V
CANNABIS O EL SUEÑO DE LOS SANJUANISTAS
DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE
Limasol, 5 de noviembre de 1248 d.C.
Para mi sorpresa, el mariscal di Peixa-Rollo acudió a mi albergue con una invitación para asistir al gra’mangir[195] que Juan de Ronay iba a celebrar en el castillo de los sanjuanistas.
Rápidamente, y sin que se diera cuenta el mariscal, consulté mi baraja:
«¿Por qué dudas aún? ¡Aprovecha el instante! Sabiduría, voluntad, audacia, silencio. Saturno hace las veces de sol y gobierna las formaciones del ayer. El mono hace girar la rueda.»
El gran refectorio puede compararse en cuanto a dimensiones con cualquier salón principesco, y lo que nos ofreció la cocina de la Orden fue un disfrute para la vista antes de serlo también para el paladar. Después de tantas semanas navegando y de la interminable espera en el puerto estaba yo hasta la coronilla de pescado, mariscos, pequeños calamares y cualquier bicho procedente del mar. El hermano Culinarius había animado a los caballeros para que se lanzaran a la busca del jabalí en el interior del país, otros habían salido a la cala de aves con reclamo y el resto se había dedicado a perseguir liebres y venado con ayuda de una jauría de perros. La diosa Diana se había mostrado benevolente con los cazadores, me hizo saber orgulloso nuestro anfitrión mientras me servía con sus propias manos.
El banquete comenzó con jamón de jabalí ahumado al enebro y una segunda clase de jamón, éste de oso, secado al aire y aromatizado con romero, todo ello acompañado de melones dulces como la miel, dados de calabaza en adobo picante, y una espuma de bayas de color rojo oscuro cuyo sabor ácido armonizaba perfectamente con los filetes de hígado frito y los anillos de cebolla que a continuación nos presentaron acompañados de tortas de pan recién cocidas.
Aprovecharé el buen sabor que la descripción de tales entrantes admirables habrá dejado en el lector para anotar rápidamente quiénes asistían al banquete. A la derecha del señor de Ronay se sentaba el joven señor Roberto de Artois, hermano del rey, presencia que me alegró, pues aprecio la espontánea sinceridad con que interviene en cualquier disputa y la costumbre que tiene de exponer su opinión sin ningún tipo de reticencia ni reparo.
El lugar a la izquierda lo ocupaba el maître Roberto de Sorbon, a quien considero, debido a su poco ascético aspecto exterior, un adepto secreto de los placeres terrenales. A mi lado se sentaban el conde de Flandes, quien me preguntó indignado por William de Roebruk, de modo que preferí negar mi familiaridad con él, y Gualterio de Saint-Pol[196], un guerrero de gran prestigio. Me habían colocado frente al príncipe y ello me llenó de satisfacción, pues observé que mi primo Juan estaba situado muy lejos, en uno de los extremos de la mesa.
Estuve reflexionando intensamente sobre los que no habían sido invitados o no se habían presentado, como Carlos de Anjou, malhumorado y hosco hermano del rey, de quien siempre sospecho que le envidia la corona a Luis. Es más que probable que se considere a sí mismo más capacitado para ejercer de soberano. En cierta ocasión lo vi intercambiar una mirada con Yves «el Bretón» y pensé que los dos juntos formarían una pareja temible. El cínico conde de Anjou manejaría el poder y dispondría de «el Bretón» como esbirro, perro de presa y verdugo a un tiempo.
Pero tampoco éste estaba presente, lo que no me sorprendió en absoluto. Yves no tiene la categoría necesaria como para ser invitado a esa mesa ni habría apreciado tal invitación, según creo. Es un hombre del rey, y no se alejará de él a menos que su amo se lo ordene.
El hecho de que no asistiera el duque de Borgoña se debe a que ha viajado a Grecia, donde intentará convencer a otros soberanos de que se adhieran a la cruzada del rey. Yo no podía creer que aquel banquete fuese celebrado por Juan de Ronay, en representación del gran maestre ausente, con la única intención de satisfacer algunos paladares exigentes. Muchos de los invitados seguramente no estaban allí más que para hacer bulto, pero me llamó la atención la tendencia de las conversaciones sostenidas en voz alta y el hecho de que no hubiese ni amigos del emperador ni aliados de los templarios.
Los caballeros de la orden teutónica con su comendador Sigbert von Öxfeld, bien visto y querido en todas partes, y los ingleses con su rudo jefe guerrero Guillermo de Salisbury, habían sido ignorados. Después de lo sucedido en torno al Temple era comprensible que Gavin no estuviese presente. Pero por los nombres de los comensales ausentes, más que por los de los presentes, podía adivinarse que los ánimos se movían en dirección a la idea de un reforzamiento de la Francia de los Capetos. Gesta Dei per los francos![197] Imposible ignorar ciertas voces patrióticas que sólo pueden ser expresadas a espaldas del rey Luis, quien les parece a muchos de los presentes demasiado bueno, demasiado devoto, demasiado noble para reconocer como tales a quienes no son otra cosa que enemigos enquistados en el propio corazón del país: «¡Los templarios son ya un Estado dentro del Estado y actúan como auténticas sanguijuelas!»
Por no hablar de las insolentes reivindicaciones territoriales de los Plantagenet, que para desgracia suya deben apoyarse en unas regiones tan genuinamente francesas como son Aquitania, Anjou o Normandía. Y finalmente la familia de los Hohenstaufen, a la que tantos lazos unen con Inglaterra. El Papa tiene toda la razón: ¡al diablo con ellos! Si alguien merece recibir la dignidad imperial en Occidente, ese título le corresponde al devoto Luis. Vive la France!
¿Acaso debe remorderme la conciencia cuando recuerdo las expresiones que llegaron a mis oídos haciendo referencia al emperador? Es muy cierto que soy senescal de la Champagne por derecho hereditario, pero Joinville es parte del Imperio. El siguiente plato que sirvieron me ayudó a dispersar toda reserva y preocupación mentales.
Podíamos elegir entre lentejas o judías, ambas presentadas en forma de cocido templado y aderezado con hierbas, vinagre y aceite virgen de oliva, con tanto refinamiento que se me hizo la boca agua aún antes de que los cocineros presentaran sobre parrillas candentes salchichas de la reciente matanza, testículos y corazones asados de bisonte europeo, costillas de cabra montés y trozos de muslo de ciervo, bañados estos últimos en una salsa de castañas con estragón y miel. Cambiamos de vino y, en lugar del caldo ligero de la isla, los criados aportaron un barril de vino tinto que el señor de Ronay elogió en voz alta, señalando que se trataba de un regalo del soberano de Antioquía, cuya bodega, como todos saben, goza de justa fama.
La sala se llenó de gruñidos, chasquidos, salivazos y eructos. No había damas invitadas, de modo que tan finos señores pudieron dar rienda suelta a sus instintos, comer como cerdos, rebuznar de contento y darse palmadas en los muslos mientras gritaban a voz en cuello.
Cuando todos los estómagos quedaron llenos hasta más no poder y los criados hubieron retirado los últimos huesos, cambiando las fuentes por unos platos llanos de estaño, aún hizo su entrada una bandeja gigantesca, que tenía dos veces el tamaño de un escudo de cuerpo entero, sobre la cual había un entramado de ramas como suele verse en el interior de una gran pajarera. Entre el ramaje se acurrucaban perdices y faisanes perfectamente asados y crujientes, con algunas plumas de adorno clavadas en el trasero. En las espinas se balanceaban diminutas codornices y palomas, tordas y alondras, todas ellas dispuestas a meterse volando en la boca abierta. Y debajo del ramaje adornado con hojas y espinas plateadas flotaban patos de apetitosa pechuga, con la cabeza nuevamente implantada después de asados y adornados con sus propias plumas, que ofrecían una imagen alegre y colorida antes de que los comensales empezaran a hincarles el diente! ¡Todo el mundo reía y mordía, bromeaba y masticaba a la vez!
Si yo había creído que estábamos absolutamente saciados me vi desmentido, pues en un santiamén no quedaron más que algunos huesecillos y alguna que otra ala o pata suelta.
Los criados ofrecieron después fuentes llenas de agua templada en las que flotaban hojas de capullos de rosa, para que pudiésemos lavarnos los dedos.
De postre nos presentaron dulces de Siria que había traído la princesa Plaisance, y también granadas, nueces e higos frescos acompañados de vino moscatel.
La mayoría de los invitados se retiraron a continuación para dormir la siesta o para someterse a una sesión de vapor en el hammam[198] o relajarse con alguna prostituta. Muy pronto no quedamos más que Juan de Ronay, el maître de Sorbon y yo. Y, para que me diese cuenta de que no se trataba de una casualidad, el superior de los sanjuanistas inició la conversación con un gesto de pesadumbre que me pareció excesivo.
—Nuestro maître está preocupado por la causa del rey y de Francia.
—El bienestar del rey está en sus manos, de modo que podemos considerar que está en las mejores manos posibles —inicié mi respuesta procediendo con suma cautela, pero después decidí prescindir de ella. Me apetecía saber de qué íbamos a hablar y con quién estaba tratando allí—. ¿Acaso creéis que el buen rey Luis ya no puede estar seguro de poder recostar la cabeza en todo momento y en cualquier lugar, hasta en el propio país de los francos?
—Yo no he dicho eso —me respondió el maître Roberto, simulando una retirada—. Ni quiero insinuar nada semejante. Sin embargo, estimado Joinville, la realidad es que los deseos y las acciones de un rey deberían ir al unísono con las de su país.
Aquí intervino Juan de Ronay para aclarar las cosas:
—Nuestro maître piensa que cabe la sospecha de que el rey Luis sea demasiado noble para desempeñar el papel de rey de Francia.
El aludido retomó el hilo:
—Hace poco, el propio monarca me comentó la posibilidad de que Francia y su casa reinante, es decir, sus propios antepasados, hubiesen tratado injustamente a la estirpe de Leví[199], al de Trencavel o a cualquier otro del cual pretendan descender esos escorpiones de Occitania[200]. ¡Como si él personalmente hubiese asesinado al desgraciado Parsifal! Su majestad incluso llegó al extremo de plantearme la pregunta retórica de si no convendría reparar el daño causado, revalorizando la figura de los infantes.
El maître temblaba de indignación al rememorar la idea, y yo me apresuré a echar aceite en ese fuego.
—¡No me digáis! ¿Tal vez quiera hacerlo con un gesto parecido al que le hizo casar a su hermano Alfonso de Poitou[201] con Juana, la última heredera? No habréis olvidado que el padre de ésta permaneció durante muchos años prisionero en el Louvre, hasta el momento de celebrarse la boda, y que después fue nuestro noble rey Luis quien hizo su entrada en Tolosa, reclamando el país para la corona. ¡No! —exclamé—. No desearía semejante gesto en favor de mi peor enemigo, ¡y mucho menos en favor de los infantes!
—Veo que los defendéis con ardor, señor de Joinville —me advirtió el sanjuanista—, aunque como hijo fiel de la Iglesia…
—¡Dejemos eso! —nos reconvino el maître, temeroso de que la conversación se le escapara de las manos—. Os hablo en confianza, estimado senescal, porque sé que sois leal a Luis y que su majestad os busca y aprecia vuestro consejo…
Le respondí con un gesto de humildad.
—¿Qué consejos puede dar un hombre joven como yo…?
—Si el rey sintiera la necesidad de hacer algo por los infantes, si pensara incluso ligarlos con lazos familiares a la casa Capeto, deberíamos estar preparados a su debido tiempo para dirigir tales deseos por la vía correcta a fin de evitar que un eventual capricho senil, unido a su devoción religiosa, lo pudiera llevar a una actuación irreflexiva.
—¿Tal vez convendría insinuarle una adopción? —propuse a sabiendas de que estaba aventurándome, y consciente de que podía ser un golpe dado en el vacío, a acertar un tanto. Pero el maître traía preparado un proyecto concreto y no tardó en abrir la boca para revelarlo.
—Roberto de Artois —susurró en tono de conspirador— podría casarse dentro de cuatro o cinco años con ella…
Deduje que pensaban salvar a Yeza, mientras que ahogarían o se desharían de cualquier otro modo del pequeño Roç.
—¿Y hasta entonces la mantendrán presa en el Louvre? —protesté sin convicción—. Y además: tengo entendido que el señor Roberto ya está casado.
—Sacra Rota![202] —Sonrió el maître con malicia—. Aceptaría con mucho gusto el papel de advocatus diavoli[203].
—Mi distinguido y admirado señor de Sorbon —intenté exponer algún argumento mejor fundado—, ¿no deberíamos hablar más bien, en lugar de intentar que la sangre de los pequeños reyes se diluya sin más en la de los Capetos, de cómo conseguir con ayuda de los infantes, y gracias a la sangre que circula por sus venas, que la familia de los reyes soberanos de Francia obtenga aquella dignidad superior que necesita y de la que es merecedora?
—Eso lo habéis dicho vos, estimado Joinville —y con una sonrisa falsa atrajo a su lado al sanjuanista, casi reteniéndolo como testigo de mis palabras—. Aunque podéis estar seguro de que me siento satisfecho y contento sabiendo que disfrutáis del firme favor del rey. Porque cualquier empresa de esta índole debe realizarse en secreto. Hay que excluir a todo el que quiera presumir de méritos o colmar aspiraciones propias. Vos, Joinville, sois en cambio un hombre humilde en comparación con vuestras dotes.
Aquí intervino de nuevo el señor Juan de Ronay:
—Tenéis una fama tan irreprochable que cualquier sospecha de alta traición retrocedería ante vuestra persona como un toldo rechaza una ráfaga de lluvia. Los aquí presentes debemos tener muy claro que surgirán inevitablemente sospechas graves de este tipo.
—Pensadlo bien, aunque sin pedir consejo a nadie —propuso el maître con expresión poco amable—, pues esta conversación debe considerarse no celebrada, y cualquier afirmación referida a ella despertaría ante el Consejo real, como tribunal superior de Francia, la impresión desafortunada de que el senescal de la Champagne conspira con los enemigos tanto de la Iglesia como de la corona. Os agradezco vuestra presencia.
El suplente del gran maestre de los sanjuanistas se había levantado también, de modo que no me quedó más remedio que darme por despedido. Aún me dijo:
—Son grandes temas: se trata de intervenir en unas relaciones dinásticas que pueden dar un vuelco al mundo.
Después golpeó con el bastón el suelo, no tanto para reafirmar el patetismo de sus palabras como para que acudiera el mariscal di Peixa-Rollo, quien me acompañó al exterior. Sin embargo, y para mi preocupación, no me condujo hacia el portal, sino por algunos pasillos retorcidos que desembocan en una lejana torre emplazada en la muralla. La estancia que contiene tiene todo el aspecto de servir para que la habite algún que otro «huésped de honor» involuntario, pues tanto la puerta como las ventanas están protegidas con rejas. Pero había allí un lecho, mesa y sillas, y no vi ninguna cadena de hierro. Lo más probable era que pretendieran retenerme hasta ablandar mi voluntad.
El mariscal no me encerró; más bien me informó con mucha amabilidad:
—El señor Juan de Ronay desea hablar con vos.
—¿Qué me decís? —se me escapó—. ¿No querrá tratar de los templarios, que aunque no han salido victoriosos de Limasol, sí son de facto los vencedores?
El mariscal se lamentó con pesadumbre:
—El rey los consulta ante cada decisión importante.
—En cambio les ha prohibido prestar al sultán tropas auxiliares para la conquista de Homs…
—Tampoco a nosotros nos permite ayudar a An-Nasir.
—Porque consentir ambas cosas sería un contrasentido. Lo que no puede hacer es apoyar al mismo personaje tomándolo por aliado en un país y guerrear contra él en otro, tachándolo de enemigo de la fe.
