I
EL HALCÓN Y LA PALOMA

Las piedras del templo de Baalbek resplandecían bajo el calor fulgurante de julio. El pequeño grupo descansaba a la sombra de las columnas y también sus monturas se protegían de la radiación vertical del sol en un rincón del muro, donde se entreveía en las ranuras algún ramaje cuyas hojas se habían secado hacía tiempo.

Entre «el halcón rojo» y la saratz había ido creciendo la tensión en el transcurso de su cabalgata por unas tierras que en su mayor parte les eran hostiles, y la atmósfera cargada de bochorno añadió lo suyo. No obstante, el emir, aunque no se atrevía a intentar romper el hielo, evitó cualquier gesto que pudiese inducir a la joven a manifestar un rechazo abierto. Lo que sí hizo fue echar mano del laúd de Madulain y cantar un conocido tenso[546], pero procuraba dar a entender que recitaba para su propio solaz y sin referirse a la joven. Roç observaba con emoción reprimida el vaivén de sentimientos encontrados.

Car jois e joven vos gida

cortese’e prez e senz

e toz bos captenemenz, [547]

canturreaba «el halcón rojo», y los ojos de Madulain echaban chispas.

Per qu’us sui fidels amaire

senes toz retenemenz,

francs, humils e merceiaire,

tant fort me destreing e-m venz

vostr’amors, qe m’es plasenz;

per qe sera chausimenz,

s’eu sui vostre benvolenz

e vostr’amics.[548]

A Roç lo hacía padecer el juego de palabras cuyo sentido no acababa de entender del todo; una situación que despertó su desconfianza sobre todo al ver que Madulain, buena conocedora de aquella canción y de la intención que lleva implícita, arrebató el instrumento al cantante sin concederle una mirada y le respondió con la misma indiferencia fingida:

Si fossi fillo de rei.

Creid voi que sia mosa?

Mia fe, no m’averei!

Si per m’amor ve chevei,

oquano morrei de frei.[549]

Domna, no-m siaz tant fera[550] —sonrió «el halcón rojo» y la miró de la forma más insolente de que fue capaz; después se levantó y salió cabalgando a explorar el contorno y orientarse sobre el siguiente trecho de su recorrido. Y también para intentar procurarse otros caballos, puesto que Homs ya no quedaba lejos y posiblemente llamaría demasiado la atención si los compraba en el entorno de la ciudad. Era bastante seguro que An-Nasir tuviese espías por todas partes.

La hija de los saratz y el muchacho descansaban medio escondidos entre las rocas, de modo que nadie podría haberlos visto al pasar por allí, y si algún visitante de las ruinas hubiese acudido a esa hora, lo habrían divisado ellos antes de que él los hubiese descubierto. Dicha situación les brindaba además la posibilidad de retirarse hacia las murallas superiores, que los protegerían de cualquier mirada extraña.

En todo caso, ésa fue la explicación que les dio «el halcón rojo», añadiendo que por regla general nadie solía aventurarse por allí. Se trataba de un lugar en el que antiguamente se celebraban sacrificios humanos en honor del dios Baal[551], y los espíritus de las víctimas seguían vagando entre los altares y las hendiduras de la piedra por donde antes corriera la sangre.

El vestido de Madulain estaba empapado de sudor y se le pegaba al cuerpo. Le habría gustado desnudarse ahora que «el halcón rojo» se había alejado, pero no quería excitar innecesariamente al muchacho. La joven se había dado cuenta de que, cuanto más avanzaban en su viaje, más y más se la comía con la mirada.

Al principio Roç había sentido mucha ansiedad por la ausencia de Yeza, pero su recuerdo palidecía con rapidez ante el aura femenina de la mujer que cabalgaba a su lado, de los pezones que se le dibujaban a través de la tela húmeda, del olor penetrante y desconocido que le llegaba desde las axilas cuyo vello oscuro se le revelaba a cada movimiento de la túnica, y de la adivinación del triángulo oculto cuya existencia se le insinuaba cuando la tenía delante y el sudor adhería la tela del vestido a sus muslos y al vientre.

Roç se había desprendido, como siempre que descansaban, de todas sus ropas excepto un taparrabos, y alrededor de la cadera sólo conservaba el cinturón con la cimitarra, porque «el halcón rojo» le había instruido: «Un caballero, cuando va a la guerra, lleva el arma encima incluso para mear y mientras duerme.» El cuerpo moreno y flexible del muchacho se dibujaba frente a las columnas de aquel lugar de culto pagano como una encarnación muy especial de Adonis[552], imagen desconocida para Roç, aunque intuyera y se aprovechara inconscientemente del efecto sensual que irradiaba su cuerpo.

—¡No andes tan despreocupado por ahí! —dijo Madulain, irascible—. ¡Alguien podría verte!

Con tal de alejarlo del muro, Madulain estaba incluso dispuesta a atraerlo con un gesto a su lado. Le tendió el odre de cuero lleno de agua después de haber bebido ella, pues se había dado cuenta del placer con que él se lo llevaba a los labios si antes lo había acercado ella a los suyos.

Roç bajó de un salto hacia donde estaba la saratz y casi cayó rodando sobre ella. Era evidente que buscaba el contacto corporal con la mujer y ésta no sabía si debía disfrutar o rechazar su deseo y su torpeza, aunque lo más acuciante en aquel momento era el ansia, o más bien la necesidad perentoria, de orinar; tenía que hacerlo en seguida, pero no estaba dispuesta a hacerlo delante de él. Por otra parte, sabía que la seguiría, porque siempre intentaba espiarla y sólo la presencia de «el halcón rojo» le había impedido hasta entonces meterse debajo de sus faldas.

—Voy a ver qué hacen los caballos —dijo con una entonación que intentaba restar gravedad a la situación, y se puso rápidamente de pie—. Tú quédate aquí, ¡y procura que no te vean!

Madulain se alejó en dirección a la antesala del templo, donde descansaban los animales bajo un porche cuyo tejado se había derrumbado.

Roç sabía muy bien que sus palabras sólo disfrazaban la necesidad de orinar, y apenas la joven hubo doblado la esquina empezó a seguirla, encorvado y gateando para no ser visto.

Por dos veces la había sorprendido ya cuando ella se subía las faldas y se agachaba, había visto su trasero desnudo, blanco como el mármol, y en cierta ocasión incluso había podido observar claramente, apretándose contra la tierra, el vello negro que asomaba entre sus piernas y el resplandor del chorro que salía de allí, hasta que acabó en algunas gotas sueltas, brillantes como perlas. Momentos como aquél eran los más excitantes para él, y entonces su miembro erguido empezaba a pulsar y lo inundaban el temor y a la vez la esperanza de que ella se diera la vuelta y lo descubriera, aunque le era imposible imaginarse lo que sucedería después. Pero nunca había podido gozar de la visión teniéndola de frente y mirándola desde abajo. Para que sucediera, la joven tendría que orinar sobre alguna cisterna abandonada, y él debía adivinarlo con antelación y ocultarse allí, y cuando se abriera aquel bosque negro… Pero ¿qué pasaría entonces? Sería Madulain la que decidiría la continuación de la escena, ¡aunque no todo lo dejaría en sus manos! Él estaba muy seguro de que la joven sabía perfectamente lo que procedía hacer, aunque durante el largo viaje jamás había ofrecido su cuerpo a «el halcón rojo», Roç también estaba seguro de eso, pues había prestado celosa atención a no dejar a los dos nunca solos e incluso de noche se obligaba a despertar de vez en cuando para comprobar que dormían separados.

Pero ¿por qué no regresaba Madulain? Las precauciones la hacían tardar demasiado y el lugar delante del templo se veía vacío.

Roç se fue acercando a la antesala, resguardándose de columna en columna. La joven no estaba junto a los animales, se escondía de él. Roç prestó atención por si oía algún ruido, pero sólo le llegaba el latido de su propio corazón.

Después oyó un grito ahogado, como el aullido de un animal. El muchacho sujetó la cimitarra y subió con prisa por una escalera medio derruida, esforzándose por no hacer ruido. El último peldaño daba a la parte superior de un muro.

Oyó voces de hombre y una blasfemia mientras se asomaba para mirar más allá del muro, y ya no pudo retirar la mirada del cuadro que se le ofrecía.

Abajo, sobre las piedras, Madulain yacía de espaldas, con el vestido roto y levantado hasta la cintura; su vientre con el vello negro se movía en desesperación salvaje; intentaba volverse de lado para cerrar los muslos, quería dar patadas a su agresor. Pero allí había dos hombres más, que se sentaron sobre los antebrazos de la saratz. Al tercero, que se había introducido ya entre las rodillas de la joven, ella parecía haberlo mordido en la mano, porque escupió sangre, abofeteándola a continuación. Después, aprovechando el susto de la mujer, le separó los muslos y mientras la sujetaba por la garganta con una mano, introdujo con la otra su miembro en la oscura vulva.

Nadie se había dado cuenta hasta entonces de la presencia de Roç, a quien se le cortó la respiración cuando vio que el hombre hacía algo que el muchacho jamás habría esperado. En lugar de penetrar apresuradamente en la mujer movía su pene de arriba abajo, como quien ara un jardín asilvestrado. Sus compinches lo animaban con un canturreo que le recordó a Roç el de los pescadores cuando sacan las redes, y a cada pasada el hombre introducía su miembro más profundamente en la ranura.

Roç siguió, inmovilizado por el susto, la evolución del espectáculo, siempre a la espera de que el miembro entrara definitivamente en aquel vientre que se movía espasmódicamente. La mirada del muchacho se deslizó hacia el rostro de Madulain y observó con espanto que los ojos de la joven brillaban, pero no le pareció que fuese de rabia, sino revelando cierto placer: vio la boca medio abierta y los senos que respiraban mientras los pezones se erguían rígidos. Después ella lo vio y gritó:

—¡Roç! —y no fue una petición desesperada de auxilio, sino una exclamación furiosa para reprenderle.

Roç sacó el sable curvo de la vaina y saltó sobre la espalda del violador como se salta sobre un caballo, pero en lugar de asestarle un golpe mortal con el filo sobre el cuello lo único que hizo fue agitar el arma en el aire, por lo que la poderosa nuca del hombre lo arrojó hacia adelante y el muchacho cayó justo sobre Madulain y entre los dos compinches que sujetaban sus brazos. El hecho de que el pequeño sable curvo volara bastante lejos fue una suerte para él, pues los hombres se limitaron a atacar al intruso con los puños desnudos y golpearlo salvajemente, lo que despertó a su vez el espíritu de resistencia de la saratz, que agarró por los testículos a uno de los que la sujetaban y consiguió darle una patada brutal a quien la estaba violando, aunque no veía nada porque tenía encima a Roç que la cogía del cuello buscando protección.

Después se oyó un grito y otro más, algo cayó a tierra a su lado y la joven vio los ojos muy abiertos del hombre que hacía un instante aún estaba arando su jardín provocándole terror y placer a la vez; vio que su cabeza caía hacia un lado y quedaba inmóvil, y un tercer grito le hizo saber que los testículos que ella seguía estrangulando ya no sentían ningún dolor.

Entonces empujó a Roç para alejarlo de ella y descubrió la espada ensangrentada de «el halcón rojo», quien empujó a un lado el cuerpo molesto de uno de los cadáveres y le tendió la mano.

Fue entonces cuando Roç comprendió lo que había sucedido, y empezó a llorar sin freno. Cuando se dio cuenta de que ya no estaba apretándose contra Madulain, sino contra el cuerpo de uno de los muertos, se levantó temblando, buscó la cimitarra y siguió en silencio a los otros dos hacia donde estaban los caballos.

DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE

En el mar, 10 de mayo de 1250 d.C.

Cuando regresamos al campamento, ya pasada la medianoche, lo primero que supimos fue que Damieta había sido entregada esa misma tarde. Nos informó de ello el barón Felipe de Montfort, que figuraba en el grupo encargado de devolver en condiciones ordenadas la ciudad a los egipcios. Nos dijo que, apenas había sido izada la bandera del sultán a la torre de la ciudadela y las demás torres, los soldados, encabezados por los mamelucos, entraron por las diferentes puertas de la ciudad para caer sobre nuestras provisiones.

—Quedaban aún centenares de barricas de vino; empezaron a beber y perdieron en seguida toda compostura. Originaron un baño de sangre entre los heridos y enfermos cuyo estado no había permitido evacuarlos y mataron a todos y cada uno de aquellos desgraciados. Las armas de guerra del rey, las ballestas y las valiosas catapultas fueron destrozadas a pesar de que los acuerdos mandaban conservar con todo cuidado las propiedades de la corona. Y lo mismo hicieron con el depósito de valiosa carne de cerdo, un alimento que ellos desprecian. Después amontonaron los trozos de maquinaria, la carne y los cadáveres, encendiendo grandes piras cuyo fuego sigue ardiendo aún ahora ¡y cuyo hedor clama al cielo!

Con estas palabras terminó el barón su informe.

El emir Aibek regresó a continuación al campamento para comprobar si seguíamos en nuestras tiendas, tal como él había ordenado. Obedecimos sus indicaciones, aunque no conseguimos dormir porque nos preocupaba el destino de nuestro señor Luis, a quien suponíamos todavía en el interior de la pirámide, hecho que, sin embargo, se le había escapado hasta entonces a nuestro vigilante, pues el condestable seguía, como era habitual en él, montando la guardia delante del pabellón real.

Después recorrió nuestro campamento un grupo de mamelucos que lanzaban gritos desaforados y cuyas espadas goteaban sangre. Tuve la impresión de que finalmente habían decidido matarnos, sobre todo cuando vi claramente que llevaban consigo al menos una cabeza cortada. Llegué a sentir miedo por el rey. Al maydu li Aibek, haqimuna![553], gritaban, pero mi William, el único que se había acostado y que se despertó a causa del griterío, me tradujo: «¡Viva Aibek, nuestro regente!»

Entonces dejamos nuestras tiendas y fuimos testigos de la entrega de la cabeza del gobernador.

