Capítulo 14

«¿Quién guardará a los guardias?».

Juvenal, Sátiras, VI

CLAUDIA HIZO UNA PAUSA. SE GIRÓ Y MIRÓ POR encima del hombro. Creyó haber escuchado un sonido, y se preguntó si Paris no había venido solo. Pero, por supuesto, sí lo había hecho. Miró a su víctima. Debía apresurarse, porque las pociones comenzaban a hacer su efecto: su piel aceitunada se había vuelto ligeramente gris, unas gotas de sudor resbalaban por sus mejillas.

—Domatilla fue fácil de matar. Con todos esos actores enmascarados. ¿Convenciste a uno de tu compañía para intercambiaros las máscaras? Y, cuando los actores comenzaron a desfilar entre los invitados, te sentaste junto a Domatilla. Estaba empapada de vino y de regocijo, sin temer peligro alguno. Le ofreciste algún dulce alterado, o una uva, o cualquier fruta. Se la comió y te retiraste apresuradamente de su lado. Tú y tus actores ibais y veníais al escenario, o detrás de éste. Se intercambiaron las máscaras. Nadie podía decir, en realidad, quién era quién, o dónde iba cada cual. Al final, Domatilla empezó a agonizar, como tú estás haciendo ahora mismo.

—¿Qué? —Paris se llevó la mano al estómago y se inclinó hacia delante.

—Las pociones que te he suministrado comenzarán a hacer efecto en breve. Son muy parecidas a las que tomó Domatilla. Es mejor así, Paris. Constantino te habría crucificado sobre la arena. Así también se hace justicia a Domatilla, Faustina, Sabina y el resto, ¡además de a mí!

Paris se contrajo ante el dolor de su estómago.

—Me seguiste hasta aquí, ¿no es cierto? —continuó Claudia—, cuando vine a reunirme con el sacerdote Silvestre. Escapé y crucé ese bastón en la puerta. Cuando volví a verte levantaste los tobillos, como para mostrarme que no tenías contusiones y quedar así libre de sospecha. Sin embargo, durante esa mañana, te disfrazaste de soldado, tal como hiciste cuando le hiciste aquella advertencia a Domatilla. Más tarde, me seguiste hasta la ciudad, y cometiste la imprudencia de devolverme mi bastón.

Paris suspiró profundamente.

—Nunca pensé que esto terminaría así —dijo.

—Llevabas botas aquella mañana, ¿no es cierto? —continuó Claudia—. Unas robustas botas de combate, que protegen los tobillos. Debió resultarte fácil seguirme llevando aquella túnica. Fue el único de tus errores que me hizo pensar. En cuanto al ataque bajo el Coliseo, aquello fue muy cruel. Lo sabías todo de mí. Pagaste a un granujilla para que me guiase hasta los sótanos en un momento en que las bestias estaban desatendidas —Claudia hizo una pausa.

Paris daba ahora inspiraciones profundas, como para controlar su vértigo. Claudia se sentía fría ante la presencia de este despiadado asesino. Tres veces había tratado de arrebatarle la vida, y si no hubiese sido por la túnica, quizá sería ella la que estaría bebiendo la poción, o estaría a punto de ser acuchillada o golpeada.

—Podías haberme permitido suplicar por mi vida —Paris se recostó hacia atrás, sujetándose el estómago—. Tú y yo, Claudia, podríamos habernos ayudado el uno al otro. El hombre con el cáliz púrpura en la muñeca. Le habría encontrado por ti.

—No lo creo, Paris. No compartes nada con nadie. Me habrías asesinado, atacado a la princesa y abandonado Roma. Milán, o cualquier otra ciudad, se familiarizaría con el Sicario. Toda una vida consagrada al asesinato y a amasar una gran fortuna.

Claudia se puso en pie. Recogió las ánforas de vino, los vació sobre la tela y se retiró.

Paris la llamó, pero le ignoró. Claudia se sentó en una tumba y leyó la inscripción: una dedicatoria a algún caballero. Observó los grabados, los diestros trazos que representaban a un soldado a caballo, lanzando una lanza a algún bárbaro. Solo se volvió una vez. Paris yacía sobre la tela, como si hubiese tratado de arrastrarse hacia ella. El sol comenzaba a caldear el aire. Claudia miró hacia el cielo. Cuando esto acabase, le recordaría varias cosas a la emperatriz. Se preguntó si conseguiría alguna vez atrapar al hombre que mató a su hermano y la violó cruelmente. Escuchó un sonido parecido al aullido de un animal herido, pero se mantuvo fría. No había nada que ya pudiera hacer.

