Capítulo VIII
Jeeves fue el primero en romper el angustioso silencio.
—No parece que el librito se encuentre aquí, señor.
—¿Eh?
—He buscado encima del armario, pero no he encontrado el librito, señor.
Es posible que mi respuesta pecase de acerba. Haber escapado de poco a aquellas amenazadoras mandíbulas me había excitado un tanto.
—¡Déjese de libritos, Jeeves! Y del perro, ¿qué?
—Sí, señor.
—¿Qué quiere usted decir con «sí, señor»?
—Trataba de poner de manifiesto al señor que aprecio en su valor la objeción levantada por el señor. La inesperada aparición del animal presenta indiscutiblemente un problema. Mientras continúe manteniendo su amenazadora actitud no nos será fácil proseguir la búsqueda de la agenda de Mr. Fink-Nottle. Nuestra libertad de acción quedará forzosamente circunscrita.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Es difícil de decir, señor.
—¿No se le ocurre a usted nada?
—No, señor.
A estas palabras hubiera podido contestar algo amargo, no sé qué, pero me contuve. Pensé que era demasiado pedir a un hombre, por eficaz que fuese su ingenio, exigirle que cada vez diese en el blanco, sin fallar jamás. No había duda de que su brillante inspiración, que me había llevado a la victoria final contra las fuerzas de las tinieblas representadas por R. Spode, habían dejado su cerebro ligeramente fláccido. No había más que aguardar con la esperanza de que en breve la maquinaria funcionaría nuevamente, permitiéndole ver una salida a la situación.
Y mientras aquel estado de cosas me daba vueltas por la cabeza, comprendí claramente que nada desplazaría aquella canina excrecencia, sino una ofensiva en mayor escala, brillantemente concebida y enérgicamente llevada a cabo. Creo que jamás he listo un perro que diese más la impresión de haber echado raíces en la tierra y estar dispuesto a permanecer allí hasta que las vacas, o en este caso su dueña, regresase. Y lo peor era que no tenía ni la más ligera idea de lo que diría a Stiffy cuando llegase y me encontrase encaramado encima de la cómoda de su habitación.
Contemplando aquel animal inmóvil en el suelo como si fuese una excrecencia en un tronco de árbol, me sentí humillado. Recuerdo que Freddie Widgeon, que una vez pasó también un rato sobre un armario, vigilado por un dogo alsaciano, me dijo que lo que más le había desagradado era lo poco digno de la situación, el golpe que representaba para un espíritu orgulloso; en fin, la sensación de que él, el Heredero del Pasado, como podríamos decir, estaba en lo alto de un armario a la merced de un perro.
Lo mismo me ocurría a mí. No es que uno quiera ahora presumir de linaje ni sentirse orgulloso, pero, después de todo, los Wooster vinieron con el Conquistador y estaban con él en plan de camaradería; y todo el orgullo adquirido con la compañía de los conquistadores se rebela al verse vigilado por la amenazadora mirada de un fox-terrier «Aberdeen».
Estas reflexiones tuvieron por efecto exasperarme, y miré amargamente al animal.
—Es monstruoso, Jeeves —dije expresando mis pensamientos— que este animal estuviese alojado en esta habitación. Es de lo más antihigiénico.
—Exacto.
—Los scotties huelen, incluso el mejor de ellos. Se acordará de cómo husmeaba el aire mi tía Ágata McIntosh cuando le di hospitalidad. Frecuentemente se lo he recordado.
—Exacto, señor.
—Y éste huele todavía peor. Es indudable que hubiera tenido que dormir en las cuadras. ¡Pardiez, que entre los scotties del cuarto de Stiffy y las lagartijas de Gussie, poco le falta a Totleigh Towers para parecer un arca de Noé!
—Poco, señor.
—Y considere usted la cosa bajo otro aspecto —dije acalorándome con el tema—. Me refiero al peligro que representa dejar encerrado en un dormitorio un perro, que puede saltar sobre el primero que entre. Usted y yo hemos podido escapar rápidamente al peligro que su presencia representa, pero suponga usted que hubiese sido cualquier doncella nerviosa…
—Exacto, señor.
—La imagino entrando en la habitación, para preparar la cama. Es una muchacha frágil, con ojos grandes y expresión tímida. Franquea el umbral. Se acerca a la cama. Y de repente sale el feroz animal. Prefiero no pensar en lo que sigue.
—Es mejor, señor.
Fruncí el ceño.
—Preferiría —dije— que, en lugar de estar aquí diciendo, «Exacto, señor», «Sí, señor» y «No, señor», hiciese usted algo.
—Pero ¿qué puedo hacer, señor?
—Hay que actuar, Jeeves. Aquí lo que se requiere es eso, actuar, y de una manera decisiva. Me pregunto si recuerda usted una visita que hicimos a la residencia de mi tía Ágata en Woollan Chersey en el condado de Herts. Para refrescarle la memoria, le diré que fue la vez aquella en que en compañía del honorable A. B. Filmer, ministro del Gabinete, tuve que refugiarme en el techo del pabellón de la isla del lago, para escapar a las iras de un cisne enfurecido.
—Recuerdo exactamente el incidente, señor.
—Yo también. Y el cuadro más vivamente impreso en mi retina mental… ¿es ésta la expresión correcta, Jeeves…?
—Sí, señor.
—… lo forma usted afrontando el cisne con aspecto de decirle «no puedes hacer esto aquí» y arrojándole un impermeable a la cabeza a fin de contrarrestar sus planes y forzarlo a cambiar su estrategia. ¡Fue una acción magnífica! No recuerdo haber visto nada más bello.
—Gracias, señor. Celebro mucho haber dado satisfacción al señor.
—Me la dio usted, Jeeves, me la dio usted. Y precisamente pensaba que una operación análoga podría dar razón de este perro.
—Es indudable, señor, pero no tengo impermeable.
