Capítulo 12

«La fortuna favorece a los valientes».

Terencio, Formión, I. 203

MURANO AGUARDABA EN LA CASETA DEL guarda. Los guardias le habían hecho pasar hacia la pequeña casa techada, le habían ofrecido una copa de vino, y comentaban con él algunos aspectos de los juegos del día anterior. Murano permanecía sentado, respondiendo educadamente, aunque estaba intranquilo. Tenía el cabello recién cortado, la cara afeitada, y llevaba una simple túnica verde, que colgaba por debajo de las rodillas. Sus brazos y cuello aún mostraban las contusiones de su lucha victoriosa, sus ojos estaban cargados y delataban los efectos de una noche de poco sueño y mucho alcohol. Consiguió zafarse de la incesante sesión de preguntas y se llevó a Claudia al camino de gravilla.

—¡Podéis utilizar los arbustos! —gritó uno de los guardias—. ¡Pero no os vayáis muy lejos! ¡Tenemos instrucciones muy estrictas!

Murano y Claudia se sentaron en la hierba, a la sombra de un laurel.

—A Januaria no le va a gustar esto —comentó Claudia. Arrancó una flor silvestre y se la ofreció—. Empezarán a murmurar sobre ti.

Murano no estaba de humor para bromas.

—¿Por qué te has ido tan rápido? —preguntó secamente—. Estás en la taberna, dirigiéndonos para buscar esto y lo otro. Se encuentra el dinero y, a la mañana siguiente, me encuentro con que Granio y Faustina se han esfumado, y que tú te has desvanecido como un ladrón en la noche.

—Entonces, ¿me has echado de menos? —se apresuró a preguntar Claudia.

Murano la miró con el ceño fruncido.

—Sí que me echaste de menos —insistió Claudia—. Vamos, deja de mirarme así, Murano. No te pega. Eres muy bien parecido, pero sonríe. Mira las flores, distraerás a los guardias. Vamos —se burló—, ya te he visto hacer mímica la pasada noche. Tienes sentido del humor, puedes relajarte. Januaria lo sabe.

Murano permanecía sentado, jugueteando con el tallo de una flor.

—Me gusta Januaria —dijo—, sin embargo…

—Así es como te llamaré —ironizó Claudia—, «Senador Sin Embargo…».

Claudia sintió una punzada de compasión hacia Murano, pero le gustaba bromear con él.

—¿Eres indulgente conmigo?

—Me gustaría conocerte mejor.

—Y a mí me gustaría llegar a conocerte, Murano.

El gladiador levantó la cabeza, observándola con ojos bien abiertos.

—¿Qué quieres decir?

—¿Para quién trabajas?

—Soy gladiador, ya lo sabes. Mato a gente en el ruedo. Si sigo matando a gente, me haré rico; pero un día podría cometer un error, y ese será mi final.

—¿Trabajas para el emperador?

Murano soltó una carcajada.

—¿Quieres decir, un espía?

—¿Dónde vives?

—En las barracas, con los demás.

—Ahora me estás mintiendo.

—Es cierto —reconoció Murano—. Tengo una pequeña buhardilla en la calle de los Perfumes. Pago un alquiler. Es un lugar al que acudo cuando quiero estar solo.

—¿O estar con Fortunata? —preguntó Claudia.

—Ya te lo he dicho, mi hermana era extraña, y por eso estoy aquí. No sé en qué asuntos estaba involucrada, pero me pidió que la llevase a El Caballo de Troya. A propósito, ¿has escuchado las últimas noticias? Locusta ha muerto.

—Sí, a estas alturas, ya debe saberlo media ciudad. ¿Hablabas de Fortunata?