Iafaddal! Ma ahla umniat al Amir Baibars![554]

—¿Qué significa esto? —preguntó Aibek, consternado—. ¿Cómo ha podido suceder una cosa así?

Le respondieron que el emir Baibars le había librado con sus propias manos de su mayor rival.

Al maydu li Aibek, haqimuna —lo aclamaron, jubilosos.

—Ya veo —respondió Aibek con frialdad—, pero lo que me interesa no son las manos ni la cabeza, ni el motivo siquiera, ¡sino saber si el emir Baibars no ha sobrepasado ni con un pie la milla de destierro que le he impuesto!

Nadie supo responderle a esa pregunta con exactitud y la mayoría de los hombres callaron perplejos e incluso se retiraron. Aibek hizo clavar la cabeza en un palo instalado delante del pabellón del rey y nos espetó en alta voz:

—Es una advertencia para quienes no obedezcan mis órdenes.

Nos retiramos de nuevo a nuestras tiendas.

—Estoy preocupado por Yeza —dijo William—, fui yo quien hizo ir a Baibars a la pirámide, pero no sé si habrá llegado a tiempo…

—Si Yves «el Bretón» ha sido mas rápido —dije yo —hemos de temer lo peor…

El obeso flamenco volvió a acostarse con una increíble calma, pretendiendo dormir un poco más. Yo quedé a la espera, mientras fuera iba amaneciendo.

Cuando ya se anunciaba la llegada del día es probable que me quedara un tanto adormilado, pues de repente me sobresaltaron unos gritos:

—¡El rey! ¡El rey!

Luis entraba por la callejuela de nuestro campamento y llevaba a Yeza cogida de la mano. Iba en mangas de camisa, sin manto; Yeza vestía una túnica de terciopelo azul que le venía demasiado larga y ofrecía un aspecto ligeramente deslucido. Ambos se mostraban muy serios y no dieron explicación alguna. En aquel mismo instante oímos el cuerno que tocaban los guardianes sarracenos ordenándonos acudir a la entrada del campamento para ser trasladados a los barcos y —una vez pagado el rescate— devolvernos la libertad.

Una larga comitiva encabezada por el rey, siempre acompañado por Yeza, se dirigió a la orilla del río. Nos seguía un número ingente, probablemente varios miles, de hombres que agitaban en el aire las cimitarras y las lanzas y nos gritaban, y un enjambre de mujeres que se daban golpes con la mano en la boca para dar a sus chillidos una vibración más penetrante. Los mamelucos que nos acompañaban tuvieron que hacer un gran esfuerzo para frenar a la multitud. En la orilla del Nilo había varias embarcaciones dispuestas, y mi esperanza era que al fin pudiésemos subir a ellas y alejarnos a toda vela. Pero no sucedió así.

Los mamelucos nos dijeron que les daría vergüenza dejar partir a sus prisioneros hambrientos. De modo que tuvimos que acurrucarnos sobre las alfombras que extendieron y consumir lo que nos ofrecían, que era queso de cabra secado al sol y huevos duros cocidos como mínimo tres días atrás, pero cuyas cáscaras habían pintado de colores en honor nuestro.

Yo seguía a la espera de que se hablara de la dignidad de sultán ofrecida al rey, pero nadie se molestó en comentarlo, ni por parte de los mamelucos ni en el entorno de Luis.

Al fin salimos de allí navegando, aunque siempre bajo una especie de vigilancia que parecía más bien un acompañamiento de honor, hasta alcanzar las murallas de Damieta. Sabíamos que no lejos permanecía anclada nuestra propia flota, la que debía devolvernos a casa.

Pero el rey insistió en que lo llevaran a tierra para vigilar él mismo la entrega del rescate, pues no quería regresar a su país sin haberse cerciorado con sus propios ojos de que había sido pagada la suma acordada para comprar la libertad de sus hombres.

Además, los mamelucos retenían en El Cairo a su hermano Alfonso, en calidad de rehén, hasta que fuese entregada la primera mitad de la suma del rescate fijada en el acuerdo. Yo le insistí al rey para que permaneciera en la orilla, cerca de nosotros, pues habíamos acordado reunir las doscientas mil libras a bordo y no amontonarlas y contarlas ante los ojos de la multitud que seguía asediándonos.

Empezaron a abandonarnos los primeros señores, como el conde de Flandes y Pedro de Bretaña, sin haberse repuesto este último de su grave enfermedad y con el único deseo ardiente de ser enterrado en su tierra natal.

Mi misión consistía en mantener la comunicación con nuestra flota y procurar que nos fuese entregado el dinero para contarlo y ordenarlo a bordo. Después de pasar muchas horas contando, y bien entrada la noche, se le ocurrió a mi secretario la magnífica idea de ayudarse con una balanza. A la mañana siguiente pudimos conseguir unas cajas en las que cabían diez mil libras en cada una, lo que nos permitió repartir la plata pesándola, pero hacia el mediodía vimos que aún nos faltaban unas treinta mil libras.

De modo que, acompañado de William, me dirigí a tierra para informar al rey, a quien encontré junto a Yeza leyéndole a ésta unos pasajes de las sagradas escrituras. A juzgar por la expresión escéptica de su rostro, «la hija del Grial» se veía confrontada por primera vez en su vida a las palabras del Nuevo Testamento, y más adelante William me llamó la atención en un tono mas bien irónico sobre el hecho de que Luis empleara para la lectura una traducción del texto bíblico al occitano: un texto que la Iglesia no admite en absoluto porque es obra de un comerciante lionés llamado Pedro Valdo[555], a quien Roma ha condenado por herético. Lo más probable es que el rey suponga a Yeza ignorante del latín, pero él, William, me dijo que le había enseñado personalmente el vocabulario y la gramática de dicho idioma, lo que la inteligente «hija del Grial» callaba al parecer con toda intención. En cambio me emocionó observar la actitud paternal que el rey mostraba con Yeza y las buenas maneras de que hacía gala una muchacha en otras ocasiones tan salvaje.

Junto al rey Luis sólo se encontraban el condestable de Francia y Nicolás de Acre, el sacerdote, que se comportaba como si no viera ni oyera las dudosas enseñanzas que el real maestro y lego en la materia impartía a la niña hereje. Le dije al rey que tal vez conviniese rogar a los templarios que nos concedieran un préstamo para completar lo que faltaba, pues sabía que en la galera del gran maestre aún había depositadas reservas abundantes. Luis se mostró muy de acuerdo y en consecuencia pedí ser trasladado a ella con mi secretario.

—Mi querido señor de Joinville —me reprendió el comandante Étienne d’Otricourt[556]—, el consejo que habéis dado al rey no es ni bueno ni practicable. Deberíais saber que el Temple no puede entregar dinero para la liberación de unos prisioneros, ¡ni siquiera en calidad de préstamo!

Yo consideré ese argumento carente de sentido, pues el acreedor puede desentenderse del empleo que el deudor dé al dinero siempre que lo devuelva después, ¡y era de suponer que nadie dudaría de la honradez del rey de Francia! Nos vimos de inmediato envueltos en una disputa violenta, en la que no faltaron los insultos recíprocos. El señor Renaud de Vichiers, antiguo mariscal y ahora gran maestre en funciones, nos separó como a dos gallos peleones.

—En efecto, es tal como ha explicado el comandante. No podríamos entregar ni un sou[557] sin quebrantar nuestro juramento. Pero ¿qué le parecería, estimado señor secretario —se dirigió de repente a mi apreciado William—, si el señor senescal se apoderara sin más de nuestras reservas? A mí no me sorprendería, aunque he de dejar en vuestras manos la forma de realizar el asalto.

De modo que no regresé en seguida junto al rey, sino que procedí allí mismo a requisar los fondos necesarios, que se encontraban al alcance de nuestras manos. William preguntó al comandante, quien rechazó indignado la propuesta, si no quería acompañarnos para ver cuánto me llevaba. El señor de Vichiers, en cambio, declaró que él mismo sería testigo de mi proceder, que yo debería ejecutar actuando con violencia y en nombre del rey.

Las cajas con el dinero estaban almacenadas bajo cubierta, en una estancia especialmente asegurada a la que sólo se podía acceder desde el castillo de popa. La llave la tenía el tesorero, quien se negó muy decididamente, como es lógico, a entregármela, tanto más cuanto que no me conocía, y mi fisonomía, deteriorada por la enfermedad y las penurias pasadas, no era seguramente la más adecuada para despertar su confianza. Por no hablar de la persona de mi secretario.

William encontró un hacha y exclamó en voz alta:

—¡Sea ésta, pues, la llave de su majestad!

Cuando ya iba a separar el cerrojo de la pesada madera de roble el gran maestre me agarró con el puño por la pechera y gritó:

—¡Señor senescal, puesto que estáis dispuesto, según es evidente, a aplicar la más brutal violencia contra nosotros, prefiero entregar la llave!

El tesorero miró a su gran maestre con más extrañeza aún de la que había mostrado anteriormente al mirarme a mí, pero la entregó. Incluso pude encontrar una caja vieja, que tuvimos que subir tres veces llena hasta los topes y descargarla en nuestra barca, por supuesto sin poder contar con ninguna ayuda, hasta haber reunido la suma necesaria. No pude por menos que pasar durante el viaje de regreso casi rozando la orilla y le grité al rey:

—¡Ved, majestad, con cuantas riquezas cuento! —El señor Luis se puso muy contento.

En cuanto tuvimos reunido el dinero comuniqué a los señores de ambas partes que, según estaba previsto, debían realizar de facto la entrega. Entre ellos estaba el barón Felipe de Montfort, señor de Beirut, quien aconsejó al rey que retuviera una parte hasta que el señor Alfonso se encontrase de nuevo entre nosotros. Pero Luis no quiso saber nada al respecto.

—¡He dado mi palabra de pagar este dinero y la mantendré!

De modo que se realizó la entrega durante la cual, después de haber mostrado a los señores todo el importe, caja por caja, me quedé junto al rey. Me di cuenta de que Yeza seguía con atención el proceso y hasta participó afanosamente en el recuento, y cuando el señor Felipe se acercó para informarnos de que la entrega se había realizado en debidas condiciones, apareció en la frente de la muchacha una arruga vertical.

El rey no se había dado cuenta, pero sí el barón.

—Lo que sucede, pequeña tesorera —dijo, dando muestras de creer divertida la situación—, es que me he permitido descontar diez mil libras como pequeña compensación por los daños que fueron infligidos a las propiedades del rey retenidas en Damieta, contra todo lo acordado. Ni siquiera se han dado cuenta —añadió, y adoptó una expresión de orgullo.

—Pues yo creo que eso es muy poco elegante —opuso el rey con aspereza—, ¡y os exijo que entreguéis de inmediato y sin protesta la caja que falta!

El señor Felipe dio las órdenes correspondientes, pero al mismo tiempo le pidió al rey que hiciese el favor de subir a bordo de una de nuestras naves, pues una vez entregada la ciudad y pagado el rescate sería una ligereza imperdonable exponerlo al peligro de ser tomado de nuevo prisionero por los sarracenos, lo que era factible si permanecía en la orilla. Luis demostró una vez más la extremada terquedad de su carácter. Dijo que él había cumplido con su palabra según había jurado, y que, a su vez, se quedaría allí a la espera de que le devolviesen a su hermano.

Como si las advertencias del señor Felipe estuviesen a punto de convertirse en amarga verdad, empezaron a acercarse miles de sarracenos gritando y agitando sus armas.

—Habrán visto la enorme cantidad de dinero —murmuró William.

—Lo habrán contado —añadió Yeza—, y ahora están contentos.

—No estoy tan seguro —insistió el de Monfort—. Por favor, ¡marchémonos de aquí!

Pero era ya demasiado tarde y nos habían cortado el camino hacia las naves. Aunque nadie nos atacó, sino que se formó un pasillo por el cual se acercó a nosotros el emir Baibars.

—Quería despedirme de vuestra majestad —dijo, y se inclinó ante el rey—, y aprovechar la ocasión para aseguraros de que habéis sido un enemigo valiente. Pero más respeto aún nos habéis causado como prisionero, pues habéis demostrado ser un hombre de gran fortaleza de ánimo. Me siento feliz de haberos conocido —y dobló la rodilla, añadiendo—: ¡Al hombre, no al rey de los francos!

Me llamó la atención un brillo extraño que vi en los ojos del temible «arquero», aunque pensé que a un hombre tan duro no irían a saltársele las lágrimas. Sí me pareció estar muy triste cuando lo dijo, y tuve la sensación de que aún le quedaban más sentimientos por expresar. En cualquier caso, Luis se apresuró a responderle, y no faltó mucho para que los dos hombres cayeran el uno en brazos del otro.

—Os agradezco el gesto, emir Baibars —dijo el rey en voz baja—. Habéis matado a mi hermano y me habéis infligido una grave derrota, pero lo habéis hecho por vuestro país y por vuestra fe, que no es la nuestra. Siempre os recordaré como a uno de los generales más capacitados y guerreros más valientes a los que jamás me he enfrentado. Pero, sobre todo, como a un vencedor honorable, que ha conseguido demostrarme la locura que representa querer traer la guerra a vuestro país. Os lo agradezco ahora, cuando estoy a punto de alejarme de aquí como hombre libre.

Y el rey se quitó un anillo, que entregó al emir:

—Mi respeto es para el hombre que nos ha vencido pero no nos ha destruido.

La mirada del rey se empañó a causa de las lágrimas y la dirigió a Yeza, ante la que se inclinaba ahora Baibars.

—Princesa —dijo el mameluco—, enseñad al gran rey que sólo existe un Dios a quien deberíamos servir todos, y a quien no le puede gustar de ningún modo que sea una guerra la que decida quién profesa la verdadera fe.

Al tosco guerrero le costaba encontrar las palabras adecuadas y puso la pesada mano en el hombro de la frágil muchachita, como si fuera a implorar su ayuda.

—Sólo aquél que traiga la paz podrá gobernar algún día sobre esta Tierra y todos sus pueblos, y su reino será aprobado por el Todopoderoso. ¡Alá sea con vos, Yeza!