—Entonces le aconsejaría pensase en qué se podría hacer con una sábana. Y en el caso de que dudase usted de que puede también ser eficaz, le diré que antes de que viniese usted a mi habitación dio excelentes resultados con Mr. Spode. Parecía serle imposible librarse de ella.
—¿De veras, señor?
—Se lo aseguro, Jeeves. No puede usted soñar arma mejor que una sábana. En la cama hay algunas.
—Exacto, señor. En la cama.
Hubo una pausa. La falta de entusiasmo reflejada en su rostro me demostró que estábamos en una situación de nolle proseguí, e intenté picar su amor propio, como Gussie había picado el mío durante nuestros pourparlers.
—¿Le da a usted miedo un perrito diminuto, Jeeves?
Me hizo observar respetuosamente que el animal aludido, no era precisamente un perrito diminuto, sino un animal en plena forma de desarrollo muscular. Llamó muy particularmente mi atención sobre sus colmillos.
Le tranquilicé.
—Supongo que si pudiese dar usted un salto, los colmillos no entrarían en acción. Puede usted saltar de aquí a la cama, quitar una sábana, envolverlo en ella antes de que se dé cuenta de lo que ocurre y ya es nuestro.
—Exacto, señor.
—Entonces ¿va usted a dar el salto?
—No, señor.
Siguió un silencio embarazoso durante el cual Bartholomew continuó mirándome sin pestañear, y de nuevo me di cuenta, con resentimiento, de la devota expresión de su fisonomía. Es imposible explicar la sensación de tenerse que encaramar en lo alto de una cómoda por culpa de un terrier «Aberdeen», pero lo menos que puede esperarse en estas ocasiones es que el animal abandone su presa y que no siga allí contemplándola, como si le preguntase si estaba a salvo.
Hice un gesto con la esperanza de apartar su mirada. Cerca de mí había un trozo de vela en un candelabro y lo arrojé contra el infecto animal. Se lo tragó, saboreándolo transcurrió algún tiempo antes de que diese síntomas de que le había sentado mal, y volvió a adoptar su estática vigilancia. Y en aquel propio instante, la puerta se abrió y entró Stiffy muchas horas antes de lo que la esperaba.
La primera cosa que me impresionó al verla, fue observar que no llegaba con su habitual buen humor, con aquella elasticidad juvenil, si se me permite la expresión, sino que entraba con un paso lento y acompasado que hacía pensar en un remero del Volga. Nos dirigió una mirada melancólica, y después de decirnos «¡Hola, Bertie! ¡Hola, Jeeves!», pareció olvidar nuestra presencia. Se dirigió al tocador y, quitándose el sombrero, se sentó, mirándose en el espejo con sombría mirada. Era evidente que su alma tenía un neumático deshinchado y, viendo que a menos que iniciase yo la conversación habría uno de aquellos angustiosos silencios, me decidí a hacerlo.
—¿Qué hay, Stiffy?
—¡Hola!
—¡Qué nochecita! Tu perrito ha vomitado sobre la alfombra.
Todo esto iba, naturalmente, encaminado a abordar el tema principal, que ataqué con inmediata resolución.
—Stiffy, debes estar sorprendida de vernos aquí.
—No, no lo estoy. Supongo que habéis venido a buscar la agenda.
—Sí, exacto. A eso hemos venido. Si bien, en realidad, no hemos ni siquiera empezado. Nos lo ha impedido la monada del perrito. (Como se ve, tomaba la cosa a broma, que es siempre lo mejor en estas ocasiones). Interpretó mal nuestra llegada.
—¿Ah?
—¿Sería mucho pedirte que lo atases con la correa a fin de liberar de él al mundo?
—Sí, lo sería.
—Supongo que querrás salvar las vidas de dos seres humanos amigos tuyos…
—Si son hombres, no. Odio a los hombres. Espero que Bartholomew te pegue un mordisco hasta el hueso.
Comprendí que desde aquel punto de vista, poco había que ganar. Busqué otro point d’appui.
—No te esperaba tan pronto. Creí que habías ido al Working Men’s Institute a juguetear con los carfilitos acompañando la iluminada conferencia del gran Stinker.
—Sí, he ido.
—Has vuelto temprano, ¿no?
—Sí. Se suspendió la conferencia. Harold rompió las vistas.
—¿Eh? —pregunté, sabiendo que era el tipo exacto de hombre capaz de romper las vistas—. ¿Y cómo ha ocurrido esto?
Pasó una mano indiferente por el lomo del perro, que se había acercado a ella con aire fraterno.
—Las ha dejado caer.
—¿Y cómo fue?
—Sufrió una gran impresión cuando rompí nuestro noviazgo.
—¿Qué…?
—Sí. —En sus ojos brilló un destello de tristeza como si estuviese reviviendo desagradables escenas y su voz tomó el tono de agudeza metálica que tantas veces había observado en la de mi tía Ágata durante nuestras conversaciones. Su indiferencia desapareció y, por primera vez, habló con una vehemencia femenina—. Fui a casa de Harold —continuó— y, después que hubimos hablado de esto, de lo otro y de lo de más allá, le dije: «¿Cuándo vas a quitarle el casco a Eustace Oates, querido mío?» Y quizá no me creerás, pero me miró con una mirada de cordero y dijo que había estado consultando su conciencia con la esperanza de obtener su O. K. pero que ésta no había querido ni oír hablar de quitarle el casco a Eustace Oates, y que, por consiguiente, se había terminado el asunto. «¿Oh?», dije yo disponiéndome a la lucha. «Conque se ha terminado el asunto, ¿eh? Pues también se han terminado nuestras relaciones». Y entonces dejó caer dos paquetes de vistas en colores de Tierra Santa y me vine a casa.
