II
LA NOVICIA Y SUS CABALLEROS

DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE

San Juan de Acre, 20 de agosto de 1250 d.C.

El rey Luis ha tomado, para cuanto dure su estancia en Ultramar, residencia fija en el castillo de San Juan de Acre, situado junto a la Porte Saint-Antoine[606] y al muro de separación con el Montmusart. Con ello ha pasado a sus manos, de hecho, la soberanía sobre el reino de Jerusalén[607], pues Enrique de Chipre le ha cedido el ejercicio de la regencia.

El hijo del emperador Federico, Conrado[608], jamás se ha hecho cargo de su herencia y es improbable que algún día se muestre dispuesto a someterse a esa dura prueba. Y aunque llegue a seducirlo la perspectiva de una visita de inspección, siempre tendría las dificultades, los obstáculos que el señor Papa, secretamente puesto de acuerdo con el ambicioso conde de Anjou, suele poner sin pausa y lleno de odio a todos los miembros de la familia de los Hohenstaufen para que les resulte imposible alejarse de las fronteras del imperio.

Así pues, nadie se ha opuesto a las actuaciones del rey francés, y Federico, que envió una embajada a los egipcios en cuanto se enteró de que su real primo había caído prisionero, ha proclamado públicamente que está de acuerdo. Incluso ha dado órdenes a sus administradores para que se pongan a disposición de Luis. De todos modos, esto no es más que la compensación debida por la postura estrictamente neutral que tanto el rey como la reina madre Blanca mantienen en la disputa entre la casa de los Hohenstaufen y el papado[609].

Aunque para mi manutención dependo ahora del rey Luis, he buscado albergue en el Montjoie, junto al puerto, a fin de no estar en todo momento al alcance de mi señor. Por otra parte, en el barrio en torno a san Sabas se encuentran la mayoría de las tabernas, y por la noche reina allí una vida agitada, pues es donde se juntan las zonas de los genoveses, los pisanos y los venecianos.

Con mucha frecuencia a mi regreso de cenar con el rey he de toparme con alguna reyerta violenta entre los marineros de las tres repúblicas, a menos que prefiera volver a mis habitaciones deslizándome a lo largo de la muralla de los caballeros teutónicos, entre la sede del patriarcado y el arsenal.

Echo mucho de menos a William, mi secretario, pero de momento lo doy por perdido para mi servicio, pues está a disposición del rey y sus protegidos y sólo lo veo de vez en cuando, durante las comidas que hacemos en común.

Esas tristes horas en que ingerimos cada noche un escaso alimento se están convirtiendo poco a poco en una tortura, no sólo para mí sino también para los demás comensales, pues Luis, pasando por alto las miradas reprobatorias de su señora esposa, la reina Margarita, se ha encariñado de tal manera con la pequeña Yeza que descuida con frecuencia las medidas impuestas por la cortesía y acompaña a la jovencita a la mesa, le sirve la comida, y apenas hay una conversación en la que no le dé cabida elevando su opinión a la altura de la mía o la del condestable. Ella responde a sus requerimientos con gran presencia de ánimo y nos parece a todos más y más atractiva, pues posee una personalidad inteligente y es, sin duda alguna, muy despierta para su edad. Y eso que Yeza ni siquiera se limita a apoyar las opiniones del rey, sino que hasta se atreve a contradecirlo. Aunque con el tiempo observamos que está perdiendo las ganas de conversar y la vemos más nerviosa e incluso malhumorada.

—Está preocupada por Roç —me confió William en cierta ocasión—, pero no quiere confesárselo a nadie, ni siquiera al rey.

Cada día Yeza nos parece más abrumada. La reina la observa en silencio, mientras oculta con gran esfuerzo su creciente enojo. Oficialmente Yeza es una de las damas de su séquito, pero el hecho de que también después de haberse marchado Sigbert disponga de un guardaespaldas y un bufón propio la distingue entre todas las demás. Los dos «hombres» de Yeza, si se me permite calificar así por una vez a Yves «el Bretón» y a William de Roebruk, se esfuerzan ambos y, para ser más exactos aún: de acuerdo con Yeza, en evitar todo escándalo, pero es el propio Luis quien provoca de continuo situaciones que crean un ambiente de permanente irritación en palacio.

¡Quién se atrevería a reprocharle a la digna señora reina que el comportamiento de su esposo, cortejando como un tórtolo a una joven tan tierna, despierte en ella tanto los celos como la mayor desconfianza! Ella sabe que el rey y la muchacha han vivido juntos en Egipto una especie de aventura de la que nadie habla en su presencia, por lo que se siente excluida. Por supuesto, no quiere pasar por la humillación de pedirle a Yeza más detalles.

Aunque la señora Margarita supone que la niña no tiene la culpa, su despecho la hace sentirse enemiga de esa infanta real o «princesa del Grial».

Yeza, en cambio, parece no darse cuenta de las tensiones que provoca ni de las atenciones exageradas que le dispensa el rey.

De lai don plus m’es bon e bel

non ei mesager ni sagel,

per que mos cors non dorm ni ri…[610]

Sus pensamientos se centran en Roç y, como no sabe dónde se encuentra ni si está todavía entre los vivos, se siente cada día más triste.

Desde que Sigbert ha abandonado San Juan de Acre, su esperanza de obtener alguna señal de vida de Roç se va consumiendo como se seca un riachuelo bajo el calor del verano.

Be-m degra de chantar tener,

quar a chan coven alegriers;

e mi destrenh tant cossiriers

que-m fa de total partz doler…[611]

Primero estuvo sufriendo ante la posibilidad de recibir muy pronto noticias del caballero teutónico, pues sospechaba que serían noticias malas. Llegó a declarar espontáneamente que, en el caso de producirse tan horrible situación, se retiraría a un convento.

A medida que va pasando el tiempo sin que lleguen noticias de Starkenberg, la muerte de Roç se ha convertido para ella en una certeza, y está considerando seriamente tomar el velo.

Cuando la señora Margarita se enteró de esas intenciones puso todo su empeño en que ahondara en la idea y en lograr que se convirtiera en realidad, aunque sólo fuera para asestar a su esposo el golpe merecido y sustraerle la infantil favorita. De modo que ha tomado contacto con la abadesa del venerable convento de monjas situado en el cercano monte Carmelo y le ha otorgado una donación considerable, consiguiendo así que la abadesa se muestre abierta a dicha perspectiva y hasta la favorezca.

Yeza todavía duda, no tanto por temor a las severas reglas conventuales, pues se someterá gustosa a cualquier sacrificio con tal de poder dar rienda suelta a su tristeza, sino porque sigue encendida en su corazón una ligera esperanza.

¡Tal vez Roç esté padeciendo junto a los demás en las mazmorras de Homs o haya sido arrastrado al mercado de esclavos de Alepo! En tal caso, el destino le exigiría a ella no precisamente vestir el triste hábito de monja, sino buscar una armadura y partir, acompañada de William como escudero, a liberar a su amado.

¿Llevaría también consigo a Yves? Con toda seguridad es un excelente soldado, pero no una espada caballeresca. Bien, esa cuestión aún estaría por decidir.

¿Y si hubiese que pagar rescate para liberar a Roç? Yeza está segura de que Sigbert le daría el dinero, y si no tuviese bastante podría pedirle un préstamo al rey, ante quien lo avalaría con su propia persona.

Pero quizá todo esto no sea más que una reflexión inútil y haga tiempo que Roç esté muerto y frío. La idea le provoca estremecimientos y Yeza envidia a todos los jóvenes vulgares de esta Tierra que en un caso así rompen a llorar. Yeza no llora.

San Juan de Acre, 28 de septiembre de 1250 d.C.

El hecho de que mi secretario esté de nuevo bien visto en la corte me asegura un flujo permanente de informaciones que, de no ser más que un senescal a sueldo y huésped formal en la mesa del rey, no llegarían jamás a mi conocimiento.

Los datos que William me suministra no se refieren sólo a sus aventuras amorosas bajo las faldas recogidas de las avergonzadas camareras o las batas aireadas con indiferencia de las mozas de la cocina, unas aventuras que él me relata llevado por las mismas ganas de chismorrear con que me describe, tanto algunas escenas matrimoniales bastante delicadas de la pareja real, como ciertas intrigas diplomáticas y sus propias reflexiones políticas.

Como nadie toma demasiado en serio a mi pícaro flamenco, todo el mundo admite su presencia como si se tratara de uno de los galgos del rey que un emir vecino ha regalado al soberano cristiano en su deseo de ofrecerle una pequeña atención.

Lo que más me divierte es la alianza que se ha producido entre William y el rey, pues ambos, aunque por motivaciones del todo diferentes, intentan convencer a Yeza de que renuncie a su idea fija de ingresar en el convento. El rey no puede oponerse abiertamente a tan devota intención, pero se porta ahora ya como un anciano en trance de verse abandonado y lamenta el día en que no pueda ver desde la primera hora de la mañana hasta la última de la noche a quien tan cerca siente de su corazón. Y eso que, en realidad, debería mostrarse contento de que esa criatura hereje quiera someterse a una severa regla religiosa y seguir por la senda que marca la Ecclesia catolica, única y verdadera.

Por otra parte, ha intensificado sus esfuerzos por hacerla instruir en el catecismo y ha incrementado las clases de enseñanzas bíblicas, con la vaga esperanza de que a Yeza le baste con esa ración de religiosidad y renuncie a dar el paso fatal hacia el noviciado.

La muchacha acepta con inteligencia y sin reticencias esas enseñanzas de las que saca cuanto le parece importante en sentido filosófico e histórico, sin dejarse impresionar en nada por los preceptos morales, ni mucho menos por la fe cristiana.

Hemos de pensar que la hija del Grial tiene en la persona del franciscano sedicioso la peor de las compañías, pues éste refuerza la imagen protocristiana, por no decir pagana, que ella se ha formado de Jesús de Nazaret. Considera al Mesías como a un pretendiente rebelde al trono de Judea, que fue condenado por la jurisdicción militar de los romanos y se hizo con la deseada aureola de mártir por medio de una ejecución simulada que le fue impuesta. Después su vida transcurre en las tinieblas, y ahí es donde se inicia el interés de Yeza. En cuanto a la moral, es para ella una cuestión aparte.

A veces me parece que muestra en ese sentido unas carencias quizá frívolas, aunque en otras ocasiones nos sorprende defendiendo nobles principios y haciendo gala de un humanismo sorprendente. Pero lo cierto es que últimamente observamos que Yeza parece presa de una profunda indiferencia, que la beata pareja real interpreta erróneamente como un signo de inclinación religiosa.

—¡Qué grado tan elevado alcanza su moral! —oí alegrarse al señor Luis—. Esta niña se hace cargo de los dolores de la Virgen y se somete sin queja a la Santa Madre Iglesia.

Yeza apretó los dientes y guardó silencio.