—Sí, fuimos a El Caballo de Troya. Como ya te he contado, nos sentamos allí y comimos y bebimos. Fortunata era todo ojos, observando aquí y allá. Si hubiese estado sola, seguro que los muchachos de Locusta la habrían interrogado, pero me reconocieron, y la dejaron en paz. No ocurrió nada. Abandonamos la taberna y caminamos por una calle lateral. Cuando llegamos al cruce, dos arrieros se habían enzarzado en una pelea. ¿Los has visto alguna vez? Se golpeaban el uno al otro con sus látigos. Una de las cocinas ambulantes volcó, y el cocinero se disponía a entrar en la trifulca —Murano desvió la vista hacia la flor—. La gente gritaba y les increpaba. La policía se acercó y comenzó a separarlos. Además, habían atrapado a un esclavo, que se había puesto en fuga. Le habían colocado un anillo de hierro alrededor del cuello, y entonces, ocurrió. Estoy seguro de que fue la única cosa que salió mal.

—¿A qué te refieres Murano?

—Estaba anocheciendo, los jóvenes habían salido a la calle, en busca de un poco de diversión: los caballeros y sus damas asistían a las fiestas. Conseguimos librarnos de la confusión, y estábamos cruzando la plaza cuando pasamos junto a la litera de una dama. La cortina estaba descorrida —Murano agitó la mano—. Del interior se desprendía un delicado perfume. Distinguí un rostro maquillado, una diadema de plata. Fortunata pudo verla mejor. Quería retroceder, pero la presión de la multitud era demasiado fuerte, y la litera desapareció. Cuando llegamos al extremo de la plaza, Fortunata sacudió la cabeza: «¡No puedo creerlo! —susurró—. ¡No me lo puedo creer!».

—¿Dijo a qué se refería?

Murano sacudió la cabeza.

—Yo había bebido bastante, pero Fortunata estaba enajenada, y no estoy del todo seguro de cuál era la causa —elevó la vista para encontrarse con los ojos de Claudia—. Podía haber sido la persona de la litera, o las personas que la portaban. En aquel momento —Murano deslizó la flor en el interior de su muñequera de cuero—, no pensé nada, excepto que mi hermana había visto la fuente de algún jugoso chisme o escándalo: una dama de alta alcurnia, a la que llevaban en secreto a reunirse con su amante, o algo por el estilo —hizo una mueca—. Anoche lo recordé, así que pensé en venir a contártelo.

—¿Y por qué debías contármelo? —preguntó con suavidad.

—Lo sabes muy bien —respondió Murano—. ¿Crees que somos todos tontos, Claudia? Polibio sabe en qué andas mezclada. Buscas a ese hombre con el cáliz púrpura en su muñeca, simulando ser una simple sirvienta de palacio. Aquellos policías vinieron anoche a buscarle problemas a Polibio. Desaparecieron en seguida en cuanto saliste. Yo también tengo amigos entre la guardia. Te han visto en algunas zonas de palacio donde no permitirían la entrada de una chica del servicio.

Claudia se inclinó sobre él y le puso un dedo en los labios.

—Somos lo que somos, Murano, o lo que la vida hace de nosotros.

—¿Volverás a Las Burras? —preguntó.

—Cuando haya terminado.

—¿Necesitas ayuda? De verdad…

Claudia sacudió la cabeza. Murano la miraba con gesto suplicante.

—¿Y cuándo terminará todo esto, Claudia?

La joven se puso en pie y se sacudió la hierba de la túnica.

—Terminará, Murano, cuando atrape al hombre con el cáliz púrpura en la muñeca, y cuando Murano, el gladiador, deje de pelear sobre la arena.

Claudia le besó en la frente y, antes de que pudiera detenerla, cruzó corriendo el césped y se introdujo en la villa.

Estaba conmovida por la preocupación de Murano. Se sentía ligeramente incómoda. El rubor le encendía el rostro. Sentía deseos de volver para hablar algo más con él, pero necesitaba ser precavida. Murano era más de lo que decía ser. De vuelta a sus aposentos, Claudia se refrescó el rostro con agua, secándose despacio con una toalla. Los sonidos de la villa llegaban hasta sus oídos: el corretear de pisadas y los gritos de los sirvientes, mientras terminaban los preparativos para las celebraciones de la tarde. Se escuchó un golpe en la puerta, y Paris asomó la cabeza. Llevaba puesto unos cuernos de sátiro sobre la cabeza, y se había pintado el rostro de negro. Claudia estalló en una carcajada.