—No me vas a decir que…
—Sí, te lo digo, y creo que he tenido suerte. Si es hombre capaz de rehusarme una bagatela como ésta, más vale que lo haya sabido a tiempo. Estoy encantada con lo que ha ocurrido.
Y entonces, como un sollozo, como si desgarrasen un trozo de lustrina, puso su cabeza entre sus manos y empezó a sollozar desesperadamente.
Era verdaderamente penoso verla, y estaría en lo cierto que dijese que compartí con afecto su dolor. No creo que haya en toda la demarcación postal de Londres, un hombre más dispuesto a emocionarse por el dolor de una mujer que yo. Por dos reales, si hubiese estado más cerca, le hubiera dado unas palmadas en la cabeza. Pero si hay una parte de gentileza en los Wooster, hay también un lado práctico, y tardé en darme cuenta del lado útil de todo aquello.
—Es terrible, Jeeves, el corazón sangra, ¿verdad? —dije.
—Evidentemente, señor.
—Sí, Jeeves; sangra profusamente y creo que todo lo que podemos esperar es que el Tiempo, el gran sanador, cerrará la herida. Pero —añadí, dirigiéndome a Stiffy— puesto que, en vista de los acontecimientos, la agenda de Gussie no te es ya de utilidad alguna, ¿qué te parece si me la devolvieras?
—¿Eh?
—Digo que si tu proyectada unión con Stinker ha sido abandonada, no tendrás ya por qué conservar la agenda de Gussie entre tus efectos personales…
—¡Oh! ¡No me fastidies más con la agenda!
—¡No, no! De ninguna manera. Digo sólo, qué… cuando te venga bien… a tu comodidad, puedes escoger el momento para deslizarme el…
—¡Bueno! ¡Pero no te lo puedo dar ahora! No está aquí.
—¿No está aquí?
—No… lo puse en… ¿Qué es eso?
La causa de la suspensión de sus informaciones en el preciso momento en que estaban preñadas de interés, fue una especie de «tap, tap, tap» que parecía venir de la ventana.
Hubiera debido explicar que la habitación de Stiffy, además de estar equipada con una cama capaz para cuatro personas, cuadros de valor, sillones ricamente tapizados y toda suerte de cosas, de mucho demasiado lujosas para una muchacha suficientemente perversa para morder la mano que le dio un día almuerzo en su casa, causándole alarma y preocupaciones, tenía un balcón sobre el que se abría la ventana. El sonido venía de este balcón, de lo cual podía inferirse que en él había alguien.
En el acto quedó claramente demostrado que Bartholomew había llegado a la misma conclusión, a juzgar por el ágil salto que pegó hasta la ventana, tratando de morder a través de ella. Hasta entonces se había portado como un perro reservado que se limitaba a sentarse y a mirar, pero en aquel momento lanzaba terribles juramentos. Y tengo que confesar, que al oír sus imprecaciones me felicité por la prontitud con que me había encaramado encima de la cómoda. Si jamás había existido en el mundo un quebrantahuesos, era Bartholomew Byng. Aun cuando detesto criticar las acciones de la omnisciente Providencia, no podía comprender que un perro de aquel tamaño estuviese provisto de la dentadura de un cocodrilo. Pero era ya demasiado tarde para hacer nada.
Stiffy, después de aquel momento de sorprendida inactividad que es de esperar en una muchacha que oye que le dan golpecitos en su ventana, se había levantado para investigar. Desde donde yo estaba, no podía ver bien lo que ocurría, pero ella estaba sin duda mejor situada. Cuando abrió las cortinas, la vi llevarse una mano a la garganta, como sucede en las comedias, y lanzó un grito, audible incluso por encima del furioso ladrar que procedía de la garganta del terrier.
—¡Harold! —aulló. Y, calculando las cosas bien, deduje que el sujeto que se encontraba en el balcón era Stinker Pinker, mi pastor favorito.
Había pronunciado este nombre con un grito de franca alegría, como el que lanza una mujer al oír la voz del ser amado; pero, evidentemente, la reflexión le dijo que, después de lo que acababa de ocurrir entre ella y aquel varón de Dios, no era el tono indicado. Logré oírlos, porque había cogido a Bartholomew y le había agarrado el hocico con una mano para acallar sus ladridos, cosa que jamás hubiera hecho yo por todo el oro del mundo.
—¿Qué quieres?
Gracias al silencio de Bartholomew, la voz llegaba ahora clara y distinta. La voz de Stinker quedaba algo apagada a causa de la barrera de cristal, pero se oía lo suficiente.
—¡Stiffy!
—¿Qué hay?
—¿Puedo entrar?
—No.
—¡Es que te he traído una cosa!
Un súbito grito de júbilo brotó de la joven doncella.
—¡Harold! ¡Eres un ángel! ¿Se lo has quitado, finalmente?
—Sí.
—¡Oh, Harold! ¡Mi sueño dorado!
Abrió apresuradamente la ventana y noté una corriente de aire frío en mis tobillos. Ésta no fue seguida, como yo esperaba, de la presencia de mi buen Stinker. Seguía fuera de los límites y sus palabras delataron claramente la razón de ello.
—¡Oye, Stiffy, querida! ¿Tienes al perrito bajo tu dominio?
Llevó al animalito al armario y lo encerró en él. Y en vista de que no tuvimos más noticias suyas supongo que debió de echarse a dormir. Estos scotties son filósofos y capaces de adaptarse a lo efímero de las situaciones. Saben tomarse las cosas como vienen.
—Vía libre, ángel mío —dijo, dirigiéndose a la ventana y llegando a tiempo para caer en brazos del recién llegado Harold.
Durante algunos momentos no fue fácil distinguir en aquel lío los ingredientes masculinos de los femeninos, pero al desagregarse él pude verlo, e incluso detenidamente. Comprendí que era más él de lo que había sido nunca. La mantequilla del campo y la vida fácil que llevan esta gente de iglesia habían añadido una o dos libras más a su ya impresionante volumen. Para encontrarse el Stinker de rasgos finos y agudos, habría que verlo en Cuaresma.