Pasados unos instantes, se levantó y regresó. Paris yacía tumbado en el centro de la tela, con los ojos sin vida mirando hacia el cielo, y la boca abierta. La piel de su rostro se había vuelto de un tono moteado, una veta de vómito asomaba por una esquina de su boca. Se arrodilló junto a él y presionó la mano contra su cuello; seguidamente, cogió su bolsa de cuero. Derramó su contenido sobre la hierba: pequeños frascos de pintura, dos o tres pelucas, una calva falsa, dos capas, un puñal y algo de cuerda; posibles disfraces, pero nada incriminatorio. Se apoyó sobre los talones. Faltaba algo. Paris jamás se lo habría contado, pero ¿cómo se las habría arreglado para introducirse en las dependencias imperiales? Y ¿por qué contrataría Domatilla a su compañía de actores?

Claudia recogió la peluca y olisqueó el perfume. Paris había sido un consumado actor, un imitador casi perfecto, capaz de deslizarse donde quisiera sin ser advertido. Había proclamado en voz alta que no le gustaba la visión de la sangre, pero había estado todo el tiempo en el Coliseo. Había provocado deliberadamente la ira de Majencio cuando sintió que el emperador estaba a punto de caer. Claudia observó el cadáver.

—Solo simulaste abandonar Roma —murmuró con suavidad—, representando tu papel favorito de conejillo asustadizo. En realidad, entrabas y salías de Roma cuando querías.

Chasqueó la lengua. Paris debía tener un protector. Alguien que le ayudara. Procedió a examinar el cuerpo. Encontró una bolsa llena de monedas, y la deslizó dentro de su propia bolsa. Palpó sus ropas y sonrió. ¡La llave que Paris llevaba siempre alrededor del cuello! Durante la agonía de la muerte, había intentado arrancársela, o quizá, esconderla. La cadena estaba rota; Claudia introdujo la mano bajo la túnica de Paris y sacó la llave. Era de un delicado bronce, pequeña y gruesa.

—No es de una puerta —murmuró Claudia—. Es demasiado pequeña: Paris querría mantener constantemente vigilado aquello que deseara esconder.

Introdujo la llave en su bolso, cogió los frascos de vino y los estampó contra unas piedras. Introdujo las copas de hojalata en una grieta de una tumba en ruinas. Tiró la comida y, tras envolver el cuerpo en una manta, lo escondió bajo la sombra de unos árboles. Cogió sus cosas y se encaminó hacia la senda que conducía a la Vía Apia. Había avanzado apenas unos metros cuando escuchó su nombre: Polibio, seguido por Murano, se dirigía hacia ella.

—Claudia, ¿qué ocurre? —dijo, cogiéndola por los hombros— Estás muy pálida. ¿Con quién has estado? He traído a Murano; Océano es un completo desastre.

—¿Conoces la tumba de Quintiliano? —replicó Claudia, tratando de no cruzar la mirada con Murano. Se sentía culpable por sus antiguas sospechas.

—Sí, sí, claro. Está junto a un grupo de árboles.

—¡Id allí! —dijo Claudia. Cogió la mano de su tío y le miró a los ojos—. ¡Paris está muerto! —confesó—. ¡Me tendió una trampa, pero le he matado!

—¿Qué dices? —Murano apartó a un lado a su tío, y se inclinó hacia ella—, ¿Has matado a Paris?

—Trató de asesinarme. Es el Sicario.

—Pero Claudia, ¡es un actor muy popular!

—Ya no lo es —dijo Claudia con una medio sonrisa—. No toquéis la comida ni el vino, están envenenados —sacó de su bolsa lo que había comprado en la botica, y lo depositó en su mano—. Deshazte de esto —suplicó—, pero ten cuidado. Debo ir a la ciudad.

—Iré contigo —se ofreció Murano.

—No, no vendrás —advirtió Claudia—. Este asunto no ha concluido todavía. Cuanto menos sepáis, mejor.

