Capítulo 6

«La honestidad se alaba y se abandona al frío».

Juvenal, Sátiras, I

CLAUDIA COGIÓ EL BASTÓN Y DEJÓ MARCHARSE al niño. Inspeccionó el callejón y la plaza. ¡Así que la habían estado siguiendo! Se apresuró a recorrer la vía que la conduciría hasta la escuela de gladiadores, cerca del Coliseo. Claudia sabía que tales tugurios, que se multiplicaban por toda Italia, compartían la misma distribución: una pared de cortinas, una garita de guardia en la entrada, y tras ella, la zona de instrucción y las barracas de los gladiadores. Algunos eran esclavos, y otros, hombres libres: su habilidad y coraje, su danza constante con la muerte, siempre atraía a muchos espectadores y curiosos. Hoy no iba a ser distinto. Una multitud de chicas jóvenes se apiñaba en las puertas, tratando de ver algo entre los guardianes. Unos vendedores de empanadas habían montado sus puestos. Un carro de una taberna local servía copas de cerveza y vino. Claudia trataba de abrirse camino. El capitán de la guardia, un viejo gladiador, la agarró por el hombro y la empujó hacia atrás.

—No puede entrar nadie —gruñó, pestañeando con su único ojo sano. Era un hombre alto y corpulento, vestido con un taparrabos de cuero, grebas que protegían sus piernas y un desgastado casco sobre la cabeza.

—Tengo que ver a Murano —declaró Claudia—. Me está esperando.

El hombre frunció los labios, pero esbozó una sonrisa cuando Claudia sacó una moneda de su bolsa.

—Dile que vengo de parte de Fortunata. Si me deja entrar, te daré esto.

El capitán desapareció. Regresó algo más tarde, agarró a Claudia por el hombro y la empujó a través de la cavernosa garita hasta la soleada arena. Claudia se sentía como si hubiera entrado en un campo de batalla. El campo de instrucción estaba flanqueado a cada lado por un pórtico sombreado. En el extremo opuesto, había una sala que debía utilizarse para el adiestramiento con malas condiciones climáticas. Sobre unos bancos, en el exterior, algunos hombres descansaban bebiendo y comiendo y sin perder de vista el área de entrenamiento. El aire era denso, cargado de sudor, sangre y aceite.

Los gladiadores, siguiendo las instrucciones de los «doctores», especialistas en las distintas modalidades de lucha, embestían y atacaban a sus oponentes con falsas armas de imitación, o se agrupaban en círculos, practicando golpes y cortes según las ásperas órdenes de sus instructores. Claudia observaba con fascinación. Los jóvenes, de varias nacionalidades, eran como bailarines, ondulando sus cuerpos delgados, compactos y aceitados: se movían rítmicamente, como danzando al son de alguna música inaudible.

—¡Atacad!

Los hombres avanzaban con escudos, espadas de madera, o redes.

—¡Defended!

Los hombres retrocedían; un movimiento espasmódico, extendiendo los brazos y bajando la cabeza. El ritmo era contagioso: las fuertes pisadas, las órdenes imperiosas, la respiración entrecortada, los movimientos de lado a lado, la mirada fija de los gladiadores. Claudia había bebido y comido con ese tipo de hombres. Todos decían lo mismo: «Jamás apartes la vista de tu enemigo, aunque tenga cubierta la cara. Siempre sabrás qué movimiento está planeando. Olvida las armas, la red, el tridente, el escudo, la espada. Observa la cara. Vigila el pecho. ¿Está cansado tu oponente? ¿Comienza a flaquear? ¿Respira con dificultad?».

Los gladiadores vivían a la sombra de la muerte. Un día podían resultar victoriosos, cubrirse de flores, regalos, monedas, abrazos de bellas mujeres. Al siguiente día, podían encontrarse postrados en la arena del circo, con los brazos alzados, suplicando a la muchedumbre para escuchar en respuesta: ¡Hoc habet! ¡Hoc habet! «¡Que acabe con él! ¡Que acabe con él!».