Pero pronto vi que el cambio era sólo superficial. La manera como tropezó con una alfombrilla y cayendo sobre una mesa la volcó con todo lo que sobre ella había, me hizo ver que en el fondo seguía siendo el mismo hombre torpe, que tenía dos pies zurdos y era constitucionalmente incapaz de atravesar el gran desierto de Gobi sin tropezar con algo. Stinker tenía un rostro que en los lejanos días del colegio respiraba siempre salud y cordialidad. La salud se dibujaba todavía en él —parecía una zanahoria—, pero la cordialidad había cedido el paso a una especie de inquietud. Sus facciones eran sombrías, como si la conciencia le estuviese devorando las entrañas. Y no había duda de que así era, porque en una mano traía el casco que la última vez había visto en la cúspide de la cabeza del guardia Eustace Oates. Con un rápido movimiento impulsivo, como el de un hombre que quiere librarse de un peso muerto, lo tendió a Stiffy, que lo recibió con suave y tierno grito de éxtasis.
—Te lo he traído —dijo.
—¡Oh, Harold!
—Te he traído también los guantes. Te los habías olvidado. O por lo menos te he traído uno, porque no he podido dar con el otro.
—¡Gracias, amor mío! Pero, déjate de guantes, querido. ¡Explícame qué ha ocurrido!
Se disponía a hacerlo, cuando se detuvo, y vi que su mirada febril se posaba sobre mí. Después volvió la vista a Jeeves. Era fácil leer lo que pasaba por su cerebro. Se estaba preguntando si éramos de carne y hueso o la agitación de los momentos anteriores le había hecho ver visiones.
—Stiffy —dijo bajando la voz—, no te vuelvas ahora, pero me parece que hay algo sobre tu cómoda.
—¿Eh? ¡Ah, sí! Es Bertie Wooster.
—¿Ah, sí? —dijo Stinker animándose visiblemente—. No estaba seguro. ¿No hay algo también sobre el armario?
—Es Jeeves, el mayordomo de Bertie.
—¿Cómo está el señor? —preguntó Jeeves.
—¿Cómo está usted? —preguntó Stinker.
Bajamos de nuestros pedestales y avancé tendiendo la mano, deseoso de renovar nuestra amistad.
—¿Qué hay, Stinker?
—¡Hola, Bertie!
—Hace tiempo que no nos vemos…
—¡Mucho!, ¿verdad?
—Me he enterado de que eres cura.
—Sí, es verdad.
—¿Cómo van estas almas?
—¡Oh, muy bien! ¡Gracias!
Hubo una pausa, y supongo que hubiera empezado a preguntarle si sabía qué había sido de Fulano o de Mengano, o si hacía mucho tiempo que había visto a aquel cómo se llama, como ocurre siempre en las conversaciones de dos antiguos compañeros que se encuentran después de muchos años; pero, antes de que pudiese hacerlo, Stiffy, que estaba contemplando el casco de Oates como una madre contempla la cuna de su durmiente hijo, se lo metió hasta las orejas con un grito de alegría, y el espectáculo pareció hacer ver a Stinker la importancia de lo que había hecho. Habrán oído ustedes la expresión: «El hombre, destrozado, parecía darse cuenta de su situación». Éste era el aspecto de Harold en aquel momento. Echó a correr como un caballo desbocado, tropezó con otra mesa, volcó un sillón, lo volvió a levantar y se dejó caer en él, ocultando su rostro entre las manos.
—¡Si los niños de la clase de Religión viesen esto! —dijo estremeciéndose convulsivamente.
Comprendí lo que pensaba. Un hombre, en su posición, tiene que vigilar lo que hace. La gente espera de un cura el celoso cumplimiento de sus deberes parroquiales. Les gusta tenerlo por un hombre que predica sobre los hedeos y los jebuseos, que sabe encontrar la palabra oportuna para el descreído y el ateo, que procura mantas y comida a los necesitados, y toda esta clase de cosas. Cuando lo ven quitando cascos a los policías, la gente se mira frunciendo el ceño y se pregunta si es verdaderamente el hombre adecuado para su misión. Esto es lo que embarazaba a Stinker y le impedía ser el hombre efervescente cuya risa sonora había dado tanta animación a la última fiesta del colegio.
Stiffy trató de calmarlo.
—Perdona, querido. Si te molesta, me lo quito. —Fue hasta la cómoda y se despojó de él—. Pero no sé por qué —dijo regresando—. No lo comprendo. Creí que te hubieras sentido orgulloso. Y ahora, dime cómo ha sucedido la cosa.
—Sí —dije yo—, nos gustará saber la historia.
—¿Has saltado sobre él como un leopardo? —preguntó Stiffy.
—¡Claro que ha saltado! —dije yo amonestando a la necia criatura—. No vas a suponer que se lo ha llevado a la vista del pobre hombre. Apostaría a que has seguido su pista, implacable como una culebra, y se lo has quitado mientras estaba echado contra una empalizada fumando una pipa, ¿verdad, Stinky?
Stinker permanecía sentado con la vista perdida en el vacío, conservando todavía aquella mirada sombría.
—No estaba echado. Estaba inclinado sobre la empalizada. Cuando me dejaste, Stiffy, salí a dar un paseo y reflexionar, y acababa de cruzar el prado de Plunkett, cuando, al ir a subir por encima de la empanzada para pasar al otro, vi algo oscuro delante de mí y vi que allí estaba. Asentí. Hubiera podido describir la escena.
—Espero —dije— que no habrás olvidado darle el empujón hacia delante, antes de quitárselo.
—No fue necesario. El casco no estaba sobre su cabeza. Se lo había quitado y lo había dejado en el suelo. No tuve más que agacharme y cogerlo.
