VIII
LA NOVIA EN LA CÁMARA MORTUORIA

LA SULTANA SAYARAT había pasado toda la tarde esperando en la nave anclada en el Nilo y estaba furiosa. Cuando ya anochecía se presentó al fin Ibn Wasil, su hombre de confianza, confirmándole que los lanceros que había mandado buscar el gobernador para la protección de ambos habían ocupado sus posiciones, por lo que rogaba a la «madre de Halil» que volviese a sentarse en el palanquín, que tenía forma de tienda.

Al acercarse al pie de la pirámide vieron que, en efecto, los esperaban los guerreros sudaneses con todos sus atavíos de guerra, pero estaban arrodillados en el suelo y entre ellos se habían instalado los sanjuanistas. Cada uno de estos últimos mantenía en sus manos dos, algunos incluso tres de las temibles lanzas. El mariscal de la Orden, el señor Leonardo di Peixa-Rollo, se dirigió al palanquín y exigió a la sultana que se retirara. Ésta volvió a manifestar su airado disgusto, pero Ibn Wasil comprendió que la situación no les permitía otra salida que obedecer sin protestar. Como Sayarat alDurr no quería soportar semejante humillación tuvieron que dejarla finalmente en medio del desierto, donde quedó también su séquito, que rodeaba, enfurecido y blasfemando, el palanquín de la sultana. Ibn Wasil ascendió los escalones para pedir explicaciones a Baha Zuhair, a quien veía arriba junto al Bab al malika[518], y a quien consideraba con toda razón corresponsable del fracaso del plan acordado. Sin embargo, no llegó a hacerlo, porque se le acercó el eunuco mayor Gamal ed-Din Mohsen, acompañado de los dos niños y rodeado de un enjambre de mujeres del harén del palacio. Todas ellas chillaban de alegría y saludaban agitando pañuelos de colores.

Los niños venían cogidos de las manos del eunuco y daban la impresión de estar cansados y apáticos, caminaban a su lado tropezando y como en sueños, de modo que al iniciarse la serie de escalones más altos el eunuco tuvo que coger al pequeño Musa en brazos. Una de las mujeres quiso ayudar a Yeza, quien hizo un esfuerzo y ascendió por los bloques de piedra rechazándola. La habían vestido con una larga túnica azul bordada con perlas e hilos de oro que le daban un aspecto digno y hasta magnífico mientras la muchacha estaba de pie, pero que le estorbaba para trepar por las escaleras. Yeza se propuso, disgustada, liberarse de ese engorro en cuanto pudiera, pues al fin y al cabo aún llevaba debajo los pantalones en los que guardaba también el puñal, que seguía proporcionándole una sensación de seguridad. El eunuco le había dicho, al «despertarla» de aquel sopor extraño y paralizante que padecía, que iba a llevarla a ver la gran pirámide por dentro, un ofrecimiento que ella aceptó con entusiasmo. ¡Lástima que estuviese tan cansada!

La impresionó ver el gran número de sanjuanistas alineados para recibirla junto a otros hombres negros humildemente arrodillados que llevaban máscaras de animales sobre la cabeza, y se apresuró para alcanzar la plataforma antes que el eunuco mayor. Pero una vez allí tuvo un susto terrible. Vio a Peixa-Rollo, mariscal de los sanjuanistas, quien en Chipre había intentado atraparla delante del Temple.

Quiso dar media vuelta y alejarse corriendo, pero aquel caballero, tan hostil anteriormente, le sonrió con afecto e incluso dobló una rodilla.

—¡Bienvenida, infanta real —exclamó—. Bienvenida, hija del Grial!

El tono de su voz sonaba tan sincero que Yeza pensó que, en ocasiones, hasta un antiguo perseguidor puede convertirse en un nuevo amigo, como aquellos sanjuanistas que quisieron cerrarles el camino a Masyaf. De modo que prefirió sonreír y prosiguió con valentía el recorrido hasta el portal, arrastrando siempre la estúpida cola del vestido azul detrás, por encima de las piedras. El esfuerzo la cansaba.

Junto al sanjuanista vio a un anciano dotado de una larga barba.