Se enderezó y se dirigió de nuevo al rey Luis:

—He jurado —dijo con tristeza— cuidar de «la hija del Grial» como de las niñas de mis ojos. La he cuidado mal, pero vos, majestad, habéis evitado que suceda lo peor.

Al rey no se le había ocurrido jamás que Yeza, a quien había salvado de la pirámide como si se tratara de una criatura abandonada, pudiese no seguir, porque sí y para siempre, bajo sus cuidados, y se sintió confundido con las palabras de Baibars, aunque este último prosiguió con alguna dificultad:

—Puesto que navegáis a Siria, que es hacia donde se ha dirigido también el infante real, estoy dispuesto a confiaros a la niña de aquí en adelante, ¡para que vuelvan a estar juntos!

Entonces Yeza dio un brinco y se arrojó al cuello del temible emir.

—También yo —exclamó jubilosa— os guardaré siempre un buen recuerdo, gran «arquero» —y se plantó delante de él—, y regresaré como rehén a vuestras manos —prometió con toda seriedad— en el caso de que vos, Alah yimma,[558] no volváis a abrazar muy pronto a vuestro hijo Mahmoud.

Baibars le pasó la mano por el cabello.

—Siempre seréis bien recibida aquí, princesa —dijo, y mandó a uno de sus hombres que le tendiera un objeto envuelto en un paño. Yeza lo desenvolvió. Era un laúd. Con una sonrisa pícara dio a entender que había comprendido el sentido del gesto y se apartó doblando un poco la rodilla, como haría una auténtica dama.

El emir de los mamelucos se dirigió de nuevo al rey:

—Majestad, os tomo juramento como hombre, si la dejo marchar con vos…

Entonces el rey le tendió la mano. Baibars la aceptó e hizo una señal a sus gentes, que esperaban a conveniente distancia. Se abrió el círculo y el hermano del rey, el señor Alfonso de Poitiers, se encaminó hacia nuestro grupo. Baibars se inclinó una vez más ante el rey y ante Yeza y se retiró, cruzándose en su camino con el príncipe francés.

Los dos hermanos se abrasaron mudos y todos nos dirigimos a bordo. En seguida fueron izadas las velas y pusimos proa hacia el mar abierto.

Altas undas que venez suz la mar

Yeza interpretaba una melodía melancólica en el instrumento que Baibars le había regalado.

Que fay lo vent gay e lay demenar

de mun amic sabez novas comtar,

qui lay passet? No lo vei retornar![559]

—Me conmueve su pena —le dije en voz baja a William mientras arrojaba una última mirada hacia la ciudad de Damieta que iba quedando atrás. El fraile observó pensativo la figura acurrucada de la joven frente a la costa egipcia, ya diluida en una neblina.

—¡El señor Luis se sorprenderá cuando se dé cuenta de la hija tan intrépida que se ha dignado adoptar! —pretendió bromear.

Y yo le contesté:

—¡Ay, señor secretario, todos nos estamos haciendo mayores! Y desde su iter initiationis[560], su recorrido por la pirámide, ¡creo que también Yeza ha madurado!

—¿Lo creéis así? Fallax in speciem,[561] la apariencia engaña —respondió mi William—. Nos hacemos mayores, eso es verdad, ¡pero no necesariamente más sabios!

Siempre se empeña en tener la última palabra.

Oy, aura dulza, qui vens dever lai

un mun amic dorm e sejorn’ e jai,

del dolz aleyn un beure m’aporta. Y!

La bocha obre, per gran desir qu’en ai.[562]

HABÍAN CABALGADO POR un terreno áspero y accidentado. Los lechos de los ríos, profundamente cortados en las rocas, estaban secos, flanqueados de laurel salvaje y encinas retorcidas.

El sendero que seguían, bordeado por altísimos arbustos de retama, parecía poco transitado. A cada instante el pequeño grupo se veía expuesto al peligro de tener que enfrentarse a un número mayor de jinetes que no los consideraran precisamente amigos o, más simplemente aún, a un grupo de bandoleros.

«El halcón rojo», Madulain y Roç habían alcanzado la región fronteriza más extrema del reino, la que lleva el nombre de «Puerta de Siria»[563]. Iban delante los mozos con los caballos de refresco, y sus gritos y el sonido metálico de las herraduras eran los únicos ruidos que rompían el silencio de las colinas. Fue Roç el primero en oír algo extraño, y levantó el brazo mientras Madulain tiraba incrédula de las riendas de su caballo. «El halcón rojo» se acercó a ella.

Allerêst lebe ich mir werde,

sit min sündic ouge siht…

De pronto empezó a oírse con claridad, aunque ligeramente desfigurado por el viento, el canto de un coro:

daz here lant und ouch die erde,

der man vil der eren giht.[564]

Roç se asomó, curioso, a un recodo.

—¡Starkenberg![565] —exclamó en voz baja.

Frente a la pendiente, pegada a una roca cortada como si fuese un nido de avispones, se elevaba el castillo de la Orden de los caballeros teutónicos. Se estaban acercando al borde de la garganta cuando vieron aparecer enfrente a un vigilante en lo alto de la muralla, vestido con un manto blanco que ondeaba al viento, y vieron también la cruz negra de la hermandad que se destacaba sobre la túnica, desde el pecho hasta la altura de las rodillas.

Mirst geschehen des ich ie bat,

ich bin komen an die stat

da got mennischlichen trat.[566]

El vigilante observó con atención a los recién llegados y después les señaló una senda que no habían visto antes y por la que tuvieron que encaminarse a pie.

Schoenui lant rich unde here

swaz ich der noch hen gesehen,

so bist duz ir aller ere.

waz ist wunders hie geschehen![567]

El poderoso canto coral les llegaba ahora desde el interior del castillo; una vez atravesados los muros adquirió un tono mucho más denso que el que oyeran antes en tierra abierta.

Daz ein magt ein kint gebar

here übr aller engel schar,

was daz niht ein wunder gar?[568]

Sigbert von Öxfeld, el comendador de la Orden, se encontraba junto a sus amigos en la planta baja de la torre del homenaje y escuchaba sonriente la exposición del proyecto de liberar a los jóvenes mamelucos de su prisión en Homs.

—Admiro tu valor —le gruñó después a «el halcón rojo» con el buen humor que puede mostrar un oso—, pero no creo que ese plan tenga la menor posibilidad de éxito. ¡No puedes presentarte ahora como emir de los mamelucos ante An-Nasir!

—Pretendo evitarlo, por supuesto —le respondió «el halcón rojo» con arrogancia—, y como Roç, conoce un acceso secreto…

La risa del de Öxfeld retumbó entre los muros cuando lo interrumpió.

—Seguramente se trata del camino más corto a la mazmorra, y allí sólo os espera una persona: ¡el verdugo! No, querido amigo, ¡así no lo conseguiréis!

Se hizo un silencio embarazoso, al que Madulain puso fin:

—¿Y qué os parece si este señor aprovechara su pasado ilustre como «príncipe Constancio de Selinonte»?

—¡La hija de los saratz es una mujer inteligente! —resopló Sigbert, ya más convencido—. Puede ser la solución: te presentas como emisario del emperador, que viaja, como es lógico, en misión secreta, y por tanto acompañado únicamente de su dama y —miró socarrón a Roç— un escudero muy joven para llevar sus armas…

—Yo preferiría no presentarme como dama suya —intervino Madulain—, no debéis olvidar que Roç y yo somos conocidos en Homs. De modo que si hemos de disfrazarnos, convendría hacerlo al revés: yo podría ser el palafrenero y Roç su hija, o su hermana, o su…

—¡Yo soy un caballero y no llevo ropa de mujer! —se indignó Roç.

Sigbert carraspeó:

—Si no queréis renunciar a ir a Homs, cada uno tendrá que adaptarse al papel que mejor le sirva de disfraz y mayor credibilidad ofrezca frente a An-Nasir. ¿Acaso no quieres liberar a tus amigos?

Roç tragó saliva y Madulain echó la cabeza hacia atrás. Todos siguieron al caballero teutónico hacia las habitaciones superiores de la torre.

—Aquí ha dormido más de un rey junto a su esposa —les comentó el comendador al introducirlos en una austera estancia donde había poco más que una cama de matrimonio coronada por un baldaquín. Les abrió algunos armarios, cuyo inventario en cuanto a jubones, chalecos de terciopelo y calzones finos habría bastado para disfrazar a todo un ejército de pajes.

—Dejemos ahora a la dama sola —propuso Sigbert de buen humor—, y quedemos a la espera de que aparezca un esbelto mozo.

Y empujó a los dos hombres por la puerta hacia la antesala. También allí había armarios y arcones en abundancia.

—Creo que tú, Roç, encontrarás algo que te vaya bien, ¿o prefieres que te ayude Madulain?

—¡Sé vestirme solo! —le advirtió el muchacho al comendador, que lo miraba como si fuese su abuelo.

—¡Tendrás que dejar el bastón aquí! —señaló «el halcón rojo»—. Las niñas no suelen llevar bastones de ébano con un estilete oculto.

Roç estaba tan furioso que metió la cabeza, roja de vergüenza, en lo más profundo de un arcón.

—¡Dejadme solo de una vez! —refunfuñó, y los caballeros se alejaron.

Aunque Roç admitía que Sigbert le dijese cualquier cosa, no estaba dispuesto a consentirle lo mismo a «el halcón rojo», quien en su opinión no pretendía más que engatusar a Madulain, aunque intentara ocultarlo. ¡Y que después cometía un error mayúsculo, como el de querer liberar a los niños mamelucos presentándose él mismo como un emir mameluco! De modo que ahora el asunto iba en serio y él, Roç, realizaría su primera hazaña propia de un caballero aunque fuese vestido de doncella. ¡Lástima que Yeza no pudiese verlo!

La habitación en la que lo dejaron solo debía de haber servido antes de escritorio a los monjes guerreros. Roç comprobó con curiosidad que había cajas llenas de pergaminos enrollados y folios escritos, aunque no podía leer el idioma. Probablemente fuese alemán. Sí encontró un pequeño trozo de pergamino sin escribir, y también pluma y tintero.

Se le ocurrió la posibilidad de que tuviese que sufrir una muerte gloriosa, y recordó que a un héroe caído siempre le conviene dejar un último saludo dirigido a su amada, para que ella pueda llorarlo. Debía escribirle, en cierto modo como precaución, unas palabras de despedida a Yeza: palabras que alguien encontraría más tarde, cuando él ya no estuviese en este mundo o cuando lo devolvieran al castillo muerto y acostado sobre su escudo, unidas las manos sobre la empuñadura de la espada. ¡La empuñadura! Ése sería el escondite donde Yeza buscaría el mensaje una vez convertida en su apenada viuda.

Roç se sentó en un arcón y empezó a escribir: «Mi querida Yeza, cuando este escrito caiga en tus manos…»

Pues no, había que empezar con unas palabras más inflamadas, que le insuflaran coraje y confianza en un futuro sin su compañía… ¿sin él? Era demasiado triste pensarlo, y la idea hizo afluir las lágrimas a sus ojos. ¡Aún no había muerto! En consecuencia, escribió:

«Para mi queridísima y amada Yeza, unas palabras rápidas de saludo desde Starkenberg, la fortaleza de nuestro paternal amigo Sigbert, cuya hospitalidad estoy disfrutando. Mañana partimos para Homs con la intención de liberar a nuestros amigos, pues se trata de cumplir con el juramento de los hermanos y las hermanas de la espada oculta. Si tuviese que enfrentarme a la muerte o algo parecido, te ruego que no sucumbas a la tristeza y, aunque guardes un período conveniente de luto, ¡no te encierres en un monasterio y no me olvides jamás!

De nuevo se sintió a punto de llorar. Pero reunió todas sus fuerzas y añadió:

—Tu amante para siempre, Roç.

Se sonó, sacó el estilete de la vaina oculta, enrolló el pergamino alrededor y lo introdujo con el acero, poniendo en ello toda su atención y sin permitirse hacerlo con prisas. Después dejó el bastón, que conservaba el mismo aspecto inocente, en un rincón, de modo que cualquiera que buscara un objeto relacionado con él tuviese que verlo en seguida. Yeza, su única heredera, recibiría así un último saludo y el muchacho consideró, satisfecho, que había conseguido poner en práctica una despedida muy digna.

Ahora debía transformarse cuanto antes en una mujer, tal como le exigían. Lo más sencillo sería disfrazarse como si fuese Yeza. ¿Habría terminado Madulain de probarse la ropa? Roç puso atención y oyó cómo se movía en la habitación de al lado.

Se acercó de puntillas a la puerta y se agachó para mirar por el ojo de la cerradura. Lo que vio casi le cortó la respiración. Madulain estaba totalmente desnuda delante del armario y sostenía un jubón después de otro delante de su cuerpo, que tenía dirigido hacia él, de modo que tuvo ocasión de admirar sus muslos y la oscura puerta de entrada al paraíso, aunque hubo momentos en que le pareció también que se trataba de un abismo infernal. Pero antes de poder indagarlo con más detalle vio que la joven se ponía rápidamente un par de pantalones estrechos de dos colores, en los que embutió después el vientre y el trasero, ocultando así los misterios de su cuerpo.

Desde aquel suceso con los hombres en Baalbek se le hacía difícil deshacerse de la imagen que había visto. Lo perseguía incluso en sueños, entreveía la abertura rodeada de vello negro que lo invitaba, lo atraía, lo seducía. Roç respiró con dificultad y sintió que su pene se volvía duro bajo la falda, lo sintió crecer. Pero no se atrevía a abrir la puerta y, por otra parte, tampoco podría enfrentarse a la bella saratz, no sabría qué decirle a esa joven ya casada y que despreciaba a un caballero como «el halcón rojo». ¿Debería abrazarla sin más? ¿Se arrodillaría delante de ella?

Or me laist Dieus en tel honor monter,

que cele ou j’ai mon cuer et mon penser,

tiegne une foiz entre mes braz nuete,

ainz que voise autre mer.[569]

Unos pasos que se acercaban por el corredor con un tintineo de espuelas lo rescataron del ensueño antes de tener que adoptar una decisión. Roç regresó de un salto al arcón de las ropas, que estuvo removiendo a la vez que metía entre ellas el rostro al que se le habían subido los colores de la vergüenza.