Ambos hombres se disponían a protestar, pero Claudia se retiró con rapidez. El tío Polibio la llamó; Claudia se limitó a levantar la mano, y aligeró la marcha. Al alcanzar el teatro Zosinas, un portero trató de detenerla en la puerta.

—Soy amiga de Paris —mintió—. El me envía —dijo, mostrándole la llave—. Quiere que recoja algo para él.

—¿Te ha enviado con eso? —exclamó el portero—. Entonces, debes de ser amiga de Paris. Siempre la lleva alrededor del cuello y nunca se la da a nadie.

Le abrió paso y entró en el teatro. Un sirviente la condujo hasta el camerino de Paris, una pequeña habitación situada detrás del escenario. No había mucho en su interior: un catre, una mesa y varios taburetes.

—¿Quieres que me quede contigo? —preguntó el sirviente.

—No —replicó Claudia—, ya sabes cómo es Paris.

—Desde luego —replicó—. Debes de ser alguien muy especial para él. Jamás permite que entremos aquí.

Una vez cerrada la puerta, Claudia comenzó su búsqueda. Las estanterías contenían algunas piezas de cerámica y varios rollos de pergamino grasientos, listas de artículos que había comprado el actor. Encontró unas cestas repletas de interesantes disfraces: ropas de mujer y sandalias, cascos militares, grebas, botas, la falda de combate de un legionario, pelucas de diferentes tipos. Botes de pintura, parches para el ojo, perfumes de mujer y maquillaje. Aunque la habitación era pequeña, Paris se las había arreglado para guardar muchas cosas. Sobre una esquina había una lanza y un escudo de legionario, y una espada envainada, colgada de un cinto. Más interesante aún, varios salvoconductos sellados por este o aquel oficial de la policía.

—Tenías paso franco por toda la ciudad —murmuró Claudia.

Paris habría flirteado con hombre o mujer para conseguir salirse con la suya. Sin embargo, no encontró lo que andaba buscando. Miró debajo de la cama: más disfraces y baratijas, pero nada extraordinario. Se sentó en un taburete y miró al techo. Parecía bastante sólido. Dio unos suaves golpes en todas las paredes, se subió en el taburete y presionó con la mano sobre la capa de yeso del techo. Saltó del taburete y sonrió ante el sonido a hueco que escuchó bajo sus pies. El suelo era de madera pulida, pero esta zona había cedido. Se puso de rodillas y observó; las planchas estaban unidas con clavos de madera. Echó a un lado la cama y continuó con la exploración.

En ese momento, se percató de que había un trozo de cuero incrustado en una esquina. Daba la impresión de que estaba clavado, pero se despegó con bastante suavidad, dejando a la vista una trampilla. La abrió y palpó con la mano en el interior. Encontró más artículos. Acarició con los dedos la tapa metálica de un cofre. Lo sacó de su escondite y lo depositó sobre el suelo, a su lado. Introdujo la pequeña llave en la cerradura. La llave giró con facilidad, y el cofre se abrió, esparciendo su contenido por el suelo. En una primera exploración, encontró lo que esperaba, un trozo de pergamino con el sello imperial, que daba autoridad a Paris para moverse por donde deseara. En otras piezas de pergamino, secas y amustiadas, aparecía el sello de Majencio y el de algunos de sus oficiales. Claudia desenrolló un pergamino rodeado por una cinta escarlata. Contenía tres documentos en total, dos firmados por Severio dos semanas antes de la batalla en el Puente Milviano. El tercer documento era más interesante. Claudia sintió un escalofrío ante la lista de nombres: Fortunata, Domatilla, el suyo propio, y otros más, incluyendo el del gladiador Murano. Cada entrada de la lista era, según se aseguraba en el documento, un espía empleado por Elena o su hijo.

—No es de extrañar que supieras tanto —susurró Claudia.

Cogió los manuscritos y los introdujo en su bolsa, devolvió a su sitio el cofre y ordenó la habitación, hasta dejarla presentable. Al salir del teatro, se dirigió directamente a Las Burras. Ignoró la oleada de preguntas y se fue directa a su habitación. Permanecía junto a la ventana, mirando el jardín, cuando Murano llamó a la puerta y entró.

—No debías haber matado a Paris —dijo—. La divina Augusta le habría torturado durante días.

Claudia le miró por encima del hombro.