Algunos conseguían luchar durante años: solo unos pocos conseguían amasar una fortuna. La mayoría morían desangrados sobre la arena de algún anfiteatro. Otros, como Océano, reconocía a tiempo las señales: la mengua de reflejos, la confusión. Tal como le había dicho una vez el mismo Océano: «Acabas cansado de tanta muerte, Claudia. El anfiteatro no es lugar para los cansados o asustados».

Claudia observó a los gladiadores. Los samnitas, con sus pesadas armaduras. Los reciarios, con sus extraños cascos, redes y tridentes. Los simples espadachines, con pequeños escudos circulares, que confiaban más en su agilidad que en la fuerza, o en la armadura. Comprobó que todos los gladiadores adoptaban una posición ligeramente encorvada. De hecho, Océano adoptaba constantemente esa postura. Algunos se habían rapado la cabeza. Otros llevaban el cabello recogido sobre la espalda. Algunos llevaban alhajas, un zarcillo sobre el lóbulo izquierdo, o una medalla sobre el cuello; posiblemente, un recuerdo de algún admirador.

—Te comerían viva, pequeña.

Claudia se sobresaltó. El hombre que descubrió a sus espaldas era alto y muy esbelto, y lucía pelo corto de tonos rojizos. Tenía el rostro cuadrado y estaba bien afeitado. Sus ojos, de un color azul claro, eran despiertos, como los de un niño. Vestía una simple túnica sin mangas. Sus piernas, suaves y musculosas, estaban aún empapadas de sudor; sus sandalias de cuero estaban cubiertas de polvo.

—¿Eres tú Murano?

—¿Y tú?

El hombre se agachó y sonrió, limpiándose el sudor del rostro con el dorso de la mano.

—Soy Claudia.

—¿Y conocías a Fortunata?

—No —dijo con una sonrisa—. He contado una mentira.

—Me alegro de que me hayas dicho la verdad, pequeña. Fortunata jamás mencionó a ninguna Claudia. Bueno, ¿para qué has venido?

—Conocí a Fortunata, vagamente —tartamudeó—. Me quedé horrorizada ante su asesinato.

Murano la cogió del brazo y la sacó del campo de instrucción, conduciéndola hasta la sombra de la columnata. La dejó sentada sobre un banco y rellenó dos vasos de barro con el agua de una gran vasija. Volvió con ella, le entregó uno y levantó el suyo.

—¡Los que van a morir te saludan! —desvió la mirada hacia la arena con ojos tristes—. Los juegos tendrán lugar dentro de pocos días —murmuró—. El emperador quiere organizar una gran celebración. Todos los maestros de gladiadores están preparando a sus hombres. No va a haber combates pactados, ni amañados. Todos serán a vida o muerte —dijo, mirándola fijamente—. Es extraño, ¿no es cierto? Algunos de esos tipos son mis mejores amigos. Comemos, bebemos y dormimos juntos; compartimos las mismas prostitutas, pero, dentro de unos días, trataré de matar a alguno de ellos y él tratará de matarme a mí —tomó un sorbo de agua—. Me gustaría atrapar al asesino de Fortunata. Me gustaría hacerle lo mismo a él. Era una buena chica.

—¿La conocías bien? —preguntó Claudia.

Murano soltó una carcajada y dejó el vaso en el suelo.

—Parece que bastante mejor que tú. Era mi hermanastra: el mismo padre, madres diferentes. Fortunata era de una ciudad de la Galia. Nacimos como ciudadanos libres. Nuestro padre era soldado; se compró una pequeña granja. Y, desde luego, odiaba cada centímetro de ella. Todo lo que producía en ella se lo bebía. Fortunata entró a trabajar en el servicio. Yo pensé en unirme al ejército, pero vino a mí el recuerdo de mi padre, así que decidí hacerme gladiador.