—Es muy tozuda —dijo a su vez la reina, resentida.

Cuando Yeza está a solas con William echa cada vez con más frecuencia mano del laúd para darle a entender lo que le está sucediendo y de lo que no desea hablar.

Ni’n soi conqvistz ni’n soi cochatz

ni’n soi dolenz ni’n soi iratz

ni’n no’n loqui messatge.[612]

—¡Qué moral tan fuerte! —comenta irónico mi secretario.

Ar me puesc ieu lauzar d’amor

que no-m tol manjar ni dormir,

ni-n sent freidura ni calor

ni no-n badail ni no-n sospir

ni-n vauc de nueg arratge.[613]

Sin embargo, la decisión de Yeza de tomar el velo va adquiriendo más y más firmeza, y casi parece que quiera castigarse y torturarse por la pérdida de Roç, como si fuese culpa de ella.

—Haré penitencia por el amor que no supe dar, por la falta de atención, sí, ¡y también por haber puesto en peligro la vida de mi amado! —ha hecho saber a William.

Y no hay quien pueda quitárselo de la cabeza.

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«El matrimonio de la emperatriz con el emperador. La angustia es más fuerte que la razón. En el gemelo se unen día y noche. Nada podrá interponerse entre lo que siempre fue y siempre será un solo cuerpo.»

Creo que Yeza jamás podrá dar el paso de retirarse a un convento sin poner en peligro la unidad de los infantes reales, y que con toda seguridad se topará con la resistencia de los poderes que disponen de su destino y guían sus vidas.

—¿Qué dice Yves al respecto? —pregunté a mi secretario.

—Considera que la idea es un disparate absoluto. Le ha contado a Yeza que él, en su día, también creyó tener que dedicarse al sacerdocio, y el lamentable fracaso que vivió. Le ha pronosticado que a ella le pasaría lo mismo y que, por tanto, sería preferible no intentarlo siquiera. También dice que yo, William, no represento precisamente un ejemplo positivo en ese sentido, y mucho menos un motivo de orgullo para mi Orden.

—Os habréis tenido que conformar con esa valoración, querido William —le contesté en son de mofa.

—Le he respondido a «el Bretón»: undhur man i atakallam![614], y él me pidió que lo acompañara a ver al rey. Creí que iba a quejarse de mí, pero el señor Yves tramaba algo muy diferente. Encontramos al rey en la capilla del castillo, asistiendo a la santa misa que allí se celebraba. También la reina estaba presente, con todas las damas y camareras, entre ellas Yeza. Todos aparentaban estar profundamente sumidos en la oración, aunque en realidad las doncellas me arrojaban miradas secretas y las señoras me observaban con toda desvergüenza, como si hubiese entrado desnudo en la iglesia.

El señor Yves esperó junto a la puerta a que el rey terminara sus oraciones. Cuando Luis se disponía a retirarse, «el Bretón» se le cruzó en el camino, más bien como si deseara impedirle avanzar que como peticionario. Ya se disponía el condestable a empujarlo con disgusto a un lado cuando el rey dijo:

—Estimado Yves, ¿he de pensar que tienes una petición tan urgente como para que debas presentarla aquí y ahora?

Yves «el Bretón» asintió y dijo, mientras seguía con la cabeza gacha:

—Una petición que además, majestad, sólo está destinada a vuestros oídos.

El rey hizo una seña a su séquito para que se alejara y después se dirigió de nuevo a Yves, aunque con expresión no demasiado amable:

—Permitirás que esté presente la reina, puesto que también tú vienes acompañado y te has procurado el apoyo de William.

«El Bretón» esperó, en una actitud humilde que no estábamos acostumbrados a ver en él, a que desfilaran por delante de ellos todos los demás, y también Yeza fue apartada por las damas de la reina a pesar de que mostraba gran curiosidad.

El rey no estaba dispuesto a perder tiempo y se quedó junto a la puerta abierta, de modo que Yves decidió presentarle su demanda con voz susurrante. La reina se había sentado en uno de los bancos, pero era toda oídos.

—Majestad —dijo Yves—, sé que debo esforzarme por recuperar vuestra benevolencia y que, por tanto, no me cuadra demasiado bien pediros ahora un favor. Pero mi deseo no responde a una vanidad mundana ni al intento de buscar fama u obtener títulos o prebendas, sino que debe servirme para abrir la puerta hacia el camino pedregoso que me veo impulsado a recorrer con más y más urgencia: ¡el de servir a Dios en el combate y en la renuncia!

Luis no había querido interrumpirlo, pero llegados a este punto dijo con frialdad:

—No veo muy bien, Yves, lo que puede impedir a un hombre transformar todos esos loables propósitos en hechos, pero lo que es seguro es que no necesita para ello el placet[615] de su rey, pues lo único que importa es que se someta a nuestro Redentor. ¡No creo que a un sacerdote le resulte difícil entenderlo!

—¡Es que yo no puedo ni quiero ser sacerdote! —estalló Yves—. ¡Y mucho menos ex sacerdote! Majestad, os ruego me concedáis el honor de considerarme un hombre, ¡un hombre deseoso de iniciar una nueva vida! Mi único deseo es ingresar en una orden militar, por lo que os ruego, mi señor: ¡armadme caballero!

Al fin fue capaz de expresar su deseo y, al oírlo, el rey se mostró indignado al máximo.

—Señor Yves —respondió después de unos momentos—, debo decirte que el tuyo es un deseo inconveniente. Ni eres de sangre noble ni has adquirido fama en el campo de batalla luchando contra los infieles, y todo ello por tu propia culpa. También hablan en contra de esa solicitud tu mal carácter, tu temperamento indómito y la ausencia de otras virtudes.

«El Bretón» había ido agachando la cabeza más y más a cada golpe que recibía, pero se mantuvo en un silencio obstinado. El rey empezó a perder la paciencia.

—¿Cómo te atreves a importunarme con esa pregunta si sabías perfectamente cuál sería mi respuesta?

Y dio muestras de querer retirarse.

—Señor mío —gimió Yves—, no deseo más que serviros a vos y a Dios allí donde mis pocas capacidades puedan ser aprovechadas al máximo, ¡para mayor gloria de Nuestro Señor Jesucristo y Nuestra Señora!

—Tú lo has dicho, Yves —le respondió el rey—, tus capacidades son pocas y no bastan, ni mucho menos, para elevarte a la categoría de caballero. Y en cuanto al honor que podrías hacer a nuestro Redentor y su santa Madre, de poco te sirve el carácter que hasta ahora has demostrado y los actos que has realizado. Sin embargo —reflexionó el rey—, aún podrías enmendarte. Vigilaré todavía más estrechamente que hasta ahora todos tus pasos.

Luis mostraba prisa por abandonar la iglesia y dirigió una mirada solícita a su señora esposa, pero la reina Margarita no se incorporó, sino que le comunicó con voz firme que deseaba quedarse a rezar. Entonces el rey se alejó, dando muestras de disgusto.

La reina había tenido todo el tiempo que se necesita para rezar y no lo había aprovechado y me di cuenta de que deseaba decirnos algo a Yves o a mí, o a ambos juntos.

La señora Margarita no perdió el tiempo y empezó a hablar.

—No quiero perder la ocasión de intercambiar unas palabras con los dos señores que mi esposo, el rey, ha designado para protección y compañía de nuestra querida «hija del Grial». ¡Tomad asiento!

Y señaló el estrecho banco de la iglesia que tenía detrás.

—Decidme, señor William, quien según me han hecho saber estáis desde hace mucho tiempo al servicio de los infantes reales: ¿no estuvieron ambos con vos en Egipto, en la pirámide?

Yo contesté:

—Ah no, majestad, el niño fue apartado de allí, sólo Yeza quedó como rehén.

—¿En manos de los infieles?

—Sí, así fue, pero éstos quedaron impresionados ante la dignidad mostrada por vuestro esposo, el señor rey, y como consecuencia de ello le regalaron a la niña.

—¿Dentro de la pirámide?

¡Ahí estaba la clave del problema!

—En cierto modo podría decirse que sí —respondí con alguna reticencia—. Aunque yo no estaba presente.

—Yo sí —dijo Yves con sequedad, sin aclararle nada más a la reina.

—Supongo que el rey no quiso prescindir de realizar una visita a la pirámide, pero me pregunto si estuvieron los dos juntos dentro de esa construcción.

La señora Margarita ya no ocultaba que la roían los celos y las sospechas.

—¿Juntos y solos?

—Ni lo uno ni lo otro —dijo Yves— yo estuve allí, y sé que la pirámide es gigantesca y está llena de pasillos y cámaras. No se encontraron hasta el último momento, a la salida.

—¿Estáis seguro de ello, mi querido señor Yves? ¿Podríais jurar que no hubiesen podido encontrarse ya antes…?

Su voz empezó a quebrarse, la desconfianza hacía temblar todo su cuerpo y se la veía temerosa de oír una mentira y también de saber la verdad.

—¿Dijisteis que la pirámide es grande y está llena de cámaras?

—Señora mía —dijo Yves—, jamás permitiría que se os causara ningún dolor. Os puedo tranquilizar del todo al respecto. El rey y la niña no se conocían cuando se encontraron por primera vez en mi presencia.

La reina mantuvo un largo silencio; en su cerebro zumbaba todavía la sospecha y su corazón latía presa de unos celos salvajes.

—¿Y por qué la quiere y la aprecia tanto el rey ahora?

Sentí lástima de la reina y dije:

—No hay más razón que el humilde ruego de su peor enemigo, de nuestro vencedor, de que cuidara a la joven como a las niñas de sus ojos. El rey empeñó su palabra y prometió hacerlo así.

La reina calló, visiblemente afectada.

—Podéis retiraros, estimados señores —dijo después con voz aún temblorosa—. Me habéis prestado un servicio por el que vuestra reina os estará siempre agradecida.

Este reconocimiento iba dirigido a Yves «el Bretón», quien se apresuró a tomar la mano ofrecida y llevársela a los labios.

—Sabed que tenéis en mí a una benefactora que conoce vuestras preocupaciones. —Y hundió una mirada profunda en los ojos de Yves—. Me habéis avergonzado como mujer. Pero no os guardaré rencor, siempre que os comportéis como un hombre de honor. —Esta frase iba dirigida a mí, a quien el estado de clérigo eximía de besarle la mano—. Permaneceré aún aquí, rezando en profunda contrición.

Con estas palabras nos despidió a ambos, ¡y yo, vuestro secretario, me permito advertiros a vos, mi querido senescal, que lo del arrepentimiento no va demasiado en serio!

San Juan de Acre, 2 de noviembre de 1250 d.C.

Nadie había visto acercarse a la trirreme. El puerto y la bahía aparecían envueltos en la niebla matutina tan propia de los últimos días de otoño, y la madrugada tardaba en llegar.