—¿Para qué, Murano? ¿Para que otra gente pudiera ser arrestada y crucificada? —se sentó en un taburete—. ¿Por qué no me lo dijiste? —dijo, extendiendo las manos—. Yo no guardo ningún secreto. Soy un espía imperial. Trabajo para los Agentes in Rebus.

—Yo no diría eso —replicó Murano.

—¿Por qué no? Si es necesario, volveré a decirlo. Es un mundo extraño éste que habitamos, ¿no crees, Murano? Todos se vigilan y nadie confía en el prójimo. Vamos, siéntate en la cama. No puedo seguir mirándote si sigues de pie, me duele el cuello.

Murano obedeció.

—Entonces, Fortunata no era tu hermana, ¿me equivoco?

Murano sacudió la cabeza.

—Probablemente, trabajaríais juntos, ¿no es cierto?

—Se nos asignaron algunas tareas a los dos.

—¿Y sospechabas de Paris?

—No —suspiró—. Fortunata era arrogante. Apenas compartía información conmigo. Quería ganarse el favor de la emperatriz. Más tarde, sí, comencé a preguntarme si Paris estaría involucrado.

—Pero, claro, había sido exiliado por Majencio, y cuando murió Severio, se suponía que estaba en Capua.

Murano se encogió de hombros.

—Ya sabes, era como… una mariposa.

—No como tú, ¿verdad, Murano? —bromeó—. Yo vigilo a la gente, tú me vigilas a mí. La pobre Januaria cree que vienes aquí por ella, pero lo haces para protegerme, ¿río es cierto? ¿Eligieron especialmente a tu oponente en el Coliseo para darte a ti la victoria? Después, viniste en mi busca —Claudia esbozó una sonrisa—. Me alegro de que lo hicieras. Eso es lo que hacías en el exterior de la villa de Domatilla, ¿no es cierto?

Se puso en pie y le besó tiernamente en la ceja.

—No, eso no ha sido una invitación, es para darte las gracias. Paris también me aguardaba, pero no era para besarme, sino para darme muerte. Se percató de que estabas allí, así que representó el papel de amigo jovial. ¿Qué importaba aquello para una mente fría como la suya? Siempre tenía el recurso de invitarme a un almuerzo en el campo, el día siguiente —se giró hacia la puerta y la abrió—. Ah, por cierto, transmite mis saludos a Anastasio. ¡Estoy convencida de que fue idea suya que fueras tú mi guardián!

Más tarde, ese mismo día, tuvo lugar una reunión especial en las dependencias imperiales. Constantino, equipado con la armadura de general, permanecía sentado en un taburete; su madre estaba sentada junto a él, cogiéndole de la mano. Bessus, Criso y Rufino estaban presentes también, al igual que Anastasio y Silvestre. Claudia ofreció una descripción sucinta de lo ocurrido, omitiendo ciertos detalles. Constantino la observaba detenidamente con sus ojos ligeramente hinchados. De vez en cuando, su duro gesto se rompía en una ligera sonrisa. Sin embargo, Elena estaba furiosa. Su constante taconeo en el suelo la delataba. Silvestre se mostraba divertido; Criso y Bessus, ligeramente celosos. Anastasio sonreía, como atribuyéndose los logros de Claudia.

—¡Entonces, está muerto! —dijo Elena cuando Claudia concluyó—. ¡Si de mí hubiese dependido, habría crucificado a ese bastardo en público, para que todos le vieran!

—No, mejor que no —dijo Constantino en tono conciliador—. Paris era un actor muy querido por el público.

Los actores vienen y van, y desaparecen. Paris ha desaparecido, y así permanecerá. Lo que me preocupa es la posibilidad de que tuviera un cómplice.

Claudia sacudió la cabeza.

—Si hay un cómplice, excelencia, entonces reside en Nicodemia.

—¡Ah, Licinio! —exclamó Constantino, alzando un dedo—. Uno de estos días le devolveré el favor. Si se puede comprar un asesino, se puede comprar también a otro —se separó de su madre y se inclinó hacia delante—. Lo has hecho muy bien, ratoncita. Mucho mejor de lo que pensé en un principio. ¿Bessus? —el bárbaro se giró—. Asegúrate de que se demuestre mi gratitud, por supuesto, en el momento apropiado —el emperador se puso en pie—. Bueno —suspiró—, el peligro ha pasado. Es una lástima que Domatilla haya muerto —sonrió—. ¡Sus pobres muchachas necesitarán mucho consuelo!

