Capítulo 5
«Todo en Roma tiene un precio».
Juvenal, Sátiras, I
CLAUDIA SE PUSO EN PIE Y AGARRÓ SU BOLSA Y SU bastón. Se internó en el pasadizo y se detuvo, paralizada por el miedo. Las catacumbas eran un lugar laberíntico y vacío. Silvestre y ella seguían siempre el mismo ritual al despedirse. Él se marchaba primero, ella le seguía, apagando una tras otra las lámparas de aceite. Ahora todas se encontraban apagadas, la que tenía a su lado y las que había distribuidas a lo largo del pasillo. Silvestre jamás habría hecho tal cosa. Había alguien más allí, un intruso que aguarda en las sombras con una daga o un garrote. Claudia recordó un incidente en los alrededores del campamento de Constantino, un mes antes. Siguiendo órdenes de Anastasio, Claudia se había marchado a reunirse con un espía del ejército de Majencio. Según la había informado el sacerdote imperial, nadie se percataría de la presencia de una ratoncita, una chica del servicio dispuesta a satisfacer a su chico, que tendría la mala suerte de estar de servicio. Aquella noche, las cosas no salieron así. Habían descubierto al espía y lo habían ejecutado. Un asesino a sueldo aguardaba en su lugar. No hizo la señal acordada de antemano. En este momento, Claudia sentía el mismo pellizco en el estómago que experimentó entonces, en esa fría noche de octubre. La muerte la acechaba: alguien la había seguido hasta las catacumbas. Seguramente, no se habría atrevido a atacar a Silvestre, ¿pero a una chica del servicio? Claudia avanzó despacio.
—¿Quién anda ahí? —gritó con aspereza.
—¡Claudia! —la respuesta fue suave y con voz ronca—. ¡Claudia, ven aquí!
Claudia retrocedió unos pasos.
—¿Quieres que juguemos al ratón y el gato? —dijo la voz, con tono burlón—. ¿Al escondite, entre las tumbas? ¿Debo perseguir a mi pequeña ratoncita? Observa las paredes, Claudia, llenas de recovecos. Dejaré tu cuerpo entre los fieles difuntos y nadie lo descubrirá jamás.
Claudia se puso tensa; la voz se aproximaba. ¿Pertenecía a un hombre, o una mujer? ¿Joven, o viejo? Se restregó las manos en su túnica azul oscuro y gritó una palabrota; es lo mejor que se le ocurrió. Se le secó la boca mientras trataba de ver entre las sombras. Llevaba consigo una pequeña daga y un bastón.
—Juguemos al ratón y al gato —respondió, en tono amenazante—. Y recuerda que el cazador puede convertirse en presa.
Claudia retrocedió hacia la caverna de donde procedía y se internó en otro pasadizo. Se detuvo en un recodo y escuchó el tenue sonido de unas sandalias. Continuó retrocediendo, deteniéndose de vez en cuando en los lugares en los que se colaba algo de luz a través de alguna grieta del techo.
«Dirígete siempre hacia la izquierda», le habían dicho. «Sigue la señal del pez».
Así lo hizo pero, aunque su perseguidor se movía con cautela, no había duda de que le estaba dando alcance.
—¡Claudia! —la voz se tornó ahora insistente—, lo único que pretendo es hablar. ¿Por qué no descansamos un poco?
La joven aligeró el paso. Sentía el sudor en la piel, y el pecho comenzaba a dolerle. Sabía que no se había perdido, aunque aún no había señal alguna de una entrada; de todas formas, si conseguía salir, ¿no continuaría su perseguidor con la caza? No estaría a salvo hasta alcanzar la Vía Apia, cuando se fundiera entre la multitud que se dirigía hacia la ciudad. El bastón se le escurría de las manos. Dobló una esquina y suspiró aliviada. La luz se hacía más fuerte. Miró atrás, hacia la entrada estrecha por la que había pasado. Al fondo, a cada lado, destacaba un pequeño saliente rocoso. Colocó el bastón sobre éstos y escuchó con atención. Su perseguidor estaba cerca.