Callé, mordiéndome los labios.
—Eso no es jugar limpio, Stinker.
—¡Sí lo es! —dijo Stiffy fogosamente—. Y creo que es de una gran habilidad.
Yo no quería abandonar mi posición. En el «Club de los Zánganos» somos muy puntillosos.
—Hay una manera correcta y una manera incorrecta de quitar cascos a los policías —dije firmemente.
—Estás diciendo tonterías —dijo Stiffy—. Has estado maravilloso, querido.
Me encogí de hombros.
—¿Qué le parece a usted, Jeeves?
—Dudo estar en condiciones de dar mi opinión, señor.
—¡No! —dijo Stiffy—. ¡Y tampoco estás tú en condiciones de darla, pelmazo de Bertie! ¿Quién crees que eres? —preguntó con renovado ardor—. ¿Qué es eso de meterse en los cuartos de las muchachas y venir aquí a perorar sobre la manera correcta y manera incorrecta de quitar los cascos a los policías? ¡Cualquiera diría que eres un as, y, no obstante, te agarraron a la mañana siguiente y te llevaron a Bosher Street, y tuviste que arrastrarte delante de tío Watkyn, para salirte con una multa!
Ante aquello me rebelé.
—¡Yo no me arrastré delante de la calamidad de tu tío! ¡Mi actitud fue durante todo el rato calma y digna como la del piel roja en la hoguera! Y, cuando dices que esperaba salirme con una multa… te diré que la sentencia me asombró. Estaba convencido de que era un caso merecedor solo de una mera reprimenda. No obstante, esto no tiene nada que ver con el caso, es decir, con que Stinker, en su reciente encuentro, no ha jugado limpio. Considero su conducta moralmente análoga a disparar sobre un ave parada. No me haréis cambiar de opinión.
—Y yo no cambiaré de opinión sobre que no tienes nada que hacer en mi habitación. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Sí, eso es lo que me preguntaba —dijo Stinker por primera vez. Y comprendí perfectamente cuál debió ser su sorpresa al encontrar aquella muchedumbre en lo que él podía suponer ser el exclusivo dormitorio de su amada.
Miré a Stiffy severamente.
—Sabes perfectamente lo que hacía aquí. Te lo he dicho. He venido…
—¡Ah, sí! Bertie ha venido a buscar un libro, querido. Pero… —sus ojos se posaron sobre mí de una manera fría y siniestra— temo no podérselo dar todavía. Todavía no he acabado. A propósito —dijo sin dejar de mirarme de una manera amenazadora—, Bertie dice que estará encantado de ayudarnos y de llevar a cabo el plan de la jarrita.
—¿De veras, Bertie? —dijo ansiosamente.
—¡Claro que sí! —repuso Stiffy—. ¡Estaba precisamente diciéndome con cuánto gusto lo haría!
—¿No te importará que te dé un puñetazo en la nariz?
—¡Claro que no! —dijo Stiffy— ¿Comprendes? Necesitamos sangre. La sangre es lo esencial.
—¡Claro… claro… claro…! —dijo Stiffy. Parecía impaciente, como si desease que terminase la escena—. Lo comprende perfectamente, sí.
—¿Cuándo te vendrá bien hacerlo, Bertie?
—Pensaba hacerlo esta noche —dijo Stiffy—. Es tonto demorar las cosas. A las doce, espérale fuera. A aquella hora todo el mundo estará en la cama. ¿Te va bien a medianoche, Bertie? Sí, Bertie dice que le va espléndidamente. Así, todo está arreglado. Y ahora tienes que marcharte, precioso. Si viene alguien y te encuentra aquí, podrá parecer extraño. Buenas noches, querido.
—Buenas noches, querida.
—Buenas noches, querido.
—Buenas noches, querida.
—¡Esperad! —grité, cortando aquellas indignantes efusiones, con el deseo de lanzar la última llama a los buenos sentimientos de Stinker.
—No puede esperar más. Tiene que marcharse. Acuérdate, ángel mío. En el rincón, todo dispuesto, a las doce.
—Buenas noches, querida.
—Buenas noches, querido.
—Buenas noches, querida.
Salieron al balcón llegando hasta mí sus nauseabundas efusiones y me volví hacia Jeeves, con el rostro severo y duro.
—Ufff… ¡Jeeves!
—¿Señor?
—He dicho «Ufff…» Tengo las ideas muy anchas, Jeeves, pero esto me ha indignado, puedo decir hasta el alma. No es exactamente la conducta de Stiffy lo que encuentro indignante. Ella es mujer, y la tendencia de las mujeres a no saber distinguir entre lo bueno y lo malo es notoria. Pero la forma de conducirse de Harold Pinker, un hombre que tiene las Ordenes Sagradas, un hombre que se abrocha el cuello por detrás, me deja atónito. Sabe que ella tiene la agenda. Sabe que me tiene dominado con ella. ¿Y cree que insiste en que me lo devuelva? ¡No! Ayuda incluso la obra con manifiesto entusiasmo. ¡Bonito porvenir para los feligreses de Totleigh-in-the Wold, si tratan de hallar el sendero recto con un pastor como éste! ¡Bonito ejemplo para los niños de la clase de Religión de que habla! ¡Unos años de sentarse a los pies de Harold Pinker y empaparse de sus extraños puntos de vista éticos y morales, y cada niño se inscribirá en la lista de una sociedad de chantajistas!
Me callé emocionado. Respiraba con dificultad.
—Creo que el señor es injusto con su amigo.
—¿Eh?
—Creo que se halla bajo la impresión de que la aquiescencia del señor al plan es debida únicamente a la bondad de corazón y al deseo del señor de ayudar a un viejo amigo.
—¿Cree que ella no le ha hablado de la agenda?
—Estoy convencido de ello, señor. Lo he deducido de la forma de portarse de la señorita.
—No he notado cómo se portaba.