—Soy Ezer Melchsedek —declaró éste con voz solemne, y pidió después a un criado que le entregara una valiosa copa de metal—. Os ofrezco la bebida de la promisión —dijo con expresión sumamente amable—. Apagará la sed del esfuerzo corporal que ha quedado atrás y refrescará la mente, capacitándola para recibir las experiencias a que se enfrenta.

Yeza tenía sed después de haber trepado hasta lo alto de la escalera. Como respuesta le dirigió una mirada radiante de agradecimiento de sus verdes ojos, tomó la copa y bebió sin apresurarse. El contenido sabía a frutos amargos, pero tenía un frescor agradable. La vació hasta el fondo y se quedó mirando al anciano, que no esperó a recuperar el recipiente sino que prefirió alejarse con bastante agilidad para su edad avanzada. Como una cabra, pensó Yeza, recordando la barba rala que le había visto, mientras observaba cómo trepaba por las piedras hacia la punta de la pirámide. Se volvió aún para saludarla con gesto amable y después se lo tragó la oscuridad. Yeza entregó a Baha Zuhair la copa vacía.

—¡Guardadla bien! —dijo la niña—. Es un regalo muy valioso.

Baha Zuhair aceptó la copa con cierta reserva, pues no se atrevía a mirar a Yeza a los ojos. Entretanto, también el eunuco mayor había alcanzado, jadeante, la plataforma situada delante de la entrada. Aún sostenía en brazos al pequeño Musa, a punto de dormirse de nuevo. Pero antes de que hubiese podido dejar al niño en el suelo junto a Yeza se les acercó el mariscal.

—¡Nadie puede acompañar a la hija del Grial! —dijo con tono seco.

La mirada indignada de Gamal ed-Din Mohsen se deslizó del sanjuanista, quien se había plantado con las piernas separadas delante de la entrada para impedirle el paso a Baha Zuhair, que intentaba retirarse de allí con la mirada baja.

—¿Hay alguien más aquí a quien no hayáis traicionado, Baha Zuhair? —exclamó Gamal Mohsen con ironía cuando vio que no le quedaba más remedio que aceptar lo inevitable—. Moriréis aquí arriba, ya no pisaréis vivo la tierra de Egipto… —y extendió patéticamente la mano libre hacia la amplia redondez del país sobre el cual iba descendiendo rápidamente la oscuridad—. ¡Estáis condenado, condenado! —y volvió a gritar, lleno de rabia—: ¡Tres veces condenado!

Sin volverse hacia los demás apretó fuertemente el cuerpo del pequeño Musa contra el suyo, se recogió los faldones y emprendió el descenso. Las mujeres lo siguieron, pero mientras había llegado también Ibn Wasil, que había observado la escena.

—Haremos bien, Gamal ed-Din Mohsen —dijo—, en no presentarnos demasiado pronto ante los ojos de la sultana. Ese hombre —y señaló con el dedo extendido a Baha Zuhair— nos ha traicionado a los dos, que sólo queríamos lo mejor para nuestro país. Esperemos aquí a ver lo que el destino nos depara. En lo que se refiere a Baha Zuhair, ¡no soportaré volver a verlo entre los vivos!

Desenvainó la espada y quiso arrojarse sobre el asustado Baha, pero Gamal lo sujetó. Entregó al pequeño Musa a una de las mujeres y ordenó a todas ellas que rodearan el palanquín estacionado al pie de la pirámide, acompañando a la sultana.

—Noble y distinguido Ibn Wasil —se dirigió al cronista de la corte—, no debemos eliminar sin necesidad al hombre que tiene la culpa de lo sucedido hasta ahora y de lo que sucederá aún. La sultana no querrá prescindir del espectáculo de ver a ese mísero traidor despedazado por sus mujeres…

Y señaló el enjambre de mujeres viejas que rodeaban el palanquín. Brotó un grito estridente, emitido por muchas gargantas, y los chillidos y lamentaciones que entonces se iniciaron recorrieron el desierto junto con el viento que acaricia la arena, rodeando como un canto fúnebre la pirámide. Los sudaneses encendieron las antorchas y la cadena de luces llegó hasta el Bab al malika, donde Yeza se disponía a cruzar la entrada. Se sentía curiosa y cansada a la vez. Sonrió y pidió una de las antorchas.