Seguido por Criso y Bessus, se inclino ante su madre y se retiró de la habitación.

—¡El hijo típico! —protestó Elena—. El peligro ha pasado y, durante una temporada, no pensará más en ello. Pero volverá, Claudia, y me hará preguntas sobre las brechas y las sombras que hay en tu historia.

—¿Como cuáles, excelencia?

Anastasio dejó de sonreír y le dedicó una mirada de advertencia.

—Ratoncita, lo sabes muy bien. Sí, es cierto, tenemos a Paris disfrazado, haciendo esto y lo otro. Debió de sentirse como el dios Júpiter, asumiendo la personalidad que quisiera, ¡pero él no era un dios! Me gustaría saber cómo llegó a internarse tan profundamente en las dependencias imperiales para asesinar a Sabina.

Claudia sacudió la cabeza.

—Excelencia, no lo sé. Quizá sobornara a un guardia, o a un sirviente de palacio.

Elena se mordió un labio, mirándola con gesto de preocupación.

—Puede ser, es posible. ¿Pero un soborno? —negó con la cabeza—. Lo dudo. Llevaba un salvoconducto. Me gustaría saber quién se lo entregó. Sin embargo, lo has hecho muy bien, ratoncita. ¿No es cierto, Rufino?

El banquero sonrió. Había permanecido reclinado sobre una silla, mirando a Claudia con curiosidad, como si fuese incapaz de calcular su auténtico valor.

—¿Y Murano? —preguntó Claudia.

—Sí, querida, es uno de nosotros —Elena se inclinó y acarició el rostro de Claudia—. Debo cuidar de mi ratoncita. Hay demasiados gatos al acecho, ¿no es cierto? —la emperatriz se puso en pie—. Ya sabes lo que te aprecio, Claudia. Anastasio, alegrémonos de las noticias. ¡Un paseo por los jardines imperiales refrescará nuestra mente! Dominus Silvestre, ¿te unes a nosotros? ¿Y tú, Rufino?

El banquero se incorporó muy despacio.

—¿Puedo retirarme? —preguntó Claudia con picardía.

—Puedes retirarte, ratoncita, por el momento. Vuelve a Las Burras. Di a tu querido tío que no tiene nada que temer de esos zoquetes vestidos de policías. El emperador no olvidará, ni yo tampoco.

Elena agitó el pelo de Claudia y se dirigió hacia la puerta.

—Rufino, ¿vas a venir? ¿O prefieres quedarte a seducir a mi jovencita? —Rufino soltó una carcajada—. Excelencia, quisiera recompensar personalmente a esta muchacha sorprendente.

La emperatriz se encogió de hombros y se marchó. Silvestre dedicó una mirada de advertencia a Claudia y la siguió. Claudia permaneció sentada, con gesto tímido. Rufino separó los labios para comenzar a hablar.

—Aquí no, señor —susurró Claudia—. ¿En otra zona de los jardines, quizá?

El banquero asintió. Caminaron por los pasillos. Escucharon la voz de Elena, que llamaba a gritos a los sirvientes, así que decidieron salir por otra puerta. Cruzaron un camino de guijarros hasta llegar a un espacioso banco de mármol, que asomaba hacia el jardín. Ante ellos, rodeado por un lecho de flores, se erguía una enorme fuente: dos mujeres sujetaban una pila, de la que brotaban chorros de agua de distintos colores. El sol comenzaba a menguar, y la brisa de la tarde se hacía cada vez más fría.

—Cuando comenzaste a hablar —murmuró Rufino— no supe muy bien qué debía hacer. ¿Atravesarme con una espada? ¿Ingerir veneno? ¿O correr a casa y abrirme las venas en un baño caliente? ¿Los tienes? ¿Cuánto me van a costar? ¿Qué quieres?

Claudia abrió la bolsa y le entregó los documentos que había extraído del cofre de Paris.

—Estos son los originales, y no quiero nada por ellos.

Rufino se quedó perplejo. La miró atónito y se mordió los labios.

—Vaya, cuando dije que eras sorprendente, era simple adulación. Ahora lo digo de veras. Todo el mundo quiere algo.