—Cuando el señor estuvo a punto de hablar de la agenda, la señorita mostró cierto embarazo. Temía que Mr. Pinker hiciese indagaciones sobre el asunto y, enterado de los hechos, la obligase a su restitución.
—¡Pardiez, Jeeves! ¡Creo que tiene usted razón!
Analicé nuevamente la reciente escena. ¡Sí! Tenía toda la razón. Stiffy, a pesar de ser una de esas muchachas que lo mismo se divierte con una cosa que con otra, había sin duda alguna mostrado vehementes deseos de pasar por alto el asunto de la agenda, cuando yo traté de explicar a Stinker los motivos de mi presencia en su habitación. Recordé el ansia febril con que le había echado de allí, como un fanfarrón echa de un bar a un cliente habitual.
—¡Pardiez, Jeeves! —dije impresionado.
Se oyó un crujido procedente del balcón y, pocos momentos después, volvió Stiffy.
—Harold se ha caído de la escalera —explicó riendo—. Bueno, Bertie, ¿has entendido bien el programa? ¡Hoy es la noche!
Saqué un cigarrillo y lo encendí.
—¡Espera! —dije—. ¡No tan aprisa! ¡Un momento, joven Stiffy!
Lo autoritario de mi tono pareció sorprenderla. Parpadeó dos veces y me miró interrogativamente, mientras yo, absorbiendo una gran bocanada de humo, lo expelía indiferente por la nariz.
—¡Un momento! —repetí.
Al narrar mis anteriores aventuras con Augustus Fink-Nottle, con las que el lector puede o no estar familiarizado, mencioné que una vez leí una novela histórica sobre un tal Buck o Beau, o un nombre así, quien, cuando se trataba de poner a alguien en el lugar que le correspondía, tenía la costumbre de reírse muy fuerte dirigiendo una mirada con los párpados entornados y sacudiendo una mota de rapé de sus puños de encaje. Y creo haber dicho también que había obtenido excelentes resultados amoldándome a la costumbre de dicho tipo.
—Stiffy —dije, riéndome alto y mirando con los párpados medio entornados, mientras sacudía una mota de ceniza de mis irreprochables puños—, siento tener que causarte la molestia de hacerte devolver ese librito.
La mirada interrogadora se exacerbó. Estaba visiblemente perpleja. Había supuesto que tenía a Bertram bajo su telón de acero y ahora lo veía frente a ella, dispuesto a la lucha.
—¿Qué quieres decir? Volví a reírme un poco.
—Supongo —dije quitándome más ceniza del puño— que lo que quiero decir está bastante claro. Quiero la agenda de Gussie y la quiero inmediatamente y sin más demora.
Sus labios se crisparon.
—La tendrás mañana, si Harold me trae un relato satisfactorio de lo ocurrido.
—La tendré ahora.
—¡Ah, ah, ah!
—Eso digo yo, joven Stiffy: ¡Ah, ah, ah! —repliqué con tranquila dignidad—. Si no me la das, iré a encontrar a Stinker y se lo contaré todo.
—¿Todo qué?
—¡Todo! En este momento está bajo la impresión de que mi aquiescencia al plan es debida únicamente a la bondad de mi corazón y al deseo de ayudar a un viejo amigo. No le has dicho nada de la agenda. Estoy convencido. Lo he deducido de tu manera de portarte. Cuando he estado a punto de hablar de la agenda has mostrado cierto embarazo. Temías que Harold hiciese indagaciones sobre el asunto y, enterado de los hechos, te obligase a su restitución.
Sus ojos parpadearon. Vi que Jeeves había hecho un diagnóstico exacto.
—Estás diciendo tonterías —dijo con voz en la que noté un cierto temblor.
—Muy bien. Entonces, ¡adiós! Me voy a ver a Stinker.
Giré sobre los talones y, como yo esperaba, me detuvo con un aullido de súplica.
—¡No, Bertie, no! ¡No debes hacer eso! Retrocedí.
—¡Ah! ¡Entonces lo admites! Stinker no sabe una palabra de tu… —recordé la elocuente frase empleada por tía Dalia cuando habló a Sir Watkyn Bassett— de tu clandestina maquinación.
—No sé por qué llamas a eso clandestina maquinación.
—Lo llamo clandestina maquinación porque lo creo tal. Y así es cómo lo considerará Stinker, embebido como está de honrados principios, en cuanto se le expongan claramente los hechos. —Giré nuevamente sobre los talones—. ¡Bueno… abur, otra vez!
—¡Bertie, espera!
—¿Qué hay?
—¡Bertie… querido…!
Hice un gesto indiferente con la boquilla.
—¡Déjate de «Bertie, querido», «Bertie, querido»! ¡No es hora ya de empezar con «Berties queridos»!
—Pero, Bertie, querido, déjame que te explique. ¡Claro que no me atrevo a hablar a Harold de la agenda! Se hubiera enfadado. Hubiera dicho que estaba muy mal, y, desde luego, lo estaba. Pero no había otra cosa que hacer. Me parecía que no había otro remedio de que nos ayudases.
—Pues no lo era.
—Pero nos ayudarás, ¿no?
—No.
—¡Pero yo creo que podrías ayudarnos!
—Puedes asegurarlo. Pero no quiero.
Durante las primeras frases de este diálogo, había observado que sus ojos empezaban a humedecerse y sus labios a temblar, mientras una perla rodaba por sus mejillas. El estallido de la inundación de la que esta perla había sido precursora, se manifestaba ahora intensamente. Con una frase relativa a su deseo de morir y a cuál sería mi remordimiento al ver su féretro, sabiendo que era mi inhumanidad la que la había llevado a él, se desplomó sobre la cama sollozando.
Eran los mismos sollozos incontenibles que había usado anteriormente y de nuevo me encontré indeciso. Permanecí de pie, irresoluto, jugando nerviosamente con mi corbata. He mencionado ya el terrible efecto del dolor femenino sobre los Wooster.