—¿No encuentras nada? —preguntó la voz de Sigbert con acento paternal—. Te ayudaré…

Roç asintió agradecido y se desnudó. Sintió con gran alivio que su pene se había relajado lo suficiente como para no traicionarlo. Por qué no estaría allí Yeza, ¡por qué le habría dejado marchar solo a una tierra tan lejana!

—¡Pruébate esto! —Sigbert le alcanzó una blusa de seda y Roç, reconoció el emblema de la familia imperial.

El corazón se le hinchó de orgullo.

DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE

San Juan de Acre, 3 de julio de 1250 d.C.

La ciudad de San Juan de Acre, la antigua Ptolemais, situada en el extremo norte de la bahía de Haifa, es considerada la fortaleza mejor conservada de lo que nos queda a los cristianos del llamado «reino de Jerusalén».

Desde la pérdida de Hierosolyma, de donde procede el glorioso nombre y de la que hace exactamente sesenta y tres años nos despojó el gran Saladino, San Juan de Acre es la capital de las posesiones de Ultramar y la sede de sus reyes o sus regentes, así como del patriarca y de los tres grandes maestres de las Órdenes militares.

Cuando nuestra nave, llevando a bordo al rey Luis, dobló por delante de la «torre de las Moscas»[570] para refugiarse al abrigo del puerto y atracar junto al arsenal, muy pocos de los que acabo de nombrar estaban presentes para recibirlo.

Este hecho me sorprendió un tanto, incluso después de constatar que en el barco genovés que traía al rey ni siquiera le hubieran proporcionado ropas nuevas.

De ahí que se haya visto obligado a realizar el viaje con las mismas vestiduras que llevaba puestas cuando lo capturaron, pues es el único de nosotros que se ha negado rotundamente a aceptar regalos de los mamelucos.

El regente de Ultramar es, desde la muerte de su madre la reina Alicia, el rey Enrique de Chipre[571], quien, sin embargo, ha preferido quedarse en esa isla.

El patriarca Roberto sigue agonizando en las cárceles de Egipto; también el gran maestre de los sanjuanistas; Guillermo de Chateauneuf [572], preso desde la desgraciada batalla de Gaza en el año del Señor 1244.

A la Orden hospitalaria de los sanjuanistas la representa desde entonces su profeso[573] Enrique de Ronay[574], quien venía en una nave que llegaría después de la nuestra. El Temple está representado por quien hasta el momento era mariscal Renaud de Vichiers, que ahora ha sido elegido oficialmente para el cargo y nombrado gran maestre por el capítulo de la Orden, lo que posiblemente se le ha subido a la cabeza, pues cuando llegamos sólo advertí la presencia en el puerto del señor Gavin Montbard de Béthune.

También entre los teutónicos se ha producido un cambio tras la muerte de Enrique II de Hohenlohe[575], ocurrida el año pasado. El nuevo gran maestre de esa Orden de caballeros, el conde Günter von Schwarzburg[576], reside en la lejana Prusia[577] y ni siquiera se ha dignado aún honrar a Tierra Santa con su visita. Y como no es su señor y rey Conrado el que acaba de llegar a la capital, sino Luis Capeto, seguirá alejado de estas tierras en las que se hace representar por el comendador de Starkenberg, el viejo guerrero Sigbert von Öxfeld, que desde las horas difíciles de Damieta goza de la máxima estima de la reina Margarita[578].

Ésta se encontraba en el muelle en el momento de atracar y llevaba en brazos a su hijito de tres meses, a quien aún no conocía su padre, puesto que nació después de que el rey cayera prisionero.

Y detrás de ella, escondiéndose en segunda fila y con cara de arrepentido, vio Luis a su indómito garde-du-corps, Yves «el Bretón».

De modo que era un comité bastante pobre el que nos ofrecía la bienvenida cuando el rey Luis descendió de la nave, con Yeza cogida de la mano.

La reina miró un tanto extrañada a la rubia joven que vestía pantalones y que, con un puñal sujeto a la cintura, no parecía nada cohibida mientras ella presentaba al rey, después de doblar cortésmente la rodilla, a su hijo Juan Tristán.

Yeza demostró más interés por el niñito que el propio Luis, quien se limitó a depositar un beso fugaz en la frente de su hijo. La muchacha estuvo a punto de cogerlo en brazos, lo que fue evitado por la enérgica intervención de varias damas, de modo que se limitó a sonreír y guiñarle un ojo. El niño empezó a lloriquear.

Sigbert se adelantó, liberando así a la pareja de soberanos de la molestia de tener que intercambiar allí mismo explicaciones sobre la presencia de esa inesperada hija adoptiva que se mostraba tan independiente. Pero Yeza recordó a tiempo cómo debía comportarse y dobló cortésmente la rodilla ante la reina Margarita antes de permitir que el caballero teutónico la retirara hacia un lado.

El rey se dirigió entonces a Yves:

—Por cierto, señor Yves —dijo, sin querer darle importancia—, te creía de regreso a Bretaña con el conde Pedro Mauclerc…[579]

—Preferiría que no me desearais el mismo destino, majestad —respondió Yves, mientras doblaba a su vez la rodilla—. El conde no ha vuelto a ver su tierra. Murió cuando aún tenía a la vista la costa de Egipto…

—En ese caso quiero que lleves el apellido de Mauclerc —dijo el rey con amargura—, y puesto que él no me favoreció gran cosa, espero que tú no lo hagas mucho peor. De todos modos, tampoco eres un buen sacerdote —añadió.

—¡En cambio puedo ser un buen escudo que se dejaría matar y cortar a trozos por protegeros, majestad! Un brazo que se enfrentaría gustoso a cualquier golpe dirigido contra vos…

—En ese caso debes situarte a mis espaldas, Yves Mauclerc, evitándome el disgusto que me causa verte y, además, te prohíbo levantar el brazo nunca más para luchar contra nadie, pues prefiero morir bajo los golpes de tres mamelucos antes que verme protegido por una mano que no tiene en cuenta la salvación de su alma.

«El Bretón» enderezó el cuerpo y ocupó rápidamente su antiguo puesto a espaldas del rey. La reina aprovechó el momento para dirigirse a su esposo.

—Sire —dijo, señalando a Sigbert—, el comendador de Starkenberg, en cambio, sí se ha preocupado mucho por el bienestar de vuestra familia.

Al rey no le cayó demasiado bien aquella observación, por lo cual se limitó a responder, malhumorado:

—Comendador, os debemos nuestro agradecimiento y no sabemos cómo saldar esa deuda… ¿no tendrán los caballeros teutónicos alguna demanda urgente que plantearme?

—Nos basta, majestad —respondió Sigbert, a la vez que depositaba su manaza sobre la cabeza de Yeza—, con que le hayáis guardado lealmente la amistad al emperador y a su sangre en estos tiempos de adversidad. Mi mérito nada vale en comparación con el vuestro, pues os debemos el haber protegido a esta niña.

Dobló la rodilla y quiso alejarse llevando a Yeza consigo, pero el rey le hizo señas de que regresara.

—No os puedo retener a vos —dijo, a la vez que cogía el brazo de Yeza—, pero no deseo que os llevéis al desierto de Starkenberg a esta descendiente de mi imperial primo. Le he tomado afecto a Yeza y deseo confiarla al amor de la reina.

La señora Margarita se quedó de momento sin habla, aunque después tendió la mano a Yeza, mano que ésta no cogió. La muchacha no renunció a mostrarse reticente hasta que Sigbert la condujo personalmente junto a la reina.

A mí me daba lástima, por lo que le di un codazo a William y dije en voz alta, dirigiéndome tanto al rey Luis como a su esposa:

—Esta niña es difícil de cuidar y no deseamos que sea una carga para vos. De modo que os cedo a mi secretario, que en otras ocasiones ha ejercido ya de preceptor de la princesa.

William se adelantó y vi resplandecer el rostro de Yeza con una sonrisa agradecida, pero la reina dijo con cierto retintín en el tono de su voz:

—No creo que la hija de vuestro Federico sea tan indomable como para que precise de la asistencia de un comendador y de un secretario, más la recomendación de un senescal —e indicó con un gesto a sus damas que se hicieran cargo de Yeza.

Entonces la muchacha dijo rápidamente, dirigiéndose al rey:

—Acepto con mucho gusto al señor William de Roebruk a mi servicio —y añadió, dirigiéndose a Sigbert—: Os agradezco de antemano vuestras atenciones.

Y se situó entre los dos hombres, de modo que las damas de la corte renunciaron a importunarla.

El rey se echó a reír y dijo a su esposa:

—Ahí tenéis una pequeña muestra, madame —y cuando vio que la reina no apreciaba mucho la broma, prosiguió—: dado que la Orden teutónica cede a su caballero más fiel y tú, querido Joinville, renuncias a la flor más preciada de la comunidad de san Francisco, no quiero ser menos y cedo a mi vez al señor Yves, que también está muy necesitado de cariño.

¡Mi corazón amenazaba con paralizarse! ¿Acaso el rey Luis no sabía que estaba nombrando acompañante de Yeza al enemigo más encarnizado de ésta, o lo hacía con toda intención? ¿Creía posible que el corazón duro de «el Bretón» cambiara gracias a su trato con la candorosa Yeza? ¡Una apuesta atrevida! La reina Margarita, probablemente afectada al ver que aquella criatura extraña merecía más atención que su propio hijo, pidió permiso para retirarse.

Sólo entonces se dio cuenta el rey del disgusto de su esposa, cogió al niñito en brazos y ofreció a la reina su compañía.

—Haced según os demande vuestro corazón —comentó esta última y se adelantó.

LOS COMERCIANTES DEL BAZAR de San Juan de Acre, bazar que se extiende entre el Patriarcado[580], el palacio de Montjoie[581] y el arsenal, tuvieron ocasión de ver un grupo extraño: tres hombres muy diferentes competían por el favor de una muchacha que caminaba, rubia y delicada, entre los tres, y como no había sitio a su lado más que para dos de ellos, a su derecha y a su izquierda, el tercero solía ir delante o, según su temperamento, también trotaba detrás.

Nadie era capaz de quitarle al poderoso oso teutónico llamado Sigbert su sitio fijo al lado de Yeza. El gordo minorita con su divertida corona de cabello rojizo ensortijado conseguía a veces desplazar al robusto Yves, quien solía caminar con la nuca inclinada, de modo que casi parecía chepudo, y con el pálido rostro de brujo rodeado de largos cabellos negros que le proporcionaban un aspecto tenebroso, un tanto rezagado detrás. En cambio el franciscano no podía contenerse y se adelantaba con frecuencia dando saltitos para llamar la atención de Yeza sobre toda clase de curiosidades y tesoros que se ofrecían en el mercado.

Yves se daba cuenta de que el guerrero alemán lo vigilaba receloso y el monje lo miraba con desconfianza nerviosa, como si un pastor despistado hubiese ordenado a su fieles canes que acogiesen en sus filas a un lobo. El lobo era él, un lobo solitario.

Pero ni siquiera el adusto «Bretón» podía dejar de prestar atención a los objetos raros, valiosos trabajos y extraños utensilios que se vendían allí, y como los tres, además de Yeza, conocían el idioma árabe, pudieron dedicarse a buscar, descubrir y regatear en franca competencia. Los hombres hacían cuanto estaba en su mano para colmar a la joven de pequeñas atenciones.

Después de cierto tiempo ya tenían siguiéndoles a un porteador cuya cesta se iba llenando a ojos vistas con pulseras de plata para los tobillos, gruesas cadenas de ámbar, frascos de esencias perfumadas, cajas taraceadas llenas de henna y de incienso, pantuflas bordadas con perlas, chales, cintas y cinturones, aunque Yeza se fijaba con preferencia en las armas, en los sables y las lanzas, los garrotes y los arcos, y en las bóvedas oscuras donde comerciaban sus vendedores. Fue la única que se dio cuenta de que Yves acabó por alejarse con sigilo y lo siguió, vencida por la curiosidad.

La muchacha recordaba bastante bien al hombre inquietante de ancho tórax y largos brazos desde que lo había vislumbrado en la cámara mortuoria, aunque en aquel entonces no alcanzó a verlo sosteniendo el hacha en alto. Ahora encontró a «el Bretón» ante un fuego abierto, iluminado por las llamas rojizas y observando con atención el trabajo del herrero.

Desde su lucha con Ángel de Káros estaba Yves obsesionado con la idea de combinar los dos instrumentos mortales de aquél, pues consideraba que el hombre que lleva en una mano un majador compuesto de un garrote con una bola de hierro dotada de clavos y sujeta a una cadena, además de un hacha en la otra mano, es capaz de causar una fuerte impresión, pero como él mismo había podido demostrar a golpe de espada, esas dos armas por separado no ofrecen protección suficiente a su propietario. Yves no habría renunciado jamás a tener un brazo libre para sujetar el escudo. De modo que le explicó prolijamente al herrero cómo debía sujetar la bola dotada de clavos en un extremo del hacha y ocultar la cadena en el mango hueco, de modo que la bola, insertada detrás del filo del hacha, reforzara su peso y no fuera reconocida en seguida como una pieza móvil de ella.

Yeza observó cómo el herrero introducía la pieza que acababa de trabajar en un recipiente con agua, provocando un fuerte chasquido, y se la tendía después a «el Bretón». La muchacha estaba tan fascinada por la visión de aquel arma peligrosa como por el comportamiento de Yves, que discutía el funcionamiento del mecanismo mostrándose tan dulce como una oveja.

—Buen hombre —le dijo al herrero—, habéis envuelto el mango con la cadena en vez de esconderla dentro.

El herrero dedicó a su extraño cliente una mirada que rebosaba desconfianza:

—El mango perdería resistencia si estuviese hueco, se os rompería en las manos, y además —murmuró en un tono un tanto rebelde—, así os cuesta menos dinero.