Yo me encontraba aún con el nuevo condestable delante del portal de la iglesia de San Andrés, donde el rey, por invitación del obispo, había asistido a la primera misa.

El nuevo condestable del rey es Gilles le Brun[616], pues el señor Luis ha despachado a Francia a quien lo ha sido hasta ahora: un viejo bravucón a quien yo no podía considerar precisamente amigo mío.

Estábamos mirando al puerto cuando el monstruo de los mil remos surgió deslizándose suavemente y abandonó el fondo de neblina gris como un insecto extraño, una especie de correaguas, para acercarse al muelle exterior en cuyo extremo se eleva la torre llamada «de las Moscas».

Los dos reconocimos de inmediato la nave, yo por mi propia experiencia personal y el condestable por los fantásticos relatos que desde la época de Chipre circulan en torno a la condesa y su trirreme.

Un hombre alcanzó el muelle con una barquita sigilosa mientras la enorme nave erizada de armamento mantenía distancias y desapareció muy pronto entre los cambiantes bancos de niebla, aunque no pudo haberse alejado demasiado, pues vimos regresar a la pequeña embarcación. Aquello tenía todo el aspecto de ser una operación de espionaje, y el señor Gilles se mostró de acuerdo conmigo.

Como mínimo, era de suponer que la temible propietaria de la nave deseaba informarse de si el ambiente le era propicio y si su huida de Chipre había sido perdonada y olvidada. Pero el condestable consideró que eso era del todo imposible y, como era nuevo en el cargo, sentía la necesidad de hacerse notar y labrarse un nombre como buen perro de su amo.

De modo que atravesamos a toda prisa el barrio de los pisanos hasta llegar al pequeño puerto. Un grupo de vigilantes sanjuanistas ya había apresado al hombre desembarcado.

Se trataba de Firouz, el capitán de la condesa, con quien la famosa Orden de caballeros tiene, por cierto, una buena cuenta pendiente. Fue el mismo Firouz quien los humilló en su día con el truco de la cadena de hierro, aquel día en que la trirreme escapó y el turno de vigilancia del puerto correspondía a los sanjuanistas.

Firouz no reveló con ningún gesto que me hubiese visto alguna vez en su vida y se mantuvo en un obstinado silencio, de modo que el condestable se hizo cargo del interrogatorio.

—Vos sois el capitán de esa nave —inició la constatación de los hechos—. ¿Por qué razón queríais desembarcar en secreto mientras la trirreme se oculta en el mar?

Firouz no sabía qué responder a la pregunta.

—No conocemos estas tierras, y mi señora, Laurence de Belgrave, la condesa imperial de Otranto, quería asegurarse primero de quiénes nos esperan aquí: cristianos o infieles.

—Más bien —se apresuró a rectificar el señor Gilles—, ¿querrá saber si ha caído ya el olvido sobre sus actos de piratería, sobre su deserción y su insolencia de haber hecho caso omiso de las órdenes del rey?

A Firouz le costaba separar las mandíbulas.

—¿Acaso no erais su capitán ya entonces?

Firouz seguía obcecado en el silencio.

—Supongo que sabréis el castigo que estaba previsto para quien se alejara de Chipre sin permiso.

Como Firouz no dijo nada que hubiese podido servirle de defensa, el condestable añadió con indiferencia y como de pasada:

—Seréis ahorcado. —Después se dirigió a mí—. Coincide bien, pues podrá ser ajusticiado esta misma mañana junto con ese joven estafador que engaña al público con las palomas. Imaginaos, querido Joinville, que un joven os pide hospedaje y luego acudís al mercado y os lo encontráis allí vendiendo vuestra mejor paloma mensajera, vuestra favorita, la más blanca paloma de vuestro palomar. Qué digo vendiendo, más acertado sería decir: ¡rifando!

—Un caso ciertamente extraño —fue el único comentario que se me ocurrió, pues las palomas mensajeras son unos animales que no me interesan en absoluto. Nunca he sido capaz de sentir aprecio por esos pájaros que andan a pasitos y no cesan de arrullar, además de llenar todo de cagadas, ¡más bien los considero una especie de «ratas voladoras»!

—Eso le sucedió ayer a un habitante honorable de esta ciudad —me siguió informando el bueno del señor Gilles—. ¿Queréis saber lo que el mozo inventó para disculparse?

—Me lo podéis contar después, querido Gilles le Brun —interrumpí su parloteo incesante—. Yo, en vuestro lugar, más bien buscaría consejo en este asunto del capitán de Otranto: la condesa es fiel seguidora del emperador y aunque hace dos años, en Chipre, el hecho que nos ocupa fuera considerado motivo de alta traición, puede que hoy día, desde el punto de vista de la alta diplomacia, carezca de toda importancia y ahorcar ahora a ese hombre no sea lo más oportuno.

Mientras sosteníamos esta conversación habíamos ido cruzando el barrio de los venecianos, que se extiende a lo largo del puerto y llega hasta el arsenal, y una vez hecha mi advertencia le hice una seña al mozo que nos seguía con los caballos para rogarle que me ayudara a montar el estupendo animal que he adquirido, con fondos cedidos por Luis, a un vendedor de caballos de Damasco. Ha sido una buena compra.

—No es que quiera salvarle el cuello a ese marino que sin duda alguna se ha hecho culpable —dije a modo de despedida—, pero sí deseo ahorraros un disgusto.

La reacción del condestable fue sentirse ofendido.

—Yo sé que el rey aprueba cuantas medidas tome para mantener la ley y el orden, y sabré cumplir con mi deber. —Después pidió también él su caballo—: Si deseáis asistir y admirar la destreza del verdugo, senescal, ¡acercaos a la plaza que hay delante de la puerta de Maupas!

Hizo una seña a los soldados, que recibieron a Firouz de manos de los sanjuanistas y le ataron las manos. La comitiva con el condenado se puso en movimiento y yo me alejé sin desperdiciar más saludos, a la vez que me sentía dudoso de si debía emprender alguna gestión al respecto.

Pedir una audiencia al rey exigiría demasiado tiempo pero, no obstante, me dirigí al castillo, y como éste se encuentra situado junto a la puerta principal de la ciudad, decidí acercarme a la horca instalada delante de la muralla, con la seguridad de llegar a tiempo. Conozco la costumbre de pasear al delincuente primero por todas las calles para salir, después desde el Montmusart y atravesar la puerta de Maupas, llegando así al lugar de la ejecución.

Me encontraba aún en el paso de la puerta de Saint Antoine cuando vi que Yeza bajaba del castillo, acompañada de William, su guardaespaldas y secretario mío. Me dieron la impresión de estar preparados para viajar, pues llevaban consigo varios mulos cargados con grandes bultos y los seguía una escolta a caballo.

—¿Adónde vais, princesa? —la saludé con cortesía, pero la infanta real, que en otras ocasiones suele dispensarme siempre alguna palabra amable, se limitó a responder a mi saludo con una leve inclinación de cabeza. La mirada de sus ojos grises se dirigía a un horizonte lejano y evidenciaba su profunda tristeza.

—La princesa —aclaró mi secretario— ha decidido ingresar en un convento. La acompañamos al monte Carmelo, pasando por Haifa.

—¿Y adónde vais vos, distinguido señor de Joinville? —me interpeló Yves «el Bretón», haciendo gala de una cortesía exquisita.

—¿Os imagináis? —me dirigí a William—. Han atrapado al capitán de la condesa, a ese tal Firouz, y lo quieren ahorcar a causa de aquella vieja historia de Chipre.

—¿Cómo es posible? ¿Acaso la condesa…?

—La trirreme lo ha desembarcado esta misma mañana —dije yo—, y el hombre se metió directamente en los brazos del nuevo condestable, que ahora…

—¿Dónde? —intervino de repente Yeza.

—¡Delante del Maupas! —dije yo.

—¡Señores! —exclamó entonces la joven, mostrando su energía habitual—. ¡Veamos lo que sucede allí! —y le clavó las espuelas al caballo.

Nos apresuramos a recorrer la muralla exterior como si nuestra intención fuese realizar un ataque de caballería. El señor Yves fue quien mejor se mantuvo a la altura de Yeza, y su expresión revelaba que le gustaba cómo la joven había tomado en sus manos las riendas de la situación. Rodeamos a galope tendido el baluarte de los sanjuanistas y pronto vimos extenderse ante nosotros la pradera, a la que llegamos con el tiempo justo, pues en aquel preciso instante salía por la puerta de los condenados la comitiva del condestable seguida del carro del verdugo, que rodaba con estrépito sobre el empedrado.

En aquel momento me vino al recuerdo, como un relámpago, la imagen que William me había descrito en su día con tanta insistencia que llegó a parecerme haberla vivido yo mismo: William huye con los hijos del Grial en medio de la niebla por la Camargue[617], cuando se encuentra con el carro del preboste de París, un carro que conduce a tres muertos y a su verdugo, un joven sacerdote de mirada punzante: ¡Yves, «el Bretón»!

«El rey lo ha perdonado y tomado a su servicio», pude informarle yo más tarde al pícaro flamenco, cuando lo conocí poco después en una mal afamada taberna del puerto de Marsella. En un escondrijo oculto en la pared de madera, invisible para mis ojos, dormían entonces los infantes reales. Así se cierra el círculo: Yves «el Bretón» avanza ahora al lado de Yeza para salvar a un hombre de la horca, y mi estimado William nos sigue jadeando, a la cola de nuestro grupo que avanza a toda carrera como un vendaval.

El carro del verdugo llega adonde está instalada la horca y a los dos condenados les colocan las cuerdas en torno al cuello. El propio condestable les lee la sentencia.

—¡No! —se oye el grito de Yeza.

—¡En nombre del rey! ¡Suspended la ejecución! —«El Bretón» presta su poderosa voz para reforzar la de la muchacha que, aparte de su angustiado «¡no!» ha sido incapaz de pronunciar una palabra más.

De repente comprendí el porqué de su angustiado grito. ¡El otro condenado era Hamo!

El señor Gilles le Brun nos miró con disgusto, pero Yves ya estaba sujetando la rienda de los mulos que debían tirar del carro del verdugo, sin haberse tomado el trabajo de bajar de su montura.

—¡Condestable! —se dirigió al indignado ejecutor con entonación tan severa que lo hizo estremecerse—. ¿Habéis preguntado a este joven por su nombre?

—Ese ladrón se atreve a afirmar —respondió el otro, furioso— que es conde de Otranto… ¡pues está en buena compañía!

—Podéis pensar lo que queráis, mi querido le Brun —sentenció Yeza con voz cortante—, en cualquier caso, éste es Hamo l’Estrange, conde de Otranto.

—¿El hijo de la…? ¡De ser así, tanto más es merecedor de la horca! —resopló el condestable.

—¡No os busquéis vuestra desgracia! —intervino entonces William.