—¿Te habló Fortunata sobre su vida?

—Yo no pregunté y ella no me contó nada. Es cierto, tenía mis sospechas. Parecía tener más plata de la que parecía razonable, pero se lo tomaba a broma. Era bastante generosa con los hombres. ¿La recuerdas?

Claudia recordó el cuerpo cubierto de sangre, colgando de aquel garfio en el matadero.

—Era atractiva. Consiguió atraer la atención del actor Paris.

—Nos hemos encontrado en algunas ocasiones —murmuró Murano—. Si no fuese un hombre, sería una buena mujer. A Paris le gustan los hombres y las mujeres. A veces se acerca hasta aquí para vernos luchar. ¿Por qué estás interesada en Fortunata?

—Coincidencia —replicó Claudia—. Tenemos mucho más en común de lo que piensas, Murano: te traigo cariñosos saludos de Januaria.

Murano se quedó boquiabierto, y la miró atentamente.

—¡Claro que sí, Claudia! Eres la sobrina de Polibio —la agarró por los hombros y la besó en la frente—. ¿Por qué no me lo has dicho? Conozco a Polibio, Popea y Océano. He oído hablar de ti —dijo, esbozando una sonrisa—. ¿Es por eso por lo que realmente estás aquí? ¿Para espiarme? ¿Para averiguar quién era en realidad Fortunata?

—En cierta forma, sí —replicó Claudia con labia—, pero es extraño que nos conozcamos a través de otra gente. Tenía curiosidad por ti y por Fortunata.

—Y, desde luego, yo la tenía por ti. A veces, me pregunto —continuó, inclinándose hacia ella— qué hacen en realidad las chicas como Fortunata y como tú. Mi hermana no era una prostituta, y tú tampoco lo eres. Tus ojos me lo dicen. No tienes esa malicia en la mirada —le agarró la muñeca y apretó—. Al igual que ella, te escurres de aquí para allá, haciendo preguntas.

—Mera coincidencia —repitió Claudia.

—¡Memeces! —replicó—. Nada de coincidencias. Observa —se giró hacia un lado—. ¡Crixus! —gritó a un gladiador que descansaba bajo la columnata, a pocos metros de ellos—. ¿Qué opinas de Las Burras?

—Es una buena taberna —respondió a gritos el compañero—. Pero debes andarte con ojo con Océano. ¡Si te emborrachas, te arrancará el pellejo!

Murano le dio las gracias y se volvió de nuevo hacia ella.

—¿Ves, Claudia? Puede que Roma sea el centro del imperio, una gran ciudad en expansión, pero la gente como nosotros nos conocemos bien: los guardianes de tabernas, sus chicas, los tipos como Paris. Somos una pina, excepto Fortunata y tú. Vosotras os mantenéis apartadas del resto del rebaño —dijo, y se froto suavemente un corte que tenía en el labio—. Una vez le pregunté si era una espía, una informadora. Simplemente, se echó a reír. Me temo que si te hiciera a ti la misma pregunta, recibiría la misma respuesta, ¿me equivoco?

Claudia sonrió.

Y ahora llegamos a la muerte de Fortunata —continuó—. ¿Quién mataría a una pobre chica del servicio como ella? ¿Quién le cortaría el cuello y la colgaría de un garfio de la carne? Es lo que me dijo el chambelán del palacio, aunque los embalsamadores hicieron un trabajo aceptable antes de entregarnos el cuerpo.

Claudia se puso tensa. Murano era un tipo muy agudo.

—Si a alguien se le ocurriese asesinar a una persona como tú, o como Fortunata —declaró—, os cortaría el cuello y tiraría vuestro cuerpo al Tíber, o al fondo de algún colector. Sin embargo, el cuerpo de Fortunata quedó como advertencia para alguien, ¿no crees? —dijo, dándole unos golpecitos en la rodilla—. Ya veo que no vas a contarme la verdad. De todas formas, no pretendo causarte ningún problema. Así que, dime qué quieres saber. No te andes con rodeos, debo volver a mi trabajo.