El Bab al muluk, la magnífica entrada situada al otro lado de la pirámide, se abría casi a ras de tierra en su amplia planta baja, que por aquel lado ofrecía el aspecto de antesala de un templo situado a medias sobre el nivel de la tierra y a medias bajo ella. Una ancha escalera conducía hacia el Portal del Rey, y a ambos lados de cada escalón se habían apostado guerreros sudaneses que sostenían en una mano su temible lanza de madera de ébano, cuya punta se ahueca y se ensancha hasta mostrar la anchura de una hoja de palmera, y en la otra una antorcha. Entre ellos estaban dispuestas las ollas con el fuego griego encendido. Los guerreros estaban a la espera.

O quanta mirabilia

quan felix matrimonium

Christo nubit ecclesia

celebratur convivium.[519]

Desde la llanura donde se hallaba instalado el campamento se iba acercando lentamente una comitiva majestuosa que atravesaba el claroscuro en dirección a la pirámide. Los señores iban a pie, sólo el rey montaba a caballo.

Celebratur convivium

superni regis filio

hoc predixere gaudium

prophete vaticinio.[520]

Los caballeros portaban las banderas que los mamelucos les habían cedido o que algunos enemigos de talante benévolo les habían restituido.

Novo cantemus homini

novis induti vestibus,

laudes canamus virgini

fugatis procul sordibus.[521]

En primera fila caminaba el sacerdote Nicolás de Acre. Éste, que hablaba fluidamente el árabe y mantenía un acuerdo secreto con los cristianos autóctonos, acudía rodeado de un número considerable de ayudantes y acólitos portadores de su parafernalia, de modo que allí no faltaban ni la bandera con la imagen de una Virgen negra en primera fila ni los incensarios, las campanillas y la custodia. Puesto que nadie estaba enterado del proyecto de incorporar también al patriarca a la función, nadie lo había echado de menos.

Est Deus, quod es homo, sed novus homo,

ut sit homo quod Deus, nec ultra vetus.[522]

El viento nocturno llevaba el débil canto muy lejos de allí.

O pone, pone, pone, pone veterem,

o pone veterem, assume novum hominem.[523]

Yeza todavía no se había internado del todo en el estrecho pasillo que seguía al Portal de la Reina. Aún se percibía el brillo oscilante de la antorcha que portaba la niña y que iba perdiéndose como una luciérnaga en lo más profundo de la pirámide cuando el conde de Sarrebruck apareció subiendo a toda prisa por la escalera.

—¡Os habéis vuelto loco! —le gritó al mariscal di Peixa-Rollo, a quien conocía perfectamente—. ¡No podéis mandar a una niña sola y de noche al interior de la pirámide!

—Ése fue el encargo —tartamudeó Peixa-Rollo, que no las tenía todas consigo.

—Podéis pensar lo que queráis, mariscal —lo amonestó el conde Juan—. Voy a acompañarla y protegerla, ¡ya que parece inevitable que la niña entre de noche en ese lugar!

Y le arrancó la antorcha a uno de los sudaneses, dispuesto a emprender el recorrido.

El sanjuanista comprendió.

—¡Esperad! —Su mala conciencia lo ayudó a reprimir el recuerdo de la orden expresa de que nadie, excepto Yeza, cruzara el umbral de aquella puerta—. ¡Os acompaño! —dijo el mariscal. Le quitó la antorcha al conde y se adelantó—. ¡Deprisa!

El brillo de la luciérnaga se veía bailando ya muy lejos.

DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE

Gizeh, 9 de mayo de 1250 d.C.

Visitatur de sede supera

Babilonis filia misera.[524]

Atravesamos la noche en dirección a la pirámide sin cesar en nuestros cánticos. Sólo los monaguillos que iban a la cabeza de la procesión portaban velas encendidas, cuyo resplandor apenas alcanzaba a iluminar la imagen de María que se alzaba ante nuestros ojos.