—Jamás volveréis a disfrutar de tan buena posición —intenté mediar también yo.

Y Yeza concluyó:

—Cualquier paso en falso que deis ahora significará para vos perder la vida.

Después arrojó su puñal a William, que trepó jadeando al carro y cortó con gestos complicados primero las ataduras de Hamo, después las de Firouz.

—Os atrevéis a amenazarme —se revolvió aún el señor Gilles mientras echaba un rápido vistazo a nuestra escolta, que en número era superior a la suya y que, sobre todo, vestía los colores del rey, mientras que sus soldados sólo ostentan el escudo de la ciudad de San Juan de Acre.

—Estáis impidiendo que se cumplan las órdenes del rey…

—Ya me ocuparé yo de eso —le cortó Yeza la palabra—. Su majestad sabe dónde encontrarme. Me hago responsable de todo.

—Y vos, condestable —intervine yo, reforzando las palabras de la joven—, haréis bien en no hablar demasiado de este suceso. No tenéis ningún derecho para sentenciar a un miembro de la nobleza, un conde fiel al emperador y, por tanto, al soberano de San Juan de Acre, sin someterlo a procesamiento ante el tribunal supremo de este reino. Os podría costar el cargo y el cuello.

De repente se hizo el silencio y el señor Yves aún añadió algo más:

—Proporcionad en seguida a estos señores sendos caballos y lo aceptarán como disculpa vuestra, ¡así podremos abandonar juntos este lugar tan desagradable!

El condestable ordenó con los labios apretados a dos de sus soldados que desmontaran y entregaran sus caballos, retirándose después hacia la puerta de Maupas, seguido del carro vacío del verdugo.

Allí mismo me despedí de Yeza y sus acompañantes, porque me pareció aconsejable adelantarme al informe del condestable ante el rey Luis.

LAS MURALLAS DE LA CIUDAD de Homs empezaron a divisarse entre la densa niebla otoñal.

—Será mejor pedir entrada en pleno día —dijo Constancio en voz baja—, porque entonces los guardianes suelen prestar menos atención a los rostros de quienes entran.

El embajador del emperador Federico iba precedido de unos caballeros de la Orden teutónica que mostraban en cabeza el estandarte del Imperio; a éstos los seguía un apuesto «escudero» que portaba el escudo y la espada del príncipe, mientras él mismo ayudaba galantemente a su joven «hija» a descender del caballo.

La escolta había dado aviso de su llegada a la guardia del portal y muy pronto se abrieron ampliamente los dos batientes, cediendo el paso a los caballeros extranjeros, que lo atravesaron uno tras otro. Después de hacerlos desmontar, los guardias rogaron con mucha amabilidad al grupo que esperara con paciencia en el interior de la torre hasta que se hubiese pasado aviso a An-Nasir. Entretanto, sirvieron a los huéspedes té caliente de la India, enriquecido con miel y menta, y los dejaron solos.

Los recién llegados eran, sin embargo, conscientes de que más de un par de ojos los vigilaban con curiosidad a través de rendijas y troneras, de modo que mantuvieron las cabezas gachas y apenas hablaron entre ellos. Los guerreros de la Orden teutónica rodeaban en denso círculo al príncipe de Selinonte y a los suyos para que quedaran al resguardo de cualquier mirada inquisitiva. En medio de tanta tensión el tiempo tardaba en transcurrir, y no sabían si el mensajero traería a su regreso una humillante orden de detención o un cortés saludo de bienvenida.

El escudero se sentó con las piernas separadas y apoyándose con cansancio en el escudo; la hijita del príncipe se acurrucaba con timidez sobre las rodillas de su padre, apretándose contra su pecho y escondiendo el rostro entre los pliegues del manto del príncipe, un rostro que de todos modos apenas era visible debajo de la amplia toca.

Después llegó recado de palacio y los huéspedes no demostraron que entendían perfectamente lo que los guardias murmuraban entre ellos.

Se adelantó entonces un anciano a quien habían ido a buscar para que actuara como intérprete, y éste declaró ante el «ilustre embajador del emperador germano» que «el venerable An-Nasir, único descendiente legítimo de la casa Aiyub y sucesor en línea sanguínea directa del gran Saladino, soberano de Homs, Hama y Alepo, y sultán de Damasco», se sentiría inmensamente feliz y honrado si el príncipe embajador acudía a verlo en seguida para conversar con él en privado, puesto que —prosiguió el intérprete —nuestro bondadoso soberano, Alah yatihi al hukum ua yudammir a’adaihi![618], ¡a quien Alá dote de fuerza y cuyos enemigos quiera destruir! está a punto de salir para Damasco, donde ocupará, como le corresponde, el trono del sultán. No obstante, desea que vos y vuestros acompañantes, noble señor, permanezcáis mientras tanto como huéspedes suyos en Homs y dispongáis de su palacio como si fuese el vuestro.

Con una profunda reverencia invitó al señor embajador a que lo siguiera sólo él, mientras unos criados se ocupaban del séquito del príncipe y trasladaban sus equipajes.

Los caballeros teutónicos se esforzaron por hacer comprender a las solícitas mujeres que acudieron que la hija del príncipe estaba acostumbrada a dormir con su padre y entre hombres, y que no había necesidad de conducirla al harén. El eunuco mayor consideró reprobables las costumbres de los cristianos, pero se doblegó ante la insistencia de los huéspedes. De modo que tanto Roç como Madulain fueron alojados con los demás en los cuarteles de la tropa.

An-Nasir no recibió al embajador del emperador en la gran sala de audiencias del castillo de Homs, sino en su gabinete, donde tenía a la vista por un lado el jardín del harén y por el otro una amplia perspectiva de la ciudad.

—El soberano renuncia a toda clase de lujos e incluso al ceremonial propio de la corte —hizo saber el intérprete al príncipe de Selinonte mientras ascendían por el último tramo de la escalera—. Su alteza presenta sus disculpas por esta causa.

An-Nasir estaba vestido para el viaje y se paseaba intranquilo delante de su mesa escritorio cuando el príncipe entró en la iluminada estancia y se inclinó ante él. El soberano de Homs era un verdadero coloso, pero en ocasiones sabía mover el robusto cuerpo con la peligrosa agilidad habitual de los paquidermos. Constancio de Selinonte tenía un aspecto casi endeble en comparación con él.

—Sentaos donde os plazca —dijo An-Nasir, y se dejó caer en su trono elevado.

El trono era el único asiento que había en la estancia, aparte de una escalerilla situada junto al lado más estrecho de la mesa. El príncipe saltó sin más sobre su último peldaño y se sentó allí con las piernas cruzadas, como si ésa fuese una costumbre inveterada en él. Ahora se encontraba a mayor altura que el propio An-Nasir, por lo que éste no pudo por menos que sonreír en señal de aprobación cuando se vio obligado a levantar la vista para mirarlo a los ojos.

—Ver a alguien que domina el lenguaje de su cuerpo ha sido, para mí y desde siempre, la mejor señal de que posee capacidad diplomática. Esto nos ahorrará tener que intercambiar palabras pulidas. Dentro de una hora salgo para Damasco, donde me haré proclamar sultán.

Constancio se dio cuenta de que su interlocutor deseaba oírle expresar una opinión espontánea.

—El pueblo sirio saludará con júbilo al nieto de Saladino; en El Cairo y en San Juan de Acre tendrán opiniones divididas y no sabrán qué hacer.

—¿Y vuestro emperador Federico?

—Siempre le ha unido una amistad inquebrantable a la casa de Aiyub, y saludará vuestro proceder.

—¿Eso es todo? —preguntó An-Nasir con perspicacia—. ¿Se prestará el emperador a ayudarme cuando tenga que expulsar de Egipto a esos usurpadores mamelucos? ¿Ordenará al rey de los francos que me apoye?

—El emperador Federico está luchando en su propio Imperio contra las intrigas del Papa y no puede alejarse de allí, y el rey francés está obligado a tener en cuenta que hay en Egipto miles de hombres presos que lo siguieron, bajo su mando y su responsabilidad, en la insensata aventura de querer conquistar ese país. Antes de haberlos liberado le sería imposible al rey Luis acudir en vuestra ayuda, pues correría peligro la vida de todos ellos.

—Yo le pagaría más —resopló An-Nasir disgustado— de lo que valen esos miles de enfermos y lisiados, ¡si es que todavía están vivos!

—Una oferta, alteza, que no podéis plantear en esa forma a un rey cristiano, ¡y mucho menos al cristianísimo Luis!

—Veo que nos entendemos —sonrió An-Nasir—. ¿Qué me aconsejáis?

—Rogad al emperador que intervenga en El Cairo para resolver la cuestión de los prisioneros. En cuanto el enemigo ya no tenga en su poder dicha prenda, ¡el rey Luis aceptará con alegría cualquier oportunidad de borrar la humillación sufrida en Damieta!

—¿Cómo se lo podré agradecer a mi amigo, el gran emperador? ¿Quiere que le envíe a un ejército, aun antes de conquistar Egipto, para descuartizar a su enemigo, ese miserable Papa? ¿Quiere su cabeza?

—Me temo —sonrió el príncipe— que mi señor no pueda aceptar vuestra noble oferta. Por otra parte, tampoco es necesario que se lo agradezcáis de una forma tan espléndida y, como confieso con mucho gusto, tan atractiva también. El emperador suele ayudar a sus amigos sin pedir contrapartidas, sin egoísmo y por pura amistad.

—A mí, en cambio —dijo An-Nasir y se levantó con un suspiro—, no me gusta aceptar nada regalado. Pagaré con oro cada brazo armado que se una a mi bandera. ¡Podéis informar de ello al emperador, y hacédselo saber también al rey en San Juan de Acre!

—Venerable An-Nasir, creo que será mejor que enviéis una embajada oficial al rey tan pronto os hayáis hecho con el poder en Damasco. Yo sólo informaré de esta conversación al emperador, quien os enviará todos los hombres de los que pueda prescindir, pero antes debe haberse resuelto la cuestión de los prisioneros que permanecen en Egipto. Hasta entonces conviene que nuestro acuerdo permanezca secreto.

Constancio de Selinonte bajó de la escalerilla y se inclinó.

—Me gustáis, príncipe —dijo An-Nasir, que ahora podía mostrarle al otro la enorme altura de su robusto corpachón—. ¿Cómo es que habláis tan fluidamente nuestro idioma como para no necesitar siquiera de un intérprete?

—En la corte del emperador, en Palermo, se habla el árabe cada día; el propio emperador conoce el idioma.

—¡Y pensar que un soberano universal como él tiene que permitir que cualquier Papa se le mee en la pierna! —An-Nasir movía la redonda cabeza asentada sobre una nuca de buey—. ¡Ese sumo sacerdote no se merece otra cosa que ser apaleado como un perro callejero!