—¿Qué haces aquí?

El actor entró en la habitación, cerrando la puerta al pasar.

—Esta noche es la noche, Claudia —dijo frotándose las manos y adoptando una pose dramática—. Tengo el orgullo —declaró con voz pomposa— de actuar ante el emperador —unió las manos y elevó la mirada al cielo—. ¿Quién sabe adonde conducirá todo esto? —declaró, en voz de falsete. Señaló hacia la cama con el dedo—. ¿Estás cansada? ¿Te apetece tumbarte?

—¡No seas descarado! —exclamó Claudia, pero le resultaba difícil enfadarse con este petulante personaje.

—¡Paris! ¡Paris! ¿Dónde te has metido?

—Me reclama Domatilla —dijo Paris, haciendo una exagerada reverencia. Tenía la mano apoyada en el pomo de la puerta cuando se giró—. Si me siento cansado, ¿puedo volver aquí y acostarme contigo?

Miró hacia el taburete e hizo una mueca al descubrir el puñal.

—¿Me esperabas, Claudia?

—¡Paris! —la voz de Domatilla elevó el tono hasta convertirse en un alarido.

—Volveré.

El actor le lanzó un beso y desapareció por la puerta. Claudia se apresuró a cerrarla. Se disponía a desnudarse y asearse cuando escuchó de nuevo una llamada. Abrió la puerta a uno de los sirvientes de Domatilla, una vieja bruja de rostro enrojecido y cabellos naranjas.

—Dice Domatilla que vas a servir al emperador esta noche. No vayas a derramar su vino.

—Sí, sí, muchas gracias —dijo Claudia con irritación.

—Y tienes que llevar esto.

La mujer dejó sobre la cama una larga túnica de estilo griego, de color turquesa y ribeteado en dorado, y sujeta al hombro por un broche de plata: junto a ésta depositó unas centelleantes sandalias.

—¡Puedes usar los baños! —la mujer chillaba tan fuerte que Claudia llegó a sospechar que estaba medio sorda. Entonces, sin esperar respuesta, salió apresuradamente al exterior.

—Ahora voy a tener un poco de paz y tranquilidad —se dijo Claudia.

Volvió a cerrar la puerta. Se recostó en la cama, girando hacia un extremo y manteniendo en alto las rodillas. Murano aún acaparaba su atención. Se distrajo pensando en las palabras de Murano. El gladiador y su hermana habían abandonado El Caballo de Troya y cruzaban la plaza. Fortunata vio a alguien en una litera, una mujer noble, a la que reconoció. Debió quedarse intrigada, lo que significa que vio a alguien que no debería estar allí. ¿De quién se trataría? ¿La emperatriz Elena? ¿Domatilla? ¿Una de sus chicas?

Claudia se sumió en el sueño, y cuando despertó, intuyó que debía haber dormido durante, al menos, dos horas. El calor del día se había disipado, y el reloj de agua del pasillo exterior indicaba que la hora de las celebraciones se aproximaba. Claudia se aseó y se cambió de ropa, enfundándose la túnica que Domatilla le había dado. Las sandalias le quedaban perfectas, aunque el cuero era nuevo y tuvo que atar fuertemente los lazos. Habían depositado sobre la mesita una pequeña vasija llena de esencia de romero, mezclada con otras fragancias. Se extendió una pequeña cantidad sobre la cara y las manos. Se sentó, manteniendo los ojos cerrados, y trató de serenarse. Debía recordar quién era en realidad: tan solo un sirviente de alto rango de la casa de Domatilla. Debía recordar las normas de Anastasio. No debía dejar escapar señal alguna de su relación con él, ni con ningún otro miembro de la casa imperial. No debía asumir ninguna afectación, sino actuar como se esperaba de ella: como una sirvienta responsable de servir vino al emperador, nada más.