Yves comprendió que aquel hombre no acababa de entender, o porque estuviera demasiado apegado a las tradiciones de su oficio o porque le molestara el grado de astucia exigido.

—Será mejor que fabriquéis el mango con un tubo de hierro —le propuso «el Bretón», sin perder la paciencia—, y no os preocupéis de la pesadez que pueda significar para mi brazo ni de la carga que represente para mi bolsillo. Podéis aprovechar perfectamente la bola y el hacha. Están muy bien trabajados —le halagó, y estaba a punto de devolverle el arma cuando descubrió que tenía a Yeza detrás.

—¿Te gusta matar, Yves? —preguntó Yeza en voz baja cuando le vio repasar el filo con el pulgar para verificar su estado.

El hombre tuvo un sobresalto.

Después vio que la muchacha mostraba una sonrisa sabia y una mirada a la que sería difícil oponer una mentira. Se dio cuenta del encanto que emanaba de aquella extraña criatura a la que había estado a punto de matar y que, sin embargo, lo atraía más y más, provocándole unos sentimientos de protección paternal que antes jamás había experimentado.

—Siempre lo he hecho en nombre de la justicia —dijo sin perder la calma—, en interés de la corona y de la verdadera fe…

—Es lo que afirmaría cualquier verdugo —le respondió Yeza—, pero tú no lo eres: te considero más bien un cazador.

—Os agradezco la comprensión y la benevolencia, princesa, pero también soy como el lobo, y la mucha sangre que he vertido ya, aunque fuese en nombre de la ley, me ha convertido en un animal salvaje. No me ha transformado precisamente en una persona mejor. La justicia —e Yves soltó una risa amarga— es siempre resultado del juicio al que el poderoso somete al vencido. En cuanto a los pobres, siempre la experimentan como una palabra hueca o un gesto de gracia, pero nunca como un derecho, ¡y yo soy un pobre, princesa!

—No —dijo Yeza—, un hombre que se conoce a sí mismo como tú demuestras conocerte es más rico que otros que persisten en su estúpida ignorancia. No debes menospreciarte, Yves, ¡sino sacar fuerzas de tu entendimiento!

—¿Acaso queréis comprar todo este arsenal? —Sigbert entró protestando en la oscura cueva—. Un hombre como el «Bretón» es más bien un peligro para nuestra joven walkiria.

Mientras abandonaban la tienda, Yeza, disgustada por la paternal condescendencia con que era tratada, preguntó a William, que había entrado detrás:

—¿Cómo me ha llamado, por favor?

Entretanto, Yves devolvía el hacha al herrero, sintiéndose un tanto confuso.

—Intentad cumplir con mi deseo, maestro, ¡os lo premiaré! —Después siguió a paso rápido a los demás.

—Es una especie de mujer caballero —respondió el fraile a la pregunta de la joven— que, tras la batalla, se hace cargo de los héroes caídos.

—¿Acaso tenéis noticias de Roç? —preguntó Yeza en tono apasionado—. ¿Me ocultáis algo?

—Vuestros amigos —intervino Sigbert —han abandonado Starkenberg en perfecta salud, y estoy seguro de que alcanzarán su objetivo sin sufrir contratiempos.

William calló que la mayoría de los rumores hablaban en términos algo peores del destino de «el halcón rojo» y su compañera, y que mencionaban desde la prisión hasta la muerte. Yeza no dijo que el paseo para curiosear por el bazar había sido ideado por ella en un intento por conseguir alguna noticia de los desaparecidos. Hacía demasiado tiempo que los tres habían partido en dirección a Homs, y desde entonces nadie había aportado alguna novedad concreta. La información que le dio Sigbert, destinada a consolarla, la sumió en una profunda tristeza. Ya no tenía ganas de seguir moviéndose por las callejuelas y buscar más en las tiendas y aunque todos, incluido Yves —quien parecía haber cambiado y estar en trance de convertirse en otra persona—, se esforzaban por alegrarle el ánimo, la niña no pudo evitar entregarse a profundas reflexiones.

Yves contó historias de la corte y, a su manera un tanto brusca y sarcástica, les habló de la pasión que los hermanos del rey sentían por el juego de dados, una pasión que le parecía extremadamente condenable al señor Luis. En alguna ocasión no solamente barrió de la mesa los dados, sino también el dinero ya ganado que tenía amontonado delante el señor Carlos, de modo que las monedas fueron a parar a las rodillas de los compañeros de juego, que hasta entonces habían ido perdiendo, y también les habló de la costumbre del señor Alfonso de hacerle un generoso donativo a cada mendigo que pasaba, arrojándole al pobre un montón de monedas que no retiraba de su propio montón, sino del de su vecino.

William fue capaz de reírse de esa historia, pero no Yeza. Gavin el templario había venido observando desde lejos el grupo formado en torno a Yeza, y fruncía el entrecejo en señal de desacuerdo. Yves «el Bretón» podía haber cambiado en el transcurso de una sola noche, la noche de la pirámide, y haberse convertido de Saulo en Pablo, alegrando ahora al rey con su nueva actitud de devoción y humildad, pero seguía existiendo un cordón umbilical invisible que lo unía a Carlos de Anjou —detalle que el buen Luis pasaba por alto— y, mientras existiese ese nexo, el espíritu maligno del de Anjou podía volver a transformar en cualquier momento la mente simple de Yves en la de un predador y asesino.

Gavin se acercó al grupo y saludó respetuoso a Yeza, amistoso a Sigbert, burlón a William y con frialdad a Yves.

—El rey ha accedido a la solicitud del señor comendador de la Orden de caballeros teutónicos y permite que nuestro amigo Sigbert se dirija al norte en busca de vuestro querido Roç —se dirigió a Yeza—, y tal como conozco y estimo las aptitudes del señor Sigbert, estoy seguro de que lo encontrará.

De ese modo supo revestir de consuelo la noticia de que Yeza tendría que prescindir de la protección del caballero.

La joven rodeó con sus brazos el cuello del sorprendido Sigbert y le agradeció el buen propósito.

—También a mí se me ha dirigido el rey preguntándose —añadió Gavin en tono irónico— si los castillos de los templarios situados en las fronteras no estarían necesitados de mi brazo y, sobre todo, de mi experiencia.

—Y le habréis respondido con orgullo que la Orden del Temple es capaz de sustituir a cualquiera, puesto que ningún castillo se queda jamás sin alguien calificado que sepa defenderlo —completó Sigbert con precaución el relato del templario, pues no acababa de entender cuál era su intención.

—Yo le contesté —dijo Gavin— que mi misión es de otra naturaleza, y que precisamente por eso me dispongo a abandonar San Juan de Acre, aunque sin perderlo de vista del todo.

Sigbert comprendió:

—Yo haré lo mismo y, al fin y al cabo, ¡San Juan de Acre no queda a más de dos días de cabalgata rápida desde Starkenberg!

—Si acaso lo que os preocupa soy yo, querido Sigbert —dijo Yeza en ese instante—, ¡lo que debéis hacer es seguir cabalgando los días que sean necesarios hasta haber encontrado a mi Roç y habérmelo devuelto sano y salvo!

Le regaló el esplendor de su mirada y después, dirigiéndose a Gavin, señaló a William y a Yves «el Bretón».

—Si vos marcháis, ya no dispondré de auténticos caballeros, pero sí de estos dos señores que, por diferente que sea su carácter, han aceptado la ingrata tarea de ocuparse de mi bienestar. Además, cuento con la benevolencia del propio rey. ¡De modo que no quedo tan mal protegida! Pero retirémonos, señores, pues la reina se estará preguntando con toda la razón qué hace una muchacha joven vagando durante horas por el bazar, en compañía de cuatro hombres hechos y derechos además de un porteador.

—Debéis disculparme —Gavin se inclinó con mucha formalidad ante Yeza—. Tengo que preparar mi viaje, pues quiero dejar atrás lo más rápidamente posible la puerta de Maupas[582]. Os veré aún —se dirigió con un gesto discreto a Sigbert, saludó después a William y a Yves levantando las cejas, y se alejó de allí.

DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE

San Juan de Acre, 4 de julio de 1250 d.C.

Esta mañana, mi señor Luis me llamó a su presencia.

—Nobles señores —dijo el rey—, su alteza real la reina madre me ha enviado un mensaje urgente para que regrese a Francia, por encontrarse el país ante el peor de los peligros, puesto que el rey Enrique de Inglaterra[583] no cumple el acuerdo de paz decretado por el Papa. Por otra parte, los habitantes de Ultramar ruegan con insistencia que me quede, asegurando que si me alejo se perderá el sueño de recuperar Jerusalén, ya que la sangría que les he impuesto hace que queden pocos guerreros incluso para defender esta ciudad de San Juan de Acre. De modo que espero que vosotros, estimados señores, me dispenséis vuestro consejo después de haber reflexionado a fondo. Teniendo en cuenta la gravedad de la situación os concedo un plazo prudente, transcurrido el cual me daréis a conocer vuestra sabia opinión.

IMAGE

«Tifón os saluda desde las arenas de Egipto. La cadena con que os ata porta el nombre de pasión. El falso fruto trae desgracia. Cuanto más asciende uno, esperando ser perdonado por ser quien es, tanto más bajo puede caer.

Apenas nos hubo planteado el rey la difícil disyuntiva cuando el legado pontificio acudió a mi albergue para comunicarme su opinión, según la cual no existe la menor posibilidad de que el rey Luis permanezca en Tierra Santa, e invitándome a emprender el viaje de retorno a Francia en su nave.

No le dije que no dispongo de dinero para pagar las deudas que he contraído aquí, sino que, a la vez que le agradecía el gran honor que me dispensaba con su oferta, le aseguré que seguiría teniendo en cuenta la advertencia de mi viejo capellán el deán de Manrupt, a quien Dios tenga en su gloria: «Es una empresa meritoria salir en cruzada, ¡pero prestad atención a cómo regresáis! Pues cualquier caballero, tanto el pobre como el rico, perdería su honor y se cubriría de vergüenza si abandonara a los humildes servidores de Dios que lo acompañaron en la empresa, permitiendo que se pudran en las mazmorras de los infieles.» El señor legado se mostró bastante ofendido por mis palabras.

Poco después el rey nos ha vuelto a llamar. Sus hermanos y los demás pairs[584] de Francia encargaron al conde de Flandes que hiciese de portavoz y expusiese su decisión común.

—Majestad —dijo éste—. Hemos reflexionado a conciencia sobre vuestra situación y hemos llegado a la convicción de que no podéis quedaros aquí sin que sufran daño vuestro honor y el bienestar del reino de Francia. De todos los caballeros que salieron con vos, y que conseguisteis reunir en número de dos mil ochocientos en Chipre, ¡os quedan apenas cien aquí en San Juan de Acre! De ahí nuestro consejo: regresad a Francia, buscad hombres y dinero, y regresad cuanto antes provisto de todo ello para poderos vengar de los enemigos de Dios que os hicieron sufrir tanta humillación.

El rey Luis se mostró escasamente feliz con la propuesta y preguntó a sus hermanos Carlos y Alfonso si compartían dicha opinión. Ambos asintieron.

El legado, quien, como hombre de la Iglesia, no se pronuncia ante una cuestión tan espinosa, aunque yo sé perfectamente que cualquier esfuerzo en pro de Tierra Santa le parece inútil porque su ambición se centra en poner en pie una coalición armada en Occidente y combatir al emperador, se dirigió por un estúpido error de apreciación a Felipe de Montfort, con el deseo de añadir una voz más pro signo recipiendi[585], pero el caballero rogó lo dispensaran de dar una respuesta, «porque», dijo, «mis castillos se sitúan en la zona fronteriza, y si yo le pidiera al rey que se quedara, causaría la impresión de que lo hago por egoísmo».

No obstante, el señor Luis le exigió que expusiera sus razones, de modo que el de Montfort se levantó y dijo:

—Si vuestra majestad pudiera prolongar esta campaña un año más, obtendría mucho honor y salvaríamos Tierra Santa.

El legado se enfadó y a fin de aminorar su fracaso solicitó que cada uno diera su opinión de viva voz. Para visible satisfacción suya, todos aceptaron la propuesta del conde de Flandes. Pero después me llegó el turno a mí, a quien no podía pasar por alto, y declaré con toda rotundidad:

—¡Mi opinión coincide con la de Felipe de Montfort!

El legado se mostró tan furioso que cometió el error de enredarse en una discusión conmigo y preguntó cómo me imaginaba yo que el rey podría resistir aquí con tan poca gente.

Y como me había irritado y provocado tanto me levanté y le contesté:

—Voy a decíroslo con mucho gusto, noble señor, puesto que os empeñáis en saberlo. Hasta ahora, según dicen —y yo no deseo profundizar en si es verdad o no—, los gastos de esta cruzada han sido pagados con los impuestos que la Iglesia ha cobrado específicamente para dicho fin. ¿Qué tal si el rey aportara algo de su propio bolsillo y lo hiciese con amplitud y generosidad? En ese caso llegarían a toda prisa suficientes caballeros procedentes de todas partes y le sería fácil, siempre que sea la voluntad de Dios, si no salvar esta tierra, sí mantenerla un año más. Y así, sólo así le sería posible liberar dentro de dicho plazo a los prisioneros que salieron con él para combatir en nombre de Dios y confiaron en el rey. Si éste abandona el campo de batalla, ¡jamás volverán a ser liberados!

En realidad esperaba oír un siseo indignado por parte de los demás, dado que fui el único que se atrevió a contradecir el consenso general; en cambio, reinó un silencio perplejo sólo roto porque algunos se sonaron, pues creo que no habría allí nadie que no tuviese al menos un amigo en manos de los infieles.

Y el rey dijo:

—Ahora que he escuchado lo que teníais que decirme, señores míos, lo consultaré con la almohada y os haré saber mi decisión.

Gloria in excelsis Deo.

Et in terra pax hominibus bonae voluntatis.[586]

El rey se retiró a sus habitaciones para cenar y, como siempre, me hizo llegar la invitación de acompañarlo en la mesa.