—¡He acabado la carrera y he ganado! —gritó hacia las sombras, burlándose—. ¡Pronto me habré ido!
Claudia cogió su carga y continúo bajando por el pasadizo. Escuchó un golpe y sonrió con malicia. Quienquiera que la estuviese persiguiendo, había tropezado con su bastón.
—¡Sabré quien eres! —gritó con voz amenazante la joven—. ¡Reconoceré tu tobillo herido y tu cojera!
Finalmente, subió los escalones que la condujeron hacia el extremo del cementerio, bajo la luz del sol, no demasiado lejos de la Vía Apia. Corrió entre los decadentes monumentos y tumbas, las jarras funerarias de marfil y las desgastadas lápidas. Cruzó una zanja y casi se dio de bruces con un sorprendido grupo de granjeros que empujaban sus carretas hacia la puerta de la ciudad.
—Lo siento —tartamudeó—, pero mi novio es muy persistente.
Los granjeros soltaron una risotada e hicieron comentarios obscenos. Uno le ofreció un pellejo de vino, otro un crujiente pastel de avena. Claudia los aceptó de buen grado. Miró hacia atrás, pero no vio señal alguna de su perseguidor. Siguió a los granjeros en su camino a través de las puertas que guardaban la ciudad. Les dio las gracias y se detuvo frente a un puesto de comida para comprar algo de carne y una copa de vino aguado. Fue entonces cuando comenzó a temblar, sintiendo cómo se le encogía el estómago ante su ajustada huida. Observó a la gente que desfilaba hacia la ciudad, pero no reconoció a nadie que actuara de manera sospechosa. Un anciano pasó cojeando junto a ella, pero tenía la espalda arqueada y la cara manchada de barro y lodo. No vio señal de nadie más que pudiera suponer una amenaza. Claudia suspiró y continuó su camino. Se detuvo frente una carpintería, para comprar un nuevo bastón, y se internó entre la muchedumbre, poniendo rumbo hacia el centro de la ciudad.
Se detuvo en una taberna y trató de asear su aspecto, pero había poco que pudiera hacer allí para recomponer su túnica. Estaba rasgada y manchada de barro y lodo verdoso, tras haberla restregado contra las paredes de las catacumbas.
Cuando se presentó antes las dependencias de la servidumbre del palacio imperial, en el Palatino, un chambelán la miró de pies a cabeza y esbozó una sonrisa burlona.
—No eres una gran adquisición, ¿no te parece?
—¡No soy ninguna adquisición! —respondió secamente Claudia—. ¡Soy una sirvienta contratada para el servicio doméstico!
—Es posible —continuó el joven en todo jocoso—. Pero solo contratamos a gente limpia.
Chasqueó los dedos y un chico de la cocina se llevó a Claudia, a través de pórticos y jardines, hasta un dormitorio que había tras el palacio; una simple habitación sobre los establos. Contenía dos filas de camas, sobre las que había un pequeño cazo y una cuchara. Una de las sirvientas yacía en su catre, retorcida y enferma. Un sanitario permanecía sentado junto a ella, sujetando un gran cazo de infusión de raíces, y apremiaba a la chica para que inhalara los vapores. El dormitorio estaba escasamente iluminado: unas ventanitas, apenas unas aberturas en la pared, proporcionaban algo de luz; el aire apestaba, cargado del aroma a sudor, orín y aceite de los sementales, y el olor a perfume barato. En el extremo opuesto de la habitación había un lavabo, compuesto por una serie de palanganas, apoyadas sobre una precaria base de madera, y unas jarras de agua. Claudia cogió una de éstas, se lavó la cara y las manos, y volvió a recorrer el dormitorio. El chico de la cocina se aprestaba a deshacer sus bultos. Claudia levantó el bastón con gesto amenazante. El chico se agachó, levantó su túnica, ventoseó escandalosamente en su dirección y se retiró.
