado. Te he dicho que conozco a Stinker. No sé cómo se las arreglará, pero ten la seguridad de que nos mete a todos en un lío. Y ahora, si me lo permites, quisiera la libretita esa…

—¿Qué libretita? ¡Ah! ¿La de Gussie?

—Sí.

—¿Para qué la quieres?

—La quiero, porque Gussie no es capaz de guardarla —dije gravemente—. Puede perderla de nuevo y puede caer en manos de tu tío, en cuyo caso le dará un puntapié al proyecto de enlace Gussie-Madeline, proyecto sobre el cual velo como jamás hombre veló sobre proyecto alguno.

—¿Tú?

—Nadie más que yo.

—¿Y a ti qué te importa?

—Te lo explicaré.

Y en pocas palabras le expliqué los acontecimientos que habían tenido lugar en Brinkley Court, la situación que éstos habían creado y el espantoso peligro en que me encontraría si el proyecto de matrimonio de Gussie se iba irremediablemente por los suelos.

—Comprenderás —añadí— que no creo que sea vejatorio para tu prima Madeline afirmarte que la perspectiva de verme unido a ella por los sagrados lazos del matrimonio es algo que me hiela la médula. El hecho, en nada implica un descrédito. Mi sensación sería la misma ante la idea de casarme con muchísimas de las más nobles damas. Hay ciertas mujeres que uno respeta, admira y reverencia, pero a distancia. En cuanto hacen el menor gesto por aproximarse hay que disponerse a la lucha con una jabalina. Tu prima Madeline pertenece a esta categoría. Una muchacha encantadora y la esposa soñada para Augustus Fink-Nottle, pero como una mosca en la sopa para Bertram.

—Ya comprendo. Así, Madeline es una de aquéllas de la categoría «Dios nos libre».

—No me hubiera atrevido a usar la expresión «Dios nos libre», porque creo que un caballero debe saber hasta dónde puede llegar. Pero puesto que tú la has pronunciado, admito que le conviene perfectamente.

—No me había dado cuenta de que realmente fuese así. Comprendo que quieras el librito.

—Exactamente.

—¡Bien! Esto ha abierto una nueva línea de conducta.

En su rostro había una expresión grave y pensativa. Con su pie le hacía masaje en la espina dorsal a Bartholomew.

—¡Venga! ¡Suelta el paquete! —dije, inquieto.

—Un momento. Estoy tratando de poner en orden las cosas. Me parece, Bertie, que, verdaderamente, tengo que dar esta agenda a tío Watkyn.

—¿Qué…?

—Esto es lo que mi conciencia me manda hacer. Después de todo, le debo mucho. Durante muchos años ha sido mi segundo padre y creo que debe saber la opinión que Gussie tiene de él, ¿no? Me parece un poco fuerte permitir que mi tío siga acariciando en su pecho la amistad de un hombre que cree leal, cuando éste se pasa la vida criticando la manera cómo come la sopa. No obstante, como vas a ser tan gentil ayudándonos a Harold y a mí, creo que puedo en este caso ceder un punto.

Los Wooster somos muy rápidos de comprensión. Antes de dos minutos, vi claramente lo que quería decir. Comprendí su propósito y me estremecí.

Había dicho el Precio de los Documentos. En una palabra: después de haber sido víctima de un chantaje por parte de una tía, durante el desayuno, era ahora víctima de otro, por parte de una camarada, poco antes de comer. Me pareció demasiado, aun para los tiempos de posguerra que vivíamos.

—¡Stiffy! —grité.

—¡Es inútil gritar «Stiffy»! O te pones al trabajo, o mañana por la mañana, con sus huevos y su té, tío Watkyn leerá una cosa que le hará pasar un buen rato. ¡Piénsalo, Bertie!

Levantó a Bartholomew y se dirigió hacia la casa. Lo último que vi de ella, fue una mirada significativa que me dirigió por encima del hombro, que me atravesó como un cuchillo.

Me acerqué nuevamente al muro y me senté, abatido. No sé cuánto tiempo estuve así, pero me parece que fue bastante rato. Unos seres alados revoloteaban alrededor mío en la noche, pero presté poca atención. Sólo cuando una voz habló súbitamente a un par de pies de altura sobre mi inclinada cabeza, salí de mi sopor.