Me mandó sentar a su lado, pero durante la comida no me dirigió la palabra ni una sola vez, y este hecho me dio que pensar. Supuse que, con toda probabilidad, estaría disgustado conmigo por haberle reprochado sin rodeos que hasta ahora no haya gastado ni una livre[587] de su propio peculio, aunque tiene medios suficientes para hacerlo, pero yo no estaba dispuesto a retirar mi reproche, que creo justo.

Crucifixus etiam pro nobis;

sub Pontio Pilato passus et sepultus est.

Et resurrexit tertia die secundum scripturas.[588]

Luis celebró la habitual acción de gracias con sus sacerdotes; mientras, yo me había acercado a la ventana y pensé que si el rey decidía regresar a Francia yo podría quedarme con el príncipe de Antioquía, que es un lejano pariente mío y ya me ha preguntado si no deseo hacerle una visita. Esta solución me ayudaría a sanear mi situación económica y esperar a que se forme un nuevo ejército o, en cualquier caso, a que sean liberados los prisioneros.

Hosanna in excelsis.

Benedictus qui venit in nomine Domini.

Hosanna in excelsis.[589]

Después sentí el peso de una mano sobre mi hombro. La reconocí por el anillo con el sello real.

—¿Ha hablado por tu boca el espíritu rebelde del hombre joven —preguntó el rey—, o piensas en efecto que haría mal en abandonar este país a su suerte?

—Ambas cosas, señor —le dije.

—¿Te quedarías si yo me quedara?

—¡Ciertamente! —le respondí—. Lo único que habría que ver es quién corre con los gastos, puesto que lo he perdido todo.

—Eso no debe preocuparte, senescal —dijo el rey—, yo te estoy muy agradecido por la postura que has adoptado y la propuesta que me has hecho…

Me apretó con firmeza el hombro y retiró la mano.

—No hables con nadie de esto —me advirtió— hasta que haga pública mi decisión.

Nos avisaron de la presencia del comendador de los caballeros teutónicos de Starkenberg y compareció el señor Sigbert, que pidió permiso para despedirse.

Al mismo tiempo acudió también la reina, y venía acompañada de Yeza, a la que parecía haber domado: al menos eso hacían creer el vestido cerrado hasta el cuello, el hecho de que llevara el cabello rubio trenzado y sujeto, y la invisibilidad de su amado puñal mongol.

La señora Margarita, seguida por el ama con su hijito en brazos, se quitó un anillo de la mano y dijo:

—Querido Öxfeld, a nosotros dos nos une algo más que una simple joya, pero es mi deseo que ésta os sirva para recordar unas horas que yo jamás podré agradeceros lo suficiente ni olvidar…

El comendador inclinó la rodilla ante la pareja real y dijo:

—Hago votos por que el reino de Jerusalén se mantenga durante mucho tiempo bajo vuestra augusta soberanía.

El rey lo miró sorprendido, perpleja la reina; pero ambos callaron.

El caballero resolvió el misterio acerca de dónde extraía la confianza para albergar semejante suposición:

—De no ser así, me habríais confiado a la princesa para que me la llevara a Starkenberg, puesto que conocéis, majestades, mi obligación de protegerla. En cuanto al anillo que me habéis dado —se dirigió a la señora Margarita—, espero que su ausencia os recuerde que ahora esa responsabilidad recae sobre vos.

—¿Qué significa esto? —se le escapó a la reina, y su pregunta pasó por alto al caballero arrodillado—. Querido esposo, ¿acaso no regresamos a París?

El rey mostró una sonrisa atormentada.

—No creo que el comendador tenga la intención de adelantarse a nuestras decisiones. Lo único que desea es asegurarse de nuestras atenciones y cuidados a la princesa, y eso sí se lo puedo prometer en este momento de despedida.

Tendió la mano a Sigbert para que la besara e indicó a Yeza que se adelantara. Sigbert se incorporó.

—Ya hemos hablado de todo —dijo la joven con voz firme—, y estamos seguros de nuestra recíproca confianza. ¡Tened buen viaje, querido Sigbert!

Yeza insinuó una leve genuflexión, le guiñó un ojo y se retiró muy comedida para incorporarse al séquito de la reina. El comendador saludó con una inclinación de cabeza y se alejó.

San Juan de Acre, 5 de julio de 1250 d.C.

Credo in unum Deum,

Patrem omnipotentem,

factorem coeli et terrae,

visibilium omnium et invisibilium.[590]

A la mañana siguiente el rey nos convocó a todos después de la misa matutina. Una vez reunidos y después de hacerse el silencio, nuestro devoto soberano trazó la señal de la cruz encima de sus labios, probablemente para invocar al Espíritu Santo antes de dirigirnos la palabra.

—Señores míos, agradezco la buena intención a cuantos me han aconsejado regresar a Francia, y también a aquéllos que me recomendaron permanecer aquí. He llegado a la convicción de que las tierras de mi corona no corren tanto peligro, ¡puesto que, además, mi señora madre dispone de ejércitos capaces de defender adecuadamente a Francia! Por otra parte, si yo marchara y no quedara nadie aquí, el reino de Jerusalén estaría perdido. Por tanto, he decidido no abandonar de ningún modo esta Tierra Santa a su suerte, puesto que vine para reconquistarla. Ahora espero de vosotros, nobles señores, que me habléis abiertamente. Ofreceré a todo el que se quede unas condiciones tan generosas como para que nadie pueda achacarme a mí, sino exclusivamente a sí mismo, la causa de no haber permanecido a mi lado.

En el ambiente flotaba una profunda perplejidad.

Agnus Dei, qui tollis peccata mundi,

miserere nobis.

Agnus Dei, qui tollis peccata mundi,

dona nobis pacem.[591]

Para acallar cualquier oposición, Luis ordenó a sus dos hermanos que volvieran a Francia junto a la reina madre. Y como no protestaron ni hubo nadie más que declarara espontáneamente querer quedarse a su lado, el rey se puso de repente muy triste y nos despidió con una brusquedad inusitada en él.

EL CONDE DE ANJOU estaba empaquetando sus pertenencias cuando acudió a verlo Yves «el Bretón».

—¿Me habéis hecho llamar, señor Carlos?

El conde expulsó primero a los sirvientes de la estancia.

—Antes —dijo en voz baja y una vez se hubo cerrado la puerta detrás del último—, ¡nunca tuve que insistir demasiado para que acudieras, «Bretón»! ¿Por qué te haces ahora el remolón? ¿Acaso pretendes que la viga que hasta ahora te ha servido de apoyo sostenga un día la cuerda de la que será ahorcado quien no supo mantenerse fiel?

—Yo no soy un traidor —dijo Yves—, y éste es exactamente el cruce donde se separan nuestros caminos. Antes serví, a través de vos, a la casa de los Capetos y con ello al rey quien, como sabéis muy bien, es mi único señor. Estáis a punto de emprender ahora un rumbo que puede convenir a vuestros intereses, pero que muy pronto se atravesará en el camino de mi señor Luis. Ni quiero ni puedo…

—Me siento conmovido —dijo el de Anjou, que hasta entonces lo había escuchado sin inmutarse—. Me siento tan aplastado como un guijarro que ha ido a parar entre dos piedras de molino: mi «Bretón» tiene escrúpulos de conciencia.

Yves lo miró tan directamente a los ojos como le permitía su cuerpo ligeramente encorvado. No quería irritar sin necesidad al altivo conde de Anjou, pero deseaba que quedara todo muy claro.

—Gracias a Dios nunca he perdido mi sentido y mi entendimiento de lo que es justo y lo que es injusto. Si vos, noble señor, os empeñáis en suponer que tengo la conciencia ancha, será porque os ha inducido a pensarlo mi sometimiento incondicional a la corona, y yo me siento orgulloso de ello. Pero vos buscáis ahora una corona propia, y yo no puedo seguiros en esa empresa…

—Acabarás por sentirlo —dijo el de Anjou, sin que su voz revelara un atisbo de amenaza y casi como si le diera más lástima «el Bretón» que su propia suerte, que le hacía perder a un fiel servidor—. A pesar de ello, te hago una promesa que te hará ver cuál es el premio al que renuncias tan a la ligera y «por motivos de conciencia». ¿Quieres saberlo?

—No —dijo Yves—, no quiero saberlo, aunque mi opinión jamás os ha preocupado.

—El condado de Sarrebruck ha recaído nuevamente en mis manos —el de Anjou observaba a Yves por el rabillo del ojo—; y pensaba concedértelo como feudo…

«El Bretón» tenía la mirada clavada en el suelo.

—¿Y qué me exigiríais a cambio?

—Nada deshonroso —contestó el de Anjou, pretendiendo quitarles importancia a sus propias palabras—, y nada nuevo tampoco: sólo las cabezas…

—¡No! —dijo Yves—. Yo no pongo mi mano sobre los niños, ya no, no lo haré jamás. No solamente porque mi señor el rey les dispensa su protección, sino porque no quiero hacerme cargo ya de ese tipo de faenas propias de un verdugo, es decir: ¡no quiero hacerlo, por mi propia causa!

—¿No querrás salvar el alma? —bromeó el de Anjou.

—No —le lanzó Yves su risa al rostro—, el alma la perdí a lo más tardar cuando me tropecé con vos.

La frase le gustó al de Anjou.

—Podrás recuperarla añadiéndole el título de caballero y una rica propiedad en el Sarre, a cambio de una única cabeza rubia, que no es más grande ni pesa más que una col… ¡no seas estúpido!

—Yo sería estúpido —dijo el «Bretón»— si siguiera relacionándome durante más tiempo con vos. ¡No es ése el buen camino para llegar a caballero! Os dejo ahora, y os prometo que rezaré por vos en cada ocasión en que os oiga nombrar.

—Ve con Dios, Yves —rió el señor Carlos—. ¡Tendrás noticias mías! Hasta entonces reflexiona, y comprenderás que ni Dios ni ningún soberano de este mundo está a la espera de tus devotas oraciones. ¡Lo que se espera de ti es el lenguaje de la espada! —Y despidió a Yves con un gesto de irritación—. ¡Tozudez bretona!

DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE

San Juan de Acre, 16 de julio de 1250 d.C.

El señor Luis no demostró su malestar más que a un pequeño círculo de sus fieles: los que lo seguirían siempre, fuese adonde fuese, con la mayor naturalidad.

—Señores —dijo el rey—, ahora hace ya dos semanas que he anunciado mi decisión de quedarme aquí, y no veo que hayáis puesto a mi servicio ni a un solo caballero.

—Majestad —le respondió el condestable—, todos quieren irse a casa, de modo que han fijado un precio tan alto y tan desvergonzado para quedarse aquí, que ni vuestro mariscal ni vuestro tesorero han creído conveniente retenerlos.

—¿No hay nadie que se ofrezca más barato? —preguntó el rey, apenado.

—Sí —dijo el condestable, señalándome a mí—: el señor senescal de Joinville, pero incluso él exige tanto que no nos atrevemos a contratarlo.

Entonces el señor Luis se dirigió a mí y dijo:

—Siempre te he favorecido con mi especial benevolencia, y siempre he tenido la sensación de que también tú me aprecias. ¿Dónde reside, pues, la dificultad?

Yo le respondí:

—Sabéis, majestad, que lo he perdido todo, de modo que necesito inmediatamente dos mil libras en mano: cada uno de los tres banderines de caballeros que deseo retener a mi servicio me costará cuatrocientas hasta Pascua del año que viene…

El rey se ayudó de sus dedos para echar las cuentas.

—¿De modo que tus hombres te costarán mil doscientas…?

—Así es —le contesté yo—, pero pensad también que necesito las otras ochocientas para adquirir caballos, para mi armadura y para los escuderos, además de tener que dar de comer a todos los hombres, pues supongo que no los vais a invitar a todos cada día a vuestra mesa.

El rey se dirigió a sus consejeros:

Divine nutu gratiae solus comes campaniae![592] No veo que sea una petición exagerada —y a mí me dijo con entonación muy afable—: Te tomo a mi servicio, querido Joinville.

Poco después embarcaron los hermanos del rey y demás señores. Justo antes de hacerse a la mar, el señor Alfonso de Poitiers se dirigió uno a uno a cuantos marchaban con él y les pidió prestado lo que quisieran entregarle en joyas y otros objetos preciosos, todo lo cual lo repartió después generosamente entre quienes quedábamos en San Juan de Acre junto al rey.

Ambos hermanos me insistieron con muchísimo desasosiego en que cuidara bien de su querido Luis, pues yo era para ellos el único en quien podían confiar en este aspecto.

Cuando ya había ordenado izar las velas, le sobrevino de repente al duro e impasible conde de Anjou una crisis de llanto tan fuerte que cuantos quedábamos en el muelle nos sentimos desagradablemente impresionados.

Saludamos con nuestros pañuelos hasta que la poderosa flota desapareció de nuestra vista. Después nos sentimos aliviados.

Ahora sabemos en quién podemos confiar: en nosotros mismos.

YVES «EL BRETÓN» estuvo vigilando durante días enteros la puerta de Maupas para que no le pasara inadvertida la marcha de los templarios, encabezados por su preceptor Gavin Montbard de Béthune.

Después de la última conversación sostenida con Carlos de Anjou, veía claramente ante su conciencia el camino a recorrer, pues comprendía que mientras estuviese al servicio de su señor, el rey Luis, y se encontrara, por tanto, incorporado al círculo brumoso de la familia de los Capetos, el conde Carlos, ese buitre, conseguiría siempre atraparlo de nuevo entre sus garras, convencerlo, alquilarlo o presionarlo para que cometiera actos o crímenes que nada tenían que ver con su actual estado de ánimo, y sospechaba que en algún instante podría ceder a la perfidia de las tentaciones y a la promesa de un mayor bienestar terrenal.

Lo que necesitaba él, Yves «el Bretón», era la disciplina férrea de una orden monástica en la que pudiera servir a la causa de Dios y a la justicia divina, y si dentro de esa disciplina y de la obediencia debida tuviese que echar mano de la espada, sería por la causa de la fe y no en favor o en contra de cualquier concesión feudal.