—¡Uuuuuuh! —decía.
—Pero, Stiffy…! —dije yo.
—¡Uuuuuuh… uuuuuh…!
—¡Pero, Stiffy, muchacha, sé razonable! ¡No puedes pedirme en serio que robe esa jarrita!
—¡Para nosotros es todo!
—Es muy posible, pero ¡escúchame! No has tenido en cuenta la verdadera situación. Tu maldito tío vigila todos mis movimientos, esperando que haga el menor gesto. Y, aun cuando no fuese así, el hecho de que tenga que cooperar con Stinker, hace la cosa imposible. Ya sabes mis puntos de vista sobre la colaboración de Stinker en materia de crimen. De una manera u otra acabaría estropeándolo todo. ¡Fíjate en lo que ha ocurrido ahora! No es capaz ni de subir por una escalera sin pegarse un batacazo.
—¡Uuuuuuh…!
—Y, además, analiza un poco tu plan fríamente. Me dices que lo importante para Stinker es poder llegar cubierto de sangre y decir que le ha pegado un puñetazo en la nariz al ladrón. Supongamos que lo hace. ¿Qué ocurre? Que tu tío dice: ¡Ah! —porque es capaz como cualquiera de ver el valor de un indicio—, ¿un puñetazo en la nariz, no? Hay que fijarse en todo el mundo hasta ver un tipo con las narices hinchadas. Y lo primero que ve es a mí con unas narices de doble tamaño natural. No me vas a decir que no va a sacar conclusiones.
Me detuve. Creí haber expuesto mi caso claramente y esperaba de un momento a otro el «Está bien. Sí. Comprendo lo que quieres decir. Me parece que tienes razón», pero ella se limitaba a sollozar; entonces me dirigí a Jeeves, que había permanecido en silencio.
—¿Comprende usted mi razonamiento, Jeeves?
—Perfectamente, señor.
—¿Está usted conforme conmigo en que el plan, tal como se había proyectado, acabaría en un desastre?
—Sí, señor. Es indudable que presenta ciertas dificultades. ¿Me sería permitido proponer una fórmula?
—¿Dice usted que ha encontrado una fórmula?
—Así lo creo, señor.
Estas palabras cortaron los sollozos de Stiffy. Creo que era la única cosa capaz de hacerla dejar de sollozar. Se levantó mirándole con desconfianza.
—¡Jeeves! ¿Dice usted que…?
—Sí, señorita.
—¡Jeeves! Es usted el hombre más extraordinario que he conocido.
—Muchas gracias, señorita.
—Bien, en este caso, oigámoslo, Jeeves —dije encendiendo otro cigarrillo y arrellanándome en el sillón—. Espero, desde luego, que tendrá usted razón, pero personalmente hubiera creído que no había salida.
—Creo que puedo hallar una, si examinamos el asunto desde el punto de vista psicológico.
—¡Oh! ¿Psicológico?
—Sí, señor.
—¿La psicología del individuo?
—Precisamente, señor.
—Ya comprendo, Jeeves —expliqué a Stiffy, para quien Jeeves no era más que una figura silenciosa que le había servido patatas hervidas el día que había almorzado en mi casa— es y ha sido siempre muy fuerte en la cuestión de la psicología del individuo. Se la traga viva. ¿De qué individuo habla, Jeeves?
—De Sir Watkyn Bassett, señor.
Fruncí el ceño, dudando.
—¿Se propone usted amansar ese enemigo público? No creo que sea posible más que con una llave inglesa.
—No, señor. No sería fácil dominar a Sir Watkyn Bassett, quien, como el señor dice, es un hombre de fuerte carácter, no fácilmente dominable. La idea, que tengo es tratar de sacar ventaja de su actitud respecto al señor. El señor no le gusta a Sir Watkyn Bassett.
—Tampoco me gusta él a mí.
—Tampoco, señor. Pero lo esencial es que él siente un profundo asco por el señor y, por consiguiente, sufriría un golpe muy duro si el señor le informase de que el señor y Miss Byng se habían prometido y anhelaban unirse en matrimonio.
—¿Cómo? ¿Quiere usted que vaya a decirle que Miss Byng y yo tenemos este proyecto?
—Exactamente, señor.
Moví la cabeza.
—No veo porcentaje de probabilidades, Jeeves. Como broma no está mal, para ver la cara que pone el viejo granuja; pero ningún resultado práctico.
Stiffy parecía defraudada. Era evidente que había confiado en algo mejor.
—Esto me parece una tontería, Jeeves —dijo—. ¿Qué cree usted que sacaríamos con esto?
—Si me puedo explicar, señorita… como dice Mr. Wooster, las reacciones de Sir Watkyn serían las de un carácter fuertemente definido.
—Pegaría un salto hasta el techo.
—Exacto, señorita. Una imagen llena de vida. Y si la señorita estuviese allí, en aquel momento, para afirmar que la declaración de Mr. Wooster era falsa, añadiendo que precisamente acababa de prometerse con Mr. Pinker, creo que el gran alivio que experimentaría ante esta noticia, sería suficiente para que viese con ojos favorables la proyectada unión con dicho caballero.
Personalmente, tengo que confesar que no había oído nada tan idiota en mi vida, y mi actitud lo demostraba claramente. Pero, por otro lado, Stiffy estaba atenta. Hizo los primeros pasos de la Danza de la Primavera.
—¡Pero, Jeeves, es maravilloso!
—Creo que podría resultar efectivo, señorita.
—¡Claro que sí! ¡No puede fallar! ¡Piensa nada más, Bertie, en cómo se pondría en cuanto le dijeras que me quería casar contigo! Y si después yo decía: «No, no, tío Watkyn. El hombre con quien me quiero casar es el limpiabotas», me cogería en sus brazos y me prometería bailar el día de la boda. Y cuando sepa que se trata, no de un limpiabotas, sino del maravilloso y espléndido Harold, el proyecto le entusiasmará. ¡Jeeves, es usted realmente extraordinario!
