V
LA PUERTA DEL PARAÍSO
EN LA BIBLIOTECA de Masyaf había una puerta de hierro cuya llave guardaba el más anciano de los bibliotecarios. A través de un pasillo abierto en la roca, esa puerta conducía al ma’ua al nisr, «el nido de las águilas». No era exactamente una jaula lo que retenía allí a las gigantescas aves, aunque en alguna ocasión determinada podía hacerse bajar una reja que les impedía volar para buscar alimento. Entonces se las veía agitar desesperadas las alas y sus gritos provocaban en toda Masyaf la espera excitada de algún suceso importante. Roç estaba deseoso de saber algo de lo que iba a suceder y se había dirigido a sus viejos amigos de la biblioteca, los únicos que tal vez pudiesen darle una respuesta.
Pero después se presentó en el recinto el Grand Da’i y su visita sorprendió a Roç, aunque no a los ancianos. El muchacho se retiró precipitadamente, pues sabía que a Taj alDin no le gustaba que él curioseara entre aquellos folios y rollos de pergamino y mucho menos que se enterara de su contenido.
—¡Acabaréis por convertirlo en un monje sedentario —refunfuñó el gran maestre— en lugar de animarlo a que se exponga a las pruebas que debe resistir todo joven D’ai, todo infante real, antes de alcanzar la dignidad de soberano!
Los bibliotecarios, acostumbrados a obedecer o en cualquier caso a no protestar, agacharon la cabeza.
—El hijo del Grial —prosiguió Taj al-Din[688] —debe asistir a mi lado al acto del «paso al Paraíso»[689], ¡y vosotros procuraréis que esté presente en su momento!
Sólo el mayor de los dos podía permitirse expresar sus reservas.
—El niño tiene una sensibilidad delicada… —quiso objetar, pero el Grand D’ai le cortó la palabra.
—Todos estarán presentes, ¡también nuestros huéspedes!
El anciano se dio cuenta de que no tenía sentido protestar y cambió de tema:
—¿Tres águilas?
—¡Dos! —le ordenó el Grand D’ai—. ¡La primera y la última!
Un palanquín negro que ostentaba la cruz de los cristianos era transportado por el camino que dibujaba serpentinas entre los altos muros y finalmente fue depositado ante el portal de la fortaleza de los «asesinos».
Dos muletas de madera palparon el adoquinado como las patas de una araña antes de que apareciera el corpachón de un hombre que rechazó con aspereza la ayuda ofrecida por su escolta y salió después de la caja del palanquín por sus propias fuerzas. Las gigantescas manos seguían teniendo fuerza suficiente, pese a la parálisis de las piernas, como para sustentar y mover el cuerpo vestido de hábito negro.
—¡Vito de Viterbo, embajador de su santidad Inocencio IV! —avisó a los guardias de la puerta uno de los soldados del Papa que lo acompañaban, y añadió el título altisonante de—: ¡Diácono general de los cistercienses![690]
La visita había sido avisada y, no obstante, lo hicieron esperar.
Desde que el Grand D’ai había llegado procedente de Persia volvían a reinar costumbres más rígidas en la sede siria, las mismas que en su tiempo hicieron famosa y temible la época de «el anciano de la montaña», y éste era precisamente el propósito de Taj al-Din.
Quien hasta entonces fuera sustituto del gran maestre, el canciller Tarik ibn-Nasr, había sido enviado a Alamut junto con su protegido Crean de Bourivan. Se trataba de rendir cuentas de sus actuaciones en relación con los infantes reales, o más bien, como esperaba el Grand D’ai, de quitarles de la cabeza ciertas ideas tontas que los habían hecho desviarse de la verdadera misión de la sede de Masyaf, e incluso perjudicarla. Aunque, si fueran ellos quienes convencieran a sus amos de Alamut, tal vez regresarían con unas competencias claramente definidas.
El hecho de que la visita del emisario papal coincidiera exactamente con el período de su ausencia no obedecía precisamente a la casualidad, y ambas partes lo sabían.
También Roma se había enterado del cambio en la jefatura de los «asesinos» sirios, y Taj al-Din había reanudado los antiguos lazos con el Castel Sant’Angelo, dando pruebas de estar dispuesto a negociar, pues al fin y al cabo el gran Federico había muerto y quien residía ahora en San Juan de Acre era el rey de Francia.
Se abrió el portal y Vito de Viterbo pisó —aunque en realidad fueron sus muletas las que pisaban, mientras los pies las seguían arrastrándose— el lugar en torno al cual habían girado sus pensamientos durante toda una larga vida de frustraciones. Al fin y al cabo, el hecho de tener seccionados los tendones de Aquiles se lo debía a un puñal procedente de Masyaf.
Pero eso no lo sabía nadie más que Tarik, ausente a la sazón. Para Vito, caer por una ventana de Constantinopla con los tendones cortados y quedarse allí tirado —todos lo dieron por muerto— había significado el final de largos años de persecución de los dos niños herejes. Estuvo recordándolo con ira mientras sus poderosas manos, de las que se decía eran capaces de partirle la nuca a un toro, se aferraban con decisión al travesaño de las muletas e iba subiendo por la escarpada senda sin pedir ayuda.
Le fue asignado albergue a su séquito y el fida’i[691] mayor, el mismo que lo había recibido, comunicó a Vito en un latín perfecto que su amo y señor, el Grand D’ai Taj al-Din, deseaba verlo inmediatamente.
Después de atravesar varios patios del castillo, cada uno situado a mayor altura que el siguiente, traspasaron finalmente un pasillo acabado en portal para llegar a una plataforma cuya configuración recordaba la de un teatro griego.
En los escalones que ascendían a derecha e izquierda se sentaban los «asesinos», todos ellos ataviados con ropas festivas. Por el centro discurría un pasillo desde el arco del portal hasta el muro exterior que limitaba la fortaleza. Este pasillo descendía primero ligeramente para caer hacia el final en pendiente acusada, acabando delante de un arco cerrado con una puerta de madera de dos batientes.
Detrás, en realidad, sólo podía encontrarse la nada, pues desde los escalones la vista llegaba muy lejos sobre el valle e incluso las rocas más próximas quedaban muy abajo.
El único que se sentaba en el centro de la fila delantera era el Grand D’ai, y al diácono general se le indicó el sitio de honor situado enfrente. Se sentó respirando con dificultad y apartó las muletas con expresión asqueada, para responder sólo después y bastante malhumorado al mudo saludo que le envió con un gesto de la cabeza el Grand D’ai, que parecía querer disculparse por haber sido tan poco considerado al hacerlo subir por aquella pendiente y no creer necesario saludar ahora con toda formalidad al legado papal.
Si Vito lo hubiese sabido, habría ordenado que lo subieran sentado en el palanquín. ¿De qué iba a servir ese espectáculo al que querían hacerlo asistir, según todas las apariencias, como invitado?
Sin embargo, su disgusto se disipó y su esfuerzo tuvo un premio inmediato cuando fijó su mirada sobre los fida’i que tenía enfrente: ¡junto al Grand D’ai estaba Roç,! No le cabía duda alguna, era él; lo reconoció a pesar de los cuatro años transcurridos, durante los cuales el muchacho había crecido considerablemente. Ya no era un niño.
Roç también había reconocido en seguida a su terrible adversario, por lo que se quedó pálido como la cera y sin poder reprimir un temblor mientras ascendía desde el fondo de su memoria el recuerdo del jinete negro.
Sin embargo, lo que le sentó como un puñetazo en el estómago fue el gesto de saludo que cruzó el Grand D’ai con aquel monstruo negro: un saludo que revelaba connivencia y que a Roç no se le escapó.
Ese hombre había venido para matarlo a él ¡y el maestre no se daba cuenta! Además, Tarik y Crean estaban ausentes.
Roç se obligó a dominar sus temores. Mientras estuviese allí, entre todos los fida’i, no lo acechaba un peligro inmediato; además, ese hombre se movía con dificultad sobre sus muletas, de modo que lo único que tenía que evitar, poniendo en ello toda su habilidad, era que lo empujara hacia un rincón o lo sorprendiera solo en una habitación. ¿Y si la invalidez del lisiado fuese un engaño?
A continuación cruzó el portal el joven emir vestido de blanco que había encabezado la embajada enviada a Luis, seguido por el igualmente joven noble que volvía a ostentar los tres puñales ensartados y, en tercer lugar, el fida’i que llevaba la pieza de lino enrollada en el brazo.
Se acercaron uno después de otro al Grand D’ai, que se había levantado para abrazar al joven emir; se besaron, y durante unos instantes permanecieron el uno apretado contra el otro. Se hizo un silencio absoluto en el que solamente se oían el viento y los gritos de las águilas.
Entonces los batientes de la puerta Bab al dyanna[692] se abrieron hacia el exterior guiados por una mano invisible, y en la apertura del arco apareció la vista sobre el amplio paisaje que descansaba bajo la luz del sol.
Después algunos de los fida’i empezaron a batir palmas, primero a ritmo lento, los demás los imitaron, y poco a poco el ritmo de las palmas se hizo más rápido y más violento, y fue creciendo hasta llegar al éxtasis.
El joven emir se arrancó de los brazos de su señor y empezó a caminar con rapidez por el pedregoso pasillo descendente; después echó a correr y atravesó el portal abierto mientras los demás aplaudían frenéticos. Durante un instante el cuerpo flexible del joven pareció quedarse inmóvil, suspendido en el aire, pues al llegar al umbral había separado de golpe los pies de las piedras, extendiendo los brazos como si fuera a volar, y después desapareció. Los aplausos cesaron y volvieron a ceder el lugar al silencio, y todos vieron de repente un águila enorme que abría las alas y se alejaba con un poderoso movimiento de las mismas. Voló por los aires ascendiendo en dirección al sol, ante cuya luz cegadora los ojos de los testigos la perdieron de vista.
El joven de los puñales se presentó ante el Grand D’ai. Taj al-Din lo abrazó y le susurró algo al oído antes de besarlo tres veces.
De nuevo se inició el rito de batir palmas con un tono fuerte y tranquilo. El joven se inclinó ante Roç, y le entregó los tres puñales ensartados.
Después las palmas empezaron a crecer en rapidez y en vigor hasta convertirse en el latido rítmico de un corazón férreo.
El joven inclinó la cabeza y arrancó a correr con los ojos cerrados, y antes de dar el paso al vacío que se abría delante de la puerta, casi tropezó.
Todos acecharon con curiosidad por ver si se convertiría en un águila, pero no apareció ningún ave: sólo se oía el viento que acariciaba los muros y se entretenía con los batientes de la puerta.
Antes de que el silencio de la desilusión pudiese instalarse del todo el último de los tres delegados se había acercado a Taj al-Din. Volvió a iniciarse el palmoteo.
El fida’i había recibido ya el beso del Grand D’ai cuando éste lo retuvo por el brazo y le susurró una última instrucción. El «asesino» se encaminó hacia donde estaba Vito, desenrolló el paño de su brazo y lo depositó en las rodillas del perplejo diácono general.
Después empezó a correr estimulado por el frenético aplauso; envió un último saludo con las manos a sus compañeros, que convirtieron el aplauso en un huracán; despegó de un salto y voló al abismo. Un águila aleteó emitiendo un grito salvaje, trazó después un círculo sobre los reunidos y se alejó hacia las cimas rocosas de la cordillera de Noisiri.
Vito esperaba que, tras esta introducción, el Grand D’ai iniciaría las conversaciones con él. Pero de momento no fue así. Unos jóvenes fida’i lo condujeron a una habitación espaciosa en la planta baja. Como no entendía el árabe, ni siquiera pudo preguntarles por Roç.
Desde aquella estancia el huésped podía trasladarse por sus propios medios hacia donde le apeteciera. A cada lado de la puerta había un guardia, pero nunca lo retenían.
No obstante, Vito sabía muy bien que era vigilado y que sus primeros pasos serían decisivos. Cualquier intento ansioso y prematuro de atrapar al muchacho demostraría forzosamente que Roma tenía poco interés por entrar en negociaciones con los «asesinos», y con ello habría fracasado su misión. Por otra parte, era indispensable encontrar y atrapar a Roç antes de que el Grand D’ai se cansara de albergarlo a él en aquella fortaleza. Sabía que el tiempo no transcurre en vano.
En el gris amanecer que siguió a la primera noche en Masyaf halló junto a su lecho un puñal que aún temblaba y sujetaba una misiva escrita para él y clavada en la madera. Quia propheta tuo Jesu Dei filius — qui potest profundere sanguinem regiorum?[693] rezaba la pregunta a la que desde ese momento estuvo buscando una respuesta. Si no daba con la que fuera acertada podía dar la espalda a Masyaf, y si su respuesta era la equivocada saldría de allí con los pies por delante y las muletas le serían arrojadas detrás.
En un principio, la idea que había dado alas a su viaje era la de establecer, con ayuda de los «asesinos», un segundo frente contra el emperador en Tierra Santa, pero los «asesinos» le habían hecho ver con mucha claridad que no les interesaba estar presentes en Ultramar, puesto que habían dejado todo en manos de Luis, cuya madre requisaba en Francia todas las propiedades a cualquier señor feudal que se atreviera a seguir el llamamiento del Papa, deseoso éste de emprender una cruzada contra Contado.
Vito de Viterbo había intentado imaginarse cualquier posible variante de una negociación, como la posible exigencia de los «asesinos» de arrogarse, como hacía la Ecclesia catolica, un poder terrenal capaz de proclamar o destituir a cualquier soberano, o una deliberación acerca de los esfuerzos que hacía Roma por entrar en negociaciones con los mongoles cristianos, enemigos declarados de los «asesinos» en Persia. O también la necesidad de refutar el reproche de intolerancia frente a las demás religiones por su persecución de toda disidencia.
En este último tema era donde Vito mejor se veía capaz de hallar alguna base común. «No creo —se oía decir a sí mismo— que el camino y el objetivo de la Iglesia pueda limitarse a esto. Al fin y al cabo, todos descendemos de aquella severa hermandad de iniciados, de enterados, que los sirios llamaban asaya[694], y que encontramos en las Sagradas Escrituras con el nombre de “esenios”. El profeta Juan era uno de ellos, ¿y por qué no habrían de serlo sus sucesores? En mi opinión, también el término “asesino” procede de asaya, ¡y no de hashashin!»