Persona filii missa, non altera

nostre carnis sumit mortalia.

Moratus est fletus ad vesperum,

matutinum ante luciferum

castitais egressus uterum

venit Christus nostra laetitia.[525]

Estuve pensando en la pequeña Yeza, a quien, al parecer, le correspondería en aquella función el papel de hija de Babilonia, y no acababa de sentirme del todo tranquilo, a pesar de la solemnidad del acto. Si el mariscal y el de Melchsedek no habían sufrido contratiempos, la muchacha debía de estar a punto de iniciar el recorrido. Así lo habían establecido los cálculos del cabalista, cuyo programa seguíamos sin haber informado de ello a nuestro devoto rey Luis.

Éste cabalgaba entre nosotros, y aunque no podía estudiar su expresión, por estar su rostro a oscuras, si oía su voz.

Nube carnis maiestatis

occultans potentiam

pugnaturus non amisit

armaturam regiam,

Sed pretendir inimico

mortalem substantiam.[526]

Cuando digo «nosotros» me refiero a quienes me acompañaban a mí, senescal de la Champagne, entre ellos el gran maestre en funciones de los sanjuanistas, señor Juan de Ronay, el otro hermano del rey, el taciturno señor Alfonso de Poitiers, conde de Poitou, el inevitable señor condestable, y todos los señores que quisieron acompañar al rey en esta procesión. Él no había querido obligar a nadie.

Muy por el contrario, Luis nos había señalado que él se dirigía por decisión propia y libremente tomada a celebrar un acto en el que no descartaba la existencia de posibles peligros para cuerpo y alma, según insistió expresamente. Dijo que ya que nos había conducido a una guerra en la que Dios nos había negado la victoria, y en la que muchos de los nuestros dejaron la vida, no deseaba cargar su conciencia con más desgracias adicionales, y que no lo tomaría a mal si alguien renunciaba a participar en aquella empresa cuyo final era del todo imprevisible, como prefería hacerlo incluso su hermano Carlos, que se había propuesto ocupar y proteger el lecho de su hermano el rey.

A pesar de todo ello acabó por formarse una procesión considerable que alcanzó finalmente las filas de los lanceros sudaneses. No conseguimos verlos hasta que Nicolás de Acre, nuestro sacerdote, les gritó en voz alta y en idioma árabe:

Asha’alu al masha’il ua irka’u - la anna malek al muluki atin! «¡Encended las antorchas y doblad la rodilla, pues se acerca el Rey de Reyes!» —me tradujo uno de los barones.

El efecto causado fue parecido al de un incendio en la selva, pues las antorchas se iluminaron con tanta rapidez y nos proporcionaron una luz tan clara que todos pudimos ver el Bab al muluk.

Rubus ardet, sed ardenti

non nocet vis elementi,

flamma nihil destruit.

Sic virgine pariente,

partu nihil destruente

virginitas floruit.[527]

IGUAL QUE UNA CUEVA con estalagmitas, aunque de forma cuadrada, era como Yeza se había imaginado el interior de la pirámide. Pensaba encontrarse de vez en cuando con un altar o una escultura de piedra en forma de animal grande con cuerpo de ser humano y cabeza de hiena, o al revés.

Alisha le había hablado de las cámaras mortuorias de los faraones, en las que todo era de oro puro, y en relación con las cuales sólo existía la dificultad de saber dónde se encontraban. Sin embargo, también debían de habitar allí los consabidos dyinn que vigilan a los muertos. El abuelo de Alisha había descubierto una de las cámaras, y la muchacha incluso enseñó a Yeza un escarabajo verde que llevaba oculto en una banda de cuero alrededor del cuello. Cuando el abuelo se internó de nuevo, dispuesto a recoger los inmensos tesoros de oro descubiertos, no volvió a aparecer.