—Todo es posible —dijo el mariscal—, no es más que cuestión de flexibilidad. El rey tendría más de una razón para no fiarse de los templarios. Pero ¿qué hacer? Continuamente envía mensajeros y regalos a Episkopi, donde esos señores viven retirados en sus fincas mientras nosotros tenemos que realizar día tras día todos los servicios de vigilancia sin que nadie nos lo agradezca.
—Primum cogitare, deinde agere[204] —le espeté sin miramiento alguno—, y por esa misma razón os ruego me dejéis solo ahora.
Necesitaba con urgencia disfrutar de un poco de soledad para ordenar mis ideas. De modo que en la corte existen corrientes de pensamiento que no están satisfechas con lo que el rey hace o deja de hacer. No me sorprendería que dichas fuerzas insistieran ahora, sin más, en la eliminación de los infantes. Sin embargo, yo supongo que también actúan poderes para quienes el maître Roberto no es más que un peón avanzado, y que en cambio son muy capaces de considerar la importancia de cualquier jugada posible, por estar dispuestos a tener en cuenta, más allá de la persona del rey, el destino de Francia. Carlos de Anjou, que en esta imaginaria partida de ajedrez representa antes una torre que un caballo, podría sentir tentaciones imperiales, es decir, imaginar el destronamiento de los Hohenstaufen. Y es posible que esté dispuesto a provocar un enroque en cualquier momento. Pero este jugador aún no ha aceptado abiertamente la partida; hay otros, antes que él, que están intentando realizar alguna jugada. Sin duda alguna se trata de defensores de la idea dinástica, deseosos de empujar a los infantes como si fuesen pequeños peones hasta el límite mismo del campo de juego, intentando tal vez coronar una dama nueva. Si fracasa la jugada, no habrían sacrificado más que a un peón.
¿Significa todo esto que algo hay de cierto en los rumores sobre la sangre sagrada procedente de la casa de David y que, pasando por los descendientes del Mesías, habría anidado muy profundamente en la sangre noble de Occitania, símbolo de la «auténtica» nobleza? Como es natural, yo he oído hablar de ello, pero sin conceder importancia a tales historias. ¿La sang réal[205] representada en el santo Grial? ¿Habrá llegado el momento en que sus adeptos, que siempre y por naturaleza se han mostrado opuestos a los usurpadores como los Capetos y a los falsarios como los de la Ecclesia romana, deseen reconciliarse con sus enemigos mortales?
¿Quién puede desear un cambio así, quién lo defendería? Después comprendí con diáfana claridad: aquí no estamos tratando de los deseos del rey de establecer una armonía mariana entre virginidad y maternidad, ni del arrepentimiento tardío —y tanto más necio por esa misma razón— de los que pretenden haber comprendido que en cualquier momento los sucesores de los Capetos tendrán que pagar la culpa contraída frente a la sangre merovingia. ¿Estarán los hijos del Grial destinados a liberar a Luis de esa maldición? ¿Deben hacerlo?
En ese caso lo importante no es saber quién está tramando semejante solución o desea provocarla, sino quién se verá obligado a admitirla. Después de tantos años de persecución, difamación, acusación de herejía, ¿se le ocurrirá a alguien someter una oferta así a los misteriosos custodios del Grial? Porque ha quedado más que demostrado que sin su aprobación no cabe hacer nada que esté relacionado con los niños. Y, sin los infantes, todos esos proyectos no valen más que la arena en la que unos dudosos conjurados escriben sus proyectos. Un golpe de viento y todo se borra. ¿Por qué se dirigen ahora precisamente a mí, Jean de Joinville, y además sin haberme consultado antes?
—¿Por qué? —exclamé a través de la ventana enrejada. Cuando di media vuelta me encontré frente a Juan de Ronay.
—Olvidad cuanto os dije antes —inició la conversación—, pues me he visto en la obligación de sacudirme primero de encima al maître, que fue en realidad el que os recomendó, pero a quien no deseo confiar todos mis proyectos.
—¿Y él no sospecha nada?
El sanjuanista se echó a reír.
—¿Sabréis jamás con toda certeza cómo se comportará la mujer que quiere acudir a una cita con su amante? Afirmará probablemente, dando muchas voces, su amor al esposo, ¡lo enaltecerá ante los demás para que se retire de la escena feliz y satisfecho!
—No le quedará duda de su lealtad —dije entonces—, pero yo, teniendo en cuenta, distinguido señor de Ronay, que habéis querido adoptar la careta de esa mujer, ¿cómo queréis que os tenga confianza en vista de tales artimañas?
El suplente del gran maestre del Hospital me estudió divertido.
—Nosotros dos no tenemos por qué simular afecto ni hablar de ideales superiores, pues hasta los favores que os concede el rey no son, desde mi punto de vista, más que un agradable aderezo. Prefiero que nuestras relaciones tengan una base sólida: os tomo a mi servicio como asesor secreto, y la Orden os lo pagará al precio que queráis pedir. ¿Os gusta la propuesta?
—Como amante prefiero no dar un consentimiento fácil ni hablar de precios. ¡Hacedme saber primero en qué asunto queréis que os aconseje!
—Si os lo expongo ya estaríais bajo contrato…
—Me seduce más la tarea que el premio —lo interrumpí—. De modo que debéis hacérmelo saber.
—Pues bien, ya os podéis imaginar que se trata de los caballeros del Temple…
—¿Acaso los echáis en falta? —dije con cierta insolencia, pues me sentí desilusionado ante su revelación.
—Olvidad la disputa del otro día, olvidad cualquier pelea, cualquier contienda sangrienta que haya tenido lugar entre los miembros de ambas Órdenes, tanto entre los orgullosos caballeros como entre los soldados de a pie, en torno a cualquier clase de ventajas o privilegios o que puedan darse aún en el futuro. Todo eso no son más que escaramuzas naturales por haber sido fundadas ambas Órdenes casi al mismo tiempo, en el mismo lugar, en las mismas condiciones y con los mismos objetivos.
—Y bien —dije—, si todo es tan igual y tan natural, entonces…
—¡Pero no es así! —dijo el señor de Ronay con aspereza—. Las condiciones nunca fueron las mismas, y los objetivos mucho menos.
—¡Hablad! —le solicité con interés.
—Yo no sé qué les prometió san Bernardo a los primeros caballeros de Jerusalén, pero ellos se consideraron elegidos desde que se colocó la primera piedra del Temple[206]…
—¡Mientras vos servíais en los hospitales, sacrificándoos por los enfermos!
Me esforcé por alejar toda ironía de mi voz, y un suspiro reprimido me agradeció la concesión.
—Según el estatuto de nuestra Orden, pues sólo tenemos uno y no habrá ninguno más, nuestro objetivo es idéntico: proteger a los peregrinos y los santos lugares de la Cristiandad.
—Sois muy humilde —objeté—, y omitís el hecho de que el Hospital existía ya antes de que los primeros cruzados conquistaran Jerusalén, y que, para transformarlos de enfermeros en caballeros militantes, hubo que cambiarles el santo patrón, que en lugar de san Juan Bautista pasó a ser el belicoso Juan el Evangelista, que tiene un águila por escudo.
—En cambio los templarios eran ya una comunidad de caballeros conjurados, procedentes del corazón de Francia, que se presentaron como un comando misterioso y obtuvieron en seguida todo cuanto pretendían, es decir, el templo de Salomón, y envolvieron desde un principio todas sus maquinaciones en el manto blanco del silencio y de la distinción de electi[207]. Reconozco, desde luego, que sus caballeros son guerreros excelentes.
—Ahora bien —dije yo—, hay que decir que las dos Órdenes se han enriquecido, y que su preocupación principal en nuestros tiempos es proteger su patrimonio, sus instituciones comerciales y sus intereses, ¡que son muchos!
—No lo voy a negar —concedió nolens volens[208] el sanjuanista—, pero los templarios han conseguido rodearse desde la primera hora de una aureola que les otorga un mayor atractivo, les proporciona más privilegios y les ha permitido finalmente pactar sin miramientos con los enemigos de la fe cristiana…
—¿Cómo os atrevéis a decir eso? —Y me eché a reír—. ¿Acaso vos no tenéis trato con los musulmanes para el intercambio de esclavos o de armas? ¿Acaso no firmáis acuerdos con los infieles?
—¡Pero me refiero a la herejía! Estoy hablando del apoyo que prestan a la herejía dentro del ámbito territorial de la Iglesia, ¡a la defensa que hacen de los hijos del Grial!
—Si preguntáis, distinguido señor de Ronay, por qué la Orden de san Juan carece de carisma, vos mismo habéis enunciado la respuesta…
Durante un tiempo guardó silencio. Después convino:
—Os habéis ganado vuestra primera recompensa.
Juan de Ronay cayó en un profundo ensimismamiento, como si tuviese que luchar consigo mismo, no tanto en relación con la promesa que me había hecho como con la voluntad de aceptar o no la explicación que yo le había brindado.
—Dejadme repensar vuestras inteligentes palabras.
—¡Con mucho gusto! —dije con ligereza y, a la vez que aliviado, también me sentí orgulloso.
Pero mientras abandonaba el castillo me iba diciendo: mi querido Joinville: ¡tú también deberías repensar el trato al que te has comprometido!
Limasol, 23 de noviembre de 1248 d.C.
Pasé los días siguientes anotando lo sucedido en los últimos tiempos. Me dolían los dedos y me daba rabia verme atado al pupitre en lugar de pasearme y prestar oído a cuantos rumores circulan por ahí. Estoy seguro de que el rey no olfatea lo que se está cociendo en las diferentes ollas. Luis no sospecha absolutamente nada, no obstante haber sido él mismo quien echó a rodar la piedra o las piedras.
En eso iba pensando cuando acudí a una de las audiencias oficiales en palacio, pues en tales ocasiones el rey desea verse rodeado de sus grandes. Al pasar por delante del Temple, donde los caballeros de la Orden teutónica han establecido ahora su cuartel, se desprendió de las sombras del porche la figura de William de Roebruk.
Llevaba el hábito de fiesta de los minoritas y al parecer me estaba esperando con la intención de acudir a mi lado a la audiencia en palacio. No supe negarme a su compañía. Jamás me ha causado ningún mal ni ha hablado mal de mí, y no creo que sea de mi incumbencia enjuiciar la vida que llevan los demás. En todo caso, y en oposición a muchos de sus queridos hermanos de la Orden de san Francisco, es un hombre que ha experimentado vivencias bastante más extravagantes que hablar con los pájaros. Pero ha recorrido largos trechos en compañía de los infantes, lo que le otorga, para mí, un aura de interés. Además, no es tonto. Llevaba una petición destinada al rey Luis, que deseaba entregarle para que volviese a acogerlo con benevolencia.
De modo que le dediqué unas palabras cargadas de burla oportunista:
—Y vos, joya de la Orden de los minoritas, ¿no queríais presentar al rey a esos dos emisarios del gran kan de los mongoles?
—Los señores Aibeg y Serkis ya soportan con bastante pesadumbre el hecho de que el Papa no los acompañe de regreso a la corte de su señor, que ni siquiera es el propio gran kan, sino únicamente su lugarteniente en Tabriz[209] —me aclaró William—, y ahora mismo están tomando un trago para hacer acopio de valor y presentar esa misma petición a Luis. ¡Pueden pasar semanas antes de que se decidan! —bromeó, simulando estar un tanto compungido—. Pero si no os agrada acompañar a este pobre pecador ante el trono del rey, rogaré al señor Gavin Montbard de Béthune que por amor al prójimo me conceda ese favor.
—Os será difícil, pues aparte de que vuestros pecados son importantes, el preceptor ha sido desterrado de esta isla por su gran maestre, el señor de Sonnac.
William me miró tan incrédulo que me apresuré a añadir con bastante satisfacción:
—Apenas desalojado el Temple ha destinado al preceptor a Siria. Comprendí que el hecho constituía un golpe duro para él, de modo que añadí en tono amable:
—No obstante, estimado William, si queréis haceros cargo de mis papeles os llevaré conmigo en calidad de secretario.
Traspasamos el cordón establecido por la guardia de la sala y, dando codazos, llegamos a la primera fila. Desde allí vimos sentado al rey junto a sus hermanos y los condes de Flandes y de Bretaña; detrás de él se apostaban su guardaespaldas Yves «el Bretón» y el capellán de la corte, Roberto de Sorbon.
Cuando Luis vio quién me acompañaba dijo en voz alta, para que pudieran oírlo cuantos lo rodeaban:
—Ved hasta donde llega la habilidad de nuestro senescal: ¡es capaz de devolver a mi presencia a un personaje a quien hace tiempo creía muerto!
Aquel instante fue considerado por William como el más adecuado para arrojarse a los pies del rey y entregarle humildemente su petición enrollada. Pero el rey no consiguió echar siquiera un vistazo al documento, pues el maître extendió la mano y se lo arrebató rápidamente.
—He aquí una imagen de lo que podría ser la eternidad, señores —bromeó el rey—. Hace años que destiné a este fraile al Montségur para que reforzara con sus oraciones el ánimo de los nuestros. Ahora asistimos al momento de su regreso. ¿Hemos de pensar que semejante circunstancia se debe a su entrega a la oración, o a su afán de supervivencia?
William se creyó en la necesidad de justificarse.
—Si vuestra majestad me permitiera relatar cuanto me ha sucedido en estos cinco años, me perdonaría generosamente —propuso al rey mientras Yves «el Bretón» pretendía hacerlo callar:
—¡Sería mejor que confesaras a tu rey lo que has hecho durante estas últimas cinco semanas que llevas en la isla sin haberte arrojado arrepentido a sus pies!
Pero el rey, según me pareció, estaba de muy buen humor y opuso:
—Señor Yves, te ruego no niegues la gracia antes de que yo haya podido escuchar la justificación.
Estas palabras no permitieron al señor maître permanecer callado.
—¡Dejadme a mí la tarea de verificar si este hombre es digno de que despilfarréis en él vuestra generosidad!
—La generosidad nunca es un despilfarro, maître —dijo el rey—. Te ruego trates con benevolencia a este pecador.
El leve reproche no irritó a Roberto de Sorbon.
—Aplicaré una parábola —inició su examen con palabras cargadas de malicia— que vuestra majestad misma inventó en su día.
Después se dirigió con expresión de autosuficiencia al pobre William, que seguía arrodillado ante el rey Luis.
—De pie, William de Roebruk —lo animó éste—. ¡Hay que mirar a los ojos tanto al amigo como al enemigo!
William se incorporó y el maître dijo:
—¿Qué preferiríais, sufrir la maldición de la lepra o haber cometido un pecado mortal?
William miró a los ojos de su inquisidor y contestó con franqueza:
—Prefiero haber cometido treinta pecados mortales antes que sufrir la lepra.
Seguramente pensaba lo mismo que estaba pensando yo: que tanto daba cuál fuese su respuesta. Si hubiese afirmado lo contrario, el maître le habría tachado de ser un hipócrita empedernido.
En cambio ahora le espetó el señor Roberto:
—¡Insensato! No hay lepra que provoque mayor podredumbre que el pecado. El demonio está al acecho del pecador para llevarse su alma. El leproso, en cambio, es esperado por Dios, y su carne ulcerosa se desprenderá como las escamas del pescado, siempre que su alma esté pura.
William comprendió que no tendría perdón, pues el pecado cometido por un hombre sano siempre será objeto de envidia, y desear el sufrimiento de la lepra para conservar la pureza del alma era algo que no estaba dispuesto a aceptar. De modo que se inclinó en silencio ante el rey y abandonó la sala con la cabeza alta.
Luis me miró y, como muchas otras veces, vi reflejada en sus ojos una chispa de picardía.
—Querido senescal —dijo a continuación—, ¿entiendes ahora por qué preferiré siempre a un lego, inteligente y sincero, a cualquier fraile devoto de espíritu simple o a cualquier eclesiástico retorcido?