¿Qué le contestaría a esto el Grand D’ai? Lo abrazaría y exclamaría: «¡Bien dicho! ¡Bien dicho! A partir de ahora, ¡tus enemigos ya no serán mis amigos!» o bien: «¿Acaso pretendéis utilizarnos para que os saquemos entre los dientes los últimos restos del manjar imperial?»
A esto sólo cabría responder que una novia tan atractiva como la Ecclesia no debía de padecer de mal aliento… Vito desechó este desarrollo de la discusión unam sanctam[695].
Además, tendría que soportar las preguntas del Grand D’ai, quien querría saber por qué el Papa, que manda en toda la Cristiandad, no ordenaba a los mongoles que dejaran de perseguir a los «asesinos». «¿Qué me decís, que no le obedecen, que no lo conocen? Así pues, no son buenos cristianos o no tienen la verdadera fe, como la tenéis vos en Roma, pues suponemos que podréis demostrar que el Papa desciende por línea sanguínea directa del Profeta. ¿Es éste el motivo, señor diácono general, por el que Roma teme a los infantes?»
Esta variante de la conversación le gustaba mucho menos todavía a Vito de Viterbo. Contenía demasiadas trampas, pero lo peor de todo sería que no hubiese conversación en absoluto.
Habían transcurrido tres días, él no había respondido a la pregunta formulada al principio y no había vuelto a ver a Roç; ni siquiera había podido enterarse de dónde andaba. El sabueso descendiente de lobos enviado por el Castel Sant’Angelo había envejecido.
Se paseaba malhumorado por patios y pasillos, y el toctoc de sus muletas de madera recorría incansable la parte superior de las murallas. Pasaba horas enteras sentado entre las almenas y mirando el paisaje, y le daba vueltas y más vueltas a la pieza de lino que el joven fida’i le había entregado antes de volar como un águila hacia el paraíso.
De todos modos, no se le escapó el hecho de que su antiguo contrincante, John Turnbull, había llegado también por las mismas fechas a Masyaf.
El anciano maestro venerabile llegó sin llamar la atención, con la idea de esperar a la muerte junto a su amigo, el canciller Tarik ibn Nasr, y a su hijo Crean de Bourivan, el fida’i.
Ambos estaban ausentes y en su lugar encontró allí al Grand D’ai Taj al-Din, quien no se mostró demasiado entusiasmado con su presencia.
—Habéis causado ya muchísimos disgustos a esta casa, John Turnbull. El hecho de que vuestro hijo esté sirviendo aquí no os da derecho a utilizar Masyaf como punto de apoyo para vuestros proyectos sobre los infantes.
John Turnbull sonrió.
—Para mí Masyaf representa el punto final y, en lo que se refiere a los infantes reales, os advierto que el pacto con los «asesinos», es decir: «el gran proyecto», fue decidido en un nivel superior…
—En ese nivel superior también se decidió que en cuanto los niños volviesen a estar reunidos ¡abandonarían Masyaf para siempre!
—¿Acaso teméis por su seguridad?
—Mientras se ejecuten mis órdenes y vuelva a reinar la disciplina aquí, los infantes nada tienen que temer. Pero sí representan un engorro: entre nuestros muros tenemos a un emisario de Roma, un tal Vito, cuyo cargo es el de diácono general de los cistercienses y que, además, es hijo bastardo del cardenal Rainiero de Capoccio[696], el señor que manda en Sant’Angelo sobre sus servicios secretos…
—¿Vito?
El viejo Turnbull sacudió el envejecido cráneo y parecía pensativo. No podía ser: aquel Vito había muerto en Constantinopla, acabando con el cuerpo definitivamente destrozado.
—Vito de Viterbo —completó el Grand D’ai sin darle importancia.
John Turnbull lo miró desconcertado.
—¿Vito de Viterbo? —Después dijo en voz baja—: Y vos, gran maestro, ¿confiáis aún en la seguridad de los infantes?
—Ilustre maestro venerabile —dijo el Grand D’ai con cierta aspereza—, ¡no hagáis el ridículo y no nos forcéis a que lo hagamos nosotros! El diácono general es un inválido, un pobre lisiado que camina con muletas…
—¡No deja de ser el mismísimo diablo!
—¡Estáis viendo fantasmas! No amenaza peligro alguno su presencia —advirtió el Grand D’ai en tono molesto—, ¡pero sí puede haberlo por vuestras arbitrariedades, John Turnbull! —Y prosiguió con entonación severa—: Espero de vos que le demostréis respeto en el caso de que sea inevitable un encuentro. El diácono general goza de la protección debida a un emisario de la Iglesia, aunque vos consideréis que es el diablo en persona.
Así terminó la audiencia.
Después de esto, a John Turnbull ya no le quedaron ganas de morirse; muy por el contrario, su espíritu vital dio nuevamente señales de fortalecimiento, y sobre todo renació su tendencia a llevar la contraria a los demás: un impulso que seguía manteniéndolo joven. Tenía que actuar.
No en vano se acurrucaba Vito sobre las murallas como podría hacerlo un buitre cojo. Desde allí veía los patios y las callejuelas empedradas y confiaba en que en algún momento tendría que descubrir a su presa, saber hacia dónde lo llevaban sus recorridos y cuáles eran sus costumbres.
Y acabó por obtener el premio a su paciencia. Vio que Roç se dirigía sigilosamente a la biblioteca.
A Vito le tembló el cuerpo de excitación. Echó mano de las muletas y bajó las escaleras, en las que cada peldaño representaba para el inválido una prueba de voluntad. Después atravesó el patio por el que había visto caminar a su víctima, procurando no revelar su ansiedad, e inspeccionó el pasillo.
Al final vio una puerta que probablemente conducía hacia las bóvedas subterráneas donde los «asesinos» guardaban sus escritos apócrifos. Hasta en los archivos secretos del Castel Sant’Angelo murmuraban los bibliotecarios acerca de aquellos supuestos tesoros y bisbiseaban con admiración comentando los documentos que sobre cuestiones de ciencia y de herejía se conservaban en Masyaf.
Pero no era esto lo que le interesaba ahora a Vito. Estudió los diferentes pasillos, que se bifurcaban en varios sentidos. Encontró un lugar en el que, si pudiese ocultarse, podría cortarle el camino a cualquiera que saliese por la puerta. Después sólo tendría que llevarlo a un corredor ciego, débilmente iluminado por unas lumbreras. Si Roç huyera hacia ese corredor para no caer en sus brazos habría ganado la partida, pues podría acorralarlo y rematar su obra; incluso era posible que el cuerpo no fuese descubierto demasiado pronto. Y él encontraría la forma de volver a estar sentado encima de la muralla cuando al fin lo hallaran.
En aquel instante se abrió la puerta.
A Vito casi se le detuvo la respiración: ¡era Roç!
Pero venía acompañado de uno de los ancianos bibliotecarios. Vito se apoyó contra el muro. El viejo le dio unas palmadas amistosas a Roç en el hombro y regresó a la puerta de hierro. Ésta se cerró, y Vito oyó claramente cómo la llave giraba en su interior y los pasos se alejaban.
Roç había seguido caminando, sumido en hondas reflexiones, y cuando levantó la vista se vio frente a su perseguidor. Se le había acercado tanto que Vito no pudo resistir la tentación de intentar asestarle un golpe rapidísimo con la muleta.
Roç esquivó hábilmente el ataque. La repentina agresión lo arrancó de la parálisis y comprendió las limitaciones del enemigo, pero también supo que no podría pasar de largo delante de él. ¿Regresar? La puerta estaba cerrada y su llamada no sería capaz de hacer acudir a tiempo a los ancianos. Contempló las manos de Vito. Sólo le quedaba el corredor con las lumbreras en el techo. Si corría con suficiente rapidez y saltaba hacia lo alto podría alcanzar la reja y escapar a través de ella. Roç echó a correr en dirección a Vito, con lo que consiguió confundir a éste por un instante, después trazó un ángulo y se metió en el siniestro corredor.
Vito se tomó tiempo; estaba seguro de conseguir lo que buscaba y se puso lentamente en movimiento.
Roç había llegado al final del corredor; miró la reja y saltó hacia arriba, consiguiendo agarrarse a ella con ambas manos. Le esperaba lo más difícil, además de no disponer de tiempo para un segundo intento. Con toda la fuerza de sus brazos y apoyando los pies en la pared consiguió alzar el cuerpo, y se alegró de estar acostumbrado a tales ejercicios. Tenía que lograrlo antes de que disminuyera su brío…
Vito dio la vuelta a la esquina y descubrió furioso que su víctima intentaba escapar. Avanzó adelantando mucho las muletas e intentó compensar la pérdida de tiempo dando pasos gigantescos. Tenía que alcanzar el cuerpo o al menos las piernas del muchacho con uno de aquellos palos antes de que éste consiguiera salvarse de su perseguidor evadiéndose a través de la reja. Tal vez arrojando una de las muletas hacia el muchacho, pero no: le convenía más intentar golpearlo con decisión, romperle las piernas para hacerlo caer abajo…
Roç había conseguido pasar ya el delgado cuerpo entre las barras de la reja cuando Vito llegó a situarse debajo de él y levantó con rapidez una de las muletas. Roç pasó una de las piernas por la abertura; se le cayó el zapato e irritó a Vito, quien falló el golpe, rompiendo la muleta al chocar contra la barra de hierro. Entonces Roç se lanzó hacia adelante y pasó la otra pierna rozándola contra la reja antes de que un segundo golpe de muleta diera con furia contra el hierro.
Roç se adentró a gatas por el jardín, con las piernas tan temblorosas que le era difícil caminar. Se tambaleó, buscó apoyo en los arbustos de cannabis, y no se tranquilizó hasta que dio con la estatua giratoria de Baco y se ocultó en el refugio subterráneo al que daba acceso.
John Turnbull no tuvo que buscar mucho para encontrar a Vito. Encontró al viejo lobo disfrutando de los últimos rayos del sol poniente, con las muletas de madera cuidadosamente depositadas a su lado, sentado en una abertura que había en la muralla de la fortaleza. Su robusto cuerpo descansaba entre las piedras y sus piernas muertas se bamboleaban en el vacío.
—En realidad había esperado encontrar aquí a William de Roebruk— lo recibió Vito en tono irónico—; al fin y al cabo, siempre he acabado por encontrarme con ese fraile enredándoseme entre los pies…
—¡Unos pies que ya no vale la pena enredar! —le asestó Turnbull a su vez una puñalada trapera—. Pero veo que vos, Vito, seguís empeñado y lleno de odio en la persecución, aunque sea a cuatro patas…
—Tampoco a vos os queda mucho tiempo, John Turnbull: la muerte os ha marcado. No vale la pena ocultarlo —resopló su adversario—, pero tenéis toda la razón: la caza de los infantes ha constituido el objetivo de mi vida, una vida que perdería con mucho gusto aunque fuera para ir a parar al infierno, ¡si consiguiera acabar con ellos!
—A vos os espera el Paraíso, Vito de Viterbo —le respondió John Turnbull con extraña certidumbre—, del mismo modo que también yo acabaré en él…
Hizo como si no prestara atención a la sorpresa incrédula que se dibujaba en los toscos rasgos del diácono general.
—Lo mismo que vos habéis sido el perseguidor, yo he sido durante estos últimos años el custodio de los infantes, ¡para tener que comprobar al final que no valía la pena! Esos niños han defraudado nuestras esperanzas —añadió con tristeza.
—¡Me queréis confundir, señor chevalier de Monte Sión! —rió Vito—. No creeréis que iba a dejarme engañar por ese repentino cambio en el ánimo de una persona conocida por su terquedad, y que ahora simula haber caído en la senilidad.
—Podéis burlaros de mí —contestó John Turnbull, aparentando estar ofendido—. Pero yo debo agradecerle precisamente a mi terquedad el hecho de que tan sólo ahora, a la vista de la cercana muerte, se me hayan abierto los ojos: «los hijos del Grial» son un fraude. No sólo eso: ¡representan un peligro y sería mejor que nunca hubiesen nacido!
Vito seguía observando al anciano que tenía ante él con su mirada habitual de fiera que está al acecho.
—No me convence ese cambio tardío y repentino con el que pretendéis convertir a Saulo en Pablo…
—¿Os convencería, Vito —le ofreció Turnbull con voz pensativa—, si os ayudara a eliminar a los niños?
Turnbull tuvo que resistir durante largo tiempo la mirada de desconfianza de Vito.
—En cuanto a la niña Yeza, mis queridas hermanas en Cristo que residen en el monte Carmelo se ocuparán de ella —reveló finalmente el diácono general—. Si resiste la cura que le administran y escapa de allí, la espera aquí esta manus terminatoris[697].
Y cruzó los dedos extendidos de sus poderosas manos, haciendo crujir las articulaciones.
—Traedme a Roç, Turnbull, ¡y os creeré!
—Os haré saber el lugar —susurró Turnbull— donde podréis encontrarlo solo; el resto será asunto vuestro…
—Así pues, aún completaré la obra de mi vida —se alegró Vito con la mirada radiante—. ¡Abandonaré gustoso este valle de lágrimas si me voy seguro de que los niños ya no viven!
Echó mano de las muletas y se incorporó con energía.
El sol se hundió en medio de un resplandor rojo como la sangre detrás de las cimas de las rocas, mientras el endeble cuerpo de John Turnbull se retiraba respetuoso para dejar paso al sólido corpachón del otro.
—Ya no esperaré mucho más —le confió en voz baja al diácono general—, mañana mismo me retiraré al Paraíso. Buenas noches.
Insinuó una breve reverencia y abandonó la muralla.
Aquella noche Vito durmió mal en su estancia de la planta baja. La puerta cerraba bien y la ventana junto a su lecho estaba protegida por una reja maciza, pero no era capaz de librarse de la sensación de que los «asesinos» podían entrar en cualquier momento. Su cuerpo se revolcaba intranquilo sobre el lecho; soñaba con puñales que se clavaban temblorosos junto a su cabeza en la madera, con panecillos calientes depositados sobre la manta y que le pesaban sobre el pecho ahogando su respiración.