Por mucho que iluminara sus alrededores con la antorcha, Yeza no veía nada de cuanto había esperado, pues aún seguía recorriendo el mismo pasillo. En cualquier caso, ya no oía las voces de fuera. Allá dentro todo estaba muy tranquilo, el silencio era casi aterrador. El pasillo daba la vuelta a una esquina y a veces ascendía; en dos ocasiones había tropezado con unos escalones, y pensó que no tardaría en encontrar una puerta que la condujera a alguno de aquellos maravillosos palacios subterráneos en los que viven los faraones y sus esposas convertidos en «momias». Así se lo había explicado William, afirmando que sabía muy bien de lo que hablaba, pues aún se seguía aplicando a los muertos el mismo tratamiento que en la antigüedad. Se trataba de una clase especial de embalsamamiento que mantenía el aspecto de persona viva en el muerto, e incluso lo mejoraba. Pero no vio ni el más leve indicio de una puerta, ni siquiera de una entrada secreta.

Yeza avanzaba golpeando las grandes placas de piedra con el extremo inferior del palo de la antorcha. No sonaba a hueco, y tampoco pudo descubrir rendijas sospechosas o huellas de deslizamiento, algo que le habría llamado la atención. Le habría gustado tener a Roç junto a ella, aunque sabía que éste se encontraba realizando una excursión mucho más peligrosa, en cuyo transcurso probablemente se vería obligado a emplear las armas.

Yeza se cercioró de que aún llevaba el puñal en el pantalón, y al hacerlo recordó que podría quitarse ese estúpido ropaje largo que venía arrastrando a través del polvo con un ruido que la hacía pensar en algún animal que la estuviese siguiendo, una rata u otro bicho parecido. La muchacha apoyó con precaución la antorcha contra la pared y se despojó del festivo vestido azul. Fue muy fácil: lo abrió por arriba y la túnica se deslizó, dejándola sólo en pantalones. En su camino de regreso podría recogerlo, e incluso se lo pondría otra vez para no ofender al señor Gamal. Lo dejó encima de una piedra y en un lugar perfectamente visible, y en aquel mismo instante le pareció oír pasos. Se detuvo a escuchar, pero allí no existía otra cosa más allá del silencio, y ella había aprendido ya a no temerlo. Abu Bassiht, el sufí, le había dicho que quien no fuese capaz de soportar el silencio y la oscuridad jamás podría indagar en su propio interior y escucharse a sí mismo, lo que era indispensable como primer escalón para entrar en el paraíso. Había afirmado también que ni la oscuridad ni el silencio son jamás absolutos y totales. Siempre se oye algo: el agua, el viento, el crujido de la piedra… y siempre se ve algo tan pronto los ojos se acostumbran a la oscuridad, pues también las piedras emiten luz cuando no hay otra iluminación en torno. Porque la vida está en todas partes, había dicho el sufí. Yeza recogió la antorcha y prosiguió despreocupada su recorrido.

El mariscal di Peixa-Rollo, seguido del conde de Sarrebruck, avanzaba por el estrecho corredor en el que habían visto desaparecer a Yeza. Al principio aún pudieron ver el reflejo oscilante de la antorcha de la niña, pero después la galería de techo bajo dibujaba una curva y perdieron de vista la débil luz que los guiaba.

—Hemos seguido siempre en línea recta, hasta ahora no ha habido desvíos —gruñó el sanjuanista—; de modo que a la fuerza acabaremos por encontrarla.

El conde iba detrás y le apresuraba.

—Si avanzáis con tanta parsimonia, ¡nunca daremos con ella!

Pero como el mariscal era quien llevaba la antorcha también determinaba el ritmo, y además el pasillo empezaba a ascender y era demasiado estrecho como para poder rebasar su cuerpo robusto. El conde desenvainó la espada con gran cautela. Alcanzaron una escalera descendente, y cuando el sanjuanista volvió la cabeza hacia atrás, queriendo ser cortés y cerciorarse de que el conde tuviese suficiente luz para ver los escalones, descubrió bajo el resplandor de la luz el brillo de la espada.