Claudia abandonó la habitación y se dirigió hacia el atrio. El gran comedor de mármol era amplio y estaba opulentamente amueblado. Sobre el suelo había extensos mosaicos que representaban las leyendas de Hércules, centrándose, sobre todo, en sus andanzas amorosas. Varios frescos y pinturas de similar temática cubrían las paredes. Los divanes de la sala del banquete se habían dispuesto en forma de herradura. Las mesitas bajas se habían colocado junto a ellos, y estaban ya cargadas de preciosas copas, platos, cucharas y cuchillos del tesoro particular de Domatilla. El diván del centro, donde se sentarían el emperador y su madre, estaba cubierto con una tela de seda púrpura bordada en oro. Se encendieron unos recipientes de alabastro rellenos de aceites preciosos. Un grupo de músicos, en la esquina más alejada, se ocupaban de preparar flautas, laúd y liras. Los sirvientes, bajo la atenta mirada de Domatilla, correteaban de un lado para otro, mientras el aire se cargaba con la sabrosa fragancia que provenía de las cocinas.

La principal preocupación de Domatilla era el escenario improvisado que se había preparado. Tras una gran tarima, hecha de planchas de madera unidas entre sí, se elevaba un enorme decorado, ricamente engalanado, frente al que actuarían los comediantes. Estos últimos resultaron convertirse en una auténtica fuente de confusión. Vestidos de oro y escarlata, con el pelo cubierto con grandes pelucas, y el rostro oculto tras unas caretas rudimentarias, correteaban de aquí para allá, dando los últimos retoques a su actuación. Se montó un ingenio mecánico para simular el sonido de los truenos. Se instalaron lámparas para crear sombras trémulas. Todos se gritaban y se chillaban entre sí, Paris el primero, dando instrucciones, alternando un irascible tono imperativo con la súplica más dócil. Domatilla vio a Claudia y agitó la mano. La anfitriona del emperador se había transformado, se había pintado el rostro con delicadeza y sus cabellos lucían con belleza. Estaba vestida con una túnica perfumada de seda de color marfil. Las joyas centelleaban en sus dedos, muñecas, brazos y cuello. Agitó sus pestañas postizas y le dedicó una rápida sonrisa.

—Estoy tratando de no perder los nervios, aunque grite o ría —susurró—. La pintura de la cara no se ha secado aún. No quiero que se quiebre. Escucha, Claudia, todo lo que debes hacer es asegurarte de que la copa del emperador esté siempre llena. No lo hagas todo tú. Su doncella o el probador del vino levantarán la copa, y tú la rellenarás. Bajo ningún concepto debes rellenar una copa y entregársela a alguno de mis huéspedes sin que se haya probado previamente. Lo mismo se aplica a las comidas. Debe ser una tarde agradable…

Se detuvo en mitad de la frase, ante el sonido distante de las trompetas.

—¡Alabados sean los dioses! ¡Alabados sean los dioses! ¡Ha llegado el emperador! —vociferó, agitando al viento las manos y correteando como un pato.

Su chambelán entró majestuosamente en la habitación. A Paris y sus actores les ordenaron que «se esfumaran y esperasen a ser llamados». Se dieron los últimos retoques: cestas de dulces, flores de delicadas fragancias, más candelabros de aceite perfumado, colocar en su sitio los cojines. Los sirvientes prepararon jarras y copas. El jefe de cocina comenzó a propinar golpes a diestro y siniestro con un cucharón, sin parar de dar órdenes, para preparar su procesión triunfante de manjares. Más órdenes y gritos provenían del pasillo. Claudia pensó que aquello era igual que un teatro poco antes de que comenzara la función. Al clamor y el ruido ensordecedor le siguió un repentino silencio. Se escuchó el sonido rítmico de unos pasos por el pasillo. Unos miembros de la guardia imperial, bajo el mando de un joven tribuno, entraron en formación y tomaron posiciones alrededor de la dependencia. Constantino y su madre hicieron su entrada, seguidos por la suprema sacerdotisa de las vírgenes vestales y por otras personalidades, a las que Claudia reconoció enseguida: Bessus, Criso, Anastasio y, con aspecto de avergonzado y de encontrarse fuera de lugar, el sacerdote Silvestre. Rufino encabezaba un pequeño círculo de influyentes cortesanos. El chambelán los condujo a sus asientos. Domatilla colocó una corona de laurel y plata sobre la coronilla de Constantino, y entregó otra similar a la emperatriz Elena. Constantino bromeó, y la tensión se relajó. Se sucedieron brindis dedicados al emperador, a su madre, a la victoria en el Puente Milviano y, desde luego, a los juegos. Constantino se giró hacia Elena y comenzó a conversar en tono suave, una señal evidente de que el banquete había comenzado.