Claudia se desabrochó la túnica con rapidez. Desenrolló su nueva túnica azul y la depositó en el cajón, junto con algunos recuerdos. No temía que le robaran. Ya había trabajado varias veces en lugares como este. Había una regla no escrita en este tipo de dormitorios por la cual una chica jamás robaba a otra. Sin embargo, lo que consiguieran afanar en cualquier otro lado, era asunto de cada cual.
—¿Eres tú, Claudia?
Una chica alta la miraba desde la entrada del dormitorio, con una cabellera sucia recogida con firmeza sobre su espalda. Tenía un rostro ancho y curtido, y su voz tenía un tono gutural.
—Soy Clatina. Trabajarás conmigo en las cocinas.
Claudia avanzó hacia ella. Clatina parecía una persona atemperada, con unos pequeños ojos azules y delgados labios. Tenía las manos apretadas y la piel ajada y agrietada. Ambas se estudiaron minuciosamente. De nuevo, se desarrollaba el mismo juego de otras veces. Claudia sabía lo que debía estar pensando Clatina, y viceversa: ¿Quién eres? De verdad, ¿quién eres? ¿Una informadora? ¿Una espía? ¿Tienes algún protector poderoso? ¿O algún matón entre los guardianes? ¿Eres alguien al que debo apaciguar, o temer?
—¿Eres germana? —preguntó Claudia.
—No, helvecia.
Claudia asintió con la cabeza.
—¿Y tú?
—Mi padre era un centurión romano, y mi madre era de Britania.
Esta vez fue Clatina la que asintió, sin que sus ojos dejaran de escudriñar a Claudia.
—¿Por qué estás aquí?
Claudia se encogió de hombros.
—Trabajaba en una casa. Ahora, me han transferido a otra. Soy una mujer libre.
Clatina forzó una sonrisa. Claudia sabía que había tomado una decisión. La recién llegada no era alguien a la que había que castigar, golpear o intimidar. Nada de trucos sucios en la cocina. Ningún accidente simulado con una sartén rebosante de aceite hirviendo.
—Comprobarás que soy una buena trabajadora —le aseguró Claudia—. Mantengo la boca cerrada y la cabeza gacha.
Los ojos de Clatina se llenaron de alegría. De nuevo, tomó una decisión. Esta nueva chica conocía las reglas, el respeto por la jerarquía.
—Puedes trabajar conmigo —ofreció Clatina—. No está del todo mal. Los cocineros son unos bastardos, y los chicos de la cocina tratarán de pellizcarte el trasero. Los soldados creen que son la respuesta de los dioses a la feminidad. Y en cuanto al resto… —Clatina no se dejaba afectar por cortesanos, lacayos, adláteres y visitantes—. ¡Procura asegurarte de que nunca te quedas a solas con ellos! Ya has trabajado antes en sitios como este, ¿no es cierto? Los grandes personajes vienen y van —la sonrisa de Clatina se desdibujó y se mordió el labio: tal comentario podía ser considerado como traición. Sus ojos adoptaron una mirada suplicante.
—Lo comprendo —dijo Claudia con una sonrisa—. Los grandes personajes vienen y van cada día. Pero nunca se quedan a trabajar desde la mañana hasta la noche.
Clatina extendió la mano. Claudia la estrechó.
—Creo que te irá muy bien —murmuró Clatina—. Pero vamos. El chambelán ha dicho que deberías haber estado aquí al amanecer.
Y fue así como empezó el servicio de Claudia en las cocinas y los pasillos de palacio. Una rutina monótona y aburrida, corriendo de aquí para allá, transportando vasijas de agua o jarras de vino. Horas y horas en las cocinas, donde se concentraba el calor y el humo se elevaba como nubes; o en la sala de prensado, donde se obtenía el aceite y se almacenaba en grandes cubas. Había que lavar las mesas, fregar los suelos. Unos rápidos bocados de mantequilla, huevos y queso de cabra, entrelazados con el tintineo de los platos y cubiertos. En general, Claudia fue confinada al entorno de trabajo del palacio. De vez en cuando, tenía que cruzar hasta donde los personajes sublimes se alojaban, entre pasillos de mármol y columnatas bañadas por el sol. Se mantuvo muy reservada; retirando a un lado las manos curiosas, escuchando los cuchicheos malintencionados, pero nunca respondiendo a ellos. Al principio se notaba su presencia, pero pronto llegaron a ignorarla. En una ocasión, se cruzó con Anastasio en un pasillo. El sacerdote le guiñó un ojo y continuó su camino. Claudia asimiló la rutina del palacio y, lo que era más importante, aprendió quién era Livonia: una fornida chica rubia que trabajaba en la lavandería. Al principio, Claudia se tomó su tiempo, hasta una tarde en la que se encontraba almorzando junto a otras sirvientas, en un soleado patio del palacio. Se las arregló para sentarse junto a Livonia, que devoraba su comida con glotonería. Claudia la observó con simulado asombro.