—¿Te dijo Fortunata algo que te resultara extraño? —preguntó Claudia.

—Casi no nos veíamos.

—Pero te la llevaste a la taberna El Caballo de Troya, junto a los muelles.

El rostro de Murano adoptó un gesto defensivo.

—Ella vino a verme —replicó—. Me pidió que la acompañara allí. Aquello me inquietó un poco. Ya había estado allí antes, pero se escuchan muchas historias, habladurías.

—¿Qué historias?

—¿Cómo puedo explicártelo? —dijo, y paseó la mirada alrededor del campo de instrucción—. Si necesitas una poción, o un filtro, o si has encontrado una joya en la calle que necesitas vender. O si quieres sacar a alguien de Roma sin que se enteren los guardias. Es un sitio muy popular entre maleantes y asaltantes de caminos, pero no les gustan los extraños. Si entrara allí ahora, no me mirarían dos veces, ¿pero Fortunata, o tú? Las caras extrañas llaman la atención. Le dije todo esto a ella, pero insistió.

—¿Por qué?

—Dijo que quería sentarse y observar. Yo sería el gladiador y ella mi novia, tomando unos vinos en la noche. Fue tan insistente que terminé por acceder. Fuimos hasta allí, unos dos o tres días antes de su desaparición. Reservamos una mesa en el comedor: Fortunata y yo simulamos estar borrachos.

—¿Y hubo algún problema?

—Ninguno, en absoluto. Tras dos horas, me aburrí y dije que debía irme, así que nos fuimos.

—¿Mencionó Fortunata en alguna ocasión al Sicario?

Murano la miró nerviosamente por encima del hombro.

—Ya he escuchado ese nombre antes, pero ella jamás se refirió a él. Y eso es todo lo que puedo contarte —dijo, extendiendo las manos. Seguidamente, propinó unos golpecitos a los bastones de madera de fresno de Claudia—. Deberías comprarte algo más sólido —le indicó, con una sonrisa—. Deberías marcharte ahora, pero deja uno de estos aquí.

Claudia, desconcertada, obedeció. Se puso en pie, le dio la mano a Murano y atravesó las puertas que conducían hacia el exterior. Caminó con determinación, alejándose de la multitud y se detuvo para abrocharse el lazo de su sandalia.

—¡Claudia! —gritó Murano, que corría hacia ella—. ¡Olvidas esto! —la alcanzó y le devolvió el bastón. Le sujetó cariñosamente el mentón con un dedo y la besó intensamente en los labios—. No le cuentes esto a Januaria.

Claudia, representando su papel, le sonrió.

—Dile que la veré pronto, ¡y que debe asistir a los juegos! Y quiero que recuerdes algo —los ojos de Murano dejaron de sonreír—. Te lo diré aquí, donde nadie puede escucharme. Has mencionado a cierto asesino. Creo que Fortunata iba tras él. Cuando entramos en la taberna, no vi a nadie que conociera, pero cuando dejé a Fortunata junto a las puertas del palacio, me dijo que había visto algo interesante. Le pregunté que de qué se trataba. Ella simplemente se rió y dijo que deberíamos tener otra cita. Aquella fue la última vez que la vi con vida —levantó una mano y la miró a los ojos—. Cuídate mucho, Claudia.

La joven permaneció inmóvil mientras observaba como Murano se perdía entre la multitud, deteniéndose para besar a una mujer, o levantando una mano, en señal de saludo, hacia alguien que gritaba su nombre. Finalmente, golpeó el suelo con el bastón. Si su hermano era inteligente, Fortunata lo había sido aún más. De alguna u otra forma, se había percatado de que el Sicario estaba involucrado en el asesinato de las cortesanas. ¿Habría descubierto Fortunata de quién se trataba? ¿Sería esa la persona a la que vio en la taberna El Caballo de Troya?