Rufino sacó una pequeña daga que guardaba bajo su toga y cortó la cinta del pergamino, procediendo posteriormente a cortar los documentos en pequeños pedazos. Los recogió con cuidado y se acercó a un pequeño brasero, en el que unas barras de incienso mezcladas con las brasas desprendían una suave fragancia. Rufino usó su toga para retirar la tapa del brasero y arrojó los trozos de pergamino. Colocó de nuevo la tapa y observó como aquellos fragmentos se convertían en cenizas. Seguidamente, regresó despacio al banco, inspeccionando minuciosamente el suelo para asegurarse de que no había quedado ningún pedazo sin arder. Se sentó junto a Claudia.

—Podría irme ahora —murmuró— y decir que nada de esto ha ocurrido jamás, pero te mereces algo más que eso. Soy un hombre asustado, Claudia. Soy un banquero que apoyó a Constantino. También soy un hombre que tiene una esposa, hijos, parientes. ¿No estuviste en Roma durante los últimos días de Majencio? Aquello fue una horrible pesadilla. No recuerdo ver la luz del sol; parecía que una noche eterna se había cernido sobre nosotros —suspiró—. Multitud de espías e informadores recorrían las calles. Majencio arremetía contra todos, Severio trataba de conseguir dinero para las tropas. Mi corazón estaba, y está, con Constantino, pero no me atreví a abandonar Roma. Si hubiese huido, otros habrían muerto. Se habrían apoderado de mi tesoro y se habría volatilizado. No, eso no es cierto del todo. Una pequeña parte de mí juega a ser banquero. Inviertes en una aventura, pero no cierras ninguna puerta. Severio vino a verme. El primer ministro de Majencio era un zorro traicionero. Quería conseguir de mí una notificación, un pagaré, una promesa de dinero para luchar contra el que denominaba usurpador Constantino. No tuve opción. Mi mujer estaba junto a mí, con el rostro desencajado, mis hijos se abrazaron a ella. Escribí la carta y la sellé. Garanticé que apoyaría a Majencio, proporcionándole plata.

—¿Y lo hiciste?

—¡No, por supuesto que no! Pero…

—No lo entiendo —interrumpió Claudia—. Constantino habría entendido que esa carta estaba forzada. Seguro que no fuiste el primero en verte obligado a firmar semejante farsa.

Rufino volvió a mirar hacia el brasero, como para asegurarse de que todo se había destruido.

—Eso pensé yo. Cuando Constantino entrara en Roma, podría explicarlo todo. Se reiría, me daría un golpe en la espalda y me serviría una copa de vino. Desde luego, tomé mis propias precauciones. Cuando Majencio se marchó para luchar y Severio se fue a la villa de Domatilla, organicé a una banda para que destruyeran los informes imperiales. Recuperé mi carta y la quemé, junto con mi compromiso de financiación. Pensé que aquello acabaría con el problema —hinchó los carrillos—. Escuché que Severio había muerto a manos de una mujer. No volví a pensar en ello hasta que, una noche, alguien puso en mi mano un trozo de pergamino. Nada importante, a excepción de hacer referencia al compromiso que contraje. Me dijeron que saliese a los jardines exteriores de mi villa, a una pequeña huerta cerca de la muralla. Debía ir solo, desarmado, portando únicamente una linterna.

—El Sicario —preguntó Claudia.

—Sí, el Sicario. Llevaba una máscara y una capucha, y me esperaba junto a unos árboles. Dijo tener en su poder una copia de mi carta y de mi pagaré. Me reí de él. Me disponía a llamar a los guardias cuando me mostró, a la luz de la linterna, el sello. Era de Severio. El ministro de Majencio tenía un alma ponzoñosa. En realidad, no había llegado a colaborar con él, pero había elaborado una carta dirigida a mí, firmada y sellada en nombre de Majencio, en la que me agradecía mi ayuda por los cientos, si no miles, de monedas de plata y oro que había depositado en sus arcas. ¿Comprendes ahora, Claudia, lo que eso significaba?

—Pero no habías entregado ese dinero, ¿no es cierto? —preguntó Claudia bruscamente—. ¿No podías haber mostrado los libros de contabilidad?

Rufino echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Claudia, Claudia, podía rellenar libros de cuentas que parecían exactos, pero que no eran más reales que las leyendas de los dioses. En los días previos a la batalla del Puente Milviano, movía monedas de plata y oro como si fueran piezas en un tablero de ajedrez.