Claudia observó que todas las copas que se servían eran probadas de antemano, al igual que ocurría con los numerosos platos. Los chambelanes probaban la comida con un pequeño cuchillo, cortaban una porción, la probaban, y asentían con la cabeza para que se sirviera el plato. Cuando así lo ordenaban, Claudia rellenaba de vino el vaso del emperador. Su madre le codeó ligeramente, y el emperador indicó a su probador que añadiese agua.

—La divina Augusta —susurró un chambelán— sabe que el emperador debe hacer gala de su mejor comportamiento.

Claudia miró a la fila de invitados donde permanecía sentado Silvestre, probando los manjares. Solo una vez se cruzaron sus miradas, y el sacerdote movió casi imperceptiblemente los labios en señal de saludo. Por su parte, Elena le había guiñado un ojo al moverse tras el hombro de su hijo; el resto, simplemente la ignoraba.

La celebración era muy decorosa, y no como una de las fiestas de borrachos que solía celebrar con sus compañeros soldados. Domatilla se sentó algo más apartada, junto a Anastasio, aunque su risa histriónica resonaba en toda la habitación. Tenía el rostro sonrosado, empapado de sudor, y estaba ansiosa por complacer y muy halagada ante este gesto de favor imperial. La mayoría de las conversaciones giraban en torno a los juegos y a los planes del emperador para cuando llegase el verano.

Claudia observaba minuciosamente a los invitados. No detectaba nada sospechoso, y reconoció que solo un loco intentaría algo aquí. Aunque el banquete discurría con cordialidad, los soldados permanecían en las sombras, y los oficiales no cesaban de moverse de aquí para allá, en estado de alerta. No se había dejado nada al azar. Los cocineros de Domatilla se habían superado a sí mismos: bandejas de jabalí, rodaballo, pollo, ubres de cerda, acompañados de manzanas y otras frutas, marisco, ostras y caracoles. El banquete fue progresando. Las risas y el rumor de la conversación fueron creciendo. Unas bailarinas sirias entraron en escena, y representaron unas sinuosas danzas. Constantino las animó efusivamente, poniéndose en pie y aplaudiendo ruidosamente. De repente, se percató de que Silvestre le observaba; tosió y volvió a sentarse inmediatamente, ante las risas contenidas del resto de sus invitados.

Aparecieron juglares y tragafuegos. El vino se cambió, y comenzaron a servir unos caldos blancos, frescos y aromáticos, de las bodegas privadas de Domatilla. Se preparó el escenario, Paris y sus actores hicieron su aparición, vestidos con sus túnicas estridentes y con sus rostros cubiertos con máscaras. Paris, que llevaba una con el rostro de Heracles, dedicó una profunda reverencia y comenzó la actuación. No era una obra completa, sino una sucesión de diferentes escenas, seleccionadas de la mitología o de la historia de Roma: Tiestes, devorando a sus hijos para cenar; Edipo, dando muerte a su padre; Hércules, doblegando a una bestia mítica; la riña entre Rómulo y Remo. La representación carecía de gran ingenio; sin embargo, dirigidos por Paris, los actores cantaron a su pena y a su furia en emotivas arias. Cada escena se sucedía rápidamente por otra. De repente, se produjo un cambio en el tono hacia una bulliciosa farsa, en la que unos payasos representaban a los modelos clásicos de las pantomimas.