Despertó bañado en sudor; buscó con las manos alguna señal de amenaza sobre el rebozo[698] y no encontró nada, ni el filo de un puñal junto a sus cabellos.
A través de la abertura de la ventana entraba la luz mortecina de una madrugada aún lejana cuando oyó el arrullo de la paloma. Vio al pájaro que correteaba sobre el alféizar de piedra y se dio cuenta en seguida de que llevaba en una de las patas una anilla con un pergamino enrollado.
Con mucho cuidado para no asustarla alargó el brazo y avanzó la mano extendida, muy lentamente, hasta que la paloma le puso las patas encima. Renunció a estrangularla y sacó la misiva de la anilla.
Llevaba el sello de la abadesa del monasterio del monte Carmelo y decía: «Por indicación del secretario William dirigimos esta nota al chevalier de Monte Sión, actualmente en Masyaf la novicia llamada Isabelle, de padres desconocidos y supuestamente de sangre real, ha fallecido hoy como consecuencia de un aborto. Sirva esto para comunicarlo al único pariente conocido, Roger Ramón. Postscriptum: el cadáver fue enterrado en tierra no consagrada, por indicación de su majestad la reina. La paz sea con su alma. L. S.[699]»
La mente de Vito acabó de despejarse, henchida de alegría. ¿No convendría meterle debajo de las narices al viejo Turnbull tan estupenda noticia? Pero después decidió disfrutar él solo de su delicioso sabor.
En un arrebato de bondad abrió el puño y liberó a la paloma, que por ser portadora de una noticia tan excelente había merecido triplemente conservar su estúpida vida. Rompió la misiva lleno de un goce indescriptible y se metió los trozos en la boca. Vito volvió a acostarse, masticando tranquilamente, y durmió feliz, sin sueños ni pesadillas, hasta el amanecer.
A esa hora un joven fida’i se plantó junto a su lecho para informarle de la solicitud del maestre de que el señor diácono general lo acompañara en el momento de dar el «paso al Paraíso».
Vito se levantó de un salto, pidió las muletas y lo acompañaron hasta la biblioteca, donde ya estaban esperándolo.
John Turnbull vestía una festiva túnica blanca y se sentaba en el centro del círculo de los ancianos, fumando un narguile, y los fida’i tocaban en sus instrumentos una melodía que los ancianos acompañaban cantando en voz baja. El ambiente que reinaba era relajado y casi alegre.
—Acercaos —lo recibió John Turnbull—, ¡dejad que las palabras del gran Rumi[700] os alegren el corazón!
Vito se sintió inseguro y sonrió confuso, de modo que Turnbull se vio obligado a añadir:
—Os las traduciré con mucho gusto, pues vale la pena conocerlas. Os habla alguien que conoce el camino.
Desde el instante en que entraste en este mundo
construyeron partiendo de ti una escalera
por la que siempre podrás escapar.
Indicaron a Vito mediante señas y en silencio que se sentara dentro del círculo de ancianos, y John Turnbull, que balanceaba la cabeza al ritmo de la melodía, le sonrió. Le tendieron a Vito una masasa[701], como si fuese un gesto natural, y él aspiró enérgicamente el humo.
A partir de la tierra fuiste planta.
a partir de la planta fuiste animal
después de eso fuiste persona
dotada de conocimiento, espíritu y fe.
John Turnbull dirigió las palabras del poeta a Vito de Viterbo sin liberarlo del hechizo con que lo mantenía sujeto a su mirada luminosa. Vito se vio impelido a leer, sin quererlo ni saber resistirse a ello, los versos en sus labios. Sintió un ligero vértigo, pero después la pesadez de sus miembros fue aliviada por una sensación de ligereza. La paz se extendió en su corazón vengativo. Tuvo que obligarse a no olvidar que debía sonsacarle a ese viejo chiflado dónde podría encontrar a Roç, ¡sólo después lo dejaría irse al Paraíso!
Mira tu cuerpo, nacido del polvo
¡obra magnífica y lograda!
¿Por qué temes que llegue el final?
¿Por qué crees que la muerte reduce a la nada?
Vito seguía sentado, con la mirada hundida en los ojos de John Turnbull. En el fondo le envidiaba ese ánimo que le permitía emprender con tanta ligereza el último viaje mientras él seguía atormentándose por hallar respuesta a la pregunta: «¿Quién está facultado para derramar la sangre de los reyes?»
Pregunta que iba pérfidamente ligada al preámbulo. Así tu profeta Jesús, hijo de Dios», que ningún cristiano creyente podía negar, puesto que transmitía la relación establecida con el hijo de Dios.
Vito suspiró e intentó ahuyentar las imágenes que nacían de su mente ofuscada y que desfilaban ante su ojo interior. Se veía sentado en lo alto de la torre, en medio del desierto; pero el Paráclito[702] ostentaba los rasgos eternamente jóvenes del anciano John Turnbull, y él, Vito, era el tentador. Apage Satanas![703]
Los descendientes del Mesías eran los reyes ungidos, y los «asesinos» eran considerados adeptos fanáticos de la chía[704]. En cambio el papado, al que él, como diácono general de los cistercienses, debía representar, seguía la norma de la sunna[705], despreciada por los ismaelitas, pero que representa la continuidad del mensaje por boca del ser humano y no a través del misterio de la sangre dinástica.
El lago brillaba como un espejo, la orilla y el horizonte resplandecían difuminados por el calor y bajo la luz cegadora. El Mesías ungido caminaba sobre el agua y le hacía gestos a él, Vito, para que siguiese su ejemplo. Jesús era un niño, Roç, le hacía señas y le sonreía. Profundere sanguinem regium?[706]
Aquella mañana, a Vito le habría gustado interrogar una vez más a John Turnbull acerca de las dudas que lo asaltaban, pero comprendió que era demasiado tarde y que el viejo herético se llevaría al Paraíso la posible respuesta a la pregunta que lo mortificaba.
A él, Vito de Viterbo, no le quedaba más remedio que creer en el pecado original de Adán, en el vicio de Caín, en la pauta obligada y marcada por Abraham de tener que matar al último descendiente del emperador y del Grial. ¡Él era un condenado! Su autoritario padre, «el cardenal gris», había fallecido el año anterior. No le había sido concedido el placer de vivir el final de su odiado enemigo Federico, una muerte que le habría llenado de alegría y satisfacción. Pero aunque ya no existiese el severo preceptor que habitara en el Castel Sant’Angelo, la presión no había disminuido y Vito seguía obrando por la fuerza de sus impulsos. Aunque ahora se sentía cansado.
La cantilena de los ancianos coincidía con el narcótico en amortiguar los impulsos al tiempo que agudizaba los sentidos, liberando la mente de la carga de la razón y de la pesadez de la vida terrenal, despertando el deseo inmenso del alma de desprenderse del cuerpo y volar sobre las alas del águila hacia el Paraíso.
Vito inhaló el aliento fresco de la resina candente y sabrosa de cannabis y apenas sentía ya la gravedad plomiza de sus miembros.
Los ancianos se habían incorporado y se inclinaban en círculo ante John Turnbull, que se incorporó también e hizo a Vito señal de que lo siguiera.
El diácono general se incorporó tambaleante y dos jovenes fida’i tuvieron que apoyarlo para que pudiese seguir con sus muletas a Turnbull, quien se adelantaba a paso ligero.
Cuando dejes atrás el cuerpo
no dudes, ¡pues serás como un ángel
que cruza los aires al vuelo!
John Turnbull miró hacia atrás, antes de susurrarle por encima del hombro:
Pero no debes permanecer allí
pues también en el cielo existe la vejez.
Abandonaron la biblioteca subterránea y ascendieron a la plataforma exterior.
Deja atrás el reino de los cielos
y busca el océano infinito del ser consciente.
Para que la gota de agua de tu existencia
¡pueda nutrir cien poderosos mares!
John Turnbull acompañó a Vito a su asiento como si le entregara los últimos versos de la canción.
No creas que sólo la gota se transforma en océano
¡también el océano se transforma en gota!
Los «asesinos» de Masyaf se habían situado ya en los escalones que ascendían a derecha e izquierda del hemiciclo. En el centro se sentaba Taj al-Din, el Grand D’ai, pero a su lado, allí donde en otras ocasiones había visto a Roç y hacia donde Vito dirigió rápidamente la mirada, estaba otro muchacho, y Vito hizo un esfuerzo por reconocerlo: era el joven fida’i de los puñales ensartados, aquél que ante sus ojos se había arrojado al abismo a través de «la Puerta del Paraíso». El mismo que había entregado los tres puñales unidos a Roç y que ahora volvía a tenerlos en sus manos.
—¿Cómo es eso? —le susurró un Vito excitado a Turnbull—. ¿No fue a parar al Paraíso el de los puñales?
—Nos ha sido devuelto —le aclaró Turnbull en voz baja—, y otro ocupa ahora su lugar: la noche pasada, Roç, el hijo del Grial, nos ha abandonado para ingresar en el Paraíso.
El corazón de Vito parecía querer reventar de alegría. ¡Los dos niños estaban muertos! Dios lo había dispuesto así, liberando a su instrumento Vito de la obligación de tener que usar la fuerza homicida de sus manos. ¡Dios ya no precisaba de él!
—¿Veis, Vito? —se dirigió Turnbull una vez más hacia él—. Todo ha terminado de la mejor de las maneras posibles —y le guiñó divertido un ojo al diácono general—. También vos podréis gozar ahora de los placeres celestiales.
Vito contempló, apoyado en las muletas y presa de un distanciado arrebato, cómo el maestro venerabile se acercaba al Grand D’ai y cómo ambos hombres se fundieron en un abrazo breve, casi formal.
Después se inició el palmoteo rítmico. John Turnbull se dirigió con paso decidido a la puerta cuyas batientes se habían abierto, aceleró los pasos, se volvió una vez más hacia atrás cuando ya se encontraba bajo el arco de la puerta —parecía querer enviarle una señal a Vito— y se dejó caer de espaldas al abismo.
—¡Esperad! —gritó Vito, y concentró todas sus fuerzas en seguirle con las muletas; descendió por la pedregosa senda y, para entonces, el aplauso que había empezado a apagarse volvió a recuperar su pleno vigor para animarlo. Y cuando él empezó a tropezar arrojó furioso las muletas, venció el dolor punzante que subía desde los pies paralizados queriendo negarle este último servicio y, acompañado de un aplauso atronador, arrojó el cuerpo hacia adelante para «¡volar como un águila!» Así se arrojó de cabeza por «la Puerta del Paraíso».
DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE
San Juan de Acre, 11 de abril de 1251 d.C
He regresado de El Cairo, junto al hermano Nicolás, con buenas noticias para el rey Luis.
El sultán Aibek se enteró a su debido tiempo, como es lógico, de que Yves «el Bretón» estaba negociando en Damasco. De modo que me resultó fácil imponer la exigencia del rey de que fueran liberados los últimos prisioneros y nadie habló ya de la suma restante del rescate.
Nuestros hombres fueron liberados en Egipto después de haber sido alimentados debidamente para poder resistir la difícil marcha por el desierto de Sinaí. Se decidió que el transporte se efectuaría formando varias caravanas y al condestable le pareció bien, pues el alojamiento y la reincorporación presentaba dificultades en las condiciones estrechas del espacio disponible en Ultramar. El rey, a su vez, esperaba que aquellos pobres desgraciados reforzaran el poder menguado de sus tropas.
Pero la mayoría de esos hombres estaban hasta las narices de servir y luchar por recuperar la ciudad santa de Jerusalén, y exigieron ser embarcados cuanto antes en dirección a casa, a Francia, y ni el dinero ni las buenas palabras de Luis sirvieron para convencerlos de lo contrario. Esa actitud llegó a causarle un profundo disgusto al rey.
—En estas condiciones no hay esperanza de que podamos emprender una nueva cruzada, mi querido Joinville —se dirigió a mí—. Enrique de Inglaterra, que ya había tomado la Cruz en sus manos, ha conseguido que el Papa le conceda un nuevo aplazamiento. En consecuencia, mis señores hermanos se resisten a debilitar el ejército francés enviando más tropas a Ultramar. ¿Y el señor Inocencio? No se le ocurre predicar pidiendo ayuda para nosotros, ¡ni mucho menos! Lo que hace ahora es llamar a una cruzada contra el hijo de Federico, Conrado,[707] lo que le viene muy bien a mi hermano Carlos. ¡Todos juntos están traicionando a Jerusalén!
—Sólo dependemos de nosotros mismos, majestad —intenté consolarlo—. Sin embargo, hay una esperanza: el sultán Aibek nos ha prometido, siempre que entremos con él en una alianza militar contra An-Nasir, que nos devolverá todo el territorio del reino de Jerusalén y llegando en el este hasta el río Jordán, en cuanto los mamelucos hayan conquistado Damasco.
—No sé si deberíamos desearlo, querido Joinville.
—¿Acaso tenemos otra elección? —le pregunté—. No lo creo —me respondí yo mismo sin vacilar—. Pero eso significa, si nos aliamos con los mamelucos a la espera de que se conformen con quedarse junto al lejano Nilo, ¡que mientras tanto, tenemos a An-Nasir dispuesto a agarrarnos por el cogote!
—Lo que, a su vez, significa —reflexionó el rey en voz alta— que no debemos enemistarnos con los «asesinos». Fue algo estúpido por mi parte permitir a los dos grandes maestres que se enfrentaran violentamente a la última embajada, y ahora «el anciano de la montaña» mantiene un silencio ofendido. Yves sigue en Damasco. ¿Tal vez deberías…?
Nos interrumpieron unos toques de fanfarria y el heraldo nos avisó de la llegada del príncipe de Antioquía. Nos asomamos a la ventana. Vimos ondear las banderas que llevan un león rojo en campo blanco y también vimos la cruz de tres puntas del conde de Trípoli, los colores de Tarento y de Lecce. Un séquito vistoso de unos treinta caballeros acompañaba al joven príncipe; los caballos habían sido ricamente equipados con valiosas gualdrapas y los tambores emitían un ritmo frenético.