Desde luego, tenía su importancia que los hijos del Grial fuesen o no un peligro para los Capetos, como temía el de Anjou, aunque éste probablemente estuviese más bien preocupado por sus propios proyectos de alcanzar la corona; y también tenía su importancia esa otra situación en que la princesa Yeza, como pudiera sospecharse ahora, parecía haberse convertido de repente en la favorita del señor Luis, pero él no deseaba preocuparse ya de tales cuestiones.

Tampoco quería que el rey lo empleara como guardaespaldas de la infanta, pues consideraba que también «la hija del Grial» estaba sometida a los poderes terrenales e incluso era una pelota en el juego de las ambiciones dinásticas; y si hoy aceptaba el papel de protector, mañana podría volver a ser ejecutor de todo tipo de intereses personales.

Las campanas tocaron la hora del Angelus desde la torre de San Andrés, situada junto al Temple, cerca del mar, y desde la de San Sabas en el barrio de los pisanos. Los templarios llegaron dando la vuelta en torno a su propio baluarte, allí donde la doble muralla de la ciudad desemboca en el mar en su parte más septentrional. Tenían que haber cruzado toda la ciudad vieja y el faubourg Montmusart[593] para acercarse desde allí a la puerta de Maupas.

Galopaban en formación cerrada sobre el empedrado de la ronda exterior, encabezados por Gavin Montbard de Béthune. Sus mantos blancos con la cruz roja de extremos acabados en zarpas resplandecían a la luz del sol poniente. Los que se retiraban de la ciudad formaban un grupo considerable, pues Renaud de Vichiers, su nuevo gran maestre, deseaba demostrarle al rey que allí, en el corazón de Tierra Santa, era el gran maestre quien disponía qué fuerzas de la Orden debían estar en cada lugar, y siempre a disposición de la Orden y no a la del rey.

La cruzada había terminado, San Juan de Acre retornaba a la vida cotidiana habitual de Ultramar, y ahora se trataba de reforzar otra vez las fortalezas más avanzadas para no salir perdiendo en la disputa diaria por el cobro de tributos, el comercio y la ocupación de tierras. En cuanto a su presencia en la capital del reino, bastaría la estancia simbólica del gran maestre.

En cuanto a Gavin, preceptor de Rennes-les-Châteaux[594] y embajador de otra Orden que estaba detrás de ésta, un hombre cuya presencia siempre llamaba demasiado la atención por estar enterado de los asuntos más secretos, como el de «el gran proyecto», y por su intervención en ciertas maquinaciones de las que muchas veces incluso el gran maestre apenas se enteraba, ya no era conveniente que permaneciera en la ciudad.

En cuanto Gavin vio a «el Bretón» mandó detenerse a la tropa y esperó a que Yves se le acercara como quien presenta una petición.

—Deseo hablaros cara a cara, preceptor —dijo Yves con humildad—. Os he estado esperando mucho tiempo.

—No entiendo muy bien —respondió Gavin y apartó un poco su caballo, aunque sin desmontar— a qué puedo deber este honor.

Yves se tragó lo humillante de la situación y comprendió que la palabra «dudoso» flotaba en el espacio, aunque no fuera pronunciada. Pero comprendía también que esto formaba parte de la prueba que él estaba dispuesto a superar.

—Me presento ante vos como postulante, señor Gavin —le confesó Yves en voz baja—, con el ruego de que me aceptéis en vuestra Orden.

En el rostro del templario se elevaron las cejas más bien en señal de perplejidad que de ironía.

—Os ruego, señor Yves, que meditéis bien vuestra propuesta… por mucho respeto que sienta ante vos como fiel y extraordinario servidor del rey, ¡no creo que lo digáis en serio!

—¡Probadme! —dijo Yves—. Probat spiritus, si ex Deo sit[595] —añadió con cierta precipitación, como queriendo demostrar que venía preparado.

—Al parecer queréis oír de mi boca, con el deseo de odiarme todavía más, Yves «el Bretón», lo que sabe cualquier miembro de la Iglesia, y es que alguien como vos no podrá ser aceptado jamás en nuestra Orden: en primer lugar, habéis sido ordenado sacerdote…[596]

—¡Jamás fui excomulgado! —protestó Yves.

—¡Habría sido mejor para vos! —rió Gavin con sequedad—. Sin embargo, tampoco os serviría ahora, señor Yves, pues, en segundo lugar: ¿cómo ibais a responder a la pregunta que indefectiblemente sería formulada: «¿Sois hijo de un caballero y de su esposa, pertenecen vuestros antepasados a una familia de caballeros?»

«El Bretón» enmudeció, consternado. ¿Cómo había podido creer que la Orden más exigente de todas haría una excepción con él? Era cierto que el rey podría haber remediado la situación armándolo caballero, pero su pasado como clérigo era algo más difícil de borrar, pues para ello necesitaría una dispensa.

—Ya veo —añadió Gavin, tirando de las riendas de su caballo— que no tenéis más preguntas. Os habríais podido ahorrar las que me habéis formulado, ¿o tal vez deseabais mortificaros?

—Quiero huir de los pecados de este mundo —dijo Yves—, y para conseguirlo sería capaz de soportar las mayores durezas.

—Os bastaría con ingresar en un monasterio de regla severa…

—Yo soy un hombre de espada, como sabéis muy bien, señor Gavin —se rebeló Yves—, sé luchar, y podría ser protector de los infantes…

El templario se inclinó por última vez hacia atrás y ligeramente en dirección a Yves.

—Ése no es asunto vuestro, Yves —dijo con mucha calma—. Sois un enemigo peligroso para los infantes reales, y de ninguna manera su protector. El hecho de que intentéis escapar a vuestro destino —prosiguió en voz baja— me demuestra una vez más que habéis sido elegido para cumplir una misión. Dios proteja a los niños de vos, Yves… —y enderezó de nuevo la marcha de su montura—. ¡Quedad en paz!

El preceptor recuperó su puesto a la cabeza de la comitiva, y así salieron cabalgando por la puerta de la ciudad, con los mantos ondeando bajo el sol poniente en medio de un cielo ensangrentado.

Yves se quedó mirando en la misma dirección hasta que ya no se oyó el ruido de los cascos.

Qasr al Amir, el palacio del emirato de Homs, ascendía desde la medina[597], situada más abajo, en una sucesión de patios interiores hasta el punto más alto de la muralla de la ciudad, donde en un ángulo agudo se elevaba a mayor altura el corazón de la ciudadela. El camino de acceso discurría en forma de serpentinas cubiertas, de modo que se podía entrar a caballo en las habitaciones particulares, aunque no en el harén, que a su vez sobrevolaba el patio interior más alto y sólo era accesible desde las habitaciones del soberano.

Desde allí An-Nasir[598] podía vigilar la ciudad hacia el sur hasta la llanura de la Beka’a, en cuyo extremo se sitúan los templos de Baalbek, y hacia el norte hasta la cordillera de Nosairi, por cuyo dominio peleaban entonces las órdenes militares y los «asesinos» de «el anciano de la montaña». Desde la fachada dirigida al interior se veían los jardines del harén.

Eso hacía el poderoso hombre, que contemplaba los jardines completamente vacíos y estaba, como muchas otras personas, a la espera del primer grito. No oyó nada, pero después observó un movimiento en la entrada que daba a las estancias de las mujeres y vio que el «padre del gigante» atravesaba corriendo el jardín.

An-Nasir se retiró de la ventana y regresó hacia las arcadas que se abrían en dirección a la ciudad. Cuando Abu al-Amlak[599] acabó de subir las escaleras encontró a su señor dirigiendo una mirada pensativa hacia el sur, donde An-Nasir sabía que se encontraba, detrás de las montañas del Antilíbano, la anhelada ciudad de Damasco.

—¡Una niña! —jadeó el enano arrojándose al suelo detrás de las piernas del soberano, quien no se volvió para hablarle, y se limitó a suspirar profundamente. No porque le faltaran hijos, pero siempre se había imaginado que Clarion le daría un varón.

—Lo normal es acortarle la talla al mensajero que trae malas noticias —dijo con cierto regocijo—, pero ¿qué quedaría entonces de ti, Abu Al-Amlak?

El enano se enderezó y saltó sobre el antepecho.

—Esa mujer que sigue empeñada en ser vuestra favorita —le informó en son de cotilleo— se encuentra bien, y he de confesar que la criatura es bellísima, ¡se parece al padre!

An-Nasir le palmoteó el hombro, consiguiendo que el pequeño enano casi cayera por la ventana.

—¡Espero que se parezca a esa apasionada hija del emperador, aunque sin heredar sus caprichos! ¿Ya le han puesto nombre?

—Esa mujer…

De nuevo le alcanzó un coscorrón.

—¡Estás hablando de la madre de una hija de An-Nasir!

—Pues bien, la princesa se empeña en llamarla «Salomé»[600], lo cual me parece del todo…

Esta vez supo escapar a tiempo de la mano amenazante.

—… magnífico, venerable An-Nasir, puesto que el nombre señala, más allá de Baalbek, en dirección a Damasco, y porque la niña promete ser una de vuestras hijas más sorprendentes. Y el nombre alegrará también al emperador, ya que ¿acaso la señora a quien debemos la existencia de esa favorita, tan maravillosamente convertida en madre, no se llamaba también Salomé?

—¡Precisamente Salomé! ¡Estas mujeres no dan más que disgustos! —resopló An-Nasir—. Llama a Shirat, pero sin el yen an nar as-sahir[601]. Tengo que pedirle consejo. Debo reflexionar muy bien acerca de cuáles han de ser los próximos pasos…

—Su hermano, el emir Baibars, padre del pequeño demonio, está muy descontento, si me permitís expresar una opinión, con la manera en que se han desarrollado las cosas en El Cairo.

Abu Al-Amlak había atravesado la estancia y se encontraba ya junto a la escalera que conducía a los jardines del harén.

—El general Aibek se ha casado con Sayarat-al-Durr y se ha proclamado sultán, aceptando que el pequeño Musa sea corregente, aunque todavía se sienta sobre sus rodillas. Supongo que el gran «arquero» no se había imaginado así la toma del poder por parte de los mamelucos.

—¡Yo tampoco! —gruñó An-Nasir, y se volvió hacia atrás con gesto ceñudo.

—¿Y cómo entonces? —preguntó «el padre del gigante» con expresión insolente y sacando pecho. No se había dado cuenta de que la mano de An-Nasir sostenía un kurbady[602] enrollado.

—Te he dicho que deseo oír el consejo de Shirat; ¡en cambio, no me interesa oír el croar de una rana nacida en el barro del Nilo!

El látigo restalló como un relámpago, o como avanza una serpiente, cruzando toda la estancia para golpear con un desagradable chasquido la abombada espalda. Abu Al-Amlak prefirió saltar por su propia voluntad desde la ventana al jardín. Cayó en un bancal de rosales y se quedó enredado en las espinas; se libró de ellas y siguió rodando por el césped.

—¡Mirad, buenas gentes, este ejemplar único y valioso de una noble paloma mensajera, digna de transmitir las noticias del califa de Bagdad!

Hamo había montado en la casbah de Homs, donde los empujones de los comerciantes y los curiosos eran más apretados, una mesita plegable más bien parecida a un soporte alto y la había cubierto con un paño negro que llegaba hasta el suelo.

—¡Acercaos, buenas gentes, y admirad el cuello flexible, las plumas sedosas, la blancura excelsa de esta paloma de raza, acostumbrada a volar desde el Éufrates hasta el Nilo! Sin cansarse transportará una misiva de amor o un aviso comercial y, sin embargo —y pasó a acariciar la cabecita del pájaro que pisoteaba majestuoso aquella mínima parcela, a la vez que arrullaba sin cesar mientras alzaba las patitas—, aunque cualquier entendido en la materia sabe que vale perfectamente setenta, ochenta, pero ¡qué digo! hasta cien darham[603], estoy dispuesto a darla por sólo diez, querida gente, ¡por sólo diez darham estoy dispuesto a venderla, con todo el dolor de mi corazón!

Hamo besó la nuca de la paloma y constató con mirada rápida que se acercaban cada vez más personas interesadas.

—Sólo uno podrá ser el orgulloso propietario, por lo que será mejor organizar una rifa. El precio sigue establecido en sólo diez darham, doy mi palabra de hombre… pues bien, ¡aprovechad la ocasión!

Y todos pujaban por dejar sus monedas en la mesita, a los pies de la paloma. A cambio de ellas, Hamo entregaba tres granos de cereal en la mano de cada interesado, y cuando todos hubieron acabado de depositar las monedas, les hizo formar un círculo y extender la mano abierta con los granos.

—Mi palomita decidirá ella misma —declaró Hamo—: ¡aquél de cuya mano tome el último grano será su propietario!

Hizo sentar a la paloma sobre uno de sus dedos, le mostró el círculo de manos extendidas y la arrojó al aire. El pájaro aleteó un poco y se posó después en la primera mano. Pero sólo tomó un grano y no se desplazó después a la mano del vecino, sino que volvió a revolotear en el aire para tomar, mientras seguía aleteando, otro grano de la mano del más alejado. Uno de los hombres intentó proteger los granos cerrando la mano, pero entonces el pájaro se le sentó encima y le picoteó los nudillos, y cuando él abrió la palma se comió los tres granos uno detrás del otro para castigarlo.

La gente reía y el hombre se alejó. Mientras la paloma iba realizando su trabajo selectivo y el ambiente se relajaba, Hamo empezó a charlar sobre las palomas en general y las de An-Nasir en particular, enterándose así de que Clarion, la favorita, había acabado por incubar el huevo que el soberano había puesto en su nido, y que la otra paloma, la mameluca, seguía manteniéndolo a raya jugando al ajedrez, y todos afirmaban que ésta era la más lista, capaz de meársele encima de la cabeza a «el padre del gigante», algo que, por otra parte, no era nada difícil. Las risas iban en aumento y el círculo de concurrentes se iba aclarando.

—¡Qué decís! —insistió Hamo—. ¿Que la hija del emperador ha conseguido darle a éste un nieto Ayubí?