Como él no esperaba una respuesta a tales palabras me limité a demostrarle con una sonrisa que estaba de acuerdo. Si alguien lo deseaba, podía interpretar la observación como un rechazo definitivo dirigido a William o como un elogio oculto para mí, aunque en realidad se trataba de un reproche irritado que le correspondía al maître cargar en su cuenta.
Encontré al franciscano en la taberna de La Bella Vista, donde estaba a punto de emborracharse. Frente a él, sobre un banco, Ingolinda intercambiaba desvergonzadas carantoñas con dos ingleses del de Salisbury.
—¡Al menos no son «asesinos»! —bromeé—. De modo que no tenéis por qué esconderos bajo la mesa.
—Me gustaría hacerlo, pero de vergüenza —dijo William, abrumado.
—¿No será a causa de esa mujer? —intenté reforzar su ánimo decaído.
—El rey tiene toda la razón —dijo William—. Hace cuatro primaveras me concedió el honor de presidir un altar en el campo de batalla, y desde entonces sigo escondido debajo de la mesa cubriéndome con los cuerpos de heréticos, mongoles y «asesinos».
—Dejemos aparte la historia del gran kan —lo amenacé moviendo un dedo—. ¿Qué sabéis acerca de los «asesinos» y de «el anciano de la montaña»?
—Muy poco —confesó William con sinceridad.
—Dejadme saber ese poco —lo animé, y pedí una jarra llena.
—Aparecieron mediado el siglo pasado, primero en Siria —empezó William a desempolvar sus conocimientos—, y los de ahora son un retoño en Persia de esa misma Orden, tan poderosa como secreta. Su sede principal en ese país está en Alamut[210], un lugar del que se cuentan tantas maravillas como horrores, y que debe de estar situado en algún punto de la cordillera inaccesible de Jorasán, al sur del mar Caspio; desde allí controlan, sirviéndose de varias fortalezas del contorno, «la ruta de la seda».
—¿Es verdad que también en Tierra Santa se han asentado en las montañas, precisamente en el punto más estrecho que une el norte de Antioquía con el sur, con Trípoli y el «Reino»?
Yo sólo quería demostrarle que no carecía del todo de ciertos conocimientos sobre el asunto, y así lo entendió el fraile.
—Sin embargo, los «asesinos» nunca han representado un problema para los cristianos, pues son adeptos ortodoxos de la chía[211], es decir, de la línea dinástica que se deriva directamente del profeta, por lo cual estos guerreros ismaelitas luchan sobre todo —aunque eso sí, con mucho fanatismo— contra el califato sunnita…
—¿Y a pesar de ser tan peligrosos pagan tributo a los templarios?
—Desde el principio existe una extraña relación entre la hermandad de los fida’i, los fieles, como se autodenominan ellos mismos, y los templarios, que han adoptado, fascinados, algunas de sus estructuras, aunque a veces han intentado también exterminarlos poniendo en ello todo su empeño; pero es posible que esto último se deba sobre todo a que han decidido concentrar sus castillos, como también han hecho los sanjuanistas, sobre todo en la cordillera de Noisiri.
—¿Y «el anciano de la montaña»?
—¡Una leyenda! —sonrió William divertido—. Alrededor de 1170, el jeque Rachid ed-Din Sinan fue delegado por Alamut a Siria. Se instaló en la sede de Masyaf y desde allí impuso un terror tan sanguinario que los reyes de Jerusalén intentaron establecer una alianza con él, e incluso Saladino, el sultán sunnita de El Cairo, tuvo que someterse a su dictado. En aquel entonces se inició la funesta costumbre de contratar a un «asesino», es decir, a alguien que mata por encargo.
Nos interrumpieron gritos y ruidos de armas. Intercambié una mirada de entendimiento con William.
—Hablando del Papa en Roma… —pero en aquel instante entró corriendo en la taberna un marinero inglés y gritó a sus paisanos entregados allí a la bebida y a otros entretenimientos, que acudieran rápidamente a las naves.
—¡Alarma! ¡Alarma! —exclamó, y los dos hombres que Ingolinda acunaba sobre su pecho se incorporaron de un salto dando voces de Aye, aye, Salisbury, all here![212]
Con tales exclamaciones saltaron por encima de los bancos y salieron a toda prisa mientras el que los había llamado tomaba un trago. Le tiré de la manga para acercarlo a nuestra mesa.
—No es gran cosa —dijo mientras se limpiaba la sangre que le goteaba de una oreja medio arrancada—, una pequeña pelea entre nosotros y los griegos de Ángel de Káros, nada especial, ¡no hay muertos!
Había vaciado una jarra y echó mano de la mía.
—Al rato se presentó, sin que la hubiesen llamado, la guardia del rey bajo el mando de Yves «el Bretón», ¡un matón como hay pocos! Estuvieron machacando a los griegos hasta el punto de que incluso nosotros empezamos a sentir lástima de ellos. En un santiamén quedaron tres o cuatro tumbados en tierra, casi sin vida, ¡y eso es demasiado! —Su indignación se mantenía entre límites—. De modo que estamos buscando ayuda para salvar a esos aficionados a los ajos, ¿entendéis?
—¡Entiendo! —dije, y él tomó un último y profundo trago, alejándose con paso tambaleante cuando ya no se oía ruido de armas por ninguna parte.
—O sea que ¿el hecho de matar por contrato —proseguí mis indagaciones— es lo que ha dado a los «asesinos» su temible fama?
—Así es —dijo William—. Aunque se trate de un malentendido, de un rumor falso, desde entonces se los ha considerado «asesinos» por excelencia, del mismo modo que la expresión «anciano de la montaña», apodo del arrogante jeque Sinan, muerto hace tiempo, se ha conservado como sobrenombre de los Grand Da’i[213] siguientes, es decir, de cada uno de los sucesivos grandes maestres que vienen gobernando en Masyaf. —William puso término a su notable discurso y se remojó la garganta con un largo trago de la jarra hasta dejarla vacía—. Lo mismo sucede con el temor imborrable a sus instintos asesinos.
—¿Cuál es su relación actual con nosotros, los cristianos?
—Por muchos acuerdos que se tomen y respeto recíproco que exista, ¡es una relación tensa!
Entonces le dije a William, sin ocultar mi reconocimiento:
—Sabéis leer y escribir, habláis y entendéis el idioma del país contra el que vamos a luchar. Seguramente habréis oído decir que estoy redactando la crónica de esta cruzada, y me doy cuenta de que cuanto pueda considerarse digno de ser anotado adquiere un volumen cada vez más extenso, más ramificado y también más misterioso. De modo que necesito a un escribiente experto que me alivie de ciertas tareas.
Claro que no mencioné el hecho de que también los infantes exigían cada vez más atención y más líneas.
William me contestó:
—Si esas «ciertas tareas» se refieren a la simple información sobre la campaña o a las alabanzas que os merecen el rey y su cruzada, prefiero decir que no y regresar al carro de mi puta. Pero si me dejáis participar de vuestras impresiones, es decir, también las apócrifas[214], entonces la oferta podría resultarme bastante atractiva y, además, sé que os podría ser útil. Podéis pensarlo con toda tranquilidad, señor senescal, ¡y entretanto, supongo que pagaréis el gasto!
Bebimos recíprocamente a nuestra salud.
LA ESTRUCTURA ARQUITECTÓNICA DE MASYAF era absolutamente inabarcable para la mirada de cualquier recién llegado. Los salientes rocosos del peñón, casi verticales, habían sido incorporados con tanta habilidad a la maraña de muros, torres y sobre todo puentes que cruzaban gargantas y quebradas, que cualquier enemigo se vería constantemente ante nuevos obstáculos mientras que los amigos se encontrarían con renovadas sorpresas, siendo la más inocente de ellas que el forastero estuviera dando vueltas en círculo o se perdiera sin esperanza de recuperar el buen camino, y la peor de todas que resultaría bastante fácil sufrir una caída mortal, puesto que en cualquier lugar medianamente apto para ese fin había sido instalada alguna trampa.
Ésta era también la razón por la que los niños fueron sometidos a un régimen severo que no les permitía ni mucho menos la libertad de movimientos a la que estaban acostumbrados. Las dos mujeres, Clarion y Madulain, habían sido instaladas a su vez en algún rincón escondido, puesto que en Masyaf hasta entonces no se había previsto jamás la posible estancia de seres femeninos.
Hamo procuraba mantenerse al lado de Crean, pero la siempre amable aunque también casi muda compañía de éste no ayudaba a borrar la impresión de hallarse en una cárcel bastante desolada, una especie de «castillo de entrenamiento para fanáticos». Por todas partes no se veían más que muros y murallas, no había árboles ni flores, ni una pincelada de verde.
Otra característica de Masyaf era la ausencia total de un edificio principal o como mínimo de una torre de homenaje, pues al parecer ningún constructor había realizado el esfuerzo de ordenar adecuadamente lo que semejaba un simple amontonamiento de piedras o insistir en algún detalle conveniente. Aparte del observatorio, que ascendía al cielo como asciende el delgado palo de una barca tosca de pescadores, ninguna de las torres ofrecía otra particularidad que la de tener un solo acceso y que sus gruesos muros ofrecieran protección contra los disparos de las catapultas o que sus almenas detuvieran las flechas. Ni un ornamento, ni un color, nada en absoluto.
Tampoco existía un refectorio. La cocina repartía dos veces al día una ración austera que cada uno consumía donde le era posible refugiarse de la lluvia y los vientos fríos de aquel otoño tardío. En verano había que protegerse de un sol furioso e inclemente. Para beber disponían del agua de una fuente muy pura y de buen sabor.
Los niños, que manifestaban una curiosidad muy superior a la de Hamo y se veían estimulados por un deseo permanente de investigar sus alrededores, supieron moverse muy pronto en aquel laberinto plantado sobre las rocas casi tan bien como sus guardianes, y tampoco se les escapó que por debajo de la tierra existían secretos insospechados a la espera de ser descubiertos. Averiguaron muy pronto que para acceder a la biblioteca había que recorrer unos pasillos abiertos en la roca, pero Roç y Yeza consiguieron además atravesar alguna que otra de las muchas galerías de ventilación, y se acostumbraron a visitar a los ancianos que pasaban las horas leyendo y copiando, y que accedían complacidos a responder a sus preguntas curiosas y sus miradas de asombro.
—¿Por qué os llaman «asesinos»? —fue la primera cuestión que planteó Yeza, una pregunta que desde hacía tiempo le ardía en la punta de la lengua y que no se había atrevido a dirigirle a Crean.
—Nosotros también somos asesinos —añadió Roç a modo de explicación—. ¡Ya hemos matado alguna vez!
—No deberíais haberlo hecho —respondió el mayor de los ancianos bibliotecarios sonriendo—; yo, por mi parte, jamás he causado daño a ningún ser creado por Alá.
—Entonces ¿por qué os llaman así? —replanteó Roç la cuestión sin andarse con rodeos.
—Porque otros extranjeros, que no son tan listos como vosotros dos —añadió el otro anciano de barba blanca—, no fueron capaces de pronunciar correctamente la palabra hashashin[215] y la convirtieron en asesino. Antes plantábamos cannabis, recogíamos la resina que gotea de sus flores y también inhalábamos el humo de las hojas secas…
—Explícamelo, por favor —pidió Yeza—, ¿qué quiere decir eso?
—Es muy sencillo, khif-khif;[216] lo aspiras a fondo o haces como si quisieras tragarte el humo…
Intentó hacer una demostración y Roç se echó a reír.
—¿Así es como se convierte uno en hashashin?
—El cannabis es una droga —aclaró el anciano— que induce a la euforia, y a alguien que está eufórico le es más fácil enfrentarse a la muerte, puesto que un hashashin a quien hayan encomendado realizar un homicidio tiene que contar siempre con la posibilidad de que la muerte lo atrape a él mismo.
—Yo, en cambio —dijo Yeza y presentó con orgullo su puñal—, puedo matar sin que me atrapen.
El anciano movió pensativo la cabeza.
—Una muchacha sólo debe utilizar el puñal para defender su honra.
Roç hizo una propuesta:
—Me gustaría fumar esas hojas y después ya veremos a quién mato, tal vez a un sanjuanista.
—Oh —dijo el anciano—, no lo hagas, sería peor que meter la mano abierta en un avispero.
—¡Prometo no hacerlo! —respondió Roç con rapidez—. Pero tenéis que prometerme que me daréis hojas de cannabis para secarlas.
—¿Dónde crecen esas hojas? —preguntó Yeza con desconfianza—. Hasta ahora no he visto ni una planta por aquí.
—Crecen en el jardín del gran maestre —le respondió el de la barba blanca—; la llave la tiene el canciller.
—Lo conocemos, es uno que lleva turbante y se llama Tarik ibn-Nasr[217]. Es nuestro amigo.
—Es viejo, está enfermo y ya no sale mucho —susurró el anciano—, pero si él te da algo de hachís, ¡podrías traernos un poco a nosotros!
—Sí —susurró también el de la barba blanca, al que se le iluminaron los ojos—, traed un poco y os enseñaremos a fumar una pipa de hachís.
Los niños se dieron por satisfechos y regresaron al aire libre a través de la galería de ventilación, pero por mucho que preguntaron por el canciller y su jardín, nadie les daba razón.
—¡Cómo envidio a esos pájaros! —dijo Hamo señalando al cielo azul por donde los veía cruzar como estrellas oscuras, aunque de vez en cuando alguno encogía sus poderosas alas y se arrojaba sin más contra la tierra o la roca para extender después todo lo que daba de sí la envergadura de sus alas y dejar que el aire lo transportara de nuevo hacia arriba.
—La libertad de las águilas —sonrió Crean— se basa en la seguridad del nido. ¡Nadie puede volar eternamente por los aires!
—Deben de tener el nido aquí cerca —dijo Hamo, a quien las frases paternalistas de Crean empezaban a sonarle odiosas—, pues los he oído chillar.
—En efecto, tienen sus nidos incrustados en los muros —confirmó Crean—. Cuando un fida’i vuela al paraíso, siempre lo precede un águila.
Hamo recorría los baluartes en compañía de Crean. Se encontraban sobre una de las elevadas murallas que rodeaban el camino hacia el portal, un camino trazado de modo que quien lo recorriera tuviese que dar vueltas y superar curvas quedando siempre al alcance de los arqueros y las catapultas mucho antes de haber visto el puente levadizo. Por el lienzo que daba hacia el castillo, las murallas descendían sin almenas y casi verticalmente hacia los patios interiores, dispuestos en forma de terrazas.
—Aquí fue donde «el anciano de la montaña», según dicen, demostró al rey de Jerusalén, que había acudido a una invitación suya —dijo Crean—, qué significa la obediencia entre los «asesinos».
Esperó a que su joven acompañante se acercara hasta el borde y Hamo sintió un mareo cuando vio, muy allá abajo, el patio pavimentado con placas de piedra y en su centro la boca de la cisterna por donde se recogía el agua de lluvia.
—El gran maestre se limitó a dar dos breves palmadas, y uno de los guardianes que se encontraban aquí arriba, donde estamos ahora nosotros, saltó hacia abajo sin pronunciar una palabra…
—¿Y murió?
—Claro —dijo Crean—, ¿quieres probarlo?
—¡Es espantoso! —Hamo retrocedió asustado.
—Cada vez que «el anciano de la montaña» daba dos palmadas, saltaba alguno de sus hombres para morir allá abajo con el cuerpo destrozado.
—¡No sigas! —exclamó Hamo—. Es demasiado cruel.
—Eso mismo dijo el rey, y pidió al jeque Sinan que pusiera fin a tan sobrecogedor espectáculo. Éste le respondió: «Ahora comprenderéis, señor rey, por qué no podréis acabar jamás con nosotros. ¡La muerte no nos provoca ningún temor!»
Pero esa lógica no convenció a Hamo, ni mucho menos.