—Prepárate para una nueva misión, mi querido senescal —añadió el rey todavía, y yo dije rápidamente:
—Conforme, pero esta vez me llevaré a William como intérprete.
—Haz como gustes —sonrió Luis con la boca pequeña—. Si lo prefieres a él y desprecias los servicios de mi estimado Nicolás de Acre, ¡te diré que, por mi parte, no me importa perder de vista a William de Roebruk!
«Conviene escuchar la voz del propio corazón. Será inevitable dar un salto de león. Pero quien no consiga vencer la insensatez, la llevará siempre cargada sobre sus espaldas. El pantano de la irracionalidad no puede ser cruzado a paso rápido.»
Me despedí del rey, y al bajar por la escalera me encontré cara a cara con la festiva comitiva procedente del principado del norte. Entre los numerosos curiosos que la seguían descubrí a mi William.
El condestable condujo a Bo de Antioquía a la sala de audiencias. El príncipe debía contar por entonces catorce o quince primaveras pero, en cualquier caso, daba la impresión de estar muy seguro de sí mismo, y su porte revelaba cierta madurez.
Así me lo confirmó mi secretario al presentarse poco después en nuestro albergue.
—Su padre, el príncipe Bohemundo V, ha muerto. El joven Bo viene a pedir al rey Luis que lo declare mayor de edad.
—Es una demanda justa —dije yo—, y estoy seguro de que el rey lo confirmará en el trono.
—Desde luego —ratificó William, con expresión divertida—. Su majestad ha declarado en seguida que armaría con mucho gusto caballero al joven, pero —sonrió mi William, que también en ésta, como en tantas otras ocasiones, sabía más que todos nosotros— ese placer se verá enturbiado muy pronto, ¡pues nuestro príncipe recién nombrado tiene la intención de destituir, en cuanto regrese, a su madre la regente!
—Eso no les gustará a los papales —reconocí la importancia del golpe—. Luciana de Segni[708] es una pariente cercana del Papa Inocencio.
—Es una persona débil y sin voluntad propia, una muñeca de cera en las manos de sus confesores romanos.
—En ese caso —dije yo—, le está bien empleado. Lo que no entiendo es por qué os excita tanto la perspectiva.
—Porque alguien me ha contado que fue ella quien consiguió introducir en Masyaf a un emisario de Roma, un tal Vito de Viterbo.
—¿Y qué? —pregunté yo.
—¡El hombre ha muerto! —dijo William con un estremecimiento—. Recordad que ese mismo verdugo de la curia nos persiguió a mí y a los niños hasta la misma Constantinopla, donde al fin acabó arrojándose por una ventana.
—Si está muerto, muerto está —fue cuanto se me ocurrió decir—. Además, pronto nos dirigiremos a Masyaf, y allí podréis cercioraros de lo sucedido. El rey nos destina a los dos a una embajada ante los «asesinos».
William no parecía muy feliz.
—Creo —dijo después— que debería quedarme aquí, porque me preocupa la situación de Yeza. Marcharme de San Juan de Acre mientras ella sigue retenida en el monte Carmelo…
—¡Qué tonterías inventas ahora! —contesté impaciente—. No hay otro lugar donde la muchacha pueda estar tan segura como en el convento. Vendrás conmigo, ¡por orden del rey! —le mentí.
EN CUANTO EL SOL desaparece en el mar de la bahía de Haifa, un frío cortante se instala en el monte Carmelo, situado cerca de allí. Aparecen unos vientos helados que acarician los muros del convento ardientes de sol, buscan las ventanas y las grietas abiertas y caen en los patios interiores levantando el polvo.
En la sala de baños se había reunido en torno a la abadesa un pequeño círculo de monjas viejas que se apretujaban juntas y hablaban con susurros.
Detrás de ellas, sin que casi nadie le prestara atención, Yeza era desatada y bajada de una mesa. Su vientre y sus piernas desnudas quedaron cubiertos de nuevo con el hábito.
La hermana Dagoberta, encargada de explorar el himen, se acercó a la cuba de agua, olió una vez más el dedo corazón extendido y después lo lavó en el líquido.
—Virgo intacta —proclamó malhumorada ante la mirada ansiosa que las monjas clavaron en ella.
Mas atrás la criada Ermengarda, cuya presencia había sido solicitada, soltó las últimas ataduras que habían sujetado los finos tobillos de Yeza con tal fuerza a las patas de la mesa, para conseguir que su vientre infantil quedase bien abierto, que la sangre se le había ido de los pies.
Ermengarda le aplicó un masaje en las piernas y Yeza se hundió en la certeza de haber perdido toda capacidad de sentir.
No se había defendido, lo había aceptado todo: el mal aliento de las mujeres que se inclinaron sobre ella, el dedo que toscamente penetró en su cuerpo y le había hecho daño. Apretó los dientes y no demostró con ningún gesto la ira y el asco que la inundaban.
Bajó de la mesa, le dio las gracias a la buena criada que seguía arrodillada delante, le acarició levemente el cabello y se alejó. Se sentía incapaz de soportar más el hedor de aquellas mujeres que olían a pescado, a orina, a ajo y sudor de sobaco.
—Persiste la sospecha —dijo la hermana Cándida, una monja de seco aspecto —de que se haya fijado…
—¿Habláis de un incubus[709]? —se burló la abadesa—. ¿Acaso un feto es capaz de penetrar en el vientre a través del oído? ¿O cómo os figuráis que pueda suceder, hermana?
—El rabo del diablo encuentra muchos agujeritos —reía por lo bajo Dagoberta, una monja de robusta osamenta. Pero obtuvo por toda respuesta una advertencia.
—Espero de vos que tengáis algún conocimiento más explicito de lo que es un útero —dijo la abadesa con voz cortante—. Para hablar ahora así, igual podríamos haber esperado a que se le hinchara el vientre con el crecimiento del fruto. Pero no existe la posibilidad de estar «un poco embarazada». Por tanto, debéis jurar ante…
—Yo sólo puedo decir lo que he palpado: el himen está intacto y, sin embargo…
—¡Se acabó! —ordenó la abadesa—. ¡Ni una palabra más! ¡Y no hablarás de esto con nadie!
Le hizo a Dagoberta y Cándida señas de acercarse:
—En cualquier caso, la novicia merece un castigo por el disgusto que nos ha causado y la obstinación demostrada.
—Propongo —dijo Cándida con entonación animada— que la dejemos con los pies desnudos, de pie y con los brazos extendidos…
—Y un ejemplar de la Biblia puesto encima de la mano para añadirle peso —añadió Dagoberta con intención siniestra—. Si la deja caer será señal…
—¡De que desprecia la palabra de Dios! —concluyó la abadesa.
—¡Después ya veremos!
Capit Deus temporale
nascendi principium,
sed pudoris non amittit
virgo privilegium,
nec post partum castitabis.[710]
A la abadesa le era indiferente el resultado de la exploración pues, en su opinión, el simple hecho de haber tenido que realizarla era sumamente reprobable. Le habría gustado expulsar sin más a Yeza del convento, pero a ello se oponía el mandato del rey; y también la reina, a la que había comunicado su grave sospecha, esperaba conocer el resultado. La abadesa temía que toda esa historia tuviese funestas consecuencias y llegó a pensar que tal vez fuese preferible provocar la huida de la muchacha.
A quo postquam et fecunda
nulla sibi fit secunda
miro modo fuit mater,
cuius torum nescit pater.[711]
Desde los edificios bajos le llegaba el canturreo de las monjas.
En su despacho la esperaba Nicolás de Acre, confesor del convento. Parecía extrañamente apesadumbrado y no irradiaba la sonrosada serenidad de la que normalmente solía hacer gala.
—La reina Margarita ha decidido poner fin, como sea, a todas esas habladurías. Incluso aunque no haya embarazo, el hecho de que siga existiendo la fuente de la duda es capaz de provocar daños sin fin para la casa real. Nadie lo creerá y empezarán a circular rumores intolerables. De modo que conviene provocar un aborto con resultado letal, es decir: no deben sobrevivir ni el feto ni la madre.
—Pero matar es un pecado mortal, Ilustrísima —dijo la abadesa, y palideció—. No lo cometeremos en esta casa; no mientras yo sea abadesa ante Dios y los hombres.
—¡Quién habla de asesinato, distinguida señora! Podemos pensar en una repentina enfermedad, o en su caso en un error médico: un accidente lamentable…
—¿Entre los muros de este convento, donde hay un centenar de oídos curiosos?
—Procurad entonces que se suicide, lo que acortaría el sufrimiento de la señora reina…
—¿Y qué tal si hiciéramos desaparecer a Yeza?
—¡Demasiado tarde! —respondió Nicolás—. Esa vergüenza exige ser enterrada cuanto antes para que podamos tener la esperanza de que se olvide muy pronto. Es algo que no nos puede ofrecer una princesa Yeza viva, una persona que siempre ha despertado demasiadas expectativas.
El sacerdote se levantó del asiento, saludó con un gesto destinado a levantarle el ánimo a su interlocutora y abandonó la estancia.
La abadesa se acercó a su escritorio y abrió un cajón. Allí descansaba el puñal que le había hecho retirar a Yeza cuando la muchacha, nada más ingresar en el convento, se dedicó a asustar a las hermanas con el arma. Lo ocultó entre las ropas de su hábito, y justo cuando quería cerrar la puerta tras ella oyó un salvaje griterío y chillidos de dolor procedentes del patio. Pero decidió ignorarlo y dirigió sus pasos a la celda vacía de Yeza. Antes de entrar se cercioró con una mirada de que el pasillo estaba vacío. Introdujo el puñal mongol debajo de la manta del lecho de la muchacha y se apresuró a acudir al patio.
Varias monjas sujetaban a Yeza, que repartía golpes y patadas y había sido atada ya a una silla.
Dagoberta esperaba con una jarra llena de infusión humeante y un gran embudo, como suele utilizarse para separar la uva, con la intención de hacer tragar a la muchacha a la fuerza otra ración de la bebida.
Cándida andaba por el patio dando pequeños saltos y quejándose:
—¡Esa pequeña bruja ha dejado caer las Santas Escrituras sobre mis pies! —se quejó ante la abadesa, pero ésta se interesó más que nada por el contenido de la jarra.
—Una infusión inocua de mandrágora, verbena y abrótano macho… —informó Dagoberta. Pero Cándida rectificó con sorna:
—… ¡Además de semilla de quermes, ruda y cólquico! ¡Eso limpia la chimenea más pecaminosa por la que haya podido meterse el diablo!
La abadesa le sacudió a la monja un golpe en plena cara y derribó la jarra de cerámica, que se rompió en mil cascotes derramando un líquido turbio sobre el pavimento.
No dejó de advertir que Nicolás de Acre las observaba desde el fondo de las arcadas, aunque después desapareció.
—¡Desatadla! —ordenó a las excitadas monjas—. Llévala a su celda —se dirigió a Ermengarda, que se apresuró a obedecer—, y dale de beber tanta leche como sea precisa para que vomite.
Después se dirigió de nuevo a las exaltadas mujeres.
—En cinco minutos espero a todas y cada una en la capilla. Silentium strictissimum! —gritó, al ver que algunas todavía cuchicheaban—. ¡Os espera una larga noche!
DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE
En camino, 28 de abril de 1251 d.C.
Los últimos días antes de emprender el viaje programado a la fortaleza de los «asesinos» los pasé casi completos en palacio y sin permitir que se me perdiese de vista mi secretario, del que sospeché que alimentaba en secreto el deseo de distanciarse de la empresa para, como suele decir, cumplir mejor con sus obligaciones como protector de la hija del Grial, de la que hasta entonces se había preocupado muy poco.
Con todo, los rumores que llegaban del monte Carmelo a San Juan de Acre eran de naturaleza más bien infausta. En la corte se oían murmuraciones acerca de un supuesto embarazo de Yeza, embarazo que sería debido al extraño encuentro que tuvo con su augusta majestad a una hora nocturna en el interior de la gran pirámide. Nuestro ingenuo señor Luis alimenta tan torpe sospecha hablando con entusiasmo de la virgo intacta.
El Hospital de los sanjuanistas no se encuentra junto al recorrido diario que cada día emprendo en dirección al castillo del rey, sino sobre la orilla del mar, cerca del Montmusart.
Sin embargo, un grupo de aquellos caballeros se hizo el encontradizo conmigo y me condujo, no a la sede del gran maestre, sino al baluarte de los hospitalarios, una gigantesca fortaleza que alcanza de una a otra muralla de la ciudad.
En la torre me esperaba Juan de Ronay, que ahora ocupa de nuevo un segundo plano dentro del rango de la Orden, lo que le provoca un evidente malestar, pues me trata con esa clase de obstinación que es testimonio de la propia inseguridad.
—Debéis admitir, señor de Joinville —me comentó—, que en «la causa» que nos ocupa no habéis tenido éxito, por lo cual tampoco os debo nada.
—Mi querido Ronay —le respondí—, tanto si lo consideráis un éxito como un fracaso, la culpa es de vos mismo. Yo me limité a aconsejaros, pero el que actuó habéis sido vos. ¿Acaso queréis insinuar ahora, a posteriori, que he ostentado poderes de gran maestre? —Mis palabras dieron un golpe certero, y aún le añadí estas otras—: En cuanto a la confianza que me merece vuestra palabra, quedo a la espera del resultado, suponiendo que el honor de la Orden no se haya echado a perder bajo vuestra dirección.
Tras oír mis alegaciones cedió en seguida y se limitó a murmurar algo acerca de un supuesto «mundo tan desagradecido», afirmando después que respondería personalmente de la remuneración que se me debía, «aunque», añadió con cierta precipitación, «haré todavía un último intento y cuento para ello con vuestra ayuda».
—Siempre habéis podido contar con ella.
—Esto es muy confidencial, senescal, pero os digo que si la princesa sale viva del convento, abandonará cuanto antes San Juan de Acre. Y ésa será nuestra oportunidad, la última por cierto.
Me lanzó una mirada significativa y yo me eché a reír.
—Para tal fin no había necesidad de disfrazaros de Pythia[712], mi querido Ronay. Hoy en día cualquier quiromante[713] entre esta ciudad y la de Yafo os diría lo mismo, sin cobrar por ello, pues no se trata de un oráculo difícil. Lo que yo esperaba oír, en realidad, era el anuncio de que vuestros caballeros están procediendo en este momento a liberarla, aunque sea a la fuerza.