—Has estado muy atareada, Claudia —dijo la emperatriz.

Claudia permanecía sentada en una pequeña silla y miraba al siempre sonriente Anastasio. Había regresado al palacio del Palatino para realizar sus labores habituales, y la habían enviado, portando una jarra de agua, a la Cámara de los Delfines, una pequeña sala de juntas en las dependencias imperiales. El suelo era de mármol azul y gris, en donde unos delfines de plata saltaban sobre olas de tonos rojizos y dorados. Unos motivos similares decoraban las paredes, mientras que el techo, pintado de azul oscuro, mostraba en su centro un gran sol dorado. Era una habitación circular, sin ventanas exteriores; contaba con una única puerta, protegida por un pasillo estrecho: el lugar ideal para que los príncipes se sentaran a conspirar. La Augusta se sentó en el extremo de un sillón púrpura, de brazos cubiertos de oro y tallados con la forma de leones al acecho. En el otro extremo descansaba Rufino, con el codo apoyado sobre el apoyabrazos y la boca escondida tras los dedos, observándola atentamente. Claudia no respondió a la emperatriz al instante. Debía ser cautelosa. Todo lo que había descubierto provenía de confesiones de gente como Murano o Paris. No debía hacer referencia alguna a su visita a las catacumbas, sus confidencias con Silvestre, o a esa persecución criminal entre las tinieblas.

—¿Has estado atareada? —los dedos de Anastasio se movieron ostentosamente en el aire, dibujando el signo de interrogación para enfatizar la pregunta.

—¡No respondas de la misma forma! —dijo Elena—. De veras me pregunto de qué habláis entre vosotros. ¿Qué has descubierto, Claudia?

Claudia lanzó una rápida mirada a Anastasio, que asintió con la cabeza, advirtiéndola con un gesto de que debía ser honesta.

—No he estado tan atareada —replicó—, pero sí lo estuvo Fortunata.

Enseguida le ofreció un rápido resumen de todo lo que había descubierto de Livonia, a la que describió como una conocida, y de Paris y Murano. Insinuó que lo poco que había averiguado sobre el Sicario venía de ellos. Mientras hablaba, la expresión de sus interlocutores se tornó más sombría. Anastasio se puso especialmente nervioso.

—Mi opinión —concluyó Claudia— es que Fortunata no se concentró en las víctimas, sino en el Sicario.

—No me lo creo —murmuró Rufino—. Lo encuentro bastante difícil de aceptar.

—Entonces, deberías decirle por qué —replicó Elena.

Rufino se incorporó ligeramente y unió las manos.

—¿Cuánto sabes en realidad del Sicario?

—Muy poco, a excepción de lo que me contó Paris acerca de El Caballo de Troya, de los chismes provenientes de la taberna de mi tío y de las insinuaciones de algunas personas.

—El Sicario es un asesino profesional —dijo Rufino—. No trabaja para nadie. Siempre se mantiene muy bien oculto.

—¿Y por qué no, entonces —respondió Claudia—, envías tropas a El Caballo de Troya, arrestas a Locusta y la interrogas?

—¿Quieres decir que la torture? —se burló Rufino—. ¿Con qué pruebas? Mandamos tropas a los suburbios, registramos una taberna, arrestamos a la dueña, que con toda seguridad no nos dirá nada, y jamás le pondremos la mano encima al Sicario.

—Esa no es toda la verdad, ¿no es cierto? —preguntó Claudia.

—¡Muy lista, ratón cita! —intervino Elena—. ¿Cuál crees que es la verdad?

—¡Que lo habéis usado!

Elena unió sus manos con fuerza, pero asintió.

—Sabemos del Sicario desde hace meses. Cuando mi hijo, el divino emperador, planeaba su marcha sobre Roma, usamos sus servicios para quitar de en medio, de manera rápida, a cierto oponente.