—Puede que fuera así en una época en que los caballeros luchaban cuerpo a cuerpo y el valor personal frente a la muerte podía significar una ventaja. Hoy en día cualquier ejército bien equipado para el asedio podría rodear Masyaf, bombardear la fortaleza con fuego griego y vencerla por hambre. Ya pueden saltar tantos de sus hombres desde el muro como quieran, ¡lo único que conseguirán es evitar que después los pasen a cuchillo!
—Los «asesinos» jamás permitirán que se llegue a una situación semejante. Estas murallas no han visto nunca a un ejército enemigo, pues hemos difundido tanto temor entre sus dirigentes que renuncian a asediarnos. Para llegar a esto es necesario mandar sobre unos hombres que no teman dar el salto hacia la muerte. En último término, nadie escaparía a sus puñales, pues ningún príncipe puede protegerse a la larga de ser alcanzado por quienes están decididos a llegar hasta él. A menos que se esconda bajo tierra, ¡pero entonces ya no podría ser un príncipe sobre la Tierra!
—Ni quiero discutir tu fe en la invencibilidad de los «asesinos» —dijo Hamo— ni tengo demasiada experiencia en las artes marciales. Pero sí puedo imaginarme unas gigantescas máquinas guerreras que siguen funcionando aunque consigas eliminar a uno, dos o diez de sus caudillos, porque les crecen constantemente cabezas nuevas. En cambio los «asesinos» son como abejas, que mueren una vez han picado a alguien.
—Ese ejército no existe, Hamo —dijo Crean—, cualquier tropa emprende sin más la huida en cuanto muere su caudillo. —No obstante, parecía pensativo.
Hamo, en cambio, seguía exponiendo sus fantasías:
—Incluso creo posible que un día las guerras ya no sean libradas por seres humanos visibles, atacables y vulnerables, sino únicamente por gigantescas máquinas, movidas a una distancia segura por medio de cuerdas manejadas por unos pocos hombres ocultos en esas máquinas y perfectamente protegidos…
—No hables así —dijo Crean—, es una visión demasiado espantosa. ¡Una pesadilla!
—Tal vez lo sea —dijo Hamo—, pero las cabezas que inventen tales máquinas, sus dirigentes, también estarán escondidos bajo tierra y protegidos de tus puñales, y además serán independientes del favor y los caprichos de los pueblos.
Crean suspiró:
—Hamo, ¿qué será de ti?
—No llegaré a caballero —respondió Hamo convencido—. Seré inventor o explorador, o no pasaré de ladrón, charlatán, comediante o saltimbanqui. En cualquier caso, alguien que merece la horca.
—No sabes lo que estás diciendo…
—Y tú no sabes quién está acercándose —respondió Hamo, y señaló a un pequeño grupo de jinetes que escoltaba a un palanquín e iba ascendiendo hacia el portal—. Además, hay otra forma de exterminar a los «asesinos» —volvió Hamo a insistir después—. Por ejemplo, se podría introducir en el castillo a la propia muerte: un hombre atacado por la peste…
—¡Hamo! —le advirtió Crean con rudeza—. ¡Ahí viene mi padre!
Hamo solicitó entrada ante la pesada puerta de madera reforzada con clavos de hierro y guarniciones forjadas que interrumpía el panel de uno de los muros. Dejó caer por tres veces la aldaba de bronce, tras lo cual se abrió una mirilla y los ojos de una anciana observaron con desconfianza al extranjero, mirando por encima del chador[218], antes de volver a cerrar apresuradamente la mirilla.
Después transcurrió algún tiempo y la puerta se abrió un poco, lo justo para darle entrada. Hamo se encontró frente a un muro que tuvo que rodear por un lado. Sólo entonces vio que se extendía ante su vista un jardín artísticamente proyectado, cuyos setos recortados bordeaban los caminos cubiertos de grava y las corrientes de agua que discurrían por canales de mármol.
El primer patio interior se le presentó rodeado de una columnata cubierta por la que trepaban rosales y en cuyo centro unos árboles de especies raras proporcionaban sombra al pozo. En el patio siguiente vio las paredes cubiertas de frutales en espalderas, y en el centro un pabellón de piedra invitaba a escuchar las aves canoras cuyas jaulas habían sido instaladas con tanta habilidad en medio del ramaje de los árboles, a ambos lados del pabellón, que sus prisioneros podían olvidar con facilidad la pérdida de libertad y el ojo del observador no podría por menos que mostrarse admirado ante esta conjugación del arte de la forja y el crecimiento natural de los vegetales. En el tercer patio se veían tres fuentes cuyo chorro caía cada uno en el plato marmóreo de la siguiente, por lo que el visitante pasaba bajo un arco formado por brillantes gotas de agua. En este último patio había más flores y arbustos que en los otros dos, y al final del jardín se alzaba sobre unos pilares excavados en la roca un gracioso edificio de ventanas enrejadas. Desde la gruta inferior una escalera de hierro conducía hacia la casa, pero estaba suspendida de unas cadenas y podía ser retirada desde arriba.
Hamo esperaba hallar algún signo de la presencia de Clarion y Madulain, pero en un primer momento no vio nada. Después oyó la risa ahogada de su hermana adoptiva y supo que se habían escondido para gastarle una broma. Rápidamente se ocultó detrás de una roca cercana y, ya dentro de un nicho, se apoyó en la estatua de una diosa griega.
Para gran sorpresa suya empezó a girar el zócalo de la estatua con él encima y, como se mantenía estrechamente abrazado al torso de mármol, éste desapareció con él en una grieta que fue abriéndose en la roca. Al principio sintió miedo, pero al ver que una empinada escalera de caracol conducía tanto hacia arriba como hacia abajo, pensó que ya volvería a salir de allí de alguna manera. Se mantuvo muy quieto y disfrutó al darse cuenta de que las risitas iban enmudeciendo y que las dos mujeres parecían ahora más y más nerviosas.
—¿Hamo? ¡Hamo!
El muchacho se dedicó a imitar sonidos animales, aunque muy breves para que ellas no pudiesen descubrir el escondite, disfrutando cada vez más con la confusión creciente de las jóvenes. Pero pronto se cansó de aquel juego; en realidad había ido a buscar su compañía porque necesitaba hablar de la tercera, la tímida Shirat, que ya no estaba con ellas.
¿Dónde estaría la princesa de los mamelucos? ¿La habrían encerrado en alguna prisión oscura, donde estaría sufriendo y pensando en él? No se atrevió a subir o bajar por la escalera, pues había oído hablar demasiadas veces de la existencia de ciertos pasillos secretos que atraen al ingenuo y se convierten en una trampa mortal.
¿Y si revelara a Clarion cuál era su delicada situación anímica? Pero no quiso cederle ese triunfo, y menos aún a Madulain. Si Clarion padecía, a su entender, de un exceso de femineidad desbordante, la recia hija de los saratz parecía carecer de ella hasta un extremo exagerado. Se comportaba como un guerrero, y la idea de estrecharla entre los brazos le provocaba temor.
En cambio, aunque en un principio no se había fijado en la presencia de la dulce Shirat, que después le habían arrebatado sin que él pudiese evitarlo, ahora se daba cuenta de lo mucho que anhelaba su presencia.
Estaba a punto de llamar la atención de las mujeres cuando oyó las voces de los niños en algún lugar por debajo de su emplazamiento. Las voces sonaban opacas y huecas, pero no por ello carecían del arrojo habitual con que Roç y Yeza solían aventurarse por todas partes. Ahora los oía muy cerca.
—Aquí hay otra escalera —indicaba Yeza, y Hamo les dijo en voz baja:
—No os asustéis, ¡soy yo, Hamo!
Después oyó que Roç se echaba a reír.
—Acabo de oír a Hamo. Dice que no nos asustemos…
—Tal vez se haya disfrazado.
—No —dijo Hamo en un susurro—, subid la escalera, ¡estoy aquí preso!
Después oyó unos pasos que se alejaban cruzando la bóveda que había debajo de sus pies y a los niños que decían en voz muy baja:
—¡Aquí no está!
Se hizo de nuevo el silencio, y de repente oyó que los niños hablaban muy cerca de él.
Yeza preguntaba, preocupada:
—¿Dónde decías que estaba Hamo? —y Roç se defendía:
—Te lo juro, ¡era Hamo!
Debían de encontrarse exactamente delante de la diosa, y Hamo exclamó:
—¡Estoy aquí, detrás de la estatua! Pero yo no la puedo mover. ¡Ayudadme a salir!
—Pero si es muy sencillo… —dijo Roç.
—¡Espera! —lo retuvo Yeza—. Primero nos tiene que decir en qué se reconoce una planta de cannabis.
—¿Lo has oído, Hamo? —le susurró Roç ya directamente al oído—. Si nos lo prometes te dejaremos salir, pero si no…
—Os lo prometo. Crece aquí en el jardín, la he visto.
En un instante giró el zócalo y Hamo pudo deslizarse por la grieta que se abrió en las rocas y salir otra vez al aire libre.
—¡Hamo! ¿Dónde estabas? —chilló la voz de Clarion. Hamo se volvió en dirección a los niños, pero éstos habían desaparecido sin dejar rastro.
—He estado aquí todo el tiempo —dijo Hamo—, ¡pero vosotras sois como las gallinas que, de tanto cacarear, parece que no lleven ojos en la cabeza!
Después pensó que las jóvenes, vestidas con largas túnicas, ofrecían más bien el aspecto de sacerdotisas, especialmente Madulain, que lo inspeccionaba con expresión severa.
—¡Para ser un buen gallo cantáis con voz demasiado alta, Hamo l’Estrange!
Hamo no tenía ganas de pelear con las mujeres; iba a retirarse cuando vio que Crean de Bourivan atravesaba los arcos acuáticos de las fuentes. Parecía hondamente emocionado; sin entretenerse con sus habituales frases de cortesía dijo en un tono extrañamente deprimido a Clarion:
—Ha venido mi padre, John Turnbull, y en el mismo momento de saludarme me comunica que acude para morir.
—¡Oh! —se le escapó a Clarion.
—Pero después —prosiguió Crean con voz apagada—, cuando se enteró de que los infantes están aquí, volvieron a levantársele los ánimos y ha exigido verlos en seguida. ¿Dónde están?
—¡Con nosotras, no! —respondió Madulain con aspereza, y Clarion se apresuró a confirmar también con mucha palabrería que no tenía idea de dónde estarían las dos criaturas.
—Hemos revisado todas las dependencias del castillo —dijo Crean preocupado—, pero se nos han escapado una vez más.
—Por si acaso los encuentro —intervino Hamo—, dime dónde está ahora el bueno de John Turnbull.
—Está con Tarik, el canciller, arriba en el observatorio. Aunque ambos han pedido que no se les moleste —añadió en tono de advertencia, y se alejó a toda prisa como si tuviese reparos en seguir en compañía de las damas y deseara sustraerse cuanto antes a sus miradas.
Hamo recordó la pasada debilidad de su hermana adoptiva por aquel viudo desconsolado. Incluso a Madulain parecía no disgustarle ahora el rostro cruzado de cicatrices del converso tanto como la disgustaban los demás hombres desde que la habían separado de su marido Firouz.
El joven conde decidió retirarse también. Al atravesar el patio de las flores oyó que alguien le siseaba desde un arbusto:
—¿Cuál de estas plantas es la del cannabis?
Miró a su alrededor y descubrió la existencia de algunos arbustos altísimos.
Se acercó rápidamente a uno de ellos y susurró:
—¿Veis esta hierba? De ella se obtiene el hachís.
—¡Gracias, querido Hamo! —exclamaron los niños sin levantar mucho la voz, y él se alejó sin observar cómo se arrastraban gateando hasta la plantación y arrancaban las hojas como si fuesen chivos hambrientos.
Después guardaron la cosecha clandestina con mucho cuidado en unas bolsas.
—Parecemos dos momias —dijo John Turnbull al canciller, recostado a su lado—, dos momias impacientes por emprender el último viaje…
Tarik ibn-Nasr sonrió con labios descoloridos y mantuvo los ojos cerrados. La luz lo deslumbraba. Los habían acomodado en sendos sillones de mimbre llenos de cojines en que apoyar las espaldas y los habían cubierto con mantas que llegaban hasta los pies apoyados sobre unos taburetes, lo que les permitía descansar con las piernas en alto. De modo que mantenían el torso ligeramente elevado y la mirada de Turnbull podía abarcar el yebel Bahra, las montañas y los valles detrás de los cuales el sol se aprestaba a hundirse en el cielo encendido del oeste. Una fuerte brisa barrió la plataforma del observatorio en cuyo pabellón abierto descansaban y sintieron frío.
Crean les había procurado suficientes mantas cuando los ancianos se empeñaron con terca insistencia en pasar allí la noche.
Con el té les trajeron la noticia de que habían encontrado a los niños dormidos y los traerían por la mañana a su presencia.
—Si es que para entonces no han vuelto a escapar —carraspeó Tarik—. Son como las lagartijas: en cuanto descubren un agujero en el muro escapan por él. ¡Cualquiera los atrapa!
Se incorporó un poco y cogió la jarra. Su frente se cubrió de gotas de sudor.
—No os esforcéis, cualquier intento…
—Sólo faltaba que ya no pudiese llenarme siquiera la taza con ese brebaje indio —resopló el canciller disgustado—. De todos modos, sólo se puede tomar porque lo suavizamos con hojas de menta silvestre y unas cucharadas de miel de nuestras montañas.
Levantó la jarra ventruda de latón y dejó caer un fino chorro de líquido dorado en los recipientes de plata depositados sobre la mesilla que tenían entre ellos.
—Podemos darnos por contentos con que los infantes estén aquí, con vosotros, en lugar seguro.
Tarik mojó apenas los labios en la infusión.
—Aún no he pasado aviso a Alamut —murmuró, y se dejó caer agotado hacia atrás, apoyándose en los almohadones—. Tampoco estoy seguro de que nuestra gente, allá en la lejana Persia, esté dispuesta a romperse mucho la cabeza pensando en estos niños. Allí están demasiado preocupados con la observación de ese hormiguero que no cesa de crecer en Oriente: miles, centenares de miles de pequeños bandidos de seis patas que nos asaltan por todas partes —bromeó con amargura—, cuatro de las patas son las de sus caballos, sobre los que esos tártaros de piernas curvas y ojos rasgados se agachan formando casi una sola pieza con ellos.
—Un pueblo carente de toda historia —refunfuñó el viejo Turnbull—, ¡yo creo que los valoramos demasiado! Cuando pienso en los milenios de cultura y sabiduría acumulados entre las pirámides y nuestro zigurat[219], estoy convencido de que es aquí donde se encuentra la cuna de la humanidad…
—Pero es una humanidad que se permite dormitar —gruñó Tarik, interrumpiéndolo—, que se recoge en sus tradiciones, carente de bríos, soñadora…
—Y guerreando unos contra otros sin remedio posible —agregó Turnbull con aire melancólico—, ¡ése es nuestro destino! Precisamente por esa razón es Masyaf actualmente el lugar más seguro; porque se sujeta como una telaraña a tantos prejuicios y enemistades que se combaten mutuamente con todas las armas, que es capaz de reaccionar con flexibilidad a cualquier alteración que se produzca.
—La imagen no me gusta —suspiró Tarik—, puede ser útil cuando se trata de moscas y mosquitos, pero algún día pasará por aquí uno de esos rápidos caballos tártaros y destrozará tan delicado tejido sin darse cuenta siquiera.
—Y, sin embargo, los infantes pertenecen a Occidente, al mare nostrum, a nuestra civilización, ¡no al Lejano Oriente, que se tiene a sí mismo por el centro del mundo!
—Estoy dispuesto a concederles refugio aquí, a menos que decidan otra cosa en una instancia superior, y sin embargo veo con preocupación la cruzada de ese disparatado luchador por la fe que es el rey Luis. Sea cual sea su objetivo, traerá revueltas y desorden a nuestro mundo. Nos enfrentamos a tiempos inseguros.