—Toma —dijo, y le cedió su plato de madera con porciones de pan, uvas, queso y trozos de carne adobada; las sobras de un banquete.
—¿No tienes hambre? —replicó Livonia con ojos atónitos.
—No tanta como tú —sonrió Claudia—. Me recuerdas a mi amiga Fortunata.
Livonia se tragó su comida y la engulló con dificultad, mirando a Claudia con unos grandes ojos repletos de fascinación.
—¿Conocías a Fortunata?
Claudia sonrió, preguntándose si Livonia era tan estúpida como parecía o si estaba fingiendo. En los palacios de los Césares, nada era lo que parecía.
—Servimos juntas en varios sitios —replicó Claudia—. Pero, de pronto, desapareció. Supongo que se fugaría con algún marinero.
—No lo creo de Fortunata —dijo Livonia con aire burlón—. ¡Era lista como una serpiente! Tenía grandes pretensiones de convertirse en actriz. Deberías haberla visto cuando vino aquí la compañía de Zosinas. ¿Has oído hablar de él? Es dueño de un teatro cercano a los baños de Diocleciano.
Claudia asintió con la cabeza. Zosinas era un empresario muy conocido, que contrataba a distintas compañías y organizaba representaciones en Roma y en muchos otros lugares.
—¿Qué te hace pensar que Fortunata se habría ido con él? —preguntó Claudia.
—Un par de semanas antes de que desapareciera, la compañía visitó el palacio. Fortunata estaba muy excitada, no paraba de hablar de Paris, uno de los actores principales.
—He oído hablar de él —intervino Claudia.
Muchos actores en Roma se habían creado una gran reputación: Claudia siempre mostraba mucho interés por la meteórica ascensión y caída de este u otro actor. Había oído mencionar el nombre de Paris en Las Burras, y había leído su nombre pintado en muchas paredes alrededor de Roma.
—Estaba muy enganchada —declaró Livonia—, como una perra en celo, pero es posible que haya estado ladrando al árbol equivocado —estalló en una tremenda risotada, que dejó perpleja a Claudia, y le golpeó con el codo con gesto cómplice—. Ya conoces a esos actores: ¡son unos culos inquietos!
—Claro, por supuesto —respondió Claudia entre risas—. Entonces, ¿Paris no la correspondió?
—No lo sé. Fortunata estaba muy enganchada, pero si llegó a algo con él o no, no tengo ni idea.
—Pero, ¿por qué Paris? —preguntó Claudia.
—Es un presumido. Se organizó una obra para los notables y poderosos. Después de la función, todo el reparto acudió a las cocinas para que les dieran comida. Creo que Fortunata se encargó de rellenar la copa de Paris.
—¿Se encontró después con él? —preguntó Claudia.
Livonia se dio unos golpecitos en su rechoncha nariz.
—No hagas preguntas, y no escucharás mentiras. Además, creí que tú eras su amiga, deberías saberlo.
—He estado fuera —explicó Claudia—, y cuando volví a buscarla…
—Es extraño que digas eso —dijo Livonia, rebañando su plato—. Alguien más ha estado preguntando por ella. No me preguntes quien, ni por qué. Son solo chismes, habladurías. Bueno, gracias por tu comida —dijo, y empujó hacia ella el plato de madera.