—No podemos hacerle eso al rey —rechazó mi propuesta.
—¡Pero sí podéis hacerle eso a la reina! —le repliqué con aspereza—. Si volvéis a vacilar ahora, será demasiado tarde o habrá otros que se atrevan.
—Si la princesa realmente lleva en su seno un hijo del rey… —empezó a exponerme sus dudas y sus reservas.
—Entonces habréis dado dos golpes a la vez, puesto que tendréis en vuestras manos el destino de la madre y el niño: de la hija del Grial y del bastardo del Capeto. Deberíais estar contentos si fuese así, pues es lo que siempre habéis deseado, ¡pero debéis tomar al fin una decisión al respecto! —Me indignaba su postura reticente.
—Me ocuparé de eso —refunfuñó el sanjuanista—. No os preocupéis, porque esta vez no cometeré ningún error.
—¡Haced lo que os guste! —dije yo—. ¡Pero después no me hagáis responsable a mí!
—¡Os haré saber a su debido tiempo cuál será vuestra intervención en este asunto! —me gritó aún, recuperada su acostumbrada altivez, pero ya a mis espaldas.
Me tragé la respuesta. Estoy obligado a llevar el juego hasta el final, pues de no hacerlo todos mis esfuerzos habrían sido inútiles, y si me detengo a pensar en los templarios, que seguramente estarán más que furiosos debido a esos rumores acerca del supuesto embarazo, o si pienso en la Prieuré, me embargan los peores presagios.
Cuando finalmente arribé al castillo acababa de llegar también la embajada tanto tiempo esperada de los «asesinos». No eran los mismos de la primera vez, sino unos fida’i ya mayores que mostraban el comportamiento de personas muy ponderadas.
Le traían al rey una camisa de su Grand D’ai, como signo del más profundo afecto: «Así como la camisa está más cerca del cuerpo que cualquier otra prenda, del mismo modo su señor y maestro abraza con todo afecto al señor rey Luis, un afecto que es más amplio y más fuerte que la unión que pueda atarlo a otros reyes.» También le entregaron un anillo del dedo del Grand D’ai que llevaba grabado el nombre de éste, en señal de que se sentía ahora ligado al rey por medio de una alianza y los emisarios expresaron el profundo deseo de que a partir de ahora estuvieran siempre de acuerdo como si realmente se hubieran unido en matrimonio.
A mí me pareció todo demasiado sentimental, altisonante y por demás exagerado, pero el rey se mostró emocionado.
Entre los valiosos regalos había también una talla de marfil hecha con el colmillo de un elefante y un animal vivo de cuello largo al que llaman dharafa[714], así como diferentes clases de manzanas, todas ellas talladas en piezas de finísimo cristal y cuarzo. Había tableros de ajedrez con marquetería de nácar y ébano y cuyas figuras eran de asta tallada y adornada con ámbar, así como adornos taraceados con jaspe, cornalina y otras ágatas. Otras figuras eran de amatistas color violeta y de un jade verde claro.
Cuando los emisarios abrieron las cajas de los regalos brotó un perfume tan intenso que llenó toda la sala de audiencias.
El rey los despidió asegurándoles su benevolencia y cuando el joven príncipe de Antioquía, que estaba presente, pidió que le concedieran el honor de acompañarlos a sus albergues nadie sospechó nada.
Sólo mi William me pellizcó la manga y dijo:
—¿Os habéis dado cuenta de las señales que el fida’i más anciano ha transmitido a Bo?
Yo declaré:
—Pero, mi querido William, es muy natural. Al fin y al cabo, aunque los «asesinos» no son señores cuyos feudos dependan de Antioquía, sus castillos sí se sitúan en su mayor parte dentro del territorio del condado de Trípoli.
—¡A mí me parecieron unos gestos demasiado familiares, demasiado importantes y demasiado secretos! —insistió mi secretario en su propia clarividencia—. ¡Seguramente tienen algo que ver con Yeza!
—¿Y por qué no habrían de tenerlo? —dije yo, aunque decidí pasarles una advertencia a los sanjuanistas.
El rey nos retuvo a su lado.
—He decidido —dijo— no dejarme avergonzar y enviarte ahora mismo, querido Joinville, como si hubieses estado ya en camino cargado con valiosos regalos, antes de que llegaran los «asesinos» a mi presencia. Así quedaremos mejor.
Y mandó reunir los regalos.
Éstos forman un montón aún mayor que los recibidos y consisten en joyas, broches, anillos y collares de perlas. A ello se añaden piezas enteras de valiosos géneros de terciopelo y seda, prendas de peletería y cotas de malla finamente trabajadas y cubiertas de acero templado, cuyo brillo oscila entre la plata y el azul, espuelas de oro y arreos de finísimo cuero y pesada plata. Y finalmente una copa de oro cincelado que contiene en su cavidad otra de cristal puro, hecha de una sola pieza.
—Dile a «el anciano de la montaña» que el rey ha bebido en esta copa, y que cada vez que la lleve a sus labios debe pensar con afecto en su real hermano.
El príncipe Bohemundo regresó entonces con pasos agitados a la sala de audiencias. En aquel momento no parecía tanto un príncipe a punto de gobernar, sino que se asemejaba de nuevo más bien a un muchacho de catorce años prematuramente convertido en adulto.
—Majestad —le recordó— cuando me armasteis caballero me prometisteis cumplir un posible deseo que yo tuviera…
—Os di mi palabra de rey —le respondió Luis, y parecía divertido—. ¡Expresad, pues, ahora mismo ese deseo!
Bohemundo poseía una intuición segura de cómo le convenía presentar su solicitud de la manera más efectiva, y de modo que al rey le resultara del todo imposible negársela. Se arrodilló delante de Luis.
—Regresaré como caballero vuestro y lo primero que haré será entregar a mi hermana Plaisance en matrimonio a mi primo Enrique de Chipre, siempre que vuestra majestad esté de acuerdo…
—Claro que estoy de acuerdo —dijo el rey—, y espero que, gracias a ese matrimonio, el rey Enrique consiga al fin tener el tan deseado heredero.
—Unos sucesos tan agradables —prosiguió Bo— querrán ser celebrados con grandes fiestas por mis buenos súbditos, a los que no deseo hacer esperar más —añadió con expresión serena. El rey asintió—. Ahora bien: mi verdadero deseo personal es tener a mi lado, como mi invitada en Antioquía, a una amiga muy querida, Yeza, princesa del Grial, que deseo viaje conmigo y participe de la felicidad tanto mía como de mi pueblo.
No prestó atención a que los labios del rey, al ser pronunciado el nombre de Yeza, se contrajeron y parecieron vaciarse de sangre.
Toda la corte presente estaba observándolo, de modo que a Luis no le quedó más remedio que responder con cordialidad forzada:
—Si es ése vuestro deseo, lo cumpliré con mucho gusto. Pero la princesa ha tomado el velo y no sería justo prescindir de pedir el placet a la abadesa, además de preguntar su propio parecer a la novicia.
—En ese caso —dijo Bohemundo y se incorporó—, os ruego acudáis ahora mismo conmigo al monte Carmelo para aclarar la cuestión.
Su aspecto era muy serio y decidido.
El rey intentó ganar tiempo.
—Mis asuntos de gobierno no me permiten ausentarme en este instante, pero en cuanto tenga ocasión… —se interrumpió al ver que el joven rostro del príncipe reflejaba una furiosa desilusión—. Tal vez mañana.
Pero Bo no aflojó.
—Antioquía es demasiado importante para vos como aliada contra An-Nasir, por lo que no creo que os podáis permitir ninguna afrenta. La palabra dada debe ser cumplida de inmediato, como si fuese una deuda de juego.
—Aún no conocéis la diferencia que hay entre un caballero de fortuna y un buen jugador —dijo el rey—, pero tampoco quiero quedar ante vos como un perdedor pudiendo ser lo contrario y cumpliré en seguida lo que concedí con generosidad. De modo que el cumplimiento no se verá aplazado y no quedará un mal sabor de boca que rebaje el valor de lo otorgado. Así pues, ¡vamos allá, príncipe!
—Vuestra sabiduría y generosidad avergüenzan mi juvenil impaciencia —se inclinó Bo.
Con la intención de crear un ambiente más distendido, el señor Luis ordenó que partiéramos todos, de modo que me vi obligado a sumarme a la cabalgata.
Por si acaso, envié a mi secretario para que informara a Juan de Ronay del desarrollo que estaban tomando los acontecimientos.
Formamos un grupo importante de jinetes y cabalgamos a lo largo de la orilla de la bahía en dirección a Haifa, y, entre todos reinaba un ambiente tan festivo como si se tratara de ir en busca de una novia. Sólo el rey parecía un tanto apenado, aunque intentaba ocultarlo.
En nuestro ascenso al monte Carmelo nos encontramos con la abadesa que se dirigía, montada en un asno, a San Juan de Acre.
Bo reprimió su ímpetu y dejó en boca del rey la tarea de exponer a la abadesa el asunto que nos llevaba al convento, cosa que hizo planteando con mucha delicadeza la pregunta de si tenía algo que oponer a una visita de Yeza a Antioquía. Para nuestra gran sorpresa, la abadesa pareció sentirse violenta y declaró sin ambages que la habían llamado a presencia de la reina precisamente para tratar de tan espinoso asunto y que ella estaría más que contenta si sacábamos a Yeza del convento.
—¡Cuanto antes mejor! —exclamó—. ¡Daos prisa! —y azuzó a su animal con la vara.
Cuando llegamos al convento la hermana portera se mostró algo atribulada ante nuestra presencia.
—La novicia está en el baño —tartamudeó, pero en aquel instante se presentó la moza de la cocina que mantenía relaciones con William y me hizo señas inconfundibles. Entonces le dije a Bo y al rey que yo me ofrecía a entrar en el convento. Bo insistió en acompañarme.
Dulcis sapor novi mellis
legem diri fregit fellis,
per quod dici fuit favus
stella maris, Deus almus.[715]
El canto de las monjas, aunque ellas permanecían invisibles, resonaba con nitidez en los oscuros pasillos y me recordó los gritos de las cornejas cuando se atacan unas a otras en los campos otoñales.
Ermengarda, pues éste es el nombre de la moza, corría delante de nosotros por las oscuras bóvedas. Tuvimos que bajar por escaleras de piedra hacia los sótanos, hasta llegar a una reja de hierro ensartada en la tierra.
—¡La cisterna! —susurró Ermengarda con un estremecimiento—. ¡Sacadla de ahí!
Miré hacia abajo y me encontré directamente con los ojos muy abiertos de Yeza, que tenía el cuerpo sumergido hasta las caderas en el agua fría.
—¿Dónde está la llave? —me dirigí a la criada, a punto de perder la paciencia.
—La han escondido —rompió a sollozar la mujer—, he procurado todo el tiempo arrojarle piedras calientes para que…
—No podemos perder tiempo buscando la llave —exclamó Bo, decidido—. ¡Senescal, vuestra espada!
Me la arrancó de las manos y se puso a dar golpes cada vez más salvajes a la cerradura, sin éxito alguno excepto en que el filo de mi preciosa arma empezó a estropearse y en cualquier momento podía partirse la hoja.
Entonces la criada trajo una barra de hierro oxidada y la empleamos como palanca, con ayuda de una piedra debidamente colocada al respecto. Empezamos a saltar todos sobre la barra hasta que reventó el anclaje de una espiga y pudimos levantar la reja junto con la cerradura.
Me lancé hacia la abertura e intenté tenderle la mano a Yeza, pero por mucho que ella se estirara no podíamos tocarnos.
Entonces la robusta moza llamada Ermengarda saltó al agua, abrazó las piernas de Yeza y la levantó hasta donde estábamos nosotros. Bo la cogió por debajo de los brazos y pudimos sacarla de allí.
Yeza quedó acostada en el suelo, chorreando agua y temblando como las hojas de un álamo. Tenía el rostro azulado y sus ojos permanecían cerrados como si se hubiese desmayado.
Rápidamente sacamos también a la criada de su mojada cárcel y fue ella quien nos indicó que frotáramos los brazos y las piernas de la muchacha mientras iba a buscar mantas y ropas.
Le subí medio avergonzado la falda por encima de las rodillas y empecé a aplicar un masaje a las piernas de Yeza, para que la sangre volviese a circular, mientras Bo la cogía por los brazos y la sacudía. La cabeza le bamboleaba de un lado a otro.
Al fin abrió sus bellos ojos y por primera vez en toda mi vida la vi llorar.
Ermengarda regresó cargada de mantas y detrás de ella se introdujo el rey con su séquito en la cámara subterránea.
Cuando vio a Yeza acostada se arrodilló a su lado y cubrió sus manos frías con besos, por lo que tuvimos que apartarlo para poder envolver a la muchacha en unas mantas y sacarla al exterior. Bo seguía al cuerpo envuelto, del que apenas asomaba la nariz, sumido en una confusión absoluta.
El rey se incorporó y llamó a su lado a su condestable, el señor Gilles le Brun.
—Encuentra a los culpables —dijo en voz baja— y no te andes con remilgos. ¡Los colgarás de los pies con la cabeza metida en esta misma agua hasta que hayan muerto!
Después echó a andar, y su aspecto era el de un hombre destrozado.
De alguna parte trajeron un palanquín en el que acostamos a Yeza. La fiebre formaba perlas de sudor en su frente, y su respiración era ruidosa. Ermengarda le hizo tomar una bebida humeante e introdujo varias piedras calientes entre las mantas.
Yeza abrió por primera vez los labios y sonrió con mucho esfuerzo.
—¿No querrás que me queme ahora?
La criada se asustó, pero Yeza le rodeó el cuello con los brazos.
—Tus piedras me han salvado la vida, pues habría muerto de frío de no haberlas tenido debajo de los pies.
Entonces Bo se quitó un anillo de oro de su dedo y se lo regaló a la criada. Las lágrimas y las toses de Yeza eran para nosotros una prueba segura de que viviría, y cuando vimos que le goteaba la nariz se alivió nuestra pesadumbre y pudimos emprender el regreso.