—¿Qué…? —pudo formular el mariscal con una expresión primaria de sorpresa cuando el acero ya le penetraba con toda fuerza desde arriba en la espalda, entre los omóplatos, derrumbándolo escaleras abajo. La antorcha cayó de sus manos y quedó tumbado de bruces. Juan de Sarrebruck no se atrevía aún a acercarse para recuperar la espada. Tocó el cuerpo con un pie y vio que su víctima no se movía, aunque pensó que podía tratarse de una trampa. Tan sólo cuando la antorcha empezó a incendiar una de las mangas y comprobó que el brazo permanecía inmóvil pudo superar Juan su cobardía, y haciendo acopio de valor pasó por encima del muerto, recogió la antorcha y sacó de un tirón la espada del cuerpo del fallecido. En aquel momento, y obedeciendo a un último esfuerzo del moribundo, las manos de éste rodearon como una abrazadera el tobillo de su verdugo. El conde Juan perdió el equilibrio y cayó de cabeza sobre los escalones restantes, hundiendo el rostro directamente en la antorcha encendida, que se habría apagado con un chasquido si no hubiese hallado nuevo alimento en su cabellera. Sus gritos no querían cesar.

DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE

Gizeh, 9 de mayo de 1250 d.C.

Rex Salomon fecit templum

quorum instar et exemplum

Christus et ecclesia…[528]

Al parecer, el sacerdote había decidido que su obligación era resaltar el papel de la Iglesia en aquella función que, por lo demás, muy poco tenía de cristiana.

Fundamentum et fundator,

mediante gratia.

Quadri templi fundamenta

marmora sunt, instrumenta

parietum paria.

Candens flos est castitatis

lapis quadrus in prelatis

virtus et constantia.[529]

Nuestro señor Luis ascendió, acompañado de todos nosotros, los últimos escalones en dirección al portal cerrado. En una de las piedras que hay delante se acurrucaba un derviche, uno de esos hombres santos que se sientan ante todos los templos y a quienes se les suele dar gustosamente una limosna, en un gesto que pacifica la propia alma del donante. Poco después lo reconocí. Era el sufí a quien había visto ya en la trirreme acompañando a los niños mamelucos, y su presencia me inquietó, pues me pareció que algo tenía que ver con la red invisible que amenaza con aprisionarnos a todos.

Longitudo,

latitudo,

templique sublimitas,

intellecta

fide recta

sunt fides spes, caritas.[530]

Miré a los demás, al maestre Juan de Ronay y al condestable, que no prestaban atención al anciano porque se estaba acercando el gobernador. Éste subía los escalones a toda prisa y sin la solemnidad exigida por la vestimenta que había elegido para tan festiva ocasión. Pidió a su escudero, que formaba parte de su numeroso séquito, una gigantesca cimitarra dorada. Su mirada rozó nerviosa a los lanceros sudaneses que iluminaban con sus antorchas nuestro recorrido, doblada la rodilla y bajas las lanzas tal como el sacerdote les había ordenado, y para que no pudiese producirse ningún malentendido el valeroso Nicolás de Acre recibió al dignatario en el idioma de su país:

Mutashakkiran yataquabbal al maleku ualaakum[531] —dijo, elevando la voz—, el rey recibe agradecido vuestro homenaje. Arraya’ arruku’a,[532] os ruego que os arrodilléis.

Templi cultus extat multus

cinnamomus, odor domus,

mirra, stactis, casia;

Que bonorum decus morum

atque bonos precum sonos

sunt significantia.[533]

De modo que a Husam ibn abi’Ali, quien había imaginado que la escena se desarrollaría de modo muy diferente, no le quedó otro remedio que obedecer, aunque sólo dobló mínimamente la rodilla, y empezó en seguida a hablar. El sacerdote tradujo con mucha calma su discurso:

—El gobernador de El Cairo, que tiene el mando supremo sobre todos los edificios de piedra, excepto el palacio —este último detalle es probable que fuera un añadido irónico del intérprete—, y por tanto también gobierna sobre las pirámides, considera un honor acompañar a nuestro insigne huésped en el recorrido por su interior.

—¡Eso es imposible! —empezó a despotricar el condestable, pero Luis levantó la mano en un gesto que pedía calma:

—Dile al señor que aprecio su gesto y su buena disposición —y concedió al gobernador una sonrisa amable que éste malinterpretó sin más induciéndolo a ponerse en movimiento, aunque después hubo de refrenarse, porque el rey seguía hablando—, pero debo recorrer solo este camino para hacer las paces conmigo mismo y hablar a solas con mi Dios, si es que Él desea hablarme. No estamos aquí en un acto de Estado, sino al pie del camino pedregoso de un pecador arrepentido, camino que he de recorrer yo solo —repitió, dirigiéndose a nosotros—, y el señor que gobierna esta casa lo comprenderá cuando vea que nadie me acompaña.