Claudia se reclinó contra la pared y miró hacia el techo. Al hacerlo, una ventana se cerró muy rápido. Podía haber sido cualquiera, pero estaba convencida de que Livonia y ella misma estaban siendo observadas.
A la tarde siguiente, Claudia se deslizó hacia el exterior del palacio. Clatina le había dicho que podía tomarse la tarde libre, y Claudia estaba decidida a visitar a ese tal actor, Paris. El día era sorprendentemente cálido, y el aire contenía un suave toque de frescor de primavera. Los grandes patricios y sus señoras, seguidos por su séquito de esclavos y sirvientes, se exhibían ante el vecindario. Las calles estaban abarrotadas de literas y palanquines, mercachifles y comerciantes y escuadrones de soldados que desfilaban de vuelta a sus barracones. Claudia caminaba como siempre solía hacerlo, rápidamente, por los callejones y los caminos estrechos. De vez en cuando, se detenía, pero no detectó a ningún posible perseguidor.
Se encontró con el teatro de Zosinas al final de una pequeña plaza, empequeñecido por la impresionante mole de los baños de Diocleciano; un edificio circular, con unas cabezas de sátiros labradas en piedra sobre la puerta principal. Se introdujo hasta un pasillo; nadie la detuvo. El foso de la orquesta estaba lleno de obreros y músicos, gente sudorosa que no paraba de gritar mientras cambiaban el escenario para una nueva representación. Claudia se sintió como en casa al instante. La pintura, el serrín, los extraños perfumes de las cabinas de maquillaje, el chirrido del laúd y del arpa al ser afinados. La gente chillaba, en vez de hablar, en una atmósfera general de excitación. Los directores de escena iban de un lado para otro, lanzando órdenes, o dictando a unos escribas de aspecto tenso. Unas chicas jóvenes correteaban de aquí para allá, luciendo máscaras pintadas y disfraces. Los muchachos volvían apresuradamente de los puestos de cocina, portando bandejas de comida humeante y cestas repletas de pan y pescado.
Claudia se sentó en el extremo de una hilera de sillas, bajando la mirada hacia la orquesta. Una chica subió hasta donde se encontraba.
—¿Has venido para el ensayo?
—No, estoy aquí para ver a Paris.
—Como todas nosotras, ¿no? —dijo la chica con picardía.
—¿Qué estáis preparando? —preguntó Claudia.
—Las últimas grandes producciones de Zosinas: dos obras de Terencio, Medea, de Ovidio, y La Casa de Fuego, de Ferino.
—¿Todo a la vez? —dijo Claudia en tono de broma—. Yo trabajé en el pasado en la compañía de Valeriano.
—¿De veras? —la sonrisa desapareció—. ¿Así que estás buscando trabajo?
—No, busco a Paris —Claudia abrió su bolsita y sacó una moneda—. Le traigo noticias urgentes. Alguien que conocía ha muerto. Te lo prometo, es la única razón por la que deseo verle.
La chica miró el dinero y se enjugó los labios.
—Es tuyo —ofreció Claudia, alzando la moneda ante sus ojos—, si me llevas hasta Paris.
La chica salió correteando. Claudia se desplazó para sentarse en la sombra, resguardándose del sol, que comenzaba a brillar con fuerza. El calor rebajó la frenética intensidad del trabajo de los operarios, pintores, artistas y actores, que buscaron también la sombra para descansar unos instantes. Al poco rato, apareció la muchacha.
—Paris estará contigo enseguida. De hecho, está más cerca de ti de lo que imaginas.
Sus ojos enfocaron más allá de Claudia; se giró y contempló al joven que sonreía a su espalda.
—¿Eres tú Paris?
—Eso es lo que todos dicen.
Claudia jamás había visto a nadie tan bien parecido: un suave rostro aceitunado, ojos lozanos que se elevaban ligeramente en los extremos, una nariz estrecha y recta sobre unos labios carnosos y sensuales. Llevaba una túnica oscura; tenía el pelo negro rizado, con unos tirabuzones que le caían hasta las mejillas.
—Entrégale a la chica su moneda —dijo.