—¿Te refieres a Severio? —preguntó Claudia—. ¿El consejero personal de Majencio?

—Me refiero a Severio —respondió Elena.

—Pero a él lo mató una mujer.

Elena la miró, desconcertada.

—¿Y cómo sabes eso?

Claudia pensó que debía haberse pellizcado muy fuerte, antes de hablar.

—Rumores, habladurías.

—Sí, claro, rumores y habladurías. Pero, mi pequeña ratoncita, ese es precisamente el problema: en aquel momento, no sabíamos si el Sicario era hombre o mujer.

—¿Y quién, en nombre de Constantino —preguntó Claudia—, envió el mensaje de que Severio debía ser asesinado?

—Yo lo hice —respondió Elena—. Una simple carta con mi sello personal y, desde luego, acompañada del dinero necesario, almacenado en dos bolsas de cuero. Uno de nuestros espías, un mercader, dejó el pequeño paquete en El Caballo de Troya. Apenas había salido de la taberna cuando le detuvieron. Los soldados de Majencio le crucificaron. ¡Pobre hombre! —suspiró—. Dicen que tardó dos días en morir.

—Entonces, ¿este Sicario solo actúa —preguntó Claudia— si tiene pruebas fehacientes de la persona que contrata sus servicios? ¿No es eso peligroso?

—Es posible, pero no puede hacernos chantaje, ¿no es cierto? —apostilló Elena—. Matar a Severio era parte del juego.

—¿Pero asesinar a esas cortesanas? —replicó Claudia—. Quienquiera que las haya matado se burla del cristianismo y amenaza al emperador. La misma persona está colocando carteles y pancartas por toda la ciudad: eso es, desde luego, un acto de traición.

—Ya sé lo que es —dijo Rufino, agitándose en su sillón—, pero no tenemos pruebas que involucren al Sicario. Lo mismo podría decirse de cualquier otro traidor de la ciudad que acepte dinero de los enemigos del emperador para causar desconcierto y desasosiego —Rufino dio un taconazo en el suelo con su sandalia bordada en plata—. ¡La misión de Fortunata no era perseguir asesinos!

—¡Silencio! —gritó la emperadora, mostrando la palma de la mano.

Claudia miró fijamente al patricio. Su rostro enjuto estaba desencajado por el enfado; de pronto, se recompuso, le sonrió y levantó la mano.

—No pretendo insultarte.

Claudia aceptó su disculpa. Incluso para un patricio, tal ofrecimiento de disculpas era una señal clara de que se arrepentía de lo que acababa de decir.

—Digamos —dijo Claudia— que este enemigo del emperador está conspirando y que, para conseguir su objetivo, ha contratado los servicios de un asesino profesional. El asesino debe de conocer la identidad de este enemigo. Si seguimos la lógica de Fortunata, si le atrapamos, atraparemos también al hombre que le contrató.

La emperatriz inclinó la cabeza y cubrió su risa con la mano. Anastasio sonrió, pero Rufino parecía furioso.

—¡Augusta! —dijo bruscamente el banquero—. ¿Qué te parece tan divertido?

Elena levantó la cabeza.

—Ahí está mi ratoncita, escurriéndose por los pasillos. Apuesto a que sé lo que estás pensando, Rufino: por qué no me habían contado todo esto antes, ¿me equívoco?

—Excelencia, tal pensamiento ha pasado por mi cabeza.

Elena se volvió hacia Anastasio.

—¡Trae a Burrus!

Pasados unos instantes, hizo su entrada el guardaespaldas personal de la emperatriz. Un mercenario germano de cabellos dorados. Mostraba un aspecto colosal, con su casco de gladiador, su cinto y su falda de cuero; la espada que llevaba envainada era enorme. No tenía ojos para nadie, excepto para su señora: se habría postrado ante ella, pero Elena chasqueó los dedos. El rostro de Burrus mantenía un gesto de pura adoración.