Claudia reconoció a algunos de los personajes que ella y los demás habían representado alrededor de Italia, con la compañía itinerante. Allí estaba Pathos, ese ridículo y estúpido viejo, siempre pensando en las chicas; Macáis, el papanatas al que era tan fácil burlar. Después de éstos, continuó la representación: historias sobre bebés recién nacidos, secuestrados por piratas; doncellas raptadas por tratantes de esclavos; proxenetas y banqueros, soldados y parásitos, avaros y despilfarradores. Sus payasadas provocaron los estallidos de risa de Constantino. El emperador estaba disfrutando realmente de la representación. De vez en cuando, provocaba una pausa para aplaudir, o solicitaba su bolsa de un chambelán, e interrumpía la representación para arrojar unas monedas de plata sobre el escenario.

Paris consiguió superarse a sí mismo, particularmente con su parodia satírica de un petimetre desfilando por el foro. Hacia el final, a modo de piéce de resístanse, los actores representaron los últimos días de Majencio en Roma: las preocupaciones del antiguo emperador, la agitación de sus adversarios. Constantino no cesaba de aplaudir, ordenando a los actores que se acercaran más, para que no se perdiera ninguna palabra. Los chambelanes se pusieron visiblemente nerviosos. En un momento determinado, cuando Paris yacía en el escenario con el rostro cubierto por una gran máscara, los actores se mezclaron con los invitados. Tomaron comida de sus bandejas y bebieron de sus copas, siguiendo una antigua tradición, por la que se permitía a los actores burlarse de la audiencia y hacer bufonadas sin recibir reproche alguno. Las chicas se sentaron en el diván de Constantino: hubo una que incluso le rodeó con sus brazos y le besó en los labios. Dos muchachos jóvenes, enmascarados y portando sendas capas, se sentaron junto a Domatilla. De vez en cuando, los actores se retiraban y volvían a entrar en escena. Los huéspedes también se levantaron y se movieron con ellos, hasta que Paris se subió a una silla y tocó las palmas. La compañía se congregó alrededor de él y le dedicaron una reverencia al emperador, como señal de que la representación había llegado a su fin.

Constantino estaba muy satisfecho. Se distribuyeron más obsequios. Los actores hicieron un último ademán y desaparecieron tras el escenario. El banquete siguió su curso. Constantino, ahora luciendo el mejor de los talantes, se puso en pie y propuso un brindis por Domatilla. La achaparrada matrona de prostitutas se puso en pie, algo temblorosa. Comenzó a ofrecer su agradecimiento al emperador en términos grandilocuentes. De repente, se detuvo. La copa resbaló de sus dedos y se retorció, como si hubiese recibido un fuerte golpe en el estómago. Claudia observó horrorizada. Domatilla alzó el rostro con gesto de agonía absoluta, abriendo y cerrando la boca. Cayó sobre sus rodillas y comenzó a vomitar. El emperador dio un salto y corrió hacia ella. Domatilla se encontraba en el paroxismo de la agonía. Comenzó a agitar brazos y pies, volcando una mesita y todo su contenido.

Llamaron al médico privado del emperador. Claudia se abrió camino hacia la víctima. La mayoría de los invitados retrocedieron, incapaces de aceptar lo que estaba sucediendo. Una mancha de espuma apareció en la comisura de la boca de Domatilla. Tenía el rostro rígido, y el cuerpo se agitaba en fuertes convulsiones, mientras emitía un sonido sofocado. El médico le introdujo un dedo en el cuello, tratando de descubrir si había algún objeto atascado. Retiró la mano. La cabeza de Domatilla cayó hacia un lado. El tribuno emitía órdenes con rapidez: los soldados abandonaron la habitación y se apresuraron a bloquear puertas y ventanas. Pusieron el cuerpo sudoroso de Domatilla sobre un diván. Toda su belleza la había abandonado. Su rostro mostraba un tono verdoso y pálido, sus labios parecían más rojos, el pelo estaba enmarañado. El médico le palpó la garganta.

—¿Un ataque? —preguntó Elena.

El doctor le abrió la boca.

—Ya he visto esto antes —murmuró—. Tiene la lengua ennegrecida. Divina Augusta, creo que esta dama ha sido envenenada.