Claudia se la dio. Paris atravesó la hilera de sillas y se sentó junto a ella. Le rodeo el hombro con el brazo y la miró con ojos traviesos.
—¿Tú nombre es?
—Claudia —tartamudeó. Estaba acostumbrada a los actores, a su falsa familiaridad y a sus saludos exagerados que no significaban nada. En el teatro, la gente te besaba y abrazaba y, una hora más tarde, te ignoraba por completo.
—¿Y trabajaste de actriz en la compañía de Valeriano, ese borracho fanfarrón que acabó arruinado? —Paris chasqueó los dedos y la señaló con el dedo, con una uña perfectamente esculpida—. He oído hablar de ti, Claudia. No eras demasiado buena leyendo tus líneas, pero eras brillante con la mímica. ¿No te habré visto una vez? ¿En una representación, en Capua?
—He estado en Capua.
—¿Y ahora?
—Me dedico al servicio. Tal como has dicho, Valeriano quebró. Mi tío regenta Las Burras, cerca de la Puerta del Esquilino.
—¿Y estás buscando trabajo?
—No.
—¡Bien! —Paris agitó la mano lánguidamente—. Las directoras de escena son unas arpías —dijo—. No son más que un atajo de fulanas. Te prometen el mundo, pero todo lo que les interesa es una buena ganancia y un buen revolcón.
Claudia contemplaba su rostro suave, casi hermoso, las largas pestañas, sus finas cejas y esa gloriosa mata de pelo negro. Paris se recostó sobre el respaldo de la silla y balanceó las piernas, ágiles y fuertes, resplandecientes por el aceite que se había untado, y golpeó suavemente entre sí las sandalias.
—Bueno, los demás están comiendo, bebiendo o fornicando. Lo que sea. La chica me dijo que alguien que yo conocía ha muerto, pero la gente muere constantemente, ¿no es cierto, querida?
—¡Fortunata ha muerto!
Paris encogió las piernas y retiró el brazo.
—Lo siento —murmuró—. Era una chica alegre, de ojos despiertos y boca descarada. Quería convertirse en actriz. Yo la ofendí —sus ojos se llenaron de lágrimas—. Era demasiado mayor para comenzar. Sin embargo, parecía gozar de buena salud.
—Y así era, hasta que la asesinaron.
—¡Asesinada!
—Le cortaron el cuello, y colgaron su cuerpo de un gancho de la carne.
Paris se echó a un lado para dar una arcada. Cuando consiguió controlarse, tenía el rostro pálido y los ojos empañados.
—¡Por todos los dioses! ¿Quién haría tal cosa?
—No lo sé. Por eso vengo a verte, al igual que hizo Fortunata, ¿recuerdas?
—Sí, sí, por supuesto que lo recuerdo. Fuimos al palacio. Representamos algunas obras y algo de mímica y cante. Seguidamente, como es habitual, nos dieron de comer en las dependencias de los sirvientes. Fortunata se acercó a mí; era un encanto de mujer.
—¿Te acostaste con ella?
—Vaya, eres una chica muy picara —susurró Paris—. Pero sí, lo hice. Nos hicimos grandes amigos. Solía venir al teatro y después cenábamos en un refectorio. Era una mujer —dijo, haciendo una extraña mueca— un poco misteriosa.
—¿Y entonces?
—Un día dejó de visitarme.
—¿Te mencionó algo? —Claudia hizo una pausa—. ¿Algo extraño?
Paris sacudió la cabeza.
—Habladurías de palacio sobre otros sirvientes. Que estaba deseando marcharse de allí.
—¿Habló de un matrimonio? ¿Había alguien más?
—Sí, lo había. Un gladiador, uno de esos frisios. Ya sabes, de esos grandes y forzudos, que gustan de llevar pomposos cascos y unos pequeños pantalones ajustados, y que suelen representar la danza de la muerte en el anfiteatro. ¡Ya sé, Murano!
Claudia ocultó su sorpresa. ¿No era Murano el pretendiente de Januaria? Aunque, por otra parte, los gladiadores eran conocidos por sus enredos amorosos.