—Buenas tardes, Wooster —dijo la voz.

Miré delante de mí. La enorme masa que como un acantilado me dominaba, era Roderick Spode.

Supongo que incluso los dictadores deben tener sus momentos joviales; por ejemplo, cuando se levantan o se encuentran con sus camaradas, pero si Roderick Spode tenía el alma soleada, no tenía ciertamente la menor intención de demostrarlo. Hablaba secamente y se notaba en él una total ausencia de afabilidad.

—Quisiera decirle una palabra, Wooster.

—¿Ah, sí?

—He estado hablando con Sir Watkyn Bassett, y me ha contado toda la historia de la jarrita para leche.

—¿Ah, sí?

—Y sabemos por qué está usted aquí.

—¿Ah, sí?

—¿Quiere usted no decir más «¿Ah, sí?», miserable gusano, y escucharme?

Hay muchos hombres que se ofenderían ante estos modales, y yo soy uno de ellos. Pero ya se sabe lo que pasa. Hay hombres a quienes se les da un puntapié con toda la fuerza, si nos llaman miserables gusanos, y otros a quienes no se les da.

—Pues sí —siguió diciendo—, está perfectamente claro el motivo que le ha traído a usted aquí. Ha sido mandado usted por su tío para robar la jarrita para leche. No se moleste en negarlo. Esta tarde le he pescado a usted con las manos en la masa. Y ahora nos enteramos de que llega su tía. ¡Una bandada de buitres! ¿Eh?

Hizo una pausa y repitió: «¡Una bandada de buitres!, ¿eh?», como si tuviese de esta frase una alta opinión. Yo no le veía ninguna gracia.

—Pues bien, lo que yo quería decirle, Wooster, es que va a ser usted estrechamente vigilado. Y como le pesquemos a usted robando la jarrita va a ir usted a la cárcel, se lo aseguro. No tenga usted la menor esperanza de que Sir Watkyn quiera evitar el escándalo. Cumplirá con su deber como ciudadano y como juez de paz.

Con esa frase puso su mano sobre mi hombro y no creo haber recibido en mi vida una impresión más desagradable.

Aparte de lo que Jeeves hubiera llamado el simbolismo del gesto, me agarró de una manera que parecía el mordisco de un caballo.

—Dice usted otra vez: «¿Ah, sí?» —preguntó.

—¡Oh, no! —le aseguré.

—Bien. Pero ahora debe de estar usted pensando que no le cogerán. Usted y su preciosa tía se imaginan que son lo suficientemente inteligentes para robar la jarrita sin ser descubiertos. No se lo aconsejo a usted, Wooster. Como el objeto desaparezca, por muy astutamente que usted y su cómplice hembra hayan borrado todas las huellas, sabré dónde ha ido usted y automáticamente le haré picadillo. Picadillo —repitió saboreando las palabras como si fuesen un excelente oporto—. ¿Está esto claro?

—¡Oh, muy claro!

—¿Está usted seguro de haber comprendido?

—Muy bien.

Por la terraza se acercaba a nosotros una suave figura, y Roderick Spode cambió de tono adoptando otro más molesto todavía.

—Qué tarde más espléndida, ¿verdad? Extraordinariamente dulce para la época en que estamos. Bueno, no quiero detenerle a usted más tiempo. Debe usted tener que irse a vestir para la cena. Corbata negra, desde luego[6]. Aquí no gastamos etiquetas. ¿Dígame?

La pregunta iba dirigida a la suave figura recién llegada. Una tos familiar reveló su identidad.

—Quería hablar con Mr. Wooster, señor. Tengo que darle un recado de parte de Mrs. Travers. Mrs. Travers manda sus respetos y me ruega informe al señor de que está en el salón azul y celebraría saber que es de la conveniencia del señor poder reunirse con ella en cuanto le sea posible. Hay asuntos importantes sobre los que quisiera hablar.

En la oscuridad oí una especie de ronquido de Spode.

—Entonces, ¿ha llegado Mrs. Travers?

—Sí, señor.

—¿Y tiene asuntos importantes de que hablar con Mr. Wooster?

—Sí, señor.

—¡Ah! —dijo Spode, alejándose con una risa corta y aguda.

Me levanté de mi asiento.

—Jeeves —dije—, deténgase usted para oírme y aconsejarme. La intriga se complica…