Constancio dio muestras de querer alejarse, pero AnNasir lo retuvo.

—Habladme más de vuestro glorioso señor a quien adornan tantas dotes —dijo—. Deseo que me acompañéis en el pequeño viaje que haré a Damasco y asistáis allí como huésped de honor a los festejos, antes de regresar al lado de vuestro emperador. Vuestros acompañantes no carecerán de nada aquí en Homs, y mis gentes se esforzarán por satisfacer cada uno de sus deseos.

Constancio tenía varias razones para aceptar esa invitación. Por un lado, Madulain y Roç, podrían tal vez liberar entretanto a Mahmoud y Shirat de la prisión. Por otra parte, le convenía profundizar en esa conversación política con la idea de convencer a An-Nasir de que no atacara Egipto que, al fin y al cabo, era la tierra de sus antepasados. El emperador, además, sabría apreciar cualquier generoso apoyo financiero que recibiera. Aún quedaba por ver de dónde se sacaba la contrapartida exigida en forma de tropas de refuerzo. El tercer motivo era que no parecía aconsejable negarle allí y en aquel momento un deseo a An-Nasir. El príncipe consiguió apenas despedirse de su hijita y su escudero, y después la comitiva salió de Homs en dirección al sur. En realidad estaba compuesta por casi medio ejército y también los acompañaba la mayor parte del harén.

Era uno de los pocos días soleados que ofrece noviembre, en que no sopla un viento frío de las montañas que ahuyente la cálida radiación solar. El cielo permanecía azul y transparente, sin una sola nube.

Mal amar fai vassal d’estran pais,

car en plor tornan e sos jocs e sos ris.

Ja nun cudey num amic me trays,

qu’eu li doney ço que d’amor me quis.[619]

Madulain, el «escudero», no había podido resistir la tentación de visitar los jardines del harén donde ella misma había habitado durante cierto tiempo, con la vaga esperanza de encontrar a su joven amiga Shirat. Pero como el soberano había llevado consigo a casi a todas sus mujeres, junto a los eunucos, según la habían informado en los cuarteles, no lo creía probable. Ni siquiera quedaban guardianes.

Madulain se sentó a tomar el sol en un banco junto al pozo, e inició en el laúd los primeros tonos de una canción que recordaba haber cantado con la muchacha mameluca cuando ambas estuvieron juntas en ese mismo lugar.

Ar hai dreg de chantar

pos vei joi e deportz,

solatz e domnejar,

qar zo es vostr’acortz:

e las fontz e-l riu clar

fan m’al cor alegranza,

prat e vergier, qar tot m’es gen.[620]

La razón de acudir a aquel sitio era también que le costaba mucho esfuerzo mantener su papel entre los demás hombres y reír sus groseras bromas. Ya había renunciado a la idea de que pudiese cumplirse su deseo y sólo cantaba para ella misma, cuando le llegó la respuesta:

Q’era non dopti mar ni ven

garbi, maistre ni ponen

ni ma naus no-m balanza,

ni no-m fai mais doptansa

galea ni corsier corren.[621]

—¿Shirat?

—¡Madulain! —desde los porches avanzó la esbelta mameluca, ya convertida en joven y enérgica mujer.

—¡Llámame Manfredi! Soy un escudero del emperador, procedente de las regiones del sur del Imperio.

—¡Hija de los saratz —prorrumpió Shirat en risas—. Aquí no te descubriría nadie, aunque te acercaras con los calzones bajados, pues todos han volado hacia Damasco, incluso esa vanidosa gallina clueca con su pollito por cuya culpa he tenido que quedarme sola aquí. ¡Ha recuperado su poder de mando en el corral!

—¡Qué nos importa Clarion! —la interrumpió Madulain. Shirat se había sentado a sus pies, pues las amigas no se atrevían a abrazarse—. ¡Hemos venido a liberaros!

—Eso no podrá ser —dijo Shirat, apenada.

—¿Por qué? ¿No te habrá dejado embarazada también a ti ese Minotauro?

—No —dijo Shirat—, aunque no me habría disgustado y hemos tenido tiempo suficiente para ello, pero la razón es que ahora nos vigilan con más atención que antes, porque el hijo de Baibars es un rehén importante en la disputa que se ve venir. An-Nasir incluso se ha llevado a Mahmoud para que asista a las celebraciones en Damasco, y para que le alegren los ánimos, a él y al pueblo, las explosiones mágicas que provoca «el pequeño demonio incendiario».

Madulain la miró sin comprender del todo, de modo que Shirat le explicó, sin poder contener la risa:

—Mi señor sobrino se ha ido transformando en un tronituorum physicus fulgurisque[622] dedicado a la especialidad de inventar unas máquinas de asedio de fácil transporte y gran calibre que poseen un enorme poder de destrucción —añadió, no sin cierto orgullo—. Ahora dime, por favor, ¿dónde se encuentra Hamo? Sé que estuvo aquí en Homs e intentó tomar contacto con nosotros. Mahmoud lo vio, pero Hamo tuvo que huir —e informó a su amiga de la breve noticia recibida por medio del anillo de una paloma mensajera.

Madulain no pudo satisfacer su deseo.

—Durante nuestro viaje nos hemos ido apartando de todos los lugares habitados para que no nos reconocieran ni amigos ni enemigos. Hay que decir que «el halcón rojo» tiene muchos…

—¿Lo amas? —preguntó Shirat sin rodeos.

—Yo sólo sé —dijo Madulain pensativa— que ya no pienso mucho en Firouz; pero Constancio es un ser errante, difícil de retener, siempre a punto de saltar e incapaz de asentarse en ninguna parte —suspiró la saratz—, y si vuelvo a unirme a alguien, tendrá que ser una persona que se sienta ligada a mí y que, como mínimo, me dé la sensación de que nuestra unión puede ser eterna…

—La eternidad se limita para nosotras, las mujeres, a la época del florecimiento —dijo Shirat con amargura.

—Si no has tenido la suerte de nacer reina, no te queda más que el convento o la casa de putas… —añadió Madulain.

Pero Shirat prosiguió:

—Después de estos dos años perdidos aquí en el harén, tengo muchas ganas de conocer a un hombre que aún sea capaz de amarme —y comprendo que al haber perdido mi honor nadie se casaría conmigo, aunque tal vez me admita como compañera de sus aventuras—; deseo irme al extranjero donde nadie me conozca, conquistar algo que no tiene por qué ser un reino, recibir y sentir un poco de amor…

—Yo no sé lo que me gustaría hacer —dijo Madulain— después de haber tenido dos hombres, Firouz y Turan Sha, que me adoraron cada uno a su manera y a los que he querido, a uno por el poder de su lanza, al otro por el de su cetro. Ahora me siento insegura, pues tal vez espere demasiado de la vida. El último de mis hombres hace ya nueve meses que ha muerto…

—El tiempo que dura un embarazo —observó Shirat.

—Y desde entonces no he conocido a ningún otro —insistió Madulain en su queja.

—Si sólo es eso —la reprendió Shirat— te cedería gustosa mi puesto en el harén, donde el soberano reclamará tu vientre como mínimo dos veces por semana…

—No me disgustaría sentirme protegida, pero tampoco quiero ser un surco entre muchos otros que el campesino ara cuando le da la gana.

—Estoy segura de que tampoco «el halcón rojo» te ofrecería mucho más —le advirtió Shirat.

—Eso ya lo veremos —repuso Madulain con orgullo—, ¡no creo que, aparte de mí, necesite a nadie más! —y añadió en tono irónico—: También podríamos cambiar: tú, que eres musulmana y mameluca como él, te quedas con «el halcón rojo», y yo espero a que Hamo se convierta, él en un hombre, y a mí me convierta en condesa de Otranto.

Pero a Shirat no le gustó la propuesta:

—No siento amor por Fassr ed-Din Octay, y una criatura como yo ya ni siquiera es considerada como mujer dentro del Islam. Soy una no-persona, estoy marcada como puta.

—No creas que la moral cristiana es mucho más generosa.

—¡Pero con Hamo sería otra cosa! —se defendió Shirat—. No puedo apartar de mi mente la creencia de que podríamos amarnos y de que nuestro amor sería más fuerte que…

—¿Lo habéis hablado alguna vez…?

—No —sonrió Shirat—, nunca lo hemos hablado, pero tengo la sensación…

—¡Ay, querida niña —exclamó Madulain, quien tenía justo un año más que la otra con sus diecinueve primaveras—, cuánto te envidio ese sueño… —se deslizó del brocal del pozo y rodeó a la amiga con el brazo—: …y esa austeridad de tus pensamientos! Estoy segura de que serás feliz, porque Hamo tendrá que combatir muy pronto para recuperar sus propiedades. No falta mucho para que el Papa y el de Anjou extiendan las manos, ansiosos de hacerse con los feudos imperiales…

—Aunque fuese así, encontraríamos otro feudo —dijo Shirat animosa—, lo importante es que podamos estar unidos. Y tú, Madulain, también deberías luchar, sobre todo contigo misma, hasta saber finalmente con quién deseas estar.

—¡Lo que no quiero es pertenecer a alguien! —Abrazó a Shirat—: ¡Y no quiero que «el halcón rojo» crea que soy incapaz de vivir sin él! —afirmó mientras se aprestaba ya a retirarse—. ¡Nos volveremos a ver aquí mismo! —le dijo aún a la joven mameluca, que quedó atrás con una sonrisa pensativa. Madulain le envidió la callada confianza que adivinaba en ella.

Madulain, o Manfredi el escudero, regresó profundamente conmovida a su habitáculo.

Roç estaba ya dormido en su lecho, y como tenía medio cuerpo destapado, ella lo cubrió con mucha delicadeza, descubriendo que el contacto con la piel del muchacho la excitaba. Reprimió entonces una maldición sobre los hombres en general y «el halcón rojo» en particular, se desnudó quedándose sólo la camisa, se estiró bajo las mantas y cerró los ojos.

Pero no cabía pensar en dormir. Su cuerpo ardía, aunque se obligó a no ceder en lo más mínimo: no acariciarse los pezones ni introducir la mano entre los muslos ardientes. En silencio reprochó a Roç que pudiese dormir tan despreocupadamente.

Pero Madulain se equivocaba. Roç no dormía. La había estado esperando, y bajo los párpados apenas entreabiertos observó tembloroso cómo ella se deshacía de los calzones y metía las piernas desnudas debajo de la manta. Al ver que no se movía supuso que se durmió en seguida. El, en cambio, sentía el miembro duro y erguido, como le sucedía cada vez que pensaba en Madulain. Siguió espiándola en silencio.

Después vio que ella sacaba una pierna de las sábanas, una pierna que estaba desnuda hasta la cadera, y al contemplar el sitio donde empezaba a asomar el denso vello oscuro sintió un impulso irresistible de acercarse a aquel misterioso jardín. Si ella seguía dormida, tal vez le fuese posible observarla de cerca y ver un poco más de su piel y de su vientre.