—Así que, ¿aquello fue la venganza de Severio?

—Sí. Hablaba de mí en su carta como si fuera su cómplice. Es cierto, no habría sido una prueba concluyente de mi traición —dijo, riendo—. Pero ¿cuándo ha necesitado eso un emperador? Lo menos que podía esperar era la confiscación de mis bienes y el exilio. Constantino habría confiado en mí al principio, pero la duda roería su alma como un gusano un trozo de carne.

—¿Y el Sicario se había apoderado de esta carta?

—Aparentemente. Cuando mató a Severio, el asesino saqueó los pocos documentos que se había llevado el ministro. Encontró la carta y pensó que podría utilizarla en su beneficio. Me dio instrucciones muy precisas. Debía persuadir al emperador de que buscara la compañía de las chicas de Domatilla. También debía conseguirle un salvoconducto para las dependencias imperiales.

—¿Y qué más?

—Una lista de los espías del emperador. O eso, o la carta de Severio, llegaría a manos de Constantino. No tenía otra opción que aceptar. Nos volvimos a encontrar, y le entregué lo que me había pedido. Le exigí que aquello acabara con mis temores, pero el Sicario se rió de mí. Dijo que se tomaría su venganza, y después desaparecería. Le pregunté qué quería decir con eso, pero se burló de mí. Cuando comenzaron los asesinatos, sospeché lo que había ocurrido.

—¿Y la participación de Paris? —preguntó Claudia.

—El Sicario hizo una petición: cuando el emperador acudiese a la recepción de Domatilla, debía asegurarme de que contratasen a la compañía de Zosinas. Desde luego, sospeché de Zosinas. Nunca pensé que se trataba de Paris —añadió, limpiándose el sudor de la frente—. Fue fácil de organizar. Me aseguré de que mi nombre no apareciese en ningún momento. Unas palabras con Bessus, una indirecta, una señal y, desde luego, el chambelán aceptaría. Después de todo, el principal actor de Zosinas, Paris, había sido proscrito por el difunto Majencio, así que la compañía contaba con el favor de Constantino —se giró para mirar a Claudia fijamente a los ojos—. No tuve otra opción —murmuró—. No podía hacer otra cosa. Después de haberme mostrado esa carta, después de que hubiese aceptado cooperar… —hizo una pausa—. Así que, ¿qué es lo que quieres, Claudia?

—Un hombre con un cáliz púrpura tatuado en la muñeca.

Claudia volvió la vista hacia el palacio. Silvestre permanecía en la puerta.

—Quiero a un hombre con un cáliz púrpura tatuado en la muñeca —repitió—. Quiero que muera, igual que él vio morir a mi hermano. Tienes una inmensa riqueza, ¿no es cierto, banquero? —Rufino asintió con la cabeza—. Pero ya se te ha pagado.

—¡Qué! —exclamó Claudia.

Rufino esbozó una sonrisa amarga.

—¿No te lo ha dicho la emperatriz? Sin duda, ese hombre es un soldado, un oficial. Muchos otros de su misma calaña fueron responsables de ataques sobre niñas de los suburbios, chicas del servicio.

Claudia contuvo su ira.

—No te preocupes —aseguró Rufino—. Probablemente, la emperatriz te lo contará todo, en su momento y lugar.

—¿Pero, hay más?

—Sí, Claudia, hay más. Los hombres pertenecen a una cohorte de la Sexta de Ilirios, estacionada en Dalmacia. Hemos recibido informes de muertes similares y violaciones sufridas allí por chicas nativas.

—Debo ir hasta allí —declaró Claudia.

Rufino extendió la mano.

—¿Tenemos un acuerdo, Claudia? ¿Somos amigos y aliados? —Claudia tomó su mano—. Amigos y aliados.

—Removeré cielo y tierra —declaró Rufino, poniéndose en pie— para traer a esa cohorte de vuelta a Roma. Yo he recuperado mi vida; tú tendrás la cabeza de ese hombre —miró por encima del hombro y observó a Silvestre en la entrada—. Por cierto —dijo, girándose—, ¡recela de él!

Claudia le miró.

—Recuérdalo siempre —declaró Rufino—: en el gran orden de las cosas, ¿qué es más importante? ¿Una ratoncita, aunque una muy lista, o las almas de la emperatriz y su hijo?

FIN