—¿Era amable con él?
—Querida, no sé con quién era amable. Era muy buena conmigo, y yo lo era con ella. Le dije que mencionaría su nombre a Zosinas. No, no —dijo alzando una mano—. No le prometí nada a cambio de recibir favores. Simplemente, mencioné su nombre para procurar conseguirle un trabajo en el teatro, o una plaza en el coro. Había algo más —hizo una pausa y bajó la mirada hacia la orquesta—. Jamás conseguirán poner el escenario en condiciones. ¿Sabes una cosa? Le dije a estos patanes que no trataran de hacer nada excesivamente complicado, pero —dijo, agitando la mano lánguidamente— es como si les hablara a las piedras.
—Fortunata… ¿has mencionado que era misteriosa?
Paris deslizó la mano tras su espalda.
—¿Quieres venir a almorzar conmigo, Claudia? Estoy algo cansado de la gente del teatro.
Claudia sonrió.
—A mí tampoco me gustan demasiado. Pero sí —añadió—, si así puedes seguir ayudándome.
—Hay un refectorio estupendo junto al foro —Paris se besó los dedos—. Ostras, con una salsa deliciosa. Puedes reservar tu propia mesa. Está por encima de la barra, así que puedes observar a todas las fulanas que deambulan por allí —dio un profundo suspiro—. ¡Pero, volvamos a Fortunata! Pensé que no era nada fuera de lo ordinario. Bueno, excepto en la cama, donde demostró tener muy buena voz. Pero un día llegó tarde y, desde luego, ¡nadie llega tarde para Paris! Entonces, me puse de mal genio y di un puñetazo en la mesa. No la iba a perdonar hasta que no me contara dónde había estado. En realidad —dijo, elevando la mirada con expresividad—, ¡podía haber derribado mi fortaleza con muy poco esfuerzo! La pobre necia me dijo que había estado en la taberna El Caballo de Troya, cerca del Tíber.
—¿El Caballo de Troya?
—Ya conoces su reputación. No habría entrado allí ni con un pelotón de gladiadores. Fue entonces cuando mencionó a Murano, y dijo que él había solicitado su compañía. Debo admitir que, a partir de entonces, nuestra relación se enfrió un poco. Conozco bien los comedores y tabernas de Roma: El Caballo de Troya es un sitio del que debes guardarte.
—¿Se mostró reservada?
—Sí, podía parlotear como una cotorra, pero siempre tenía la impresión de que su mente estaba en otro sitio. A veces, incluso en la cama, podía notar con claridad que no estaba pensando en mí —Paris respiró profundamente—. Y ya sabes como es esto de actuar, Claudia, debes mantener la mente centrada en tu trabajo —suspiró teatralmente—. ¿Pero terminar sus días colgada de un gancho de la carne? Si yo fuera tú, querida, cambiaría unas palabras con Murano. Ese es el tipo de cosas que hacen los gladiadores.
—¿Y dónde puedo encontrarle?
Paris la sujetó por los hombros.
—No tan rápido, pajarillo. Dame un beso —arqueó los labios y cerró los ojos.
Claudia le dio un ligero beso.
—¿No tienes ya suficientes amiguitas por aquí? —dijo, en tono de broma.
Paris soltó una estridente risotada.
—¡Mírame, Claudia, y no seas tan arisca conmigo! Tengo una buena voz, y lo que Zosinas denomina buena presencia —dijo, y seguidamente, le mostró los dientes—. Mira mis dientes. Ya sabes lo que le ocurre a los actores…
Ni siquiera tuvo que terminar la frase, pues Claudia comprendió enseguida lo que estaba queriendo decir. Los actores tenían una notoria reputación de mujeriegos. Incluso en la pequeña compañía de Valeriano, no era inusual ver a matones que aguardaban en la puerta a que apareciera algún actor que había estado arando unas tierras que no eran las suyas, o así es como solía describirlo Valeriano. Era difícil actuar con dedos rotos, un brazo fracturado, o una boca llena de dientes astillados. Y, una vez que un actor comenzaba una caída, era difícil detener su descenso.