El rey cabalgaba al lado del palanquín sin separarse de él ni un momento.
Cuando llegamos a San Juan de Acre llevaron a Yeza en seguida al hospital y llamaron a los mejores médicos. Yo regresé a mi albergue, donde me esperaba mi querido William. Cuando le informé del rescate de Yeza resultó que también en esta ocasión sabía más que yo.
—Ha sido obra de la reina —me confió—. Ha hecho venir a la abadesa porque ésta se oponía a los intentos de matar a la muchacha.
—Es una acusación increíble, señor de Roebruk —le advertí, pero él sacudió la cabeza.
—Esperad, buen senescal, y oíd lo que tengo que contaros. Cuando me enviasteis en busca del señor de Ronay, me dijeron que la reina lo había llamado. De modo que regresé al castillo y me asomé a la capilla. No había nadie, pero después los oí venir, y discutían intercambiando palabras muy excitadas. Al no saber muy bien cómo explicar mi presencia me escondí en un confesionario, lo que en realidad sé que no se debe hacer, pero así pude oír, sin haberlo querido, un discurso que no estaba destinado a mis oídos.
«¡No faltaba más!», se indignaba la señora Margarita. «¡No faltaba más que llevar a esa pequeña puta hereje en viaje triunfal a Antioquía. Hasta podría ocurrírsele a ese mocoso impertinente Bo ofrecerle la mano y casarse con ella, convirtiéndola en princesa soberana y desplazando a mi amiga Luciana, la pobre viuda y desgraciada madre. No, señor Juan de Ronay, no quiero que eso suceda. Esa hija bastarda del Grial, que al parecer incluso lleva en su seno a otro bastardo, ¡no puede seguir viva y no debe abandonar viva el monte Carmelo! Es lo que espero de vos, caballero de San Juan, una Orden sometida al Papa y a Cristo. ¡Y es también lo que de vos espera la Iglesia!»
«¡No!», dijo el señor de Ronay con voz clara y expresiva. «Aun corriendo el peligro de que nos retiréis vuestra benevolencia, ¡ni siquiera el Papa puede exigirnos un crimen de tal magnitud!»
«Así pues, ¿la dejaréis en libertad para que todo el mundo se entere de nuestra vergüenza?», preguntó la reina con gran astucia.
«La vergüenza aún está por demostrar», dijo el sanjuanista muy tranquilo. «Yo estoy dispuesto a darle refugio y mantenerla perfectamente oculta, vigilada por la Orden, hasta que transcurra el período necesario para que se demuestre la existencia o no del incubus. Después veremos, es decir: el capítulo de la Orden será quien decida.»
«Al menos espero que ofrezcáis a Bohemundo un acompañamiento de honor para cuando regrese a Antioquía.»
«Os lo aseguro con mucho gusto y formaré un séquito tan importante que sobrepasará en número y fuerza de armas a los acompañantes del joven príncipe.»
«Veo que me habéis comprendido. Un pequeño accidente durante el viaje, querido Juan de Ronay, merecería en mi opinión el premio de una buena fortaleza donada a la Orden», susurró la altiva señora al despedirse.
«Tenemos castillos en número suficiente», le respondió el sanjuanista, «¡aunque siempre intentamos acrecentar nuestra fama!» Y se alejó con pasos enérgicos.
—La reina permaneció algún tiempo sentada en uno de los bancos. Yo no temía demasiado que llegara a arrodillarse ante un confesionario. Una mujer así no suele tener nada que confesar. La verdad es que se retiró muy pronto.
Mi secretario había terminado.
—No está mal —dije yo.
—¡Está mal, pero que muy mal! —dijo él.
El rey mandó llamarnos, ordenando que nos dirigiéramos a palacio ya listos para viajar, pues nos quería enviar a todos juntos en cuanto mejorara Yeza del estado de debilidad en que se encontraba.
—Dada su naturaleza de joven leona —completó William el informe—, ¡no tardará mucho!
Tardó mucho menos de lo que suponíamos, pues cuando llegamos al castillo nos dijeron que Bo de Antioquía ya había emprendido el regreso y que había sacado a Yeza del hospital, ayudado probablemente por los sanjuanistas, que habían ofrecido un séquito importante para acompañarlo.
Puesto que también la embajada de los «asesinos» insistía en regresar pronto, empaquetamos rápidamente los regalos para «el anciano de la montaña» y nos pusimos asimismo en camino.
El rey nos acompañó hasta la puerta del castillo y nos saludó con la mano en señal de despedida. Su aspecto era triste.
EL JINETE SOLITARIO que se acercó a primera hora de la madrugada al vado de Jacob había mirado varias veces hacia atrás para comprobar que nadie lo seguía. Después obligó a su caballo a meterse en el agua, a pesar de que ésta le llegaba a las caderas.
Aquel paso a través del río Jordán, al norte del lago Tiberíades, representaba entonces la frontera entre el territorio de Damasco y las propiedades cristianas emplazadas a lo largo de la costa: una frontera que no mostraba otras marcas características.
Yves había tenido que abandonar Damasco sumido en la vergüenza. An-Nasir no tuvo necesidad de expulsarlo bajo amenazas ni insultos, pero en el transcurso de pocos días «el Bretón» se había dado cuenta de que el ambiente en la corte del sultán le era cada vez más adverso, hasta cerrársele del todo, como un lago que acaba de helarse. No se había atrevido a seguir moviéndose sobre un terreno tan cenagoso hasta que se manifestaran las primeras grietas y se lo tragara el abismo, por lo que prefirió alejarse a altas horas de la noche, humillado y con el corazón rebosante de rabia.
El agua fría del río montañero lo empapó hasta el interior de las botas y cuando su cabalgadura ascendía por la pendiente del lado opuesto vio en las cercanías de la orilla el palanquín negro, rodeado de algunos caballeros templarios que habían desmontado y que, envueltos en sus mantos blancos, observaban inmóviles al jinete que se dirigía hacia ellos.
—¡Yves «el Bretón»! —procedió él a identificarse—. ¡Al servicio del rey! —dijo también, aunque estaba seguro de que lo habían reconocido hacía tiempo, al menos el más joven de ellos: un caballero imberbe cuyo manto le pareció a Yves ser más largo que los demás, y más fino el bordado de la cruz de extremos acabados en zarpas que ostentaba.
Reconoció a su vez en aquel joven a Guillem de Gisors[716], hijastro de «la grande maîtresse», e Yves sintió un escalofrío, pues conocía las murmuraciones que lo calificaban de «ángel de la muerte».
Si el palanquín estaba vacío, y eso era algo que nunca se podía saber, significaba que cabía esperar la aparición de algún cadáver importante. Incluso solía decirse que el palanquín acudía con más puntualidad que la propia muerte y que nunca lo hacía en vano.
—¿Hacia dónde cabalgáis para salvar el cuello, «Bretón»? —preguntó uno de los caballeros con voz bronca.
Yves se tocó con un gesto involuntario la nuca, pero después decidió dar una explicación.
—Estimados caballeros —dijo—, deberíais evitar pisar suelo sirio. Ya no hay paz con An-Nasir.
—Yves «el Bretón» —se dirigió otro, riendo, al de Gisors— deja casi siempre tierra quemada detrás de él; ¡así habrá hecho en Damasco!
—¡No tengo por qué dejarme insultar! —se indignó Yves, y su mano se movió hacia la empuñadura del hacha.
—¡Perdonad! —medió el ángel—. Sabemos que habéis labrado un surco precioso en el campo del sultán y sembrado una semilla muy fina que al Temple le gustará ver germinar.
Yves enrojeció al oír tan inesperado elogio.
—Pero os habéis adelantado en el tiempo.
Aquellas palabras constituían un reproche, por lo que Yves agachó la cabeza, sintiéndose culpable.
—No soy campesino sembrador.
—No —dijo el de Gisors—, y tampoco sois hombre que sepa hablar.
—No soy más que un guerrero inútil.
—Todos los guerreros son inútiles, pero entre éstos sois uno de los mejores, ¡os podéis comparar con cualquier caballero!
—Nunca habéis querido admitirme en vuestra Orden. —Yves no había renunciado a esa esperanza.
—¡Dios nos guarde! —exclamó Guillem de Gisors, y soltó su risa clara y llena de frescor—. Lo que quiero decir es: ¡Dios os tendrá reservadas otras misiones más elevadas! Lo divino tiene que superar los abismos donde reinan la maldad y el poder del infierno, para eso está el diablo.
Y señaló a Yves como si éste fuese la personificación de Satanás.
—El señor Yves es un personaje muy importante pues, de no existir él, ¡el bien no sería identificable!
—¡Mi deseo es servir a la justicia! —protestó «el Bretón».
—¡Muy loable! —exclamó el templario—. ¡Que por cierto es un invento humano y, por esa misma causa, de naturaleza gravemente defectuosa!
—Yo deseo luchar por la fe de Cristo —iba excitándose Yves cada vez más, pues se daba cuenta de que no lo tomaban en serio.
—¡Mejor aún! —se mofó el del manto blanco—. ¡Ésa sería una paradoja tan grande como regar fuera del tiesto!
Todos se echaron a reír, y el de Gisors prosiguió:
—Debéis seguir dando caza a infieles y herejes, Yves, ¡y la Iglesia os lo premiará aun en esta Tierra!
«El Bretón» creyó haber entendido la insinuación.
—Nada malo deseo a los hijos del Grial —rechazó el reproche, pero para su gran confusión Gisors, el templario, lo interrumpió.
—¡Pues deberíais hacerlo! ¡Seguid vuestro impulso! Perseguir a los infantes reales significa otorgarles fama y honores.
—¿Pero por qué yo? Ellos no me han hecho nada y nada quiero de ellos —se defendió Yves, ya furioso.
—Os equivocáis, Yves: ¡los niños son el precio que debéis pagar para disfrutar del aprecio del de Anjou! —dijo Guillem de Gisors con toda frialdad, y añadió en tono burlón—: ¡Ése es el pacto que os une al verdadero diablo!
—¡El diablo sois vos, cara de ángel! —gritó entonces Yves, y arrancó el hacha del cinturón donde la llevaba sujeta de una forma que le había inspirado la lucha que sostuvo en su día con Ángel de Káros. Pero el arma de Yves era mucho más eficaz: la bola dotada de clavos había sido incorporada al hacha mediante una espiga que se introducía en su extremo y con la cadena oculta en el mango. A una presión del dedo salía la cadena y le permitía a su dueño hacer circular la bola en un círculo mortal, de alcance inesperado.
De momento Yves la dejó oculta y se dirigió al templario con el hacha en alto, pero en aquel instante su caballo se espantó; empezó a relinchar lleno de temor, levantó las patas delanteras, y lo arrojó a tierra. Yves cayó de espaldas, su armadura crujió y el golpe le hizo perder el sentido.
Cuando volvió a abrir los ojos no habría podido decir cuánto tiempo había estado acostado en la húmeda hierba. Su caballo pastaba no lejos de allí. Yves se sentó y vio que su hacha de combate estaba clavada cerca de él en la tierra, llena de sangre. Había huellas de muchas herraduras en el fango de la orilla y llegaban hasta el vado. Pero ya no había rastro del palanquín ni de los templarios.
Yves pasó de largo y a trote rápido bajo las murallas de Safed, la gran fortaleza templaria que vigilaba «la puerta de Siria», y se dirigió a Starkenberg, el castillo de los caballeros teutónicos.
El comendador Sigbert von Öxfeld era un hombre recto y honrado, de quien podía esperar un buen consejo y enterarse del ambiente que reinaba allá abajo, en San Juan de Acre, y así sabría si podía atreverse aún a presentarse en la corte o adónde le convenía dirigirse.
DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE
En camino, 5 de mayo de 1251 d.C.
Para superar el adelanto que nos llevaba la avanzada que había atravesado la Puerta de San Antonio, situada junto al castillo, nosotros tomamos la puerta norte, la de San Lázaro, y cabalgamos junto al mar. La embajada de los «asesinos» que nos acompañaba habría preferido que pasáramos cuanto antes a territorio dependiente de Damasco, pero si nos decidíamos a atravesar el interior montañoso del país tendríamos aún menos esperanzas de poder reunirnos con los sanjuanistas y las gentes de Antioquía que siguiendo la ruta elegida, por la que podíamos recorrer sin obstáculos toda la longitud de la costa.
A la altura de Starkenberg nuestros espías nos informaron de que ya habíamos sobrepasado a los escapados, y que éstos avanzaban con dificultades por un valle paralelo al nuestro, recorriendo el lecho de un río.
Lo consulté con William y acordamos que no íbamos a pronunciar ni una palabra de reproche, sino que saludaríamos como la cosa más natural del mundo tanto al príncipe Bohemundo como al sanjuanista de mayor rango. Cuando aparecieron a nuestras espaldas ya estaba anocheciendo.
Juan de Ronay, que encabezaba para gran sorpresa mía el numeroso grupo de la Orden, no se mostró demasiado complacido de tenernos a nosotros en la comitiva viajera, y mucho menos aún, según se expresó con bastante grosería, a «esos navajeros de “el anciano de la montaña”».
Como oscurecía con rapidez nos dispusimos a acampar perfectamente separados unos de otros. Cada grupo encendió su propio fuego y organizó sus propias guardias.
William insistió en que quería ver a Yeza para tener una impresión personal de su estado de salud. Al parecer, lo atormenta el remordimiento por no haber ejercido con el debido rigor sus obligaciones de cuidar de ella mientras estuvo en el monte Carmelo. Intenté tranquilizarlo.
—¡Su liberador y anfitrión Bo se ocupará de todo!
Pero mi secretario sacó una vez más a relucir su tozudez flamenca.
—¡Entonces iré solo!
Así pues, decidí acompañarlo, y además ordené que nos siguieran mis tres banderines de caballeros, para que el joven príncipe se diese cuenta en seguida de quién era el que le iba a presentar allí sus respetos a él y a su invitada.
Pero antes de haber alcanzado las tiendas de los de Antioquía nos cerraron el camino los guardias de los sanjuanistas. Habían trazado un círculo de vigilancia alrededor de todo el campamento, hasta el punto de que aquello parecía más un encierro que una precaución para protegernos. Yo protesté levantando tanto la voz que el propio Bohemundo se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y reprochó a los caballeros de la Orden su comportamiento prepotente.