Domatilla había derribado una de las mesas al caerse, pero no la suya propia. Bajo la dirección de Bessus, el chambelán, el médico cogió la bandeja de plata y la copa de Domatilla y se las llevó a una esquina, para examinarlas minuciosamente. Hicieron entrar a un esclavo y, con la punta de la espada del tribuno pinchándole el cuello, e invadido por el terror, se vio obligado a beber del vino y probar la comida. Claudia observó que Silvestre se había quedado inmóvil, haciendo el gesto de la cruz, como única reacción. Se dispuso a objetar ante lo que obligaban a hacer al esclavo. Claudia caminó hacia él, advirtiéndole con la mirada que no interviniese. Al final, tal intervención no fue necesaria. El médico trajo de vuelta la bandeja y la copa.

—¿Y bien? —Constantino había vuelto a recostarse sobre su diván.

—Si la dama ha sido envenenada —declaró el doctor—, no ha sido con nada que haya bebido o comido aquí. La comida no está alterada. No hay ninguna poción mezclada con el vino.

—Eso parece lógico —intervino Elena—. Todo ha sido probado previamente, comida y bebida.

—¿Ha probado algo de algún otro plato? —intervino Rufino.

Anastasio, que había estado sentado a la derecha de Domatilla, sacudió la cabeza, haciendo señales a la emperatriz con las manos. Bessus confirmó igualmente este extremo, mientras que el tribuno, un hombre de nervios templados, puntualizó que había estado observando las mesas desde el momento en que se desplomó Domatilla.

—¿Para qué? —preguntó alguien.

—Para asegurarme que nada se cambiaba de sitio —replicó con calma—, y así ha sido.

—¿Y la compañía de teatro? —preguntó Bessus.

—Pero ellos no traían comida —replicó la emperatriz.

—Algunos venenos tardan horas en hacer efecto —declaró el médico—. Otros, unos pocos segundos. La señora Domatilla podría haber comido o bebido algo antes, incluso, de que comenzara el banquete.

—¿Qué tipo de veneno? —preguntó Elena.

—Augusta, ¿cuántas plumas hay en el ala de un cisne? Roma está repleta de venenos y envenenadores.

Elena, que había comido y bebido bastante poco, reafirmó su autoridad.

—¡Llevaos el cuerpo a su habitación!

—¿Y la compañía de comediantes?

—¿Qué probaría eso? —interrumpió la emperatriz—. Todo lo que conseguiríamos, si les interrogásemos, es hacer pública la muerte de Domatilla al resto de Roma —se sentó junto a su hijo—. ¡Tribuno, despeja la habitación! ¡Damas y caballeros, como podrán suponer, el banquete ha concluido!

Le hizo un gesto a Rufino, Criso y Bessus para que se quedaran. Se giró en su diván y miró hacia Claudia.

—¡Tú también, niña! Mi hijo y yo necesitaremos vino.

Claudia esperaba que Anastasio fuese también invitado, pero la emperatriz se levantó, le llamó y le susurró unas palabras. El sacerdote se apresuró a abandonar la habitación. La sala del banquete se despejó y las puertas se cerraron.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Qué tenemos aquí? —preguntó la emperatriz en voz baja, como si hablase consigo misma.

Rufino se disponía a replicar cuando alguien aporreó la puerta con insistencia. Bessus acudió en respuesta, y volvió muy nervioso.

—Divina Augusta, creo que todos deberían venir con nosotros.

Abandonaron la sala del banquete y, acompañados por una escolta militar, recorrieron el pasillo que conducía hasta la alcoba de Domatilla. Su cuerpo yacía sobre la cama, oculto bajo una sábana. Claudia, a la que Elena había ordenado que caminase tras ella, miró a su alrededor, horrorizada. La cama y las paredes habían sido rociadas con sangre.

—Alguien ha rellenado de sangre un pellejo de vino, y ha rociado con él toda la habitación —suspiró Rufino.

Tenía el rostro pálido. Claudia observó que una gota de sudor recorría su frente.