Se incorporó con mucho cuidado, evitando todo ruido, y se enrolló la sábana en torno a las caderas, pues sentía vergüenza. Si Madulain despertara siempre podría decirle que había tenido que ir a orinar, aunque sería difícil defender ese pretexto si lo veía delante de su lecho.

Se acercó de puntillas, caminando con sigilo y deteniéndose cada vez que crujían los tablones del suelo.

La respiración de Madulain era profunda e irregular. Después de haber oído el leve ruido de las sábanas y los pasos temerosos, ya no se atrevió a abrir los ojos, para no dejar al muchacho en evidencia o ahuyentarlo incluso, pero se sintió tentada a moverse intranquila, como en sueños, a deslizar la pierna aún más fuera de la sábana. Y al hacerlo topó con él, le tocó con el pie: así supo que el muchacho estaba cerca. En aquel instante pudo haber representado el papel de mujer asustada, defenderse aparentando un rechazo y atraerlo después hacia su cuerpo, entre sus piernas. Pero Madulain no quería asustarlo, prefería ofrecerle a Roç la posibilidad de actuar por sí mismo.

De modo que levantó poco a poco la otra rodilla, calculando muy bien que de este modo se formaría una cueva bajo la sábana que cubría su vientre y que Roç no lo resistiría; y, en efecto, se dio cuenta de que el muchacho se arrodillaba y se inclinaba sobre su muslo. Entreabrió un ojo y vio su mirada, brillante y asustada.

Entonces ella encogió las piernas y él se desplomó sobre la joven.

Ésta dijo:

—Roç, estás muy frío —y lo metió debajo de la sábana, atrayéndolo hasta sentir el miembro que se deslizaba torpemente por su trasero, de modo que lo dirigió con mano experta hacia la entrada, dispuesta y abierta. Una vez le hubo señalado el camino, dejó que él mismo determinara cómo deseaba tomarla.

Madulain echó la cabeza hacia atrás y esperó con curiosidad si el muchacho la asaltaría impetuoso. Pero, para su mayor placer y sorpresa, Roç la penetró con sensual lentitud. Ella, muy excitada, apretó la cara de él contra sus pechos temblorosos y agarró con las manos el duro trasero del muchacho; creyó perder el juicio cuando el joven la estuvo llevando a ella, que pretendía haber conocido ya todos los placeres de la carne, a cimas hasta entonces desconocidas.

Madulain se tuvo que obligar a no gritar y sobre todo a no asustarlo a él, arañarlo, morderlo o pegarle. Su cuerpo por momentos se quedaba rígido y en otros se echaba a temblar, sentía frío y al instante ardía de calor.

Roç no sabía lo que le estaba sucediendo, se sentía asombrado de la naturalidad con que su pene se abría camino y del suave ardor que empezó a rodearlo para guiarlo por un mundo atractivo que nada tenía que ver con la vista, pero que lo inducía a él, Roç, a adentrarse cada vez más en aquel paraíso abismal que se mostraba a cada instante más amplio y cuyo fondo más profundo no había alcanzado aún cuando sus huesos toparon con la dureza de los de ella. Entonces retiró con cuidado la lanza y la hizo avanzar de nuevo, cada vez más deprisa; y Madulain lo ayudaba con excitación creciente, arqueaba el cuerpo, empujaba el de él hacia el interior del suyo, le clavaba las uñas en las nalgas, lo mordía en el cuello, hasta que él se entregó al torrente de su pasión indómita, aceptó su éxtasis y sucedió lo más increíble: aunque se dio cuenta de que algo le sucedía a su pene dentro de aquel abismo infernal, le pareció también que se producía una explosión dentro de su cráneo. Era como si tuviese que morir, como si todas sus venas reventaran, y su corazón latía salvajemente mientras jadeaba intentado recuperar una respiración regular. Después vinieron el descanso y la paz profunda. Movió el pene, del que ya no sabía con seguridad si le pertenecía a él o si Madulain lo había estrangulado y aplastado y el infierno se lo había arrebatado y tragado. Pero no: aún estaba allí, y estaba vivo, acurrucado como un ratón recién nacido en el blando nido. Disfrutó del suave balanceo y Madulain acarició el cabello de Roç mientras le decía:

—Quédate conmigo. —Y se quedaron juntos, con los sentidos muy despiertos. Él oía latir el corazón de la mujer y un rumor en su vientre, y ella sentía el pene del muchacho descansando suavemente en la profundidad de su jardín, y a cada aliento que tomaba él y tomaba ella se daban cuenta de que se comunicaban el uno con el otro.

Roç comprendió entonces que aquél era el camino que deseaba recorrer con Yeza tan pronto estuvieran de nuevo juntos, y le agradeció a Madulain haberle mostrado el misterio del amor. Aún podía aprender algo de ella, y Yeza estaría orgullosa de él.

Madulain pensaba en «el halcón rojo», y en que le estaba bien empleado.

Habían descendido a la llanura de la Beka’a, y se acercaban a Baalbek cuando el soberano mandó que acudiera el embajador imperial.

An-Nasir no se hacía transportar en un palanquín, sino que cabalgaba en su animal preferido, un camello blanco entrenado en las carreras, delante de las mujeres y rodeado a distancia conveniente por su guardia personal y por los músicos. El ritmo de la marcha era acompañado por los golpes de los bombos y a cada milla sonaba una señal de cuerno a la que respondían todos los demás instrumentos, tanto los que cabalgaban en cabeza del grupo como los que venían en la retaguardia.

—Hay aquí una dama que desea hablar con vos —le comunicó An-Nasir desde su silla elevada cuando Constancio de Selinonte consiguió mantener el caballo a su lado.

—Estáis bromeando, alteza.

An-Nasir sonrió satisfecho.

—Se me olvidó confiaros, estimado señor embajador, que yo, por mi parte, ya he anudado cabos con el linaje de vuestro señor. En mi séquito viaja el fruto más joven de mis amores, que por desgracia no es un niño. He tardado dos años en domar a esa mujer, que llegó a mi harén con el nombre de Clarion de Salento, hija natural del gran emperador Federico. Ahora ha sido madre —y se echó a reír—, ¡pero aún le falta mucho para ser una mujer mansa!

Constancio tragó saliva y reflexionó acerca de los avatares de la vida, pues Clarion era hija de su hermana, es decir, sobrina suya[623]. Aunque no le pareció aconsejable revelarlo en aquel momento.

Así pues, contestó:

—Me alegra mucho saberlo, y estoy seguro de que el emperador apreciará la unión de sangre establecida con la estirpe de los Aiyub.

An-Nasir asintió y siguió mostrando su faceta más jovial.

—La señora afirma conoceros por haberos tratado en la corte de su padre…

—Pues sí, lo recuerdo, ya que de niña fue entregada a la condesa de Otranto para que la criara. Dicen que se convirtió allí en una mujer de extraordinaria belleza, aunque también de carácter rebelde.

—Así es —rebuznó el robusto coloso—, de modo que no la hagáis esperar más. Está allí, en el palanquín blanco, donde ondean el banderín de la familia del emperador y el mío.

Constancio dirigió su caballo hacia donde le habían indicado, y aunque no se descorrió la cortina que, cerraba el palanquín, creyó reconocer los ojos ardientes de Clarion detrás de los orificios dispuestos para mirar desde el interior hacia afuera.

—Menos mal que me he enterado de vuestra presencia aquí, Constancio —le dijo ella con palabras atropelladas—. No debéis llegar con nosotros a Damasco. Allí está Abu Al-Amlak, «el padre del gigante», que conoce vuestra verdadera identidad…

—En ese caso, el enano sabe más que yo —rió «el halcón rojo».

—No lo toméis a la ligera —suplicó Clarion—, An-Nasir es capaz de tramar la más horrible de las venganzas a poco que tenga la sensación de haber sido engañado.

—¿Y qué pretendéis, querida Clarion, puesto que no puedo aducir ante An-Nasir, como motivo para rechazar la hospitalidad que me ofrece, que habéis sido vos —cuyo rostro ni siquiera he visto— quien me induce a alejarme?

—Decidle que, en mi opinión, no deberíais perder tiempo para solicitar al emperador que responda a la solicitud de tropas expresada por la casa Aiyub. Eso responde también a los intereses más urgentes de An-Nasir, aún más que su deseo de impresionaros en Damasco con la celebración de su ascenso al trono.

—Lo intentaré —dijo Constancio—, ¡y muchas gracias, querida Clarion!

—Podéis demostrarme vuestro agradecimiento intentando que, a mi regreso, no vuelva a tropezarme jamás con esa mujer llamada Shirat.

—¿Estáis celosa?

—La mameluca me molesta.

—No faltaba más —murmuró «el halcón rojo»—, pero debéis tener un poco de paciencia, puesto que el pequeño Mahmoud está en manos de vuestro señor…

—¡Dios mío! —oyó entonces el comentario quejoso de Clarion—. ¡Habéis dicho «pequeño»! Ese niño tiene el cerebro tan hinchado como una sandía, aunque llena de rayos y truenos. ¡Os agradecería que me lo quitarais de encima!

—¡Pero si se encuentra aquí, con vos, viajando en dirección a Damasco! Y sin él…

—¡Os lo devolveré con una escolta urgente a Homs en cuanto hayan terminado los festejos! —repuso Clarion—. ¡Podéis confiar en mí! ¡Ahora debéis alejaros de aquí!

Constancio de Selinonte se adelantó hasta quedar de nuevo a la altura de An-Nasir y compuso una expresión de pesadumbre, de modo que éste le hizo señas de que se acercara.

—La hija del emperador me ha reprochado que esté aquí persiguiendo diversiones livianas en lugar de embarcarme rápidamente camino de Palermo para solicitar al emperador que convenza a los francos del reino de Jerusalén, sometidos a su soberanía, de que acudan a vuestro lado, de modo que vuestros ejércitos unidos puedan castigar a Egipto y arrojar a los mamelucos del trono que legítimamente os pertenece. Ella cree que si esperamos demasiado podría producirse una alianza entre el rey francés y El Cairo, y los barones de Ultramar serían capaces de adherirse a esa alianza.

—No es nada tonta esa mujer —suspiró An-Nasir—, ¿qué pensáis vos?

—Pienso que debo renunciar a las diversiones que me habéis prometido en Damasco y alejarme a toda prisa, mientras vos iniciáis ya negociaciones con el rey Luis. ¡Hay que evitar a toda costa una alianza de los cristianos con Egipto, pues iría dirigida contra Siria!

—En ese caso, estimado señor embajador, debéis seguir vuestro propio consejo. Os compensaré con una gran fiesta en El Cairo, de la que podréis presumir ante vuestros nietos. Alah ma’ak![624]

«El halcón rojo» volvió grupas y regresó en dirección al norte.

DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE

San Juan de Acre, 2 de diciembre de 1250 d.C.

A principios de cada semana el tesorero me paga mi sueldo y el de mis caballeros, que hasta el momento no hacen otra cosa que gastárselo en putas y juegos de azar. Cada día que Dios nos concede me dirijo dos veces a la mesa real, para comer con el rey y ahorrar así al menos el gasto de la alimentación.

A Dios gracias ya no tengo que pagarle a mi secretario, pero desde que Yeza ha partido en dirección al convento del monte Carmelo, no hay puesto que William pueda ocupar en la corte. De vez en cuando lo he visto comiendo aún en la mesa de los criados, pero el condestable ha acabado por echarlo también de allí. El señor Gilles le Brun no ha olvidado la defensa que el fraile hizo de Hamo y de Firouz, y como le es imposible despedirme a mí del cargo que me corresponde por nacimiento se lo hace pagar al flamenco.

El rey soporta malhumorado la ausencia de Yeza, y tengo que decir que todos nosotros la echamos de menos por su carácter alegre y su manera abierta de comentar cualquier tema y provocar discusiones, antes de sacarse de la rubia cabecita las propuestas más sorprendentes para solucionar el problema o hacer entrar en razón a cualquier retardado mental que no sea capaz de comprenderla, arrojando con mucha destreza el puñal de sus razonamientos para obligarlo a despertar.

Pero todo esto ha ido pasando a la historia conforme transcurrían los días sin saber de Roç, y desde que se le metió en la cabeza la convicción profunda de que su «amado» ha muerto. Primero empezó por estar cada vez más callada, después acabó por ensimismarse del todo y finalmente nos ha abandonado.

—¿Verdad, querido Joinville —interrumpió el rey recientemente mis reflexiones—, que también tú echas de menos a nuestra joven Artemisa[625], nuestro rayo de sol?

Era como si hubiese estado escudriñando en mi interior.

—Sí, majestad —dije yo—, y no me puedo imaginar que se sienta feliz allá, con las monjas.

La reina nos dirigió una mirada cargada de desaprobación:

—Según me ha hecho saber la buena abadesa, Yeza se distingue por su recogimiento y devoción y está aprendiendo a someterse a las severas reglas del convento. Pronto vestirá el hábito de novicia y sus rubios rizos caerán bajo la tijera.

Yo preferí no decir nada, y también el rey siguió tomando la sopa en silencio.

Yves «el Bretón», que se situaba como siempre durante las comidas detrás del rey, y que probablemente comía después en la cocina, carraspeó y dijo:

—Siempre existe la posibilidad de que el muchacho por el cual suspira esté todavía entre los vivos y algún día se encuentren.

—Aparte de que tú, Yves, sólo deberías hablar cuando te pregunten, yo me alegraría por ella de que así fuera —dijo el rey—, y entonces concederé gustoso a los dos niños… —no terminó la frase porque la señora Margarita se había levantado con un gesto violento del asiento y abandonó la mesa sin pronunciar palabra.

En la puerta casi tropezó con John Turnbull, quien acudía apoyado por dos de nuestros soldados de guardia. Su aspecto era el de un hombre muy debilitado y que difícilmente se mantenía erguido sobre las piernas. Me apresuré a ofrecerle mi asiento.

—An-Nasir ha ocupado Damasco —dijo el anciano en voz tan baja que todos tuvimos que prestar mucha atención—, se ha proclamado sultán y se prepara para atacar a Egipto.

Se hizo el silencio.

—¿Es ésta una noticia buena o mala? —se dirigió el rey a mí.

Yo dije:

—Es una noticia amarga, porque nos obliga a decidirnos. Si le seguimos podremos participar de la victoria, pero nuestros prisioneros en El Cairo no la verán vivos. Los matarán a todos.

Mis comentarios no me exigen largas reflexiones, pues en muchas ocasiones he repasado mentalmente el escenario.

—Y si, al revés, nos aliamos con El Cairo, podremos obtener la libertad de los prisioneros, pero tendremos prácticamente a la puerta a un nuevo enemigo encarnizado que nos agarrará por el cuello en cuanto pueda, pues la subsistencia de este reino depende en gran medida de que sepamos mantener la paz con el vecino sirio.

El rey levantó la mesa y encargó a su condestable que reuniera a los grandes maestres y los barones de Tierra Santa. Hasta que acudieron nos quedamos los cuatro solos, e Yves pidió permiso para plantear una pregunta a John Turnbull. El rey asintió, concediéndoselo.

—No es un secreto, venerable maestro, el hecho de que servís a varios señores —empezó Yves—. ¿Por encargo de quién habéis traído esta noticia al rey?

El viejo John Turnbull sonrió condescendiente.

—Hace mucho tiempo que ya no sirvo a ningún señor: ni al emperador, ni a la casa de Aiyub, sino a una sola causa, señor Yves. Y vos sabéis de qué estoy hablando. Estoy aquí porque me preocupa el destino de los infantes, cuya seguridad se verá en peligro a causa de los sucesos venideros, sea cual sea su evolución.

—La niña está bajo mi protección —declaró el rey—, y si os tranquiliza, venerable chevalier, situaré gustosamente al señor Yves delante de la puerta del convento, para que le sirva de guardián.

—Olvidáis, majestad, que son dos los infantes reales, y que el muchacho ha desaparecido… sólo nos faltaban ahora los avatares de una guerra…

John Turnbull no se lamentaba, pero se mostró muy preocupado:

—Conozco a Yeza y sé que no aguantará mucho tiempo en el convento. ¡Se escapará de allí y se lanzará a la búsqueda de Roç!

—¡El señor Yves no lo quiera! —exclamó el rey, en tono de conjura—. Te prometo cualquier cosa —se dirigió a «el Bretón», pero tragó saliva cuando vio la chispa de satisfacción que se encendió en los ojos de aquél—, y además serás responsable… —prosiguió rápidamente con voz severa, pero el señor Yves ya se había postrado de rodillas.

—Sabéis que no deseo más que una sola cosa, majestad —rogó en tono humilde.

—En pie, Yves —exclamó el señor Luis con expresión de disgusto—. ¡No debes aprovechar el dolor de mi corazón!

Se volvió hacia mí y me dijo a modo de explicación:

—El señor Yves desea que lo arme caballero.

Me encontré una vez más en un aprieto, pues no deseaba de ningún modo disgustar a «el Bretón».

—Siempre existe la posibilidad, majestad —aseguré para escurrir el bulto—, de premiar así los méritos extraordinarios de un hombre, o los que ha venido prestando en medida satisfactoria durante muchos años. Podéis conceder al señor Yves la ocasión de dar prueba de ello en estos tiempos plagados de dificultad…

Probablemente no era lo que el rey deseaba oír de mí, porque me cortó la palabra.

—Decidme vos, chevalier de Monte Sión —se dirigió a John Turnbull—, ¿qué pensáis de esta cuestión?

El viejo John movió pensativo la cabeza de pájaro.

—No es un secreto, señor Yves, que estáis sirviendo a ciertos poderes que intentan acabar con la vida de los infantes. Antes de transformaros de perseguidor encarnizado en protector sacrificado, deberíais buscar el perdón de aquéllos a quienes habéis estado acosando. Si conseguís esa gracia habréis alcanzado un estado digno del mejor de los caballeros, y nadie os lo podrá arrebatar jamás…

—¿Queréis decir, chevalier, que los poderes del rey no alcanzan más allá? —dijo el señor Luis, furioso—. ¿Y que mi servidor Yves debería buscar a mis espaldas…?

Me sentí impulsado a hacer un intento de pacificación, pero el viejo Turnbull se mostró obstinado, aunque era lo suficientemente inteligente como para no dejar destrozado a «el Bretón».

—Todos sabemos que la Ecclesia catolica, majestad, a la que el señor Yves ha servido como sacerdote, no aprecia demasiado a los niños. La razón está en la naturaleza de «la causa» y en el origen de los infantes. Tampoco tiene mucho sentido que vos, hijo devoto de esa misma Iglesia, os preocupéis tanto de su bienestar. Así pues, considero que sería lo mejor, antes de que vos y vuestro servidor os veáis sometidos a graves conflictos de conciencia, que yo me llevara conmigo a Yeza…

—¡Eso, jamás! —exclamó Luis, indignado—. Os prohíbo que intentéis verla y hablarle. La niña será educada en la doctrina cristiana y la mantendré lejos de toda influencia perjudicial, ¡que al parecer habéis venido vos a defender aquí! ¡Es mi última palabra! —El rey se había puesto de pie—: ¡Y también os ordeno que os alejéis ahora mismo de mi vista!

John Turnbull se incorporó tembloroso y yo lo ayudé, pero después sentí que el cuerpo del anciano se enderezaba.

—Ya no podéis amenazarme con nada —dijo en voz baja—. Mis días están contados y mi vida está en manos de Dios, lo mismo que la de los niños. Ningún ser humano, ni el Papa ni el rey de Francia, podrá cambiar el destino reservado a los infantes reales.

Y se alejó con la cabeza alta mientras yo lo acompañaba hasta la puerta, sosteniéndolo del brazo.

En aquel instante entró William, quien seguramente había estado escuchando, y nos comunicó que el condestable tenía reunidos a los grandes maestres y los barones del consejo de la corona.

Pero el rey dijo:

—Que esperen: acudiré con Yves al monte Carmelo, y tú, querido Joinville, y si lo deseas también tu secretario, debes acompañarme. ¡Pero no quiero que se hable del objetivo y de la finalidad de esta visita, señores míos!

Lo dijo, y salió seguido de su perro guardián.

—Si el rey —me susurró William en tono irónico— arma caballero a «el Bretón», ¡salgo mañana mismo para Roma a que el Papa me nombre cardenal!

—Supongo —repuse —que la decisión estará en manos de Yeza.

—Que lástima —suspiró mi secretario —que la hija del Grial no pueda decidir también la concesión de la púrpura cardenalicia. Con lo bien que me sentaría a mí ese color. ¡Conozco a más de uno a quien la envidia y la bilis teñirían de verde y de amarillo!

San Juan de Acre, 10 de diciembre de 1250 d.C.

Desde hace algún tiempo me sentía intrigado por saber con qué ingresos cuenta mi señor William para costear su tren de vida. Es cierto que sigue comiendo en la cocina del rey, pero no creo que siga en la lista del tesorero una vez anulado su cargo de protector de Yeza, y para gran sorpresa mía tampoco ha vuelto a pedirme nada a mí. Los tres banderines de caballeros que el rey me permite mantener gastan la mayor parte de su paga en mujeres y partidas de dados. Es cierto que con esto último lo único que se consigue es que el dinero pase de un bolsillo a otro, pero lo que jamás habría esperado es que también las primas que se cobra el amor fueran a «quedarse en casa».