—Tanta mayor vigilancia debemos ejercer nosotros, que somos viejos zorros expertos, y de ahí que no podamos permitirnos en este momento cuidar sólo nuestros achaques…
—Qué fácil os resulta decir eso, John —jadeó el canciller y vertió algo más de té caliente sobre las hojas de menta—. Habéis acudido buenamente y por propia voluntad a morir aquí, aunque nadie os ha llamado, ¡y mucho menos la muerte! —dejó gotear con mucho cuidado un poco de la oscura miel de abeto en las tazas—. No sufrís de mal alguno, aparte del aburrimiento que os produce estar en Starkenberg, pero yo siento el latido de la muerte en mis arterias, la oigo suspirar en mi respiración, y sé que quiere detenerme el corazón y estrangularme. ¡Pero no estoy en absoluto dispuesto a ceder a sus intenciones!
—Retardemos, pues, nuestro óbito —carraspeó divertido John Turnbull—, ¡y lo primero que haremos es cambiar de bebida!
Tarik cogió el mazo de plata y golpeó el tablero cincelado de la mesa haciendo tintinear las tazas.
La luz matutina caía amortiguada en la biblioteca a través de unas delgadas placas de mármol amarillento insertadas en el techo, que la distribuían hacia los pasillos donde se alineaban a ambos lados las estanterías llenas de pliegos, pergaminos enrollados y tablillas de arcilla, hasta una altura superior a la de un hombre.
Los niños llegaron arrastrándose por la trampilla de ventilación y los ancianos les dirigieron un reproche:
—Os están buscando por todas partes.
—Somos verdaderos hashashin —dijo Yeza—, ¡y hemos obedecido vuestras órdenes! —y señaló con orgullo el saco de hojas de cannabis que traían arrastrando.
—¡Por Alá! —exclamó el más viejo—. ¡Habéis estado en «el paraíso»![220] ¡Nunca os hemos ordenado que cometierais tal sacrilegio!
—No os quejéis ahora —dijo Roç—, mejor será que vayáis a buscar la pipa… khif-khif!
Los dos ancianos de barba blanca soltaron una risa cabruna y el mayor de ellos dijo:
—Entre la cosecha y el disfrute hay un tiempo de tratamiento, de preparación, ¡es un arte complicado! —Movió pensativo la cabeza una vez hubo vaciado el contenido del saco sobre la mesa.
Los niños apenas podían ocultar su desilusión. El mayor de los ancianos cogió con dedos temblorosos una de las hojas y la masticó con expresión de experto.
—¡No hay otra que supere a nuestra libanesa amarilla[221]! —dijo y escupió.
—Bala![222] —dijo en aquel instante una voz tranquila que a Roç y Yeza les pareció conocida—: Afghan al ahmar[223], ¡nuestra hierba roja del Afganistán!
De repente vieron detrás de ellos a Abu Bassiht, el viejo sufí.
—Idha aradtum an tudajinu shei’an dchayidan, fajudhu min hatha![224]
Pero los niños ya habían olvidado sus apetencias.
—¿Dónde está Mahmoud? —preguntó Roç—. ¿En la cárcel de Homs? ¿Y Shirat?
—¿La tienen encadenada entre los muros húmedos de la mazmorra más profunda? —quiso saber Yeza, temiendo ver confirmadas sus peores sospechas—. ¡No habrá olvidado ya a Hamo!
—Tendrías que ver cómo se consume éste de tristeza —añadió Roç—; casi no come, se pasa el día suspirando… ¡acabará por partírsele el corazón!
—¡Ay! ¡Ay! —dijo el sufí, sonriente—. Falyakul ùa yashrab ùa yahun saidan, fa Mahmoud ùa Shirat hum duyùf shàrraf,[225] están comiendo y bebiendo en la mesa de An-Nasir. Lakinahum laissu bi suadà, liannahum la yastati’ùn mughàdarat Homs.[226]
—¡Me lo imaginaba! —reafirmó Roç—. ¡Están presos!
—Duyùf shàrraf,[227] ¡huéspedes de honor! —respondió el sufí.
—¡No lo creo! —declaró Yeza—. Presiento que están llorando sin cesar mientras observan el vuelo de los pájaros a través de las rejas, y veo pesadas cadenas de hierro sujetas a sus delicados tobillos…
—… no beben más que el agua que gotea de las paredes de la mazmorra y comen pan seco del día anterior —añadió Roç, íntimamente convencido de conocer la verdad.
—Hala![228] —dijo el sufí—. Innahum yu’anùn faqat min dschua’ al horriya ùa ’attasch lihubb abbihum alqualiq.[229]
—Nosotros, los hashashin, estamos llamados a liberarlos —dijo Roç—. Pero enséñanos esa hierba roja afgana, ¿la llevas contigo?
El sufí sacó una bolita pequeña e insignificante del bolsillo de su chilaba[230].
—¿Será suficiente… —Yeza quiso decir—: …para matar a un hombre? —pero el anciano la interrumpió:
—¡Es suficiente para todos!
Alahu akbar! Alahu akbar!
Ashaddu anna la ilaha ila Alah!
Ashaddu anna Muhammad arrassululah!
Heiya alassalàh! Heiya alalfalàh!
Alahu akbar! Alahu akbar!
La ilaha ila Alah![231]
El muecín llamaba a la assala-t-il’asr[232], la oración vespertina. El puntiagudo cono rocoso que ascendía por detrás del tejado del pabellón abierto era el punto más elevado de Masyaf. Unos escalones esculpidos en la piedra conducían en espiral hacia el minarete situado más arriba del observatorio.
Bissmilah ir-Rahman ir-Rahim.
Ilhamdulilahi rabb il-alamin.
Ar-rahman ir-Rahim.
Maliki iaum id-din.
Iyaka nabudu ua iaka nasta’in.[233]
En la plataforma inferior del observatorio se arrodillaron Tarik y John Turnbull sobre las alfombrillas de oración. Habían abandonado los sillones del pabellón ayudados por Crean, quien se inclinaba también en dirección a la Meca a la vez que mantenía una respetuosa distancia detrás de ellos.
En aquel momento John Turnbull no era para él más que un invitado de Tarik ibn-Nasr, su canciller. Como «asesino» estaba obligado a prescindir de toda atadura familiar.
Ihdinas-sirat al-mustaqim,
sirat alathina ana’amta ’aleihim,
ghairil-maghdubi ’aleihim ua lad-dalin.
Amin.[234]
La mirada de los ancianos se deslizó mientras rezaban por el borde de la terraza hacia abajo, pues sólo desde allí se tenía una visión general del meandro enredado de muros y pasillos, del verdor que se extendía en el «jardín del gran maestre», y la dejaron vagar después libremente por los alrededores.
Encima de uno de los bastiones que carecían de barandilla vieron a los niños acostados sobre el vientre y cogidos de la mano. Sus cuerpos estaban muy cerca uno de otro, y Roç había puesto un brazo protector sobre los hombros de Yeza. Después se deslizaron juntos un poco más hacia adelante y miraron al abismo, tras lo cual hundieron la vista el uno en los ojos del otro. El cariño que se profesaban era perfectamente perceptible incluso desde allá arriba. Parecen dos lagartijas enamoradas, pensó Tarik sin poder apartar la mirada de ellos.
Alahu akbar!
Subhàna rabbi l’athim,
Subhàna rabbi l’athim,
Subhàna rabbi l’athim,
Alahu akbar!
Subhàna rabbi al’ala,
Subhàna rabbi al’ala,
Subhàna rabbi al’ala,
Assalamu aleikum ua rahmatulah.
Assalamu aleikum ua rahmatulah.[235]
DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE
Limasol, 18 de diciembre de 1248 d.C.
El rey Luis mandó buscarme. No me encontraron en el albergue ni tampoco en la taberna del puerto, que en la corte ya conocen como posible lugar donde localizarme, según me confesó con toda sinceridad el paje a quien habían encargado de avisarme. Por suerte para él, el jovenzuelo, llamado Jacobo de Juivet[236], reprimió toda insinuación de una sonrisa cómplice, de modo que no me vi obligado a reprenderlo.
Lo que yo había estado haciendo era rastrear en el bazar para hallar a William, que precisamente aquel día debía iniciar su servicio a mis órdenes. Pero no lo había encontrado. Ingolinda, que habría podido dar razón de él, se había alejado en dirección a Episkopi en compañía de su nuevo ayudante o cochero o como se le quiera llamar.
De modo que seguí con pasos apresurados al paje hasta llegar al palacio real. La audiencia iba a celebrarse en la capilla donde Luis recibiría a los dos emisarios del gran kan de los mongoles. Puesto que son nestorianos, es decir, cristianos, creyó que sería el lugar más adecuado, sobre todo porque así pensaba demostrar que sólo estaba dispuesto a mantener una relación con esos tártaros salvajes por la fe cristiana común.
Aún no habíamos alcanzado la capilla del palacio situada en la planta superior cuando vimos pasar al gran maestre en funciones de los sanjuanistas, con aspecto bastante indignado y rodeado de todo su séquito. Cruzó por delante de nosotros y abandonó furioso el palacio.
Antes de haber subido la escalera vi que arriba, junto a la balaustrada, William de Roebruk me hacía señas para que hablara con él antes de pasar a la capilla.
—No es necesario que entréis, a menos que queráis participar en la misa que el maître de Sorbon está celebrando ahora mismo en honor de sus hermanos en la fe, ¡aunque lo hace muy a su pesar! —sonrió William, torciendo el gesto—. Monsignore Roberto considera que los nestorianos no son más que fieles a medias.
—¿Y el rey?
—Está preocupado porque los sanjuanistas se han ofendido ante la negativa de su majestad de aceptar una invitación al banquete que piensan dar en honor de su santo patrón.
—¿Queréis decir que no está allí, en la misa…?
—Está, pero no se le puede hablar —me advirtió William—, conozco sus ataques de malhumor. Además, no habéis sido testigo puntual de la recepción de los emisarios. Lo único que conseguiríais sería ganar disgustos.
Comprendí el sentido de sus palabras y volví a descender la escalera junto a William. El franciscano es con toda certeza un fraile miserable, pero tal vez me sea utilísimo como secretario.
—Aseguran llamarse Marco y David[237] —me siguió informando— y ser emisarios de un general mongol llamado Aldchighidai, al parecer gobernador de Mosul[238].
No fui capaz de ocultar mi desilusión, pues dicha ciudad no queda más lejos que Bagdad y, por tanto, no está situada en el lejano desierto tártaro.
—¿De modo que ni siquiera son emisarios personales del gran kan?
—¡En absoluto! —dijo William mientras seguíamos al aire libre delante del palacio—. Y aunque llevan un escrito que habla con mucho énfasis de una eventual inclinación de los mongoles hacia el Cristianismo, cuando el rey les preguntó si estarían dispuestos a lavar en Jueves Santo con sus propias manos los pies de los pobres, ambos se miraron con expresión bastante confundida. En aquel instante monsignore Roberto susurró al rey con voz cargada de sarcasmo: «Lo más probable es que no conozcan esa fiesta de nuestra Iglesia. ¡Es más, yo diría que ni siquiera se lavan los pies ellos mismos!»
—¿Y no podría ser, querido William, que sencillamente no existan pobres entre los mongoles? Vos también habéis estado allí, ¿no es cierto?
Mi querido minorita me respondió con rapidez y un ligero tartamudeo, aunque sin dejarse atrapar en una mentira abierta acerca de sus actividades viajeras:
—Así es, estimado señor: todos son pobres por igual y no conocen ni la riqueza ni la propiedad, puesto que lo reparten todo.
Simulé creer en sus palabras, aunque en el fondo considero que representa una desfachatez impertinente divulgar tales patrañas. De modo que dije:
—Estimado William de Roebruk, hoy queríais iniciar vuestro servicio a mis órdenes, y os ruego me hagáis saber cómo debo remuneraros. Os advierto de entrada que no poseo riquezas que pudiera repartir con vos.
Y él me respondió:
—Si me dejáis participar en todo lo que llegue a vuestros oídos y vuestros ojos os pagaré con la misma moneda y no exigiré pago alguno, excepto cama y comida, una cabalgadura robusta pero de buen natural y un mozo que me sirva.
—¡No hay mozo! —dije con firmeza—. Me costaría demasiado, aunque sólo coma la mitad de lo que vos tragáis cada día.
—Bien —siguió negociando William—. Renuncio al mozo, pero la media ración que cada día consumiría él debéis añadirla a la mía. En lo que se refiere a la bebida, ¡me daré por satisfecho con la misma cantidad que os concedéis a vos mismo!
El fraile me parece un tipo insolente, pero como presenta sus picardías de campesino pulidas por la dialéctica creo que vale la pena aprovecharlas.
—Pero en el caso —prosiguió William— de que sólo penséis utilizarme como escribiente de vuestra crónica oficial, la que redactáis para procuraros fama y caerle bien al rey, pero que es una ocupación de atractivo para mí, tendréis que pagarme por cada línea que me dictéis…
—¿Y cuánto exigiríais per lineam?
—¿Cuánto habéis pagado a Ingolinda para que abandone Limasol con su galán, retirándose a Episkopi?
Me vi atrapado y me eché a reír.
—¡Sois un descarado bribón flamenco, William! Pero acepto: por cada hora que tengáis que malgastar vuestro talento como escribiente mío, ¡os concederé la paga completa que corresponde a una ramera! Por lo demás, seréis mi secretario y confidente por una ración y media de alimento sólido y una sola ración de alimento líquido, además del asno.
Le tendí una mano, que él se negó a aceptar.
—Es un pacto sujeto a renuncia —dijo—; de momento, el rey no quiere saber nada de mí y he sido separado de los infantes. Pero nos movemos sobre un terreno traicionero. Por tanto, no vamos a cerrar el trato estrechándonos la mano, ¡sino tomando la ración de vino que me corresponde!
Así pues, nos dirigimos hacia el puerto, pero William no me condujo a La Bella Vista, sino a una taberna oscura situada al otro extremo de la bahía donde han sentado sus reales los ingleses y también los griegos, bajo la vigilancia poco severa de los sanjuanistas. Yo no me sentía allí demasiado a gusto, pues recordaba mi última excursión a aquel rincón funesto y el sobrecogedor descubrimiento de los hombres sacrificados.
—Tenéis que aprender a enfrentaros con valor a la sceleritas vitae[239], senescal —declaró William sin piedad mientras me arrastraba por delante de las rameras de culo grueso y maquillaje excesivo oriundas del reino de Armenia, las viejas desconchadas de pechos caídos procedentes de las islas Espóradas y las mujerzuelas más desvergonzadas de todas: las cretenses.
De todos lados nos llegaban gritos descarados y saludos indecentes. Casi todas aquellas mujeres parecían conocer al fraile. Muchos almacenes están tan ruinosos que en sus entradas y rampas de carga se han instalado figones y tugurios que crecen allí como los tumores en un cuerpo leproso. El ambiente era ruidoso; unas gaitas tocaban melodías incitantes que, sin embargo, perecían ahogadas por el griterío que se reanimaba cada vez que arrojaban a alguien por las escaleras o que las putas se pegaban por un cliente.
Desde aquella perspectiva me pareció estar La Bella Vista situada en otro mundo y ser como un asilo pacífico para peregrinos. Descendimos las escaleras hacia un sótano del que ascendía un vaho que a punto estuvo de cortarme el aliento. Allí sólo se podía beber renunciando a sentarse, pero el vino que el kephalos[240] nos sirvió en un mostrador chorreante de húmeda suciedad era de calidad excelente, aunque resinoso y fuerte.