—Mis caballeros —exclamó en voz alta— son lo suficientemente hombres como para garantizar ellos solos la seguridad de la princesa, ¡y sus amigos son también los míos y pueden venir a visitarla cuando mejor les parezca!
Nos abrazó a mí y a William y nos condujo sin más hasta la tienda de Yeza, que había sido transportada en palanquín, seguía acostada y tenía todavía un aspecto muy pálido y débil. Cuando vio a William, una sonrisa iluminó su delgado rostro, después le tendió la mano y retuvo la de él.
—Mi ángel de la guarda —susurró—, ¡estoy tan contenta de poder volver a ver a Roç!
A William se le saltaron las lágrimas.
—Yeza —tartamudeó—, mi pequeña reina —y cubrió de besos sus manos—, primero tienes que recuperar fuerzas…
—Yo soy fuerte, y además no arrastro conmigo tantas libras inútiles como tú, minorita gordinflón.
Palmoteó la mano del minorita para darle ánimos.
—Juntos hemos resistido muchas cosas, y mañana pienso montar de nuevo a caballo. ¡Estoy impaciente por llegar cuanto antes junto a Roç!
William se incorporó.
—En ese caso, debes tomarte ahora mismo la medicina y dormir mucho.
—¡Sí, mi querida nodriza! —bromeó Yeza, y abandonamos la tienda.
Observé con cierto disgusto cómo mi secretario hacía un aparte con el joven príncipe y, aunque no pude oír todo lo que hablaban, sí me enteré de que le estaba aconsejando a Bo que se cuidara de los sanjuanistas:
—… Tal vez este viaje no tenga para ellos el mismo objetivo que para vos, y lo que deseen sea apoderarse de Yeza. ¡No dejéis de vigilar!
—¡Qué idea tan horrible! —dijo Bo—. ¡Inmediatamente haré llamar al gran maestre en funciones y lo interrogaré personalmente!
—Será mejor no hacerlo —dijo William, y su voz bajó de tono para proseguir en un susurro que yo interrumpí interviniendo en la conversación.
—¡Mi secretario ve fantasmas por todas partes! —bromeé—. ¡No hay razón alguna para sospechar nada de la Orden!
—Vos lo sabéis mejor que yo, mi senescal —se atrevió mi secretario a responder, tachándome de mentiroso o, peor aún, acusándome de estar también conjurado, por lo que exclamé ofendido:
—William, ¡os ordeno que regreséis de inmediato a mi lado!
Entonces Bo se plantó y dijo:
—Si William quiere pasar la noche al lado de Yeza y el mío, y si desea hacer lo mismo durante el resto del viaje, ¡no seréis vos quien lo impida, mi querido Joinville!
William también se me acercó y me dijo:
—No penséis que hablo de una manera irresponsable o que os vaya a abandonar, mi señor, puesto que el rey ha ordenado que vayamos juntos en la embajada dirigida a ver a los «asesinos». Yo no temo nada por mí ni temo a nadie en el mundo, y en cuanto a mis temores relacionados con la infanta, he dicho lo que tenía que decir y lo reafirmo. ¡Ahora podemos marcharnos!
—¡Como digáis, querido secretario! —intenté bromear para quitarle tensión al ambiente, y mientras me alejaba dirigí una sonrisa llena de superioridad a Bo de Antioquía, que se quedó sin saber qué pensar de nosotros.
«¡Es ridículo!», iba pensando yo. Pero no lo dije, puesto que realmente el mío no había sido un papel muy brillante en aquella escena. ¡Me lo pagarás, William!
Regresamos a nuestro campamento sin intercambiar más palabras y allí nos enteramos de que el mayor de los «asesinos» nos había estado buscando para discutir acerca del resto de la ruta con nosotros.
Dije malhumorado:
—William, ¡ve a decirle que viajaremos por donde yo lo considere conveniente!
Mi secretario asintió con aire resignado y se dirigió a la tienda de los «asesinos». Yo no tenía ganas de esperar su retorno ni de enzarzarme en una pelea con él, de modo que, aunque a disgusto, me acosté para dormir un poco.
YA ERA NOCHE CERRADA cuando un caballero solitario hizo sonar la campana delante de la puerta de Starkenberg. Yves «el Bretón» fue conducido a presencia del comendador.
—Señor Sigbert —declaró «el Bretón» exagerando su ánimo abatido—, sé que no me apreciáis mucho. Pero no podéis negarme albergue durante la noche.
Sigbert von Öxfeld se había retirado ya a dormir y se encontraba ahora ataviado con un largo camisón frente a aquel huésped a quien nadie había invitado.
—¡Sí podría! —gruñó el gigante de cabello canoso—. Aunque, por otra parte, tampoco me disgusta la visita tardía que me hacéis, señor Yves, ¡por lo que os aseguro que estos muros os ofrecerán protección mientras lo consideréis necesario!
—¿Hemos llegado ya al punto de que incluso vos, que habitáis un desierto, estéis enterado de la desgracia que persigue a Yves «el Bretón»? —se lamentó el recién llegado—. Ayer aún era un orgulloso emisario del rey y hoy me veo perseguido como el último ladrón.
El comendador mandó que trajeran vino, pan y queso y «el Bretón», que estaba muy hambriento, no se hizo rogar.
—En ambos casos, vos mismo tenéis la culpa, porque imaginándoos embajador habéis sobrepasado vuestros límites y poderes, del mismo modo que ahora también imagináis que os persiguen.
Yves lo miró sorprendido mientras masticaba con la boca llena.
—El rey no os ha retirado su benevolencia ni su mano. ¡Os esperan nuevas tareas, y no tenéis motivo alguno para desesperar! —añadió el comendador, mostrándose apaciguador.
Sigbert no dijo que había estado previsto nombrar a Yves emisario ante los «asesinos» de Masyaf, lo cual él sí sabía. Tampoco mencionó con palabra alguna que, ocupando su lugar, acababan de pasar de largo ante Starkenberg el conde de Joinville y su secretario, y que «el Bretón» habría podido alcanzarlos aún con facilidad; y mucho menos le informó de que Yeza acompañaba al grupo en calidad de huésped del príncipe de Antioquía. Una vaga incertidumbre hizo pensar al caballero teutónico que era mejor mantener a «el Bretón» alejado de los infantes.
Yves enderezó la espalda encorvada y se limpió la boca con el dorso de la mano antes de coger la copa que Sigbert había vuelto a llenar.
—Llegará el día en que no me podrán negar el ser armado caballero —dijo, y levantó la copa—, ¡y entonces las Órdenes pelearán por tenerme en sus filas!
Sigbert lo miró divertido:
—Menos mal que no sois germano, pues eso nos exime de participar en la justa.
Levantó a su vez la copa y brindó amablemente con «el Bretón».
—Ahora decidme, por todos los santos y por la Virgen en especial, ¿por qué queréis que os armen caballero?
Yves, que había vuelto a hundirse sobre sí mismo, enderezó de nuevo el cuerpo:
—Porque entonces podré participar, igual que vos, Sigbert von Öxfeld; igual que el señor Gavin Montbard de Béthune y que el señor Constancio de Selinonte, en la realización de «el gran proyecto»[717].
—¿Y qué sabéis vos de «el gran proyecto»? —respondió el comendador, aparentemente bastante divertido y hablando a la ligera, aunque en realidad tan despierto como un perro pastor que, en lugar de ladrar, intenta engañar y asustar al lobo—. Además, habéis olvidado al señor Crean de Bourivan —añadió después, queriendo completar el círculo protector—. Al hacer vuestro recuento, ¿no observáis con cuánta previsión han sido elegidos todos? Ninguno de nosotros, los caballeros —prosiguió Sigbert—, hemos escogido la tarea. Nos han destinado a ella.
—¡Es la única y tal vez la última gran aventura que ofrece nuestra época, en la que me ha tocado vivir hasta ahora una vida del todo insignificante! —insistió Yves, exponiendo con cierto desenfreno sus ilusiones—. ¡La protección y la promoción de los infantes reales! ¡Daría mi sangre por ellos!
El comendador parecía muy pensativo. Recordó que sólo los locos no toman en serio a los locos.
—No depende de mí que se cumpla vuestro deseo más íntimo —dijo—. Muchos fueron llamados, pero pocos elegidos, y nadie sabe cuál es en último término el contenido de ese «gran proyecto», ni qué destino les reserva a los niños.
—Me da igual —se emocionó Yves—. Si yo fuese caballero, ¡estaría luchando por su realización, sea cual sea su contenido!
—No es el hecho de ser armado caballero lo que decide quién debe figurar en el séquito de los niños, sino el deseo ardiente de servir al Grial —cedió Sigbert al deseo impaciente del otro. Estaba cansado y pensó que no conviene retener a quien se siente viajero.
—Si la Prieuré no quiere aceptarme… —se defendió Yves aún, demostrando al comendador que no era del todo ignorante.
—En ese caso —cortó Sigbert su discurso y se puso de pie—, ¡los únicos que podrían concederos el nombramiento son los propios infantes!
—¿Dónde están? —se levantó entonces también Yves, dando un salto—. ¿Dónde los puedo encontrar?
—Precisamente ésa sería una de las pruebas que deberíais superar —le respondió el comendador con sorna—: la de buscar a los infantes. Si no los sabéis encontrar, ¡significa que jamás podréis estar entre los elegidos! Buenas noches.
Y condujo al huésped a una de las habitaciones de la torre, donde se guardaban muchas cajas y armarios, aunque también había allí un lecho preparado con finos lienzos y dotado de dosel.
—Os deseo sueños agradables —dijo el comendador, y le cedió la vela de sebo—. Nos veremos mañana por la mañana en la misa matutina, a menos que queráis prescindir de la oración.
Apenas dejaron de oírse los pasos de su anfitrión Yves se arrojó, todavía vestido, sobre el suntuoso lecho y se quedó mirando el dosel. Que el comendador hubiese comentado con tanta naturalidad el destino de los infantes, como si representaran una unidad, sólo podía significar que estaban de nuevo juntos, que se habían reunido mientras él se encontraba en Damasco. Lo más probable era que ya no estuviesen tampoco en San Juan de Acre, pues en tal caso no le habría insinuado que tratara de encontrarlos, ya que no haría falta. Se propuso hacerlo, aunque para ello tuviese que llegar hasta el fin del mundo.
Yves estaba cansado, y dado que no podía lavarse, como le habría gustado hacer, quiso darse al menos el gusto de vestir una camisa limpia, teniendo en cuenta también que aquel lecho real estaba preparado con sábanas limpias y una colcha de tela adamascada.
En la antesala había visto, al pasar, en uno de los armarios abiertos, una chilaba egipcia que podría servirle de camisón.
De modo que cogió la vela y regresó a ella. La luz oscilante de la llama cayó sobre cajas y arcones y entonces vio en la esquina un bastón de empuñadura extraña, igual a otro que le habían ofrecido en el bazar de Damasco. Él sabía que en aquel bastón finamente labrado se ocultaba un estilete afilado que podía utilizarse como un sable. Para comprobarlo giró la empuñadura y sacó el arma. Un trozo de pergamino cayó al suelo. Yves lo recogió y leyó:
—Queridísima Yeza. —Sintió una fulminante sacudida interna: ¡un mensaje de Roç! ¿De cuándo sería?
El muchacho advertía a su amada, dando muestras de una extraordinaria claridad mental y previsión, que no tomara el velo si a él le sucedía algo. Eso significaba que había estado allí de paso en su camino hacia Homs. ¿Tal vez estuviese aún en esa capital, encerrado en las mazmorras de An-Nasir? ¡No!
Yves recordó las palomas mensajeras que habían llegado al palacio del soberano en Damasco. Por ellas se enteraron de que Roç había abandonado Homs hacía tiempo, que nada malo le había sucedido y que los «asesinos» lo habían conducido a Masyaf.
De modo que también Yeza, incluso si no recibía jamás el mensaje del muchacho, se dirigiría hacia allá si lo buscaba. E Yves estaba muy seguro de que ella, mientras albergara una mínima esperanza de encontrarlo vivo en alguna parte, lo seguiría buscando.
A Yves se le olvidó la túnica y se envolvió, tal como venía vestido, en la colcha; lo único que hizo antes fue limpiarse un poco las botas.
—«¡Habéis olvidado mencionar a Crean de Bourivan!» —se había burlado de él el comendador. De modo que estaban en Masyaf. Ahora sabía hacia dónde debía dirigir sus pasos.
«El Bretón» se durmió, satisfecho.
DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE
Scandelion[718], 6 de mayo de 1251 d.C
Cuando nos despertamos de madrugada vimos que de la niebla matutina surgían las ruinas de la fortaleza bizantina Scandelion, junto a la orilla del mar, pero esa observación carecía de importancia, pues en el mismo instante empezó a oírse un gran griterío en el campamento de los sanjuanistas: los de Antioquía se habían marchado llevándose a Yeza al amparo de la oscuridad nocturna. Lo único que quedaba era el palanquín vacío. Y entonces observé que también nuestros «asesinos» habían desaparecido.
Dirigí a William una mirada de reproche y él me la devolvió primero adormilado y después haciéndose el sorprendido, para contestarme finalmente con un simple encogimiento de hombros.
Juan de Ronay mandó decirme que participáramos en la urgente persecución. Y que si no alcanzábamos a los fugitivos, me culparía a mí.
No tuve ocasión de preguntarle el porqué ni me vi capaz de conseguir que ataran con tanta prisa los regalos encima del lomo de los animales de carga.
De modo que los sanjuanistas salieron solos y la única esperanza que me quedaba a mí era que no siguieran a lo largo de la costa, sino que se dirigieran tierra adentro. Porque era evidente que los «asesinos» intentarían llegar cuanto antes a las montañas, donde tenían su sede, mientras que nosotros sólo podíamos apoyarnos en unos pocos castillos: y entre éstos, sólo en los de los sanjuanistas.