—Muchas gracias, señorita. Estoy encantado de haber complacido a la señorita.
Me levanté. Estaba decidido a acabar con todo aquello. No me importa que se digan necedades en mi presencia, pero estas necedades tienen que tener un límite. Me volví hacia Stiffy, que estaba terminando los últimos pasos de la Danza de la Primavera, y me dirigí a ella con severidad escueta.
—Haz el favor de darme la agenda, Stiffy.
Estaba en pie, al lado del armario, deshojando rosas. Se detuvo un momento.
—¡Ah, la agenda! ¿La quieres?
—Sí; inmediatamente.
—Te la daré en cuanto hayas hablado con tío Watkyn.
—¿Eh?
—Sí. No es que no tenga confianza en ti, Bertie querido, pero seré más feliz si sé que tú sabes que sigo teniendo el librito, y estoy segura de que quieres que sea feliz, ¿verdad? Conque sales y le espetas la píldora, y después hablaremos.
—Saldré —dije frunciendo el ceño—, pero espetarle la píldora, no. ¡Parece que me vea, espetándosela!
Stiffy me miró.
—Pero, Bertie, parece que no quieras hacerlo…
—Es exactamente lo que quiero que parezca.
—No me vas a fallar, ¿verdad?
—Te fallaré. Te fallaré como la pólvora mojada.
—¿No te gusta el plan?
—No. Jeeves ha hablado hace un momento de su satisfacción por habernos complacido. A mí no me ha complacido en absoluto. Considero que la idea que ha expuesto marca el cero absoluto en la escala del cretinismo humano, y me extraña que haya podido ocurrírsele. Dame la agenda, Stiffy, por favor… y no perdamos tiempo.
Hubo un instante de silencio.
—Suponía —dijo— que tomarías esta actitud.
—Pues ya lo sabes —contesté—. La he tomado. La agenda, por favor.
—No pienso darte agenda alguna.
—Muy bien. Entonces voy al encuentro de Stinker y se lo digo todo.
—Perfectamente. ¡Ve! Y, antes de que estés a una milla de su casa, yo habré subido a la biblioteca y se lo habré dicho todo a tío Watkyn.
Avanzó su barbilla con el gesto de la muchacha que cree haber ganado un punto; y, examinando detenidamente lo que había dicho, tenía que reconocer que, efectivamente, lo había ganado. Había olvidado completamente esta contingencia. Sus palabras me hicieron detenerme. Lo único que pude hacer a modo de vacilación fue lanzar un «¡hem!». Es inútil disfrazar los hechos. Bertram estaba aplanado.
—Ya lo oyes. Y ahora, ¿qué?
No es nunca agradable para un hombre que acaba de hacer el papel de macho dominador, tener que cambiar de canción y zozobrar en la más baja súplica, pero no veía otro camino. Mi voz, que hasta entonces había sido firme y sonora, se convirtió en un vacilante trémolo.
—¡Pero, Stiffy, por Dios! ¡No vas a hacer eso!
—Lo haré si no vas a charlar un ratito con tío Watkyn.
—Pero ¿cómo quieres que hable con él, Stiffy? ¡No me puedes imponer esa horrible tortura!
—Sí, puedo. ¿Y qué hay de horrible en eso? ¡No se te va a comer!
Tuve que admitirlo.
—Es cierto. Pero es lo único que puedes decir.
—No es más molesto que ir a casa del dentista.
—Será peor que ir seis veces a casa de seis dentistas.
—Piensa en lo contento que estarás cuando todo haya terminado.
La idea me fue de poco consuelo. La miré fijamente tratando de descubrir algún signo de flaqueza. ¡Ni uno! Había sido dura como un bistec de restaurante, y seguía siendo dura como un bistec de restaurante. Kipling tenía razón. La mujer es imbatible. No había que darle vueltas.
Hice una última súplica.
—¿No piensas abandonar tu posición?
—Ni un milímetro.
—¿A pesar del hecho —perdóname que lo mencione— de que te di en mi casa un excelente almuerzo, sin reparar en gastos?
—¡No!
Me encogí de hombros, como hubiera podido hacerlo un gladiador romano —uno de aquellos que arrojaban sábanas anudadas sobre la gente, por ejemplo—, al oír al traspunte pronunciar su nombre entre bastidores.
—Entonces, adelante —dije.
Me contempló maternalmente.
—Así me gusta. ¡Éste es mi valiente hombrecito!
En momentos de menor preocupación, hubiera podido ofenderme de oírme llamar «valiente hombrecito», pero en aquella hora amarga me dejó indiferente.
—¿Dónde está tu espantoso tío?
—Seguramente en la biblioteca.
—Muy bien. Entonces voy a su encuentro.
No sé si de niños les han contado a ustedes aquella historia de aquel hombre cuyo perro se pasó el rato mascando un inapreciable manuscrito del libro que estaba escribiendo. El truco estaba, si recuerdan, en que el hombre aquel dirigió a su perro una mirada de dolor y le dijo: «¡Oh, Diamante, Diamante! ¿Qué has…?, o quizá, ¿qué habéis?, no creo que nadie lo sepa. ¿Qué has o habéis hecho?» Me lo contaron de niño en la nursery y se me quedó grabado en mi mente. Y ahora lo menciono porque es exactamente la misma mirada que dirigí a Jeeves cuando salí de la estancia. En aquel momento no le conté el cuento, pero aseguraría que comprendió lo que estaba pensando.
Me molestó que, cuando pasé el umbral, Jeeves tuviese aquel aspecto de gritarme «¡Tally-Ho!» como en las cacerías. En aquellas circunstancias me pareció de dudoso gusto.