Reinaba un bullicio que impedía entender cualquier palabra, por lo que ni siquiera intenté entablar una conversación con William, quien se limitó a gritarme al oído:
—Ahí delante tenéis a Simón de Saint-Quentin, un canis Domini de la peor calaña, un perro callejero que se atrevería a mearle…
No le entendí el resto, aunque consideré que no debería haber gritado tanto.
No muy lejos de nosotros vi a un pequeño grupo de pajes reales que en aquella cueva de malhechores más bien podía considerarse que estaban perdidos en lugar de reunidos. El diablo debía haberlos inducido a meter sus jóvenes narices en aquel figón, al que habían acudido vestidos con sus blusones de terciopelo azul bordados con lirios dorados, emblema del rey de Francia.
Reconocí de inmediato a Jacobo de Juivet entre los muchachos que habían formado un círculo y bebían vino de una jarra para animarse. En cierto momento se abrió la puerta de arriba con toda violencia y apareció en la escalera el corpachón inmenso del gigante Ángel de Káros, al que seguían sus compinches griegos, con bombachos a rayas y cubierto a medias el pecho desnudo y piloso con chalecos bordados.
En seguida se dieron cuenta de la presencia de los «realistas» y sus gestos no presagiaron nada bueno. De repente enmudeció la música que emitían las mandolinas, una cítara y una flauta aguda, y cesaron las risas y los gritos hasta de los hombres más atrevidos. Los pajes comprendieron que no les convenía quedarse allí e intentaron huir a través de la multitud. Pero los griegos iban a la caza de jóvenes, y en el descansillo superior de la escalera estaba el señor Ángel, por lo que se veían obligados a pasar delante de él.
El hombre agarraba a cada uno de los muchachos, examinaba con aire de experto su trasero, y después le daba una patada que hacía salir al chico del local más bien volando que tropezando.
Cuando sus manazas alcanzaron al último, que era Jacobo de Juivet, le pasó con gesto obsceno un dedo por el pliegue del trasero y se lo acercó a la nariz olisqueándolo antes de elevar triunfante el dedo al aire. Era la señal. Siguió sosteniendo por la nuca al paje, que aún no se había enterado bien de lo que sucedía, y después lo arrojó escaleras abajo a los brazos de sus seguidores, que limpiaron la mesa más cercana de vasos y jarras, empujaron a los bebedores a un lado y arrastraron a Jacobo sobre el tablero; dos hombres sujetaron sus brazos mientras los demás le arrancaban los calzones del cuerpo.
Quise creer que aquel bruto no sería capaz de cumplir su propósito ante todo el mundo, pero el señor Ángel descendió los últimos escalones desabrochándose el cinturón y, animado por los aullidos generalizados de sus hombres, sacó su órgano sexual —que ni siquiera era demasiado impresionante— mientras un servidor diligente se presentaba con una jarra de aceite de oliva y Jacobo de Juivet se movía salvajemente para liberarse, repartiendo patadas en todas las direcciones hasta que le sujetaron también las piernas y se las abrieron. No pude ver más, porque las anchas espaldas de Ángel me ocultaron la consumación de aquella salvajada.
Pero lo que más me sobrecogió fue el hecho de que volviese a sonar la música, y que la gente acompañara al violador con palmadas rítmicas.
En medio del jolgorio le hice una señal a William indicándole que deseaba abandonar aquel lugar sin tardanza, por lo que atravesamos la multitud de lascivos asistentes a aquel acto escandaloso, y cuando nos encontramos fuera descargué mi furia sobre el fraile insultándolo por haberme expuesto a mí, senescal de Francia, a semejante espectáculo.
—¡Me habéis convertido en testigo de la violación de un niño en esa cueva de criminales!
—¡Cómo iba a saberlo! —se excusó William—. Además, tampoco habéis hecho nada por impedirlo.
Tiene razón: yo no soy precisamente el más valiente de los hombres. Sin embargo, seguía estando furioso, sobre todo contra mí mismo.
William me aclaró sin conmoverse el trasfondo del suceso:
—No sé si habréis sabido interpretar a quién iba dirigida esa valedictio sodomae[241]: ¡a las señas de Yves «el Bretón»!
Yo iba pensando: ¿y qué culpa tiene el pobre Jacobo de Juivet? Después de esto no nos quedó más remedio que limpiar el mal sabor de boca con la ayuda de muchas jarras consumidas en La Bella Vista.
Limasol, 28 de febrero de 1249 d.C.
Peixa-Rollo, mariscal de los sanjuanistas, se presentó con aire compungido en mi albergue. Al ver que William estaba conmigo en la misma estancia no quiso exponer las razones por las que acudía.
Le expliqué:
—William es mi secretario.
Pero el mariscal se resistía:
—Sería excesivo concretar ante un oído ajeno, noble señor de Joinville, la invitación que os traigo a una cita del máximo secreto.
William se echó a reír.
—El señor Leonardo pretende comunicaros seguramente que el representante del gran maestre os espera a bordo de su galera, en el puerto. Hacia allá se ha dirigido el noble señor de Ronay hace media hora ¡rodeando sus pasos del máximo secreto!
El mariscal se ruborizó y me apresuré a decir:
—Por esta vez iré sin acompañamiento, tal como deseáis, pero William irá a recogerme.
De modo que seguí a Peixa-Rollo hacia el puerto procurando no llamar la atención, es decir, me paseé a diez pasos por detrás de él y pisé sin levantar sospechas la preciosa galera del gran maestre del Hospital. Enriquecen la nave, no solamente en la popa sino también en el centro, unas construcciones de doble planta que contienen en su interior algunas estancias con decoraciones de altísimo valor.
El mariscal me condujo por una escalera de madera hacia la camera delle mappe, la sala de mapas, lugar donde se encuentra el registro cartográfico de todo el mar Mediterráneo, registro que llega, pasando más allá del Yebel al-Tarik, por el sur hasta las islas Afortunadas y por el norte hasta la costa de Portugal. Al este está registrado el mar Negro hasta Tiflís y, detrás de Sinaí, incluso el mar Rojo. La estancia contiene además los instrumentos más extraños para determinar el rumbo y la situación, objetos que yo no había visto antes jamás. Supongo que me han hecho un gran honor mostrándome todo aquello, o quizá se haya tratado de hacerme comprender la importancia y el poderío de la Orden. Ya no es una pequeña Orden hospitalaria la de los caballeros de san Juan de Jerusalén, dedicada a cuidar a los peregrinos y brindarles protección esporádica camino de los santos lugares, ¡sino un centro de mando para la navegación practicada por una gigantesca potencia marítima y comercial!
Allí fue donde me recibió el señor Juan de Ronay, quien me preguntó:
—¿Qué preferís, el título de duque de Joinville o la concesión de Aprémont como feudo añadido al vuestro?
No me gustaron ninguna de las dos propuestas y mucho menos la forma en que intentaba comprarme. De modo que contesté:
—El título no hará más que despertar envidias y malestar, y el feudo le corresponde a la viuda de mi primo. —Y como lo viera furioso añadí con brusquedad—: Por favor, inventad algo que quede más lejano y no enturbiéis las relaciones feudales y tributarias, ya de por sí bastante delicadas, que reinan entre Borgoña, Champagne y Lorena, y entre Chaumont y Vaudemont, ¡por no hablar de los obispados de Metz y Tull!
—Os ruego que no os disgustéis a causa de nuestra ignorancia —convino el señor de Ronay, aunque en seguida volvió a adoptar un aire de superioridad—. Nosotros, los sanjuanistas, pensamos en dimensiones continentales y, en consecuencia, creo que acabaremos por encontrar algo que responda a vuestras pretensiones. El hecho es —prosiguió— que para nosotros tiene mucho, muchísimo valor, saberos entre nuestros aliados.
—No soy más que vuestro asesor —intenté rebajar el cargo—, y ya os di en su día determinado consejo. ¿Habéis reflexionado al respecto?
—Ah, sí, los niños —dijo, aunque sin gran convicción—. ¿Por qué insistís en vuestra atención hacia esos descendientes de herejes declarados, frutos de los amoríos del emperador, o incluso puede que de una relación extraviada con mujer hereje o tal vez judía?
—Si mantenéis ese tipo de escrúpulos —le contesté— siempre os ganarán la partida los templarios.
—¿Acaso el Grial no es el recipiente en el que María recogió la sangre del Señor cuando estaba en la cruz?
—En ese caso —bromeé—, era sangre judía. Si aceptáis que ella la salvó para trasladarla a Occidente, ahí empieza la herejía. Si lo negáis, os encontráis en el mismo punto de partida de la Iglesia cristiana, pero seguís hoy tan alejado como ayer de lo que representa el Grial.
—Pero ¿la leyenda del Grial no es acaso profundamente cristiana? —se rebeló—. No podéis exigirme que me comprometa con algo que sitúe a la Orden fuera de la Iglesia, fuera de su fe cristiana. Os ruego me hagáis una propuesta que, como mínimo, aunque no esté prevista en nuestros estatutos, no los contradiga. Los niños son algo demasiado concreto, demasiado vivo, demasiado actual. Sería preferible algo de tipo legendario, aunque fuese de la primera época cristiana.
—Siento no poder serviros ahora la historia de la mesa redonda del rey Arturo. —Ya no tenía ganas de hacerle un favor, y me daba igual lo que pensara de mí. De todos modos, la conversación era más peligrosa para él que para mí—. Si no tenéis el valor…
—También podría imaginarme algo situado en el futuro —siguió reflexionando Juan de Ronay para gran sorpresa mía—: algo nuevo, algo que esté por descubrir, en países desconocidos, mas allá de los mares…
—Incluso en ese aspecto se os han adelantado los templarios —le devolví a la realidad presente—. Sus mapas del océano oriental estoy seguro de que no acaban en Madras…
—¡Todo eso no son más que rumores! —se excitó—. Lo mismo que las historias de los vikingos. ¡Todo invenciones!
—Pues no se hable más —dije con toda tranquilidad cuando comprendí que el hombre había perdido un tanto la compostura al oír mi última observación sobre los probables viajes de exploración de sus rivales.
—En realidad, ¿sabéis dónde están los niños?
—No —le contesté, respondiendo a la verdad y porque no quería que me hiciese responsable de su desaparición.
—Pues yo sí lo sé. Están en Masyaf, en manos de los «asesinos», que tendrán que entregárnoslos, ¡aunque sea a la fuerza!
—Espero que deis órdenes para que sean tratados como reyes.
—Las órdenes son que no sufran daño, que sean ocultados a los templarios y que el único que reciba noticias inmediatas de ellos sea yo.
—Perfecto —le contesté.
En aquel instante se presentó Peixa-Rollo, un tanto excitado, para decirme que el rey deseaba verme sin tardanza.
—Es verdad —dijo el señor Juan—, lo había olvidado del todo. Luis ha accedido hoy a aceptar una invitación de la Orden de caballeros teutónicos y acudirá al Temple. Incluso celebrará allí una audiencia.
Por el tono de su voz no era difícil comprender hasta que punto le disgustaba aquel gesto del rey y sobre todo el lugar, seguramente elegido con toda intención.
Probablemente se encontraba en la nave para no tener qué responder si se le enviaba al castillo una petición del rey invitándolo a acudir a la audiencia. Por eso la había silenciado en nuestra conversación, aunque sabe muy bien que Luis suele mostrar el máximo interés en que yo esté presente en tales actos oficiales.
Habían encomendado buscarme precisamente a mi primo Juan, el conde de Sarrebruck, quien me espetó:
—¿Acaso tu nuevo canciller William de Roebruk no te ha informado de que su majestad desea verte en persona?
Lo negué sacudiendo la cabeza.
—La última vez, el maître Roberto ya expulsó a tu secretario ante las miradas burlonas de todos los asistentes: «El conde de Joinville puede tomar a su servicio a quien desee, pero no debe esperar que nosotros nos mostremos satisfechos por haber elegido a un simulacro de secretario, y sobre todo por tratarse de una persona non grata», dijo.
No respondí nada porque nada sabía de todo aquello.
De modo que aún añadió con inquina:
—¡Es una afrenta imperdonable para nuestro soberano!
Lo era sin duda alguna. Yo no sentía ningunas ganas de concederle un triunfo a mi primo Juan, pero pisé el Temple con una sensación de ansiedad que no dejó de dominar mi ánimo mientras me dirigía al refectorio. Pero Sigbert von Öxfeld, el gruñón comendador de los caballeros teutónicos, me saludó con extraordinaria cordialidad, y también el rey Luis me sonrió como si nada hubiese sucedido, es más, incluso parecía aliviado con mi presencia. De modo que ocupé el lugar que me fue asignado en la primera fila, y desde allí pude seguir el desarrollo ulterior de la ceremonia.
Los dos nestorianos ya habían sido despachados, según me susurró el señor Sigbert:
—¡No os habéis perdido nada importante! Ni del tal Marco ni del tal David podría afirmarse que sean un portento de sabiduría. El rey Luis responderá con una embajada de mayor rango al mensaje bobalicón de esos monofisitas[242].
En aquel momento el rey tomó la palabra.
—El mensaje de nuestros hermanos y primos en Cristo nos ha proporcionado una gran alegría. Nuestro ánimo se centrará sobre todo en profundizar y extender nuestra fe, y esta misión nos afecta más que cualquier alianza, por satisfactoria que sea.
El maître Roberto de Sorbon, que siempre recupera el papel de maestro de ceremonias cuando se ven involucradas la Iglesia o la fe —y esto sucede en la mayoría de los casos tratándose de nuestro buen rey Luis—, dio una señal y, en respuesta a la misma, los porteadores trajeron una capilla portátil.
Es una auténtica obra de arte de la orfebrería. La planta representa un hexágono coronado por arcos de estilo ojival, como empiezan a estar de moda en Francia, con una estructura que asciende para sostener arriba, en el centro, una torrecita de tejado puntiagudo fabricado en filigrana de plata, representando a unos ángeles que sostienen la corona. Bajo cada uno de los arcos hay una puerta, y éstas se abren de modo que tres parejas puedan arrodillarse delante de los bancos para rezar, mientras el altar, que tiene forma de tríptico basculable y está adornado con gran abundancia de piedras preciosas, ocupa la otra mitad y deja al sacerdote espacio suficiente como para moverse en el ejercicio de su oficio sagrado. La torre central no solamente contiene el relicario sino que también puede aprovecharse como púlpito, al que se asciende por una escalera posterior. El conjunto pesará lo suyo y se necesitan no menos de cuatro docenas de hombres para trasladarlo sobre andas. Me puedo imaginar muy bien cómo la capilla será transportada sobre un carro de ruedas altas tirado por bueyes, y ya la veo balanceándose a través de la estepa de los tártaros. El coro de los teutones entonó el kyrie eleison[244].
Los porteadores depositaron la obra de arte inclinándola bastante hacia uno de sus lados, y el rey fue el primero en arrodillarse dentro para rezar. Me hizo señas para que acudiese junto a él y también los demás dignatarios de la corte se apresuraron a ocupar los sitios que quedaban libres, mientras el maître Roberto rociaba todo el conjunto, que a sus ojos seguramente carecía de sentido, con agua bendita.
Después el rey llamó al platero, un tal Guillermo Buchier de París[245], uno de los maestros más afamados en su arte, y se quitó una pesada pulsera de oro.
—Es un regalo del gran kan. Yo no la necesito, pero tú, creador de esta obra de arte de la fe, mereces el agradecimiento de los mongoles.
El maestro Buchier es un hombre bajito y rechoncho, y probablemente corto de vista pues antes de arrodillarse ante el rey para agradecerle el honor, en cuanto tuvo en sus manos la pulsera entornó los ojos con mirada del experto que examina una joya.
Después el maître Roberto exclamó:
—¡Los hermanos Andrés y Anselmo de Longjumeau[246], de la Orden de predicadores de santo Domingo[247], se presentarán ahora para recibir de manos del rey las insignias acreditativas de su misión ante el gran kan!