—Claudia, no soy distinto de los hombres con los que has trabajado, ya lo sabes. Está muy bien que alguna dama notable te elija para que compartas su litera, pero tarde o temprano, ha que pagar el precio.
—Luego, ¿han de ser chicas como Fortunata y como yo?
—Sí, chicas como Fortunata y como tú. Dime, ¿dónde trabajas? ¿En el palacio?
Claudia esbozó una sonrisa.
—Siempre puedes encontrarme allí.
Paris le dio unos suaves golpecitos en la nariz.
—Entonces, iré a buscarte allí.
Se puso en pie, dispuesto a retirarse. Claudia observó que no tenía herida alguna en los tobillos, y que no cojeaba al andar, aunque admitió en silencio que era difícil imaginarse a un hombre como Paris persiguiéndola por los oscuros pasadizos de las catacumbas.
—¿Dónde puedo encontrar a Murano? —le dijo.
—¡No seas tan cruel como para darme celos! —respondió—. ¿Dónde crees? Ve al anfiteatro. Al igual que los demás carniceros, se está preparando para los juegos que se celebrarán dentro de unos días.
Claudia observó cómo se marchaba. Sabía que le había contado la verdad. Fortunata era una espía, un miembro de los Agentes in Rebus, pero mandaba en su vida privada. Paris no confraternizaría con las chicas del teatro. Tales relaciones daban siempre lugar a habladurías, envidias y división. Parecía natural que hubiese optado por una chica como Fortunata, y era bastante comprensible que ella le hubiera correspondido: una alianza casual que beneficiaba y proporcionaba placer a ambos. Pero, ¿para qué iría Fortunata a El Caballo de Troya? ¿Y qué tipo de relación tenía con Murano? Claudia se estremeció en su silla. Que Fortunata se hubiese aventurado en tal taberna significaría que habría descubierto algo. Locusta, su propietaria, tenía una pésima reputación y, según afirmaba Silvestre, El Caballo de Troya era el antro donde se solía contratar a los sicarios. Claudia se enjugó los labios mientras continuaba desmadejando su hilo de pensamiento. Fortunata debía haber visto, oído, o descubierto algo. ¿O, simplemente, estaba haciendo averiguaciones, y de ahí su brutal asesinato? Claudia maldijo en silencio a Augusta y a su propio maestro, Anastasio. Como solía ocurrir, le habían contado lo menos posible. Se limpió las manos en la túnica.
—Si te quedas más tiempo ahí, vas a tener que pagar.
Claudia miró a su alrededor. Uno de los corpulentos porteros le hablaba a su espalda.
—Ya me marcho —dijo Claudia, con una sonrisa.
Claudia abandonó el teatro y cruzó la plaza, abarrotada de puestos ambulantes, entre los que deambulaban pequeños mercachifles y buhoneros, vociferando las virtudes del género que pretendían vender. Se abrió camino y se plantó en un establecimiento de comida que había en la esquina de un callejón. Era un lugar sucio, con mesas cubiertas de grasa, pero sus salchichas condimentadas estaban calientes y muy sabrosas, aunque muy pringosas al tacto. Se las comió con rapidez mientras aclaraba sus ideas. Si Fortunata conoció a Murano, éste podría entonces aportar algo de luz sobre el misterio. Acabó su almuerzo y se internó en un callejón.
—¡Señorita! ¡Señorita!
Se giró sobre sus pies. Un golfillo corría hacia ella, con un bastón en la mano. Claudia reconoció el bastón que había dejado en las catacumbas. El mozalbete, mellado y harapiento, lo puso en sus manos.
—Me han encargado que te de esto.
Claudia sintió un escalofrío. Se puso de cuclillas para hablar con el chico.
—¿Quién?
Agarró la escuálida muñeca del muchacho y buscó una moneda en su bolso apresuradamente. La sostuvo ante su cara.
—El me ha entregado otra también.
—¿Quién?
—El soldado.
—¿Qué soldado?
El muchacho miró por encima del hombro.
—¡Ya se ha marchado!