—Esto es demasiado —añadió en un suspiro entrecortado.

—¡Divina Augusta, mira! —Bessus señaló hacia el tramo de pared que había justo detrás de la puerta, donde habían escrito con una caligrafía rudimentaria:

IN HOC SIGNO VINCES!

—¡Los quiero a todos arrestados! —bramó Constantino—. ¡Quiero que lleven a los calabozos de palacio a todos los que han estado aquí esta noche; actores y sirvientes!

—¡No seas necio! —siseó Elena—. Eso es precisamente lo que agradaría al asesino: un arresto colectivo.

Constantino asintió con la cabeza.

—Llamad a la guardia —ordenó el emperador—. Abandonemos estas dependencias ensombrecidas por la noche.

El emperador y su madre, acompañados por sus cortesanos, abandonaron bruscamente la villa. El saqueo comenzó apenas salieron al exterior. Los sirvientes y las mismas cortesanas, sabiendo que su señora había muerto, comenzaron a servirse libremente. Claudia permaneció en el pasillo, escuchando el sonido de los cristales rotos y de los incesantes gritos y exclamaciones. Fue a comprobar si los actores seguían aún allí, pero la informaron de que les habían asignado una escolta militar hasta la puerta. Volvió a su propia habitación, cerrando la puerta y echando el pestillo. En cuanto encendió las lámparas de aceite se percató de que alguien había estado allí también. En la pared en la que se apoyaba su cama habían garabateado las palabras IN HOC SIGNO VINCES! El asesino le enviaba una advertencia. Esta noche había sido el turno de Domatilla; mañana podía ser el suyo, o el de la emperatriz, o el de su hijo.

—No puedo quedarme aquí —murmuró Claudia.

Cogió la áspera capa militar que siempre usaba, envolvió con ella sus efectos personales, cogió su bastón, trepó hasta la ventana y saltó con cuidado al suelo. Corrió a través del jardín, medio agachada, y se detuvo bajo un árbol, temerosa de los guardias y de sus feroces perros. Sin embargo, todas las órdenes se habían desmoronado. Los vigilantes, los musculosos matones que había contratado Domatilla, habían abandonado sus puestos y habían corrido hacia la villa, para servirse a gusto.

Claudia se mantuvo oculta unos instantes, poniendo en orden sus pensamientos. Dudaba que Domatilla hubiera ingerido el veneno antes del banquete. Se había mostrado bastante saludable y robusta, entonces, ¿cómo? Su bebida y comida no se habían contaminado. ¿Sería, quizá, una pieza de comida ofrecida por un invitado? ¿Habría dado un sorbo a la copa de otra persona? ¿O la habrían pinchado con una aguja infectada? ¿Habría abandonado la habitación para aliviarse? ¿O, como era costumbre, para vomitar? Claudia suspiró y sacudió la cabeza.

Había observado minuciosamente a actores e invitados, sin notar nada sospechoso. Recogió su bolsa y su bastón y se dirigió a toda prisa hacia la puerta. Acababa de salir, y se disponía a recorrer el callejón que la conduciría hasta la vía principal, cuando escuchó un sonido a su espalda. Paris surgió de entre las sombras.

—¿Qué ocurre, Claudia? ¿Qué ocurre?

—Domatilla ha muerto. Alguien, incluso, te ha culpado a ti y a tu compañía de comediantes.

Paris se acercó un poco más. Aún llevaba el rostro maquillado.

—¡Pues no hemos sido nosotros! No he dejado el escenario en ningún momento, ¿y por qué iban los otros chicos a envenenar a esa pobre fulana? —preguntó, apoyando el brazo en el hombro de Claudia—. De todas formas, no tienes nada que temer —añadió, haciendo un gesto con la cabeza.

Claudia se giró. Murano, que había permanecido oculto tras una hilera de laureles, se aproximaba.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

—No sé —tartamudeó—. Solo venía para…

—¡No importa! —interrumpió un petulante Paris—. Las Burras nos espera. ¡Polibio nos debe una copa de vino!