—No seas tonto, Burrus: quédate a mi lado.

El germano obedeció, y Elena le acarició su mano velluda, sonriendo aún a Claudia.

—Yo pagué —explicó— para que ejecutaran a Severio. Envié un pergamino al Sicario con su nombre y mi sello. El agente que lo llevó fue crucificado, pero asesinaron a Severio. Más tarde, me enfadé. Me preguntaba si el Sicario no había hecho un doble juego llevando a cabo mi encargo, pero asegurándose de que el emisario era capturado. Así que —dijo con un suspiro—, el pasado octubre, cuando las legiones de mi hijo entraron en Roma, ofrecí un soborno para entrevistarme con el Sicario; una invitación simple, para discutir algunos temas.

—¿Y lo mataste? —interrumpió Rufino.

—Lo maté, o mejor dicho, lo hizo Burrus. Le siguió cuando abandonó el palacio, recuperó el oro que le había entregado, le cortó el cuello y arrojó su cuerpo al gran colector. No podía permitir —dijo, endureciendo el gesto— que merodease por Roma un hombre que pensaba que había embaucado a la madre del emperador. La persona responsable de dirigir a los Agentes in Rebus.

—¿Y cómo era ese hombre? —preguntó atónito Rufino.

—Un hombre joven, no tan brillante como cabría pensar. Decía venir de Dalmacia.

—¿Pero estás segura de que se trataba de él?

Elena hizo una mueca.

—Es cierto, el Sicario podría tratarse, en realidad, de dos personas, pero lo dudo. Sabía mucho de Severio, y podía aportar muchos detalles sobre la muerte de ese bastardo. Le gustaba su vino, era un poco fanfarrón. Ahora, su lengua se ha silenciado. Su boca se ha sellado para siempre, ¿no es cierto? Luego, entonces, ratoncita, has estado desperdiciando mi tiempo.

Claudia ocultó su furia. La Augusta podía haberle hablado de esto antes: desvió la mirada hacia Anastasio; no se había portado mucho mejor.

—Pero, ¿por qué mataron a Fortunata? —demandó Claudia.

—No lo sé —respondió la emperatriz—. Eres tú la que debe averiguarlo. Quizá metió las narices en asuntos en los que no debía —Elena elevó la mirada hacia su mercenario germano—. Recuerdas cuando mataste a Severio, ¿verdad?

El mercenario asintió con la cabeza. Claudia se preguntó cuanta gente habría despachado este guardaespaldas personal de la emperatriz.

—¡Muy bien, buen chico! Ahora, ¡retírate y monta la guardia en la puerta!

Elena aguardó hasta que la puerta se cerró tras él.

—Sigo opinando que esas cortesanas fueron asesinadas por alguien que persigue el descrédito de mi hijo. Quiero que paren esos asesinatos. Quiero que atrapen a ese villano —se puso en pie frente a Claudia—. Creo que estás perdiendo el tiempo aquí. Mañana —continuó, mirando a Rufino— comenzarán los juegos. Domatilla y sus chicas estarán aquí. Rufino, puedes introducir a nuestra pequeña Claudia. Di que es un nuevo miembro de su hacienda.

—¿Pondrá alguna objeción? —preguntó Rufino.

—¿Tu crees que objetará, Claudia? —sonrió Elena.

—No, excelencia.

—¿Por qué no?

—Porque, excelencia, Domatilla también está en tu nómina.

Elena acarició el rostro de Claudia.

—Muy lista, ratoncita.

Y, girando sobre sus talones, Elena abandonó la habitación, seguida de cerca por Rufino.