Conozco a esos dos hermanos desde mi estancia en Constantinopla. El mayor, Andrés, que es también el más vanidoso, ha viajado ya con una misión del Papa hasta Karakorum, y el más joven, fra’Ascelino, mucho más listo y también mucho más ambicioso que su hermano mayor, está ansioso por resarcirse de un clamoroso fracaso sufrido ante cierto general mongol, que casi consigue realizar su propósito de aprovechar el cuerpo del dominico para convertirlo en un muñeco mediante el procedimiento de rellenar su piel.
Ambos se arrodillaron ante el rey, quien les entregó algunas reliquias cuidadosamente elegidas por él mismo y otros valiosos regalos de carácter mundano que a mi entender les agradarían muchísimo más a los tártaros, lo que también Sigbert me susurró al oído sin mostrar respeto alguno. Así terminó la audiencia.
Regresé a mi albergue preocupado por la ausencia de William. Ahora estoy casi seguro de que en torno a él se tejen importantes intrigas, y éstas probablemente no irán encaminadas tan sólo a socavar la confianza que yo apenas estoy empezando a otorgar a mi secretario, sino también a rebajar el buen concepto que el rey pueda tener de mí.
Al no encontrar a William en el albergue lo busqué en la taberna La Bella Vista. En el lugar de amarre que antes ocupaba la trirreme de la condesa vi la galera del gran maestre de los sanjuanistas. Toda ella quedaba perfectamente a la vista, por lo que pude percatarme de la escena en la que Peixa-Rollo expulsaba a mi querido William de la nave sin que los dos parecieran estar muy de acuerdo, puesto que el mariscal le dio una patada por toda despedida.
El informe que mi secretario me ha ofrecido después presenta muchos visos pintorescos, pero me siento inclinado a creerlo en todos sus detalles.
Apenas había puesto, no sin cierta reticencia, el pie a bordo del barco de los sanjuanistas, Peixa-Rollo lo mandó arrestar sin prestar la menor atención a las protestas con que afirmaba haber acudido allí, tal como estaba acordado, tan sólo para recogerme. El mariscal ni siquiera le prestó oído. Lo encerraron en un trastero en el centro del barco y atrancaron la puerta.
En cuanto se hubo acostumbrado a la oscuridad decidió agudizar los sentidos para descubrir una posible vía de escape y descubrió que podía atravesar toda la parte inferior de la nave, pero siempre que se topaba con una salida al exterior tropezaba también con algún sanjuanista armado y, como no tenía deseos de perecer abatido en la fuga ni de hundirse en las aguas del puerto con el cuerpo lastrado con pesados hierros, prefirió quedarse en el laberinto donde se encuentran los arsenales llenos de armas y los espacios para guardar el velamen.
De repente oyó mi voz en la parte superior, lo que debió de suceder cuando estaba conversando con Juan de Ronay y precisamente advirtiendo a éste que debía tratar a los niños, si conseguía hacerse con ellos, como si fuesen reyes. Afirmó que después yo me despedí porque había venido a buscarme un mensajero del rey, pero apenas hube abandonado yo el lugar se presentó allí Carlos de Anjou, quien probablemente se enteraría de todo lo hablado con la connivencia de Juan de Ronay. El príncipe francés parecía extraordinariamente insatisfecho con el transcurso de la entrevista.
—Mi querido de Ronay —había censurado al suplente del gran maestre—, a mí no me sobra el tiempo como para tener que prestar atención a vuestras invidia opinionis[248]. Más bien os he escuchado para que me expongáis con toda claridad de qué modo pueden servirnos esos niños si alguien desea añadir a la gloria de Francia la categoría y el rango que le corresponde entre los poderosos de esta Tierra, como sucederá sin duda. ¡Ya estoy harto de encontrarme, permanentemente y ante cada empresa, falto de dinero, y tener que pedir el apoyo de otros! Aunque tales empresas sean tan innecesarias como por ejemplo esta cruzada de mi real hermano, o cuando sean precisas para ampliar nuestro poder comercial o nuestros territorios —lo cual tiene sentido porque trae provecho y rinde tributos— el hecho es que ya no me conformo con preguntar, sino que quiero disponer. Y ¿qué respuesta me dais vos? ¡Ninguna!
—Sea lo que sea que emprendáis fuera de tierras francesas, Carlos de Anjou —le había respondido Juan de Ronay con aspereza—, ¡nosotros cumpliremos nuestros pactos!
—¿Y de qué sirve todo ese tinglado en torno a los hijos del Grial? ¡Los «infantes reales»! ¿Qué clase de realeza es ésa? ¿Y dónde se encuentra, en realidad, su reino?
—No queréis entender que esos niños representan la realeza de la paz, que son la palanca que nos servirá para romper el poder mágico de los templarios. Sólo la exclusión de los templarios nos abrirá el camino hacia el monopolio cuyos medios vos, Carlos de Anjou, deseáis con tanta ansiedad para hacer realidad vuestros proyectos soberanos.
—No me habléis de «realeza de la paz», puesto que ni vos mismo sois capaz de creer esa patraña. ¿No hay alguna manera más simple de conseguir nuestros propósitos?
—Podéis preguntar a los señores del Temple si están dispuestos a favorecer tan desinteresadamente vuestras apetencias como…
—¡Tampoco la Orden de san Juan actúa tan desinteresadamente! Pero bueno: ¡una mano lava la otra!
—Sí —había dicho de Ronay—, sólo que la Orden del Temple se lava las dos manos ella sola. Es un hecho que la Orden pretende el mismo poder que deseáis vos, ¡y que nosotros no pretendemos!
—Mejor dicho, que no podéis alcanzar, porque os falta algo en lo que se os adelanta el Temple —había respondido Carlos para sonsacarle más información—. Cuando tengáis en vuestro poder a los infantes, ¿seguirán siendo tan austeras vuestras intenciones?
A estas palabras había seguido un prolongado silencio. Después el sanjuanista carraspeó:
—Dispondremos de esos niños de común acuerdo con vos. Debéis confiar en nuestra Orden, del mismo modo que nosotros confiamos en vos. Dependemos unos de otros, y si realmente queremos conseguir algo importante, si queremos cambiar el mundo, dependemos también de los niños. No tienen un reino, ¡pero representan la llave hacia un poder que es capaz de abarcar todos los reinos!
—Pues procurad haceros con ellos —había concluido el conde de Anjou con acritud para, según parece, retirarse después de pronunciadas estas palabras.
William de Roebruk no había podido regresar a tiempo al lugar exacto de su confinamiento, de modo que PeixaRollo se enfureció cuando no lo encontró en seguida después de descorrer el cerrojo de la puerta. Pero alguien se habría acordado de él o habría hablado en su favor, y demasiada gente lo había visto subir a la galera. De modo que se limitaron a expulsarlo de la nave.
—¿Qué conclusiones habrá que sacar, estimado secretario? —Yo mismo tenía preparada la respuesta—: Se ha iniciado un tejemaneje en torno a mi persona por gozar de los favores del rey, y porque otros intentan disminuir el aprecio que el rey me tiene, o tal vez para conseguir que yo me preste mejor a servir otros intereses. Y en torno a vos, William, porque en el pasado siempre habéis conseguido adheriros a los niños como un clavo de hierro a un imán: ¡sois «William el apuntador»! Aunque, en último término, ambos no somos más que un medio para alcanzar el fin. Lo que buscan es hacerse con los infantes.
—Os parece que habéis tenido en cuenta a todos, mi señor de Joinville: a los «monárquicos» que rodean al maître de Sorbon, a los «capetinos» en torno a Roberto d’Artois, a los imperialistas en la persona de Carlos de Anjou, a los monopolistas de san Juan. Es verdad que todos ellos han empezado a actuar, a intrigar, a adularse y a mentirse o amenazarse. Pero hacen sus cálculos sin tener en cuenta el poder que hasta este momento ha ido manteniendo su mano protectora sobre los infantes, y todo cuanto ha ido sucediendo hasta ahora me demuestra que ese poder no ha retirado el amparo que concede a los niños: ni los templarios ni los «asesinos» están dispuestos a que alguna de las tendencias de las que habéis hablado consiga sus objetivos. Además, ¿vos sabéis perfectamente, Jean de Joinville, quién está detrás de todo esto?
—La Prieuré —dije, porque no tenía sentido pretender que no lo sabía.
EN EL ESPEJO CÓNCAVO situado sobre la plataforma del observatorio de Masyaf se encendió un breve reflejo, una vez, dos veces. Crean se aseguró cubriendo sus ojos con la mano para poder observar mejor el armazón de madera del que colgaba el escudo redondo puesto del revés en una suspensión basculante, cuyo interior había sido cuidadosamente revestido con plaquitas de plata. Miró en dirección a su canciller, que se había incorporado sobre el lecho.
Tarik ibn-Nasr estaba cansado, pero muy despierto. El reflejo que reverberaba en el metal pulido se repitió a intervalos a veces cortos y otras veces alargados; la duración de dicho reflejo revelaba claramente ciertas diferencias si se observaba con atención.
Crean leyó la noticia a media voz: «El emir expulsado de Homs, el-Ashraf, busca apoyos contra An-Nasir. Nuestra pregunta es: ¿Qué debemos hacer?»
—¡Esperar! —dijo el canciller con firmeza—. ¿Por qué deberían intervenir los hashashin en las peleas internas de los Ayubíes[249]?
Crean no respondió y se limitó a ajustar la regulación del espejo de modo que recogiera todo el espectro de la radiación solar, con la intención de que el aviso contundente llegara a través de las montañas a algún observador lejano. En el horizonte brumoso habría en alguna parte un espejo similar, pero su reflejo no era perceptible desde donde ellos se encontraban.
—¡Esto está lleno de murciélagos! —susurró Roç—. ¿Será verdad que se dedican a chuparle la sangre a las personas, mordiéndolas de noche en el cuello?
—¡No creas esas tonterías! —dijo Yeza—. Es un rumor difundido por personas que no desean que alguien pise determinados lugares secretos…
—En realidad son dragones que vigilan grandes tesoros.
Yeza se echó a reír:
—Fíjate, Roç, cómo cuelgan del techo: están suspendidos con la cabeza hacia abajo. ¡Ningún dragón haría eso!
Los niños se deslizaban por estrechos canales cuya base aparecía cubierta de sedimentos calcáreos que adoptaban formas extrañas.
—¡He visto las águilas! —dijo Roç, deseoso de impresionar a Yeza—. Son gigantescas de verdad y tienen garras como un pájaro grifo.
—¿Has salido de la biblioteca por la puerta que hay a espaldas del anciano?
Yeza se resistía a creer que él hubiese realizado un nuevo descubrimiento, pero Roç no se amilanó.
—La puerta enrejada no está cerrada con llave, se puede abrir metiendo la mano, ¡pero los pájaros son tontos y no se les ocurre la idea!
Al fin pareció haber causado impresión a Yeza, que insistió:
—¿Quieres decir que has estado en el ma’ua al nisr, «el nido de las águilas»?
—Claro que sí —respondió Roç mostrándose tan displicente como fue capaz—, la reja se abre hacia el interior del nido, de modo que los pájaros son empujados hacia atrás; pero, además, en aquel instante no estaban presentes.
Roç disfrutaba con la admiración de la muchacha.
—Allí mismo se encuentra también el armario de los venenos de los ancianos, el jasnih assumum. Las águilas lo protegen, porque es terriblemente peligroso.
—Es bueno saberlo —dijo Yeza—, por si alguna vez tenemos que matar a alguien sin que nadie se entere.
—Yo preferiría no hacerlo —y Roç experimentó un escalofrío, pero después recordó a Vito de Viterbo[250], un personaje a quien habría matado con mucho gusto administrándole veneno. Aunque ahora ya estaba muerto.
—No digas a nadie que conocemos el secreto —insistió aún ante Yeza, que se había acostado en el suelo y miraba hacia abajo, a través de una abertura.
—Fíjate, me imagino que estando debajo del agua verías algo parecido —le susurró la niña, excitada—, ¡sólo faltan los peces!
Ya hacía tiempo que los niños habían descubierto «la mezquita azul» en el interior de la montaña, y conocían el camino a través de pasillos y cuevas hasta llegar a su techo formado por casetones, desde el cual descendían las estalactitas. Unos orificios taladrados por mano humana habían permitido descolgar las arañas de cristal suspendidas de pesadas cadenas, y las miradas respetuosas de los niños habían descendido muchas veces hacia la preciosa sala en la que quedaba transformada la gruta natural que tenían debajo.
Fue sobre todo Roç quien insistió en querer ver el santuario por dentro y arrodillarse allí a orar con los creyentes.
Un intento de convencer al viejo Tarik, que en otras ocasiones solía concederle cualquier petición a Yeza, no les había aportado a los dos niños más que un prolongado discurso acerca de la verdadera fe, acabando con la observación de que ningún infiel podía pisar la mezquita, pues el hecho representaría un ultraje para la misma y el causante hallaría la muerte segura. Su insistencia no impresionó mucho a los niños aunque, por si acaso, ocultaron el hecho de que sus miradas habían penetrado repetidas veces desde arriba en el recinto prohibido.
Yeza hizo un último intento, señalando que, en realidad, no eran niños cristianos, sino que no eran nada, y que por lo mismo podía afirmarse que eran adeptos a cualquier creencia…
—O sea que también somos musulmanes —recogió Roç el hilo del discurso, pero entretanto se había acercado Crean y quiso dar salida al problema, como era habitual en él, complaciendo a la vez a su canciller, por lo que pretendió asustar a Roç con la siguiente observación:
—En ese caso tendríamos que circuncidarte ahora mismo.
—¡No! —exclamó Yeza, que conocía muy bien el significado de la palabreja, puesto que habían estudiado la cuestión con todos los detalles y la habían discutido examinando la minina del pequeño Mahmoud.
—Hala! —exclamó con energía—. Là taf’alu thalik![251]
Quería que Roç se conservara tal como estaba y como ella lo conocía, con su prepucio y todas las posibilidades de jugueteo que éste ofrecía.
La intervención de la niña hizo que la conversación resultase desagradable a Roç, quien declaró con tozudez:
—Si nos negáis a nosotros, los infantes reales, la entrada en la mezquita, ¡no queremos pertenecer a los hashashin!
No se dio cuenta de la impresión que sus palabras causaban en el viejo Tarik. Cuando poco después John Turnbull, a quien probablemente habían encargado que mediara en tan espinosa cuestión, dio a los niños permiso para arrojar desde el umbral una mirada al interior de la mezquita azul, Yeza dijo:
—No queremos nada a medias, y además allí sólo pueden entrar los hombres que han pasado por el rito inicial[252]. Queremos entrar de verdad, sin que le corten nada a nadie, y juntos: ¡o no entraremos!
A John Turnbull le divirtió la respuesta. Así era como le gustaban los niños y se sintió contento de no haber muerto aún.
Cuando el joven emir el-Ashraf[253] llegó a Masyaf, los guardianes lo condujeron en silencio hasta el observatorio. Tarik ibn-Nasr lo recibió sentado en un sillón de mimbre y envuelto en preciosas mantas. A su derecha estaba Crean con la cabeza cubierta por un capuchón negro y con el rostro oculto, excepto los ojos, como los guerreros del desierto. Mantenía un hacha de guerra extendida en línea horizontal ante su cuerpo, y a la izquierda de Tarik había tres jóvenes «asesinos» formando fila, uno detrás del otro. El que estaba en primer lugar mantenía delante de su cuerpo tres puñales en posición vertical, insertados uno en el otro, de modo que la punta de uno se clavaba en la empuñadura del siguiente.
De este modo el emir supo en seguida que su interlocutor hablaba en nombre del gran maestre de los «asesinos», pues sólo éste tenía derecho a presentarse acompañado de tales símbolos.