Con frecuencia creciente había observado yo que el carrito de la ramera permanecía en determinados días estacionado en el patio de nuestro albergue. Desde un principio me pareció haber visto ese vehículo en otros lugares, pero tan sólo fue al descubrir, mirando por la ventana, que los señores caballeros depositaban en manos de mi querido William el importe de la cabalgada, cuando comprendí el alcance del negocio.

Ingolinda de Metz[626] se encuentra en San Juan de Acre y mi secretario ejerce de chulo, y como le gusta la vida cómoda y lo mismo les sucede al parecer a mis caballeros han llegado entre todos a un generoso acuerdo, de modo que se turnan por banderines para que cada uno tenga la ocasión de desfogarse y William pueda conseguir de ese modo unos ingresos fijos. Claro que es una situación imposible, ¡aunque sólo sea por mi reputación!

De modo que le planteé la cuestión y le dije:

—Mi querido señor de Roebruk, os tomaré cuanto antes de nuevo a mi servicio para que podáis ganaros el sueldo de una manera honorable y mi nombre no se vea expuesto a adquirir mala fama.

Pero mi señor William no demostró en ningún momento tener una comprensión razonable de mis cuitas.

—Sé que vos, mi querido señor de Joinville, padecéis de bastante escasez de recursos, y vuestros caballeros se gastan de todos modos el dinero con las putas, de modo que yo les garantizo una asistenta perfecta que les cose los cierres y les lava incluso los peales, y que también se los toma a pecho con toda cordialidad y sin dejar de gastarles bromas, permitiéndoles que busquen solaz en su jardincito. Y de esta manera consigo además que mi buena Ingolinda tenga su círculo de clientes fijos. Por otra parte, el diezmo que yo me quedo por cuidar de su alma y administrar correctamente sus ingresos suma bastante más de lo que vos tendríais que pagarme si siguiera escribiendo para vos hasta que se me formaran callos en los dedos. Para colmo, consigo que no necesite dedicarme a ella más que los domingos —pues mi dama insiste en ello sin ceder ni un ápice— y, por lo demás, disfruto de mi libertad flamenca. Todos somos felices: desde vuestro caballero más encanecido hasta el más joven escudero, nadie los engaña, y no tienen que pelearse con los rivales ni salir corriendo cada dos por tres para acudir al medicus porque les gotea el grifo.

—Veo que todo funciona a las mil maravillas, William —dije yo—; sólo que el senescal de la Champagne no puede consentirlo. Esa excelente costurera vuestra tiene un plazo hasta mañana por la mañana para cubrir por última vez sus desnudeces, y si no se esfuma de aquí ordenaré al condestable que la expulse de la ciudad. En cuanto a vos, ¡iniciaréis de nuevo el servicio normal conmigo!

William me miró con tristeza.

—No tenéis corazón, aunque no era de esperar otra cosa en alguien como vos —me reprochó, pero después se tragó la probable mención de otras insuficiencias mías que acudían a su mente—. La señora Ingolinda saldrá esta misma noche de la ciudad, ¡pero yo me iré con ella!

—¡No podéis hacerme eso! —le respondí, para añadir después con dureza—: Os quedáis aquí. ¡Es una orden!

—Yo soy un hombre del rey —empezó a mofarse de mí—, y si le confieso al señor Luis qué terribles pecados he conjurado sobre mi alma, me expulsará de San Juan de Acre sin el menor miramiento y vos seréis objeto de chanza en todo el reino. De modo que os conviene dejarme ir en paz, y podéis decir a vuestros caballeros que ahora tendrán que buscar donde poder emplear de una manera barata y agradable sus cipotes. Probablemente os pedirán un aumento de su pobre sueldo, y además tendréis que correr con los gastos del sanitario que los cure de las infecciones que adquieran por tener que batirse en el campo del amor venal tratando con sucias y descuidadas cantineras del montón… ¡Adiós!

San Juan de Acre, 12 de diciembre de 1250 d.C.

Nos dirigimos a caballo al monte Carmelo el señor rey, el señor Yves, yo y William.

Finalmente he conseguido ponerme de acuerdo con mi rebelde secretario para que no insista en procurarme mala fama, y le he prometido buscar entre los dos una solución que le permita a él alejarse de San Juan de Acre con alguna misión oficial sin que nadie pueda plantear preguntas tontas. Claro que, entretanto, la dama causante de que yo me mostrara tan escandalizado sigue practicando su oficio como servidora del amor, aunque ya no en pleno centro de nuestro patio.

Por deseo del rey, que desea la máxima discreción pensando probablemente en la señora Margarita, fui yo quien proporcioné la escolta para la excursión.

El convento me causó una impresión bastante lóbrega. Las celdas de las monjas están cerradas hacia afuera por altas murallas; apenas se ven unas rendijas como troneras que hacen las veces de ventanas. En todo el entorno no existe más que un desierto lleno de piedras. Delante del portal de entrada se arraciman algunas chozas de gente pobre que manda a sus niños a pedir limosna a los que acuden, como hicimos nosotros, a hacer una visita.

Una vez llegados al convento el rey nos hizo esperar afuera, pues deseaba hablar primero a solas con Yeza.

Como es lógico, el señor Yves se mostraba nervioso, de modo que William se ofreció a buscar un acceso secreto, contraviniendo la orden del rey. Seguramente es un buen conocedor de aquella institución, pues además de haber acompañado a Yeza para que iniciara esa vida de ermitaña voluntariamente elegida, también ha acudido a visitarla repetidamente y, como no podía ser de otro modo, ha trabado amistad con una de las mozas de la cocina, que obedece al nombre poco prometedor de Ermengarda. Así pues, también él desapareció detrás de los muros.

Yo me quedé solo con «el Bretón». Cerca de nosotros cruzó una anciana que sostenía en una mano un recipiente lleno de carbón candente y en la otra una jarra de agua. Yves le preguntó cuál era su propósito. La mujer lo miró con reticencia y después dijo, según me tradujo Yves más adelante:

—Con este fuego incendiaré el paraíso y procuraré que arda sin dejar rastro, y con el agua apagaré las llamas del infierno para que nunca más puedan arder.

—¿Y por qué quieres hacer todo eso? —preguntó Yves.

—Porque no deseo —respondió la anciana— que alguien haga el bien con la esperanza de entrar en el paraíso, ni por temor a la condena del infierno, sino única y exclusivamente por amor a Dios. A Dios, a quien tanto debemos y que tanto bien nos hace.

Yves se quedó muy pensativo después de oír tales palabras. Poco después se presentó una monja y le pidió que la siguiera.

William había conseguido, según me reveló con mucha picardía más adelante, espiar con ayuda de la moza Ermengarda aquel encuentro tan extraño, aunque la moza no le ayudó gratis y sin pedirle nada a cambio, lo ocultó debajo de sus faldones. De este modo logró el fraile acercarse al lugar del suceso, tal como me lo describió después: vio a Yeza sentada en la sillería del coro, flanqueada a derecha e izquierda por otras monjas. Vestía, igual que ellas, un hábito áspero de lana marrón oscuro, aunque su cabello rubio todavía no había caído víctima de la tijera. Tenía el rostro pálido, la mirada seria y el cuerpo erguido, y no hacía falta la presencia de la seca abadesa, que vigilaba a todos con la mirada, para que sus labios no mostraran ni el más leve indicio de una sonrisa: esa sonrisa que en tantas ocasiones ha dejado admirado a su entorno. Permaneció durante todo el tiempo pálida y severa como la propia abadesa.

Esta última tomó la palabra:

—El señor Yves se ha confesado ante el oído de la Iglesia y hemos obtenido su consentimiento expreso para repetirlo aquí delante de ti, Yeza, pues debes saber que con su arma afilada quiso quitarte la vida, intentando cortar tu cabeza y separarla del tronco. Dios en su bondad inmensa evitó tan sangriento acto por mediación de su devoto instrumento, el rey de Francia. El señor Yves ha hecho sus paces con Dios, que lo juzgará el día del Juicio final, y ahora se presenta ante ti para rogarte que le concedas perdón aquí en la Tierra, tal como nos lo enseña nuestro Redentor y como está escrito: «Ama a tus enemigos».

La abadesa miró expectante a Yeza, pero ésta seguía con la mirada fija al frente, como si aquellas palabras no fueran con ella.

El señor Luis tomó entonces la palabra y dijo en su tono más cariñoso, ése que suele emplear cuando le habla a Yeza:

—El señor Yves lamenta de todo corazón su actuación y está dispuesto a dedicar su vida, en señal de reparación, a combatir por la fe cristiana, ingresando en la severa disciplina de una Orden militar y luchando desde ella en nombre de la Iglesia. Me ha pedido que para este fin lo arme caballero.

Como era perfectamente visible, al rey le era difícil comprometerse de ese modo y someterse al veredicto de la joven, y también «el Bretón», que hasta entonces había permanecido con la mirada fija en Yeza, bajó los ojos al suelo.

—Si tú, Yeza —prosiguió el rey sometiéndose ya del todo—, le expresas tu perdón y estás de acuerdo, procederé tal como he dicho.

Yeza mantenía la mirada fija en alguna lejanía y dijo con voz tranquila:

—Nadie ha preguntado hasta ahora al señor Yves, ni él lo ha dicho, quién fue el que le encargó que me matara. —Después bajó aún más la voz, que había perdido toda entonación—: Yo no estoy obligada a amar a mis enemigos ni necesito el ejemplo de Cristo para perdonar…

No prestó atención al hecho de que sus palabras cortaron la respiración de las monjas que tenía a sus lados, y llevaron a la abadesa a trazar, espantada, la señal de la cruz.

—Como infanta real del amor divino perdono al señor Yves de todo corazón, pero como hija del Grial me opongo rotundamente a que un hombre que no es libre, un hombre que aún no se ha quitado de encima las ataduras que lo unen a aquéllos a cuyo servicio estuvo un día, sea armado caballero.

A estas palabras siguió un silencio helado.

Finalmente, el rey se inclinó, evitando mirar a los ojos a Yeza; unos ojos que ahora brillaban de nuevo con todo su esplendor gris verdoso y echaban chispas como si muy profundamente en su interior hubiese empezado a avivarse de nuevo el fuego de siempre. El rey le dio un codazo a Yves, que se había quedado petrificado, y éste, inclinándose hacia adelante aún más que antes, lo siguió para salir del refectorio.

—Besé a Ermengarda en la cara interior de los muslos y ella me dejó salir por una puertecilla oculta, y así es cómo he podido llegar a vuestro lado aún antes que el rey, mi querido señor de Joinville.

Tal fue el informe que me ofreció mi secretario. Como es fácil de imaginar, regresamos en silencio a San Juan de Acre, y durante el camino casi llegué a reventar de curiosidad, pero tan sólo después de haber alcanzado otra vez nuestro albergue pudo contarme William toda la historia.