Anastasio no hizo ningún movimiento. Se quedó inmóvil y se arregló la túnica con cuidado. Cuando estuvo seguro de que los habían dejado solos, se levantó y empujó la silla hacia ella, de manera que sus rodillas casi rozaban las de Claudia. Le acarició la mejilla con delicadeza, observándola con sus ojos oscuros. Claudia sintió un pellizco en el corazón. Siempre ocurría lo mismo. Siempre que se encontraba cara a cara con este enigmático sacerdote pensaba en Félix, que solía sentarse frente a ella para contemplarla durante horas. Pero Anastasio no era Félix. Su cara era la máscara de su astuto cerebro y aguzado ingenio. Claudia se preguntaba si Anastasio sabría algo de su relación con Silvestre. Pero, ¿no estaba comenzando a dividirse la facción cristiana? Surgían sectas extrañas, tales como el gnosticismo y el arrianismo. Estaban, por un lado, los de Oriente y, por el otro, los de Occidente. Algunos, como Anastasio, creían que la iglesia y el imperio tenían mucho en común. Otros veían a Roma como a otra Babilonia. Unos pocos tomaban el camino entre ambos: Silvestre y Miliciades, el obispo de Roma, que pensaban que podía encontrarse un término medio.

¿Sería capaz Silvestre de traicionarla? La conexión entre ellos era su padre, y si Silvestre le había contado la verdad, el sacerdote le debía la vida. Claudia se decidió a hablar primero.

—Pareces triste y preocupado, Anastasio.

El clérigo permaneció en silencio, sin apartar sus ojos de ella.

—¿Estoy en peligro? —preguntó.

Anastasio asintió con la cabeza y respondió, haciendo señales con las manos. Claudia sacudió la cabeza.

—Te mueves demasiado deprisa.

Claudia no podía entenderle, así que repitió los signos.

—Estás en peligro, ratoncita. Pareces saber más de lo que debieras sobre el Sicario, y has hecho pocos progresos.

Claudia contrajo los labios en señal de desagrado. La habían convocado a esta reunión por sorpresa. Aunque, por otra parte, así era su vida: siempre debía estar preparada para lo inesperado.

—Lo que he descubierto procede de Livonia, Paris y Murano. Además, Fortunata sí que estuvo en El Caballo de Troya.

Anastasio sacudió la cabeza.

—Te han estado siguiendo —replicó, usando los dedos de una mano.

—Siempre hay alguien siguiéndome —dijo sonriendo.

—¿Trabajas para alguien más?

Claudia paseó los ojos alrededor de la habitación. Se encontraban bastante lejos de la puerta, pero nunca podía estar suficientemente segura. Trató de ocultar su alivio. La emperatriz Elena controlaba a los Agentes in Rebus. Ella personalmente, asesorada por su sacerdote, las elegía a dedo. Esto molestaba a otras personas, desde luego. A hombres como Bessus y Crisis. Estos, por su parte, contaban con su propia legión de informadores. A veces intentaban sobornar a los que trabajaban para la emperatriz; era eso, precisamente, lo que sospechaba Anastasio.

—No trabajo para nadie más —replicó cansinamente.

—Ten mucho cuidado —advirtió Anastasio.

—¿Crees que el Sicario está muerto? —susurró Claudia. Habló despacio, sin hacer señales, pues Anastasio tenía bastante habilidad para leer en los labios.

La réplica llegó enseguida.

—Si la emperatriz dice que ha muerto, entonces, el Sicario está muerto.

El clérigo agitó un dedo admonitorio ante ella, se levantó y abandonó la habitación.

Claudia cogió la jarra que había traído a la habitación y le siguió. Regresó a la cocina y se sentó en un banco, observando a uno de los chicos de la cocina, que trataba de encender un fogón. Se preguntó qué estaría ocurriendo en Las Burras, y sonrió ante la idea de trabajar en uno de los prostíbulos más selectos de Roma. ¿Habría ido allí Fortunata? Si el Sicario estaba muerto, ¿para qué habría ido la chica a El Caballo de Troya? ¿Qué habría visto que provocó su propia muerte violenta? Si Elena estaba en lo cierto, el Sicario había dejado de operar. ¿O había más de uno? ¿Habría dejado un sucesor?