El-Ashraf no era un héroe; su mirada bizca le proporcionaba un aspecto taimado al que se añadía en aquel instante cierto temor a perder la vida, pues no sabía si su primo AnNasir no habría pagado para que a él le cortaran la cabeza. Todo su cuerpo empezó a temblar y no fue capaz de formular palabra alguna.
Tarik dijo:
—Conocemos el porqué de vuestra presencia, el-Ashraf. Mientras estabais asentados en Homs, no habéis considerado necesario venir a saludarnos ni pagarnos el tributo.
Esas palabras despertaron un miedo aún mayor en elAshraf, que se arrojó al suelo y exclamó:
—¡Decidme, insigne maestro, cuánto os debo y os lo entregaré en cuanto vuelva a hacer mi entrada en Homs!
—Mirándolo bien, no es conveniente que incrementéis aún más vuestras deudas —dijo Tarik— pidiéndonos tropas que os ayuden. Os supongo enterado de que, cuando tales deudas alcanzan un importe que hace imposible su devolución ya sólo pueden compensarse derramando sangre.
—¡No, no! —exclamó el emir confuso—. Recuperaré Homs con mis propias fuerzas y después os pagaré…
—Pagaréis la misma cantidad —lo interrumpió Tarik con frialdad— que paga An-Nasir desde que gobierna allí…
—Sí, sí —tartamudeó el-Ashraf, quien no podía olvidar que su primo habría enviado posiblemente una cesta en la cual exigía ver recogida su cabeza.
—O sea, ¿no pretendéis a ninguno de nuestros arqueros, a ninguno de nuestros soldados armados con hacha y puñal? —preguntó Tarik una vez más.
—No, de verdad que no. Y a vos os deseo una larga vida bajo la mirada benevolente de Alá, ¡que es justo!
—¡Agradecedlo a Alá! —lo despidió Tarik—. Y sed nuestro huésped mientras no sabéis dónde acostar vuestra cabeza sin que alguien os la corte para dar una alegría a An-Nasir.
El joven emir palideció y se arrojó hacia adelante, cubriendo de besos la manta bajo la cual suponía que se encontraban los pies del canciller. A una señal suya los guardianes lo ayudaron a levantarse.
—¡Podéis ir en paz!
Condujeron al emir, que se tambaleaba, por la empinada escalera de caracol hacia abajo. Una vez lo hubieron soltado, el hombre vomitó.
El canciller indicó a Crean:
—Podéis enviar nuestra respuesta por medio del espejo y señalar que no es éste el hombre capaz de enfrentarse a An-Nasir —y Crean creyó ver por primera vez el temblor de una sonrisa irónica en el rostro cansado de su maestro, por lo general tan impenetrable—. ¡No hay ayuda!
El olfato de los niños les había permitido adivinar lo mal que lo había pasado el huésped de Masyaf aun antes de haberlo visto y de haberse enterado de que se trataba del expulsado emir de Homs.
Como es lógico, la información les llamó muchísimo la atención y atravesaron a toda prisa los jardines del gran maestre para caer sobre Clarion y Madulain que, a falta de otros quehaceres, escuchaban las quejas ansiosas de Hamo en recuerdo de su perdida princesa Shirat.
Mortz sui si s’amors no-m deynha,
qui’ieu no vey ni-m puesc penssar
vas on m’an ni-m vir ni-m tenha,
s’ilha-m vol de si lunhar
qu’autra no-m plai que-m retenha,
ni lieys no-m puesc oblidar;
ans ades, quon que m’en prenha,
la-m fai mielhs amors amar.[254]
—¡Podremos liberarla! —interrumpieron los niños sus lamentos escasamente melodiosos, y le informaron de la presencia del extraño emir, a quien en realidad pertenecía Homs y que con toda seguridad conocía perfectamente aquel lugar.
Ai las, e que-m fau miey huelh,
quar no vezon so qu’ieu vuelh?[255]
Hamo reinició sus lamentaciones con expresión de tener el corazón roto, así parecía revelar al menos el tono quebrado de su voz. Hacía tiempo que Madulain lamentaba haberle prestado su cítara y haberle enseñado a tocar.
Chantan prec ma douss’amia,
si-l plai, no m’auci’a tort,
que, s’ilh sap que pechatz sia,
pentra s’en quan m’aura mort;
empero morir volria
mais que viure ses conort,
quar pietz trai que si moria
qui pauc ve so qu’ama fort.
Ai las, e que-m fau miey huelh,
quar no vezon so qu’ieu vuelh?[256]
Roç afirmó sin titubeos:
—¡El emir conoce todos los pasillos subterráneos que conducen a su ciudadela y el nombre de cada uno de los guardianes!
En el mismo instante interrumpió Hamo sus suspiros, sobre todo cuando oyó a Madulain quejarse de que estaba harta de aburrirse en Masyaf y decir que participaría con mucho gusto en cualquier intento encaminado a poner fin a lo que consideraba un secuestro.
Cuando Roç y Yeza declararon después que los hashashin no eran dignos de albergarlos a ellos, los infantes reales, entre sus muros, la conjura para huir de la fortaleza de los «asesinos» e introducirse en las mazmorras de Homs era cuestión decidida.
Sólo Clarion se mostraba todavía un tanto reticente pero, por supuesto, tampoco deseaba quedarse sola en Masyaf.
Lo primero que había que hacer era conseguir una entrevista secreta con el emir. Los niños pudieron enterarse de dónde se albergaba y se presentaron de repente delante de su cama.
El-Ashraf despertó de la siesta y su frente se cubrió de sudor frío cuando vio a Yeza manipulando el puñal. Roç había puesto la condición de intentar convencer al emir sin que ella tratara de interrumpirlo:
—Noble señor —empezó su discurso—, la intrepidez de vuestro ánimo, la fortaleza de vuestro brazo y la discreción de vuestros labios —respiró a fondo antes de proseguir— han movido a dos de las más bellas huríes[257] del paraíso, dos flores en el rosal del jardín secreto, dos frutos maduros en el árbol de la tentación del placer, a comunicaros a través de nuestra boca que están dispuestas a abriros las galerías ocultas de su… las galerías…
Roç había perdido el hilo de tan poética frase.
—¡De sus corazones! —susurró Yeza.
—Así es: ¡a abriros sus corazones! —concluyó Roç la invitación.
El-Ashraf se sentía aún más confuso que antes.
—¿Cómo que dos? —preguntó.
—Lo que pasa… —dijo Yeza, y al observar que el-Ashraf no tenía la intención de incorporarse, prosiguió—: Dos o ninguna, ¡ahora o nunca!
Mientras hablaba movía su puñal en el aire, pues se había dado perfecta cuenta de que el emir estaba medio muerto de miedo.
Éste se puso de pie de un salto y dijo:
—Entonces voy a refrescarme ahora mismo.
—No —dijo Roç—, ya os refrescaréis con el rocío de las rosas cuando la mañana…
—¡Las huríes tienen agua! —lo interrumpió Yeza con premura.
El-Ashraf siguió a los niños moviendo dubitativo la cabeza, y juntos atravesaron una puerta que él no había descubierto antes y que conducía hacia abajo.
Yeza y Roç descansaban acostados sobre lo alto de una de las murallas exteriores y se miraban felices, con la mirada ligeramente vidriosa. Después sintieron ganas de reír sin motivo aparente.
Habían ido a la biblioteca para ver a sus únicos amigos, los ancianos de la barba blanca, que los recibieron con la agradable noticia de que el hachís estaba a punto.
Los viejos sacaron un recipiente que parecía una tetera grande; dentro se oía burbujear el agua y de ella salían unos tubos con boquillas en los extremos.
Se agacharon formando un círculo en torno al narguile; el mayor introdujo el hachís en forma de bolitas en la parte superior del recipiente y acumuló debajo carbón vegetal candente. Después cerró la tapa y cada uno cogió una boquilla. El agua burbujeaba en el recipiente, pero lo que entraba en la boca era sólo humo fresco.
Yeza tuvo que toser y Roç casi se atragantó, pero después prestaron mucha atención al proceder de los ancianos y fueron extrayendo pequeños sorbos de humo de la pipa.
Los niños pronto se sintieron mareados; se cogieron de la mano y apoyándose, empujándose y tirando uno de otro salieron por el respiradero y desde allí al aire libre hasta alcanzar, tambaleándose, su lugar preferido encima de la muralla exterior, sin prestar atención alguna a la verticalidad con que ésta descendía hacia el abismo y a que el recorrido peligroso por su cima se estrechaba en ocasiones hasta el punto de tener que caminar uno detrás de otro. A menudo habían acudido con precauciones y alcanzado su meta paso a paso, pero esta vez superaron todo peligro con la seguridad de los sonámbulos.
Al fin quedaron acostados, felices y agotados, intentando ordenar sus ideas.
—Ahora lo entiendo —jadeó Roç—, ese khif-khif hace que los hashashin olviden todos los peligros… —y estalló en risas.
—El emir bizco casi se ensució encima cuando le dijiste…
El simple recuerdo le parecía terriblemente cómico a Yeza.
—Entraremos en Homs, le ayudaremos a recobrar el trono y sacaremos a Mahmoud y Shirat del calabozo.
—Y después casaremos a Hamo con su princesa y celebraremos una gran fiesta.
—Ven, Roç, vamos a bailar —rió Yeza e intentó levantarse, pero no lo consiguió y, desistiendo, recordó cómo había proseguido la sesión—: El gran general bizco dijo: «¡Necesitamos tropas!»
—¡Todo un ejército! —añadió Roç gorjeando—. Y además, el bizco le ha echado el ojo encima a Clarion.
—¡No es verdad! ¡El bizco se ha fijado en Madulain!
—Y entonces Hamo dijo…
—No —insistió Roç—, yo dije: «Hamo, ¡tú vas a Antioquía y le pides tropas a Bo!»
—¡Todo un ejército para liberar a Homs!
Los niños se quedaron callados y miraron desde lo alto de la muralla hacia la lejanía.
—Hace ya una semana entera que Hamo se ha ido —dijo Yeza, y se la veía seria.
—Nos encontraremos con él en la próxima luna llena.
—Y con las tropas de Antioquía. ¿Crees que Bo vendrá también?
—¿Estás enamorada de Bo? —preguntó Roç de repente.
—Él quiere casarse conmigo —reflexionó Yeza—, pero es demasiado aburrido. Muchas veces pienso en Roberto de Artois…
—¿Más que en mí? —preguntó Roç con suspicacia.
—Tu eres mi caballero preferido…
—¿Cómo me lo demuestras?
Yeza conocía la respuesta, su mano ya se había introducido debajo de la camisa del muchacho e iba avanzando hacia el interior de su pantalón.
Roç suspiró y repitió:
—¿Cómo me lo demuestras?
Aquello formaba parte del ritual. Si no lo hubiese dicho, Yeza habría retirado la mano. A él también le habría gustado introducirse entre las piernas de la muchacha, hasta donde un suave vello ocultaba la entrada del nido, pero Yeza se lo había prohibido, asegurándole que no lo podía soportar. De modo que se limitaban a que la mano de la niña se cerrara con firme presión en torno al miembro del muchacho. Yeza avanzó hasta el prepucio y murmuró, como si se tratara de un verso infantil:
—Naqus, la naqus![258] —recordando la cruel propuesta de Crean—. Naqus, la naqus!
A Yeza le habría gustado ver ese órgano que estaba creciendo entre sus dedos y se endurecía, pero ya hacía tiempo que Roç no se mostraba desnudo ante ella ni le permitía sacar el miembro del pantalón y exponerlo a la luz del día.
—Naqus, la naqus! —repitió la niña en voz baja, aunque su respiración empezó a acelerarse mientras Roç se retorcía.
—Aprieta fuerte —jadeó el muchacho, y ella se dio cuenta de las pulsaciones que agitaban el miembro entre sus dedos, hasta que un chorro caliente le mojó la mano.
—¡Yeza!
Los movimientos de la muchacha se apaciguaron. Se sentía desconsolada y únicamente el brillo que vio en los ojos de Roç, cuando éste volvió a mirarla, le proporcionó alguna satisfacción. Por lo menos él había alcanzado la felicidad.
Después sacó la mano del pantalón y la limpió cuidadosamente en las ropas del muchacho. A continuación le besó el vientre y finalmente también él condescendió: la besó en el cuello y le lamió la oreja con la lengua.
—Bueno —dijo Roç—, ¡esto es aún más bonito que el khif-khif!
Entonces vio que Yeza estaba llorando. La muchacha le dio la espalda y él la atrajo hacia su cuerpo. El muchacho introdujo la rodilla por debajo del trasero y entre las piernas de la niña y la meció suavemente mientras sus labios le besaban el cuello. Ella se apretó contra él, que no cesó de dispensarle todas las caricias que la niña le había ido enseñando poco a poco, hasta que el delicado cuerpo de ella se sacudió en un temblor y supo que había dejado de llorar. Entonces la soltó con cuidado y ella se separó un poco, rodando hacia un lado.
Roç se sintió inseguro.
—Yeza, ¿en qué estás pensando?
La muchacha había estado mirando más allá de la muralla y se volvió hacia él.
Esos ojos, pensó el niño, ¡nunca podré separarme de esos ojos!
—Hoy tenemos la misma luna que entonces, cuando marchó Hamo —dijo Yeza en voz baja, y Roç la entendió.
—Madulain dice que cada huida, para ser un éxito, recorre tres fases: desaparecer, ser buscado y ser olvidado. ¡Pero realizar la huida misma es difícil!
—Sí —dijo Yeza—, es muy inteligente, no es una tonta como Clarion…
—Y el bizco ése es algo bobo, por lo que espero que no estropee nada hasta que ya nadie pueda encontrarnos.
—Esta noche tenemos que desaparecer bajo tierra. Acordaremos con Madulain que nos deje comida junto a la diosa.
—Sólo me sabe mal por el querido John Turnbull y el bueno de Tarik. ¡Casi me da vergüenza causarles tanta preocupación!
—Roç —dijo Yeza—, un caballero siempre mira al frente. Nosotros también tenemos que hacer sacrificios, ¡y piensa en Mahmoud y Shirat! No querrás que los dejemos encerrados para siempre en las mazmorras de Homs.
—¡Oh, Homs! —gimió Roç—. No quiero ni pensarlo. Tal vez nos convendría llevar un montón de hachís para nuestro ejército, porque si toman khif-khif, ¡todo les será más fácil!
Y los dos volvieron a reír.
Arriba, en la plataforma, se encontraban los dos ancianos. John Turnbull, viejo hereje y espíritu intranquilo, iniciador del salvamento del Montségur, lleno de pasión romántica por el destino de los infantes, y Tarik ibn-Nasr, frío planificador y ejecutor de cuantas medidas fuesen necesarias para su seguridad. En algún rincón de su corazón anidaba un tranquilo afecto, casi una debilidad por Yeza y Roç, los herederos del Grial. En los ojos de John brillaba la humedad y le fue difícil apartar la mirada de los jóvenes que veía encima de la muralla.
—No hay por qué avergonzarse de esas lágrimas, viejo amigo —dijo el canciller—. Por incierto que sea su futuro, nuestros pequeños reyes disponen ya de un imperio gigantesco, del tesoro más valioso que Alá les pueda conceder, ¡su amor recíproco!
—Insha’alah![259] —murmuró John Turnbull—, estoy muy satisfecho de que se encuentren tan bien aquí, y creo que aún les gustará mucho más estar en Alamut, esa flor del paraíso…
—Pero si no la conocéis —objetó Tarik, aunque sus palabras no impidieron a Turnbull proseguir con mucho énfasis—: …un milagro en el desierto, una rosa nacida de la roca, ¡fruto de la boda quimiológica[260] entre el agua y el fuego! Si los niños alcanzan ese lugar también mis ojos lo verán, ¡y no desearé ya nada más en esta vida!
Se retiraron a lugar cubierto y se dispusieron a descansar. Por el lejano horizonte ascendía la oscuridad y la luna se mostraba en forma de una última y delgada hoz.