Los teutónicos de Starkenberg no moverían ni un dedo mientras Sigbert von Öxfeld tuviese el mando sobre ellos, y los templarios de Safed nos dispararían con las catapultas e intentarían bloquearnos de cualquier modo y a la fuerza el camino si llegaban a enterarse de que pretendíamos dar caza a Yeza. Pero no alcanzamos siquiera a comprobarlo.
Apenas llegamos al pie de las montañas nos encontramos con los sanjuanistas que se nos habían adelantado. Entre los árboles y las hendiduras de las rocas bailaban densas nieblas, y en cuanto alguno de nosotros se acercaba a la linde del bosque para intentar el ascenso caían sobre nosotros montones de piedras y teníamos que dar un salto atrás si no queríamos vernos aplastados junto a nuestros caballos.
—¡Malditos hechiceros! —gritó Ronay, casi llorando de rabia—. ¡Esa niebla está fabricada por los fumadores de hachís y levantadores de piedras! ¿A quién se lo debemos? ¡A vos, Joinville! ¡Sois vos quien nos ha entregado en manos de esa pandilla de malvados! —siguió exclamando—. Pero esto tendrá consecuencias, ¡podéis estar seguro de que vos y vuestro gordo secretario seréis acusados como culpables de este fracaso!
Yo no me sentí en la obligación de defender a William, pero sí quise aclararle mi categoría personal.
—Soy embajador del rey —le dije—, y si me ponéis la mano encima o tocáis a mi secretario o impedís que lleve a cabo mi misión, ¡os arrepentiréis amargamente de ello, Juan de Ronay!
De modo que prescindimos de tomar el camino de las montañas y regresamos a la costa para seguir avanzando en dirección al norte.
Nadie nos dirige la palabra, ni a mí ni a William, y prácticamente nos tratan como a prisioneros. El sanjuanista nos está acuciando y he comprendido que hará cuanto esté en su poder para atravesarse en el camino de los fugitivos a la altura de Baalbek, en la llanura de la Beka’a, que ellos deben cruzar forzosamente si quieren evitar tanto la ciudad de Damasco como la de Beirut. O sea que nosotros debemos avanzar más deprisa y la única esperanza que nos queda es que la debilidad de Yeza juegue a nuestro favor.
CUANDO SE LEVANTÓ la niebla matutina liberando de su abrazo las murallas y los bastiones de Masyaf, y los primeros rayos de sol extendieron sus dedos cálidos, John Turnbull pidió que lo transportaran, con su austero lecho, desde su habitación en la torre hacia la plataforma superior.
Allí se encontraba el observatorio, y en un marco basculable estaba suspendido el espejo señalizador cubierto de espejitos de plata en su hueco cóncavo.
Por la noche solían cubrirlo con paños para protegerlo del rocío y los criados tuvieron que retirarlos ante la terca insistencia del anciano. Después les ordenó que orientaran el espejo de modo que pudiese recibir la señal largamente esperada.
John Turnbull se había acostado para morir, como había hecho ya otras veces, entre las sonrisas de los «asesinos». Pero en esta ocasión la caída en la red había afectado realmente a su delicado cuerpo; le dolían las articulaciones, aunque no se había roto nada cuando sufrió la dura caída desde el Bab al dyanna hasta el ramaje trenzado en el que su cuerpo dio unos saltos como si fuese un pez plateado, antes de cerrarse sobre su cabeza y de ser rescatado a través del agujero practicado para facilitar el vuelo de las águilas.
Vito, que lo había seguido dando a su vez un salto, sufrió una gran sorpresa cuando cayó al abismo pasando de largo ante el maestro recogido en la red, para acabar muerto y con el cuerpo destrozado. Su último pensamiento sería que el viejo cascarrabias lo había engañado y que aquella puerta tal vez no condujera al Paraíso. ¡Y lo del vuelo no sería más que otro engaño, igual que el espectáculo de las águilas que se alejaban batiendo majestuosamente las alas!
Con toda seguridad Vito no habría tenido más disgustos, pues para entonces su cuerpo ya se estaba estrellando contra las rocas y su alma habría saltado rápidamente al infierno, que es donde le correspondía estar.
John Turnbull había decidido ahora tomarse en serio su voluntad de morir y, recordando su procedencia cátara, había iniciado la endura[719], es decir: se había negado en redondo a ingerir ningún alimento, ni siquiera agua.
Pero al menguar el volumen del cuerpo consiguió su espíritu despertar a una última lucidez, que le proporcionó una clara visión de la situación y el reconocimiento de no haber cumplido aún del todo su misión en esta Tierra, por lo que obligó a su físico a resistirse a una muerte demasiado acelerada.
John Turnbull miró el disco redondo del espejo señalizador. Antes de poder abandonar la vida debía obtener la seguridad necesaria, y ésta le llegaría a través del espejo. Echó mano de la campana metálica y volvió a llamar a los criados.
Exigió que le trajeran al famoso invitado que desde hacía unos días se encontraba en Masyaf, Guillermo Buchier[720], el conocido maestro platero de París, famoso por su talento de crear artísticas construcciones que no solamente eran bellas en su status immobilis, sino que desplegaban todo su encanto cuando alguien ponía en movimiento el mecanismo interno que albergaban.
Aquel artifex ingenuus[721] iba camino de la corte de los mongoles, invitado por el gran kan, quien deseaba encargarle la instalación de un «árbol de bebidas» en el palacio de Karakorum: un mecanismo que llevaría hasta la mesa cuatro diferentes bebidas para que los príncipes tártaros, conocidos como buenos bebedores, no dependiesen tanto de la falta de diligencia y las mezclas extrañas servidas por los criados.
Los pensamientos de John Turnbull se dirigieron hacia las dificultades que implicaba un viaje por las desconocidas estepas, tal como William decía haberlo realizado en su día con los niños: un recuerdo que hizo sonreír al anciano maestro venerabile, aunque el final glorioso previsto en Constantinopla[722] no había sido después más que un golpe dado en el agua.
Había que haber visto cuánta rabia le había provocado aquel montaje a Vito de Viterbo, y la dignidad con que los infantes consiguieron llegar al final de la fracasada empresa. ¡Sus pequeños reyes!
Todos sus pensamientos giraban en torno a ellos desde que estaba acostado y luchaba con la muerte. Había que asegurar el futuro de los infantes antes de que él, iniciador de «el gran proyecto», pudiera retirarse y con él la figura del misterioso chevalier de Monte Sión. ¿Quién sería el guardián de los niños cuando él ya no existiera? Los templarios jugaban una partida poco transparente; los «asesinos» habían demostrado ser buenos aliados, pero sólo podían ser acompañantes en ese camino cuyo final debía buscarse en otra parte.
¿Tal vez fuesen los mongoles los llamados a crear el Imperio con que él había soñado?
Tenía que hablar con Guillermo Buchier, dado que su viaje lo llevaría ante el gran kan.
Los «asesinos» consideraban tan extraños a los mongoles como éstos desconfiaban de los primeros, y la sede principal de los «asesinos» en Persia se consideraba directamente amenazada por el gran Imperio de los kanes. Les interesaba tanto cualquier información procedente de Karakorum que habían vencido su proverbial austeridad prometiéndole al maestro platero un encargo importante para cuando regresara: el de crear un planetario para el observatorio de Masyaf; un planetario que debía mantenerse en perpetuo movimiento giratorio y circular, aprovechando la energía del agua.
Algo parecido había sido instalado ya en la torre de Alamut, y el Grand D’ai pretendía que la sede de Siria no tuviese una categoría inferior a la de sus hermanos persas.
De modo que el maestro Buchier gozaba del mayor aprecio en Masyaf, y le sería fácil pedir la instalación de una fragua y un yunque capaz de fundir y templar y de provocar el mayor de los ruidos, justificándolo todo con el afán de querer probar sus misteriosas técnicas de ruedas dentadas, roscas sin fin y transmisiones por engranajes mientras se mostraba indiferente al coste de los valiosos metales que necesitaba.
El huésped acudió sin tardanza a la plataforma y saludó al anciano recostado con el que podía hablar en su idioma de origen, y que no solamente mostraba interés y, sobre todo, comprensión por sus trabajos, sino que además rebosaba de ideas extraordinarias.
—¿Qué dice el espejo? —se inclinó el maestro platero a observar el disco brillante que, sin embargo, en aquel momento sólo reflejaba el cielo y las nubes viajeras.
—Estoy esperando una señal —dijo John Turnbull— que me dé la seguridad de que los infantes reales vuelven a estar reunidos, ¡aunque yo no llegue a verlo!
—Aún viviréis bastante tiempo —lo animó Buchier—, y os aseguro que he estado reflexionando sobre vuestra propuesta. La construcción no presenta dificultades, incluso con los pocos medios de los que dispongo aquí.
—Debéis prometerme —le susurró John Turnbull, tirando de la manga del maestro para acercarse a su oído —que ejecutaréis mi encargo antes de proseguir viaje. Os daré todo mi dinero…
—No lo necesitaré —rechazó con humildad el honrado artesano—. Sólo tomaré de vuestros fondos lo necesario para la compra de material, porque me gusta la idea. El resto de vuestro dinero puede servir a los distinguidos hijos del Grial para su manutención, ¡pues mis hijos no comen ni beben!
Una sonrisa iluminó el pálido rostro de John Turnbull.
—Siempre he conseguido acabar de algún modo con todos los perseguidores. Moriré contento, con la seguridad de que incluso después de mi muerte el chevalier de Monte Sión será capaz de engañar a los enemigos.
—Y yo contribuiré con mucho gusto a que lo consigáis —rió el platero—. Debéis saber que lo que impulsa al artista no es la adquisición de riquezas, sino el placer de rebelarse contra la maldad y sorprender siempre de nuevo a los que tienen la inercia instalada en la mente; a quienes siguen apegados a las costumbres.
—¡Estoy muy contento de haberos conocido, maestro!
Le apretó la mano, pero los ojos de Buchier estaban en otra parte.
—¡Un destello! —exclamó, y señaló el espejo. En efecto, la pulida superficie se iluminó con el reflejo de unas señales luminosas que venían desde lejos a dar en su concavidad.
El anciano se incorporó con esfuerzo, ayudado por el platero, y sus labios formularon una a una las letras que componían las palabras del aviso. Le resultaba penoso, gemía en voz baja y su respiración resonaba como un fuelle, pero no aflojó. Absorbió la noticia agarrándose al brazo de su ayudante.
—¡Yeza está camino de Masyaf! ¡Aleluya! —y se dejó caer para atrás, con expresión feliz.
—Por favor, maestro —dijo—, llamad a Roç. Ha llegado el momento.
Buchier besó conmovido la mano enflaquecida que aún sostenía en la suya.
—Os doy las gracias —murmuró John Turnbull.
El platero abandonó a paso rápido la plataforma.
John Turnbull tenía echada hacia atrás la cabeza plateada de ave de presa y daba un repaso mental a su vida.
Una vida dedicada a los infantes.
Había servido a muchos señores: en Bizancio a Villehardouin[723], del que obtuvo un feudo que después perdió; al obispo de Asís[724], que encubría sus herejías porque le hacían gracia. El chevalier de Monte Sión había luchado con «la hermandad de los mantos blancos»[725] en su resistencia clandestina contra Francia y la Iglesia, hasta que ya no hubo nada más por qué luchar… y hasta que la mujer que le había dado un hijo acabó quemada en la hoguera.
Crean, su hijo, ya no volvería a abrazarlo jamás. Pero él se sabía unido a su descendiente por un lazo espiritual que cubría cualquier lejanía corporal. Estaba seguro de que Crean sería su heredero como protector de Roç y Yeza. Su hijo había vigilado el recorrido de los niños desde el Montségur hasta Masyaf, y los podría llevar también a la lejana Alamut; o más lejos todavía, si fuera necesario. ¿Qué sería lo necesario? John Turnbull tampoco lo sabía, tal vez ni siquiera lo supiese la Prieuré. Ahí se encontraba el poder que lo disponía todo. Aun estando él al servicio del emperador, como cuando estuvo acreditado como embajador imperial ante el sultán, la Prieuré siempre había hecho prevalecer sus derechos preferentes. Él había podido acceder al círculo más restringido, se le había abierto una puerta detrás de la otra, pero nunca había podido franquear la última, pues siempre quedaba aún una última envoltura, una cáscara hermética. Nunca se le había revelado el núcleo misterioso que había dispuesto de su vida y la había gobernado. ¿Era un núcleo, o era una luz? ¿O un espacio vacío? ¿Un saber? ¿Un saber qué? No le cabía duda de que esa última instancia era el Grial, pero ¿qué era el Grial?
¿Lo sabría al traspasar la última puerta? ¿Y sería esa última puerta de verdad la última? Todo sucedería tal como estaba determinado.
Roç subió a la plataforma y se arrodilló en silencio junto a su lecho. Turnbull puso la mano sobre la cabeza del muchacho.
—Pronto estará Yeza aquí —dijo—. Os bendigo a los dos.
Después sonrió a Roç al ver que se le saltaban las lágrimas.
—Cuando la beses, dile que os amo a los dos.
El muchacho y el anciano permanecieron así durante mucho tiempo, siempre en silencio.
Al patio del castillo de Masyaf habían llegado entretanto Guillem de Gisors y los templarios; en cualquier caso, allí quedaba bajo el sol el palanquín negro, falto de todo adorno. Pero no se veía a nadie.
El calor hacía vibrar el aire y el aroma pesado del jazmín llegaba en oleadas desde los jardines prohibidos.
Más abajo, en la torre, el maestro Buchier oyó al Grand D’ai Taj al-Din decir con voz impaciente:
—Si ese viejo tozudo no es capaz de encontrar el final, enviadle al ath-thani[726]. ¡Mañana es la fiesta de Hasani-i Sabbah[727], y no queremos que lo apeste el olor a cadáver!
Roç se incorporó cuando entró el malak al mauk[728], un hombre calvo.
—Vete ahora, Roç —dijo Turnbull, y le concedió una última sonrisa—. ¡Haz lo que te he dicho!
Después cerró los ojos. Aún pudo sentir cómo le deslizaban bajo la nuca un trozo fresco y liso de madera y una mano cálida y carnosa le cubría la frente.
Cuando Buchier regresó poco después al cuarto de la torre John Turnbull había muerto.