Mientras Nicolás de Acre traducía sus palabras, reprimiendo a duras penas la emoción, nosotros empezamos a protestar, sobre todo el condestable, quien juró en alta voz que no lo permitiría. Y también el sacerdote había contado al parecer firmemente con poder acompañar a su rey para prestarle apoyo espiritual, pero Luis les cortó a todos la palabra.

—A partir de ahora os ruego mantengáis un silencio absoluto y tú, mi fiel condestable, cuida bien de este guardián de la pirámide, no se le vaya a ocurrir seguirme armado con esa enorme espada. ¡A todos los demás señores míos les pido que recen por mí!

Nosotros, que habíamos entendido cuál era su gran preocupación, le cerrábamos rápidamente el paso al gobernador, cuyos ojos relucían de ira. Luis ascendió los últimos escalones. A pesar de la orden de silencio y para rebajar un tanto la tensión, el sacerdote entonó el siguiente cántico:

In hac casa cuncta vasa

sunt ex auro de thesauro

praelecto penitus.

Nam magistros et ministros

decet doctos et exoctos

igne Sancti Spiritus.[534]

Cuando el rey hubo superado el último escalón y pisó la piedra de la estrecha plataforma se abrieron de repente y sin hacer ruido, según me pareció a mí, los batientes del portal hacia el interior, dejando a nuestra vista el comienzo de una escalera bordeada de columnas, en cada una de las cuales ardía una lamparilla de aceite formando un cordón de luces que se perdía en las alturas de la estancia. Al parecer, tampoco el gobernador sabía nada de ello, pues exclamó:

—¡Los dyinn! —y ocultó asustado el rostro en la manga de su amplia túnica—. Leisa Alahu yatakalamu ileika[535] —siseó con voz cargada de odio—. ¡Los dyinn acabarán contigo!

Pero por muchas que fueran las maldiciones que pronunciara, el rey Luis no podía haber oído sus exabruptos supersticiosos, pues el sufí acurrucado junto al portal le tendió un sencillo odre de piel de cabra para que refrescara su garganta antes de iniciar el recorrido.

Siendo el sufí quien era, es decir, ni mucho menos un cualquiera, me asaltaron oscuras premoniciones y esbocé un gesto de rechazo. El rey me miró a los ojos pero ignoró mi muda protesta, levantó el odre y bebió del chorro, como hacen los pastores. Se quitó un anillo de la mano, lo entregó al sufí y atravesó el portal sin mirar ni una vez hacia atrás, donde quedábamos nosotros. Apenas pisó el interior de la pirámide cuando los batientes del portal volvieron a cerrarse, emitiendo esta vez un estampido opaco.

IMAGE

«Quedan por superar las últimas pruebas. La pasión domina con su poder oscuro y desplaza las leyes, arrojándolas como botín a la ilusión. Los primeros son dominados por los últimos. Bajo el signo de Piscis se diluye cuanto era persistente.»

BAIBARS CAYÓ COMO UN CICLÓN sobre los que se encontraban delante del Portal de la Reina, como si hubiese descendido de la punta de la pirámide, pues nadie lo había visto subir en loca carrera por los escalones. De un solo golpe y emitiendo un grito salvaje partió en dos el cráneo de Baha Zuhair hundiendo el filo de la espada hasta su pecho, empujó a un lado al eunuco y a Wasil y se internó como un poseso, sin hacerse siquiera con una antorcha, en la oscuridad de la pirámide.

—Ahora podemos retirarnos de aquí —le dijo el guardián supremo del harén y de todos los palacios a Ibn Wasil cuando se repusieron del susto y comprendieron que Baha Zuhair ya no podría cargar con más culpas— e informar a la venerable Sayarat al-Durr —a quien Alá conceda una larga