—Un nieto no, ¡es sólo una niña! Se llama Salomé. ¡Dicen que tiene dos ojos como dos luceros y ya posee una densa cabellera negra!

«¿Qué dirá la condesa cuando se entere?», pensó Hamo con malicia, aunque lo emocionó aún más tener al fin noticias de Shirat, su princesa. Y oyó a la gente que chismorreaba y de paso lo informaba con mucho gusto de que esa misma princesa acudía con frecuencia al mercado en compañía del yen an nar as-sahir, «el pequeño demonio incendiario», un niño que se llamaba Mahmoud y no era menos inteligente que ella, aunque no jugaba al ajedrez sino que le gustaba manipular toda clase de polvos y pólvoras y asustar a la gente provocando rayos y truenos; algo que divertía mucho a An-Nasir.

Hamo no pudo enterarse de nada más, pues ahora ya sólo quedaban tres hombres que mantenían perseverantes la mano extendida, con la esperanza de que la paloma pasara de largo. Uno más quedó eliminado, y después el penúltimo, que intentó furioso darle un golpe. El ganador observó radiante cómo la paloma se le cagaba en la mano mientras consumía el último grano. Los demás se alejaron.

—Ahora os enseñaré —dijo Hamo con aire de gran satisfacción mientras recogía el dinero de la mesilla— cómo debéis tratarla para que os sirva de hábil mensajera. Cogéis este anillo, lo sujetáis a una de sus patas y le susurráis al oído adónde deseáis que se dirija…

Hamo procedió con rapidez a ponerle el anillo al ave, tal como lo había descrito.

—Acercaos y probadlo, pero hablad en voz baja ¡para que nadie oiga el nombre de vuestra amada!

El hombre hizo como le habían dicho. Hamo tomó la paloma y la arrojó al aire. Ésta trazó un círculo en torno a sus propietarios, el antiguo y el nuevo, y se alejó volando.

—¡Por Alá! —se le escapó a Hamo—, ¿qué le habéis dicho al animal?

—¡Suleika! —respondió el hombre con toda inocencia.

—Pero si sólo se trataba de una prueba… ahora se ha ido… ¡y sin carta! ¿Sabéis cuántas «Suleikas» hay en este mundo? —riñó al hombre, que lo miraba confuso.

—¿Acaso no volverá?

—Claro que volverá —dijo Hamo—, pero después de haber picoteado en la ventana de todas las Suleikas…

—Ay, desgraciado de mí —se lamentó el hombre.

—Os diré una cosa —lo interrumpió Hamo—, ¿cuánto habéis pagado?: diez darham. Os los devuelvo.

Puso en la mano del sorprendido comprador las monedas correspondientes y cuando éste quiso agradecérselo con palabras y gestos grandilocuentes estalló de repente un relámpago cegador, seguido de un estampido opaco, La presión del aire casi los arrojó a tierra. En el otro extremo de la casbah se iluminó lo que parecían fuegos artificiales, y una densa nube gris dentro de la cual relumbraban miles de pequeñas estrellas rojas y azules ascendió al cielo. «¡El demonio incendiario!» gritaron las gentes en una mezcla de susto y admiración desde la callejuela donde se sentaban los comerciantes que vendían carbón vegetal, potasa, pizarra molida, yeso y grafito, y que ofrecían a sacos llenos aunque también en cucuruchos doblados partiendo de viejos pergaminos, además de vender azufre y salitre, sodio pulverizado y fosfatos naturales.

Hamo recogió la mesilla, dobló el paño negro y se alejó a toda prisa. De lejos vio que Mahmoud, con el rostro negro de hollín, rascaba los restos candentes que quedaban en un recipiente mientras el humo cubría todavía las vigas de un tejado.

Los comerciantes rodeaban al muchacho, dándole consejos de entendido.

—Deberías haber puesto más cantidad de meleh barud[604] —dijo uno de ellos.

—No, la proporción era correcta, ¡tal vez fuese un fallo de la mezcla!

—¡Todo depende de la abertura del recipiente! —les explicó Mahmoud—. ¡Debería haber sido más pequeña!

—¡En ese caso, reventaría! —intervino otro.

—La pared debe ser más gruesa y de metal colado, ¡como si fuese un mortero, pero con el cuello estrecho!

Hamo desplegó a toda prisa la mesilla y sacó del paño negro tres pequeños vasos.

—¡El juego de los sombreritos, señores míos! —exclamó—. Los tres vasos son iguales, ninguno tiene doble fondo.

Levantó uno después de otro y los mostró a quienes lo rodeaban.

Mahmoud había reconocido en seguida al hijo de la condesa y aceptó la invitación.

—La hermana de mi padre —dijo a alguien a quien Hamo no podía ver— puede que sea una maestra jugando ante el tablero que exige reflexiones largas, ¡pero yo le gano en cuanto a rapidez de la vista!

Hamo sacó una moneda que brillaba como el oro e hizo ver que la metía debajo de uno de los vasos, aunque en realidad la cambió, con unos cuantos movimientos hábiles de sus manos, por el anillo que la paloma solía llevar en el pie, un anillo que contenía un diminuto mensaje. Mahmoud comprendió. Arrojó sobre la mesa una moneda mucho mayor y Hamo empezó a mover los sombreritos, esforzándose por que Mahmoud pudiera seguir el rumbo de sus intenciones.

Pero en aquel momento una mano enana alcanzó desde abajo el borde de la mesilla y Abu Al-Amlak agarró el vaso, sus ojos emitían chispas malignas y consiguió hacerse con el anillo.

—¡Guardias! —empezó a gritar, pero Hamo le arrojó encima el paño negro y después la mesa. Antes de que los soldados pudiesen liberar a «el padre del gigante», que no cesaba de chillar, Hamo se había escabullido a paso rápido entre la multitud.

Mahmoud recogió del suelo la moneda de oro y arrojó detrás del fugitivo los tres vasos, de modo que la gente empezó a pelearse por ellos y nadie consiguió ya atravesar el barullo que se formó.

El poderoso An-Nasir y la pequeña Shirat, tan delgada que casi parecía un muchacho, estaban sentados frente a frente delante del taquqat ashshatrandy[605], de poca altura. Pero no jugaban. La joven mameluca empleaba el tablero de ajedrez para representar en forma plástica su visión de las circunstancias, moviendo las figuras sobre el campo.

—Lo primero, venerable soberano, y lo más urgente para vos, no puede ser otra cosa que apoderarse de Damasco.

Retiró al rey blanco del borde del tablero y puso a su lado la torre, los alfiles y los peones.

—Tenéis que emprender este paso ahora mismo, pues de no hacerlo se os anticiparía mi hermano. —Y empujó con la mano el resto de las figuras blancas, haciéndolas adelantarse desde el otro extremo.

—¿Por qué no cogéis las figuras negras? —dijo AnNasir.

—Porque todos profesamos la fe del Profeta, y es triste vernos de diferente color.

—¿De modo que reserváis el negro para los perros cristianos?

Shirat asintió.

—Su rey —y lo tomó en la mano— se encuentra ahora aquí, en San Juan de Acre. Está muy cerca de vos, tal vez demasiado cerca…

An-Nasir miró sorprendido la mano de la muchacha que reunía con celeridad un ejército cristiano.

—Es posible que Damasco os reciba con alegría, puesto que sois un descendiente legítimo de Saladino, el gran sultán Ayubí.

—Puedo asociarme con los francos y emprender una guerra contra Egipto —declaró An-Nasir sin rodeos.

—¡Siempre que los demás estén de acuerdo! —lo corrigió Shirat—. Por lo menos dos. Uno que acepte vuestra alianza y otro que la permita. ¡No subestiméis a mi hermano!

—Mi queridísima compañera de juegos —dijo An-Nasir—; en primer lugar, el sultán de El Cairo se llama ahora Aibek…

—Y, en segundo lugar —lo interrumpió ella—, el rey Luis tiene que mostrarse cauteloso si quiere volver a ver vivos a los prisioneros que dejó en manos de los egipcios.

—Pero nuestros amigos, los templarios…

—Esa amistad no tiene tanta importancia, ni tampoco las relaciones tradicionalmente buenas con Damasco —caso de convertirse en vuestra nueva capital— ni la devolución de Jerusalén o cualquier otro premio que desearais ofrecer. En este caso, lo que pesa más es el alto grado que alcanza la moral cristiana del rey de Francia.

—¡Le haré una oferta que un hombre devoto como él no puede rechazar! —protestó An-Nasir, y reunió las figuras negras para rodear con ellas al rey blanco de Damasco, que le representaba a él mismo, mientras empujaba con ayuda del antebrazo al ejército entero contra el grupito de guerreros blancos de Shirat.

Ella le quitó una mano llena de peones negros y los depositó a un lado, ya fuera del tablero.

—¡Os lo he advertido, An-Nasir! Mirad vuestro ejército, que ahora aparece manchado como una gata callejera y tiene los mismos caprichos que puede tener ese animal. ¡Jamás conquistaréis así a Egipto! ¡Jamás!

—¡Vos no lo deseáis! —se alborotó An-Nasir.

—¡No podréis hacerlo! —le opuso Shirat—. No tiene importancia el hecho de que yo lo considere innecesario. Podéis contentaros con Siria y consideraros sabio y feliz de no tener que ocupar esa tabla llena de clavos que algunos denominan el trono de El Cairo. Estaríais allí como atado a una catapulta, ¡tendríais junto a los pies unas ollas llenas de fuego griego y encima de vuestra cabeza colgarían puñales afilados!

—Me gusta la imagen. Acabaré con ese montón de mamelucos revoltosos metiéndome con ellos cual afilada espada de Damasco.

—Puedo esperar sentada a que estéis tan delgado como una espada —se burló Shirat, y se le rió en la cara, una cara que se encendió de rabia.

El hombre barrió con mano furiosa las figuras del tablero mientras con la otra mano intentaba agarrarla por el cuello, pero Shirat se limitó a retirarse con delicadeza hacia atrás y su mano no pudo alcanzarla, porque se lo impedía la barriga.

An-Nasir estuvo algún tiempo moviendo la mano delante de la cara de la mujer, hasta que Shirat, en el momento en que cedía la tensión, la cogió y besó con gran cariño los dedos.

El hombre se tranquilizó y ella descansó la cabeza en la manaza.

—Os ruego, soberano mío, que os retiréis ahora a admirar a vuestra hija —dijo con dulzura halagadora—, y os ruego también que dirijáis una palabra de reconocimiento a Clarion, que sufre…

—No ha hecho otra cosa que cumplir con su obligación —refunfuñó An-Nasir—, y aun eso a medias: ¡yo deseaba tener un hijo!

—¡Podéis estar orgulloso de vuestra hija! —le advirtió Shirat en el justo instante en que un duro golpe hizo temblar los muros. Lo siguió un enorme estruendo y después el crujido de unas piedras que revientan.

Se quedaron ambos un instante rígidos, Shirat incluso sufrió un sobresalto, pero después An-Nasir soltó una risa atronadora.

—¡El que merece mi atención es vuestro sobrino! —Estaba tan contento que se daba palmadas en los muslos—. ¡O convertirá a Homs en ruinas o me proporcionará un arma que no será capaz de resistir ni una torre egipcia!

De repente se abrió la puerta y entró rodando «el padre del gigante»; traía las ropas desgarradas, el rostro lleno de polvo gris y quemados los pocos pelos de su barba.

—Ha abierto un agujero en la bóveda de las cocinas empleando una bola de hierro que no es mayor que mi puño; ¡en cambio, por el agujero podría pasar un hombre gordo…!

Abu Al-Amlak no debería haber pronunciado esa palabra, pues no pudo refugiarse con la misma rapidez con la que el poderoso An-Nasir desenrolló el kurbady y le propinó un latigazo. El extremo delgado del látigo rodeó sus débiles piernecitas y lo hizo bailar como una peonza.

—¡…Como un búfalo! —se apresuró a proseguir con su lamento—. ¡…Como un elefante!

Pero no hacía más que empeorar las cosas, y el látigo siguió silbando hasta que el enano consiguió refugiarse de un salto debajo de la mesa de ajedrez. Cuando desde allí observó que también Shirat estaba riéndose, extendió la mano y sostuvo en alto un anillo como el que suele sujetarse a la pata de las palomas mensajeras.

—¡Ríe, traidora! —chilló, y sacó con dedos temblorosos el mensaje que contenía el anillo y lo desenrolló.

—¡He venido para liberaros de las garras de An-Nasir! —leyó en voz alta.

Entonces Shirat se rió mucho más todavía, y An-Nasir metió la mano para sacar a «el padre del gigante» de debajo de la mesa y lo mantuvo pataleando en el aire mientras lo sostenía con el brazo extendido.

—¿A quién quieres liberar, Abu Al-Amlak?

—¡Si no soy yo! —seguía chillando el enano—. ¡Es un falso vendedor de palomas mensajeras!

—¿Acaso tenéis, inteligente compañera de mis juegos, algún trato con quien transmite tales noticias?

—Aún no, señor y soberano mío —respondió Shirat—, pero si «el padre del gigante» es capaz de traerme aquí la paloma que llevaba el anillo, ¡empezaré a pensar en esa posibilidad!

—Pues bien —dijo An-Nasir, y depositó al enano sobre el suelo—, ¡trae a esa paloma y a su vendedor también!

—¡Pero si en eso consiste precisamente el engaño! —se lamentó «el padre del gigante», a quien le seguían temblando las piernas—. ¡Siempre se va volando!

—¡Es muy propio de esos pájaros! —gruñó An-Nasir, divertido—. Y creo, Abu Al-Amlak, que tú saldrás ahora volando hacia Damasco para preparar nuestra llegada a un terreno que te es muy familiar. Yo, en cambio —y se inclinó sonriente en dirección a Shirat—, iré ahora mismo a admirar ese destrozo y aprovecharé la ocasión para echarle un vistazo a la hija y a su madre.

Ella le devolvió la sonrisa hasta que él, arrastrando por el cuello a «el padre del gigante» como si fuese un saco de arena mojada, hubo abandonado la estancia. Después cogió el papel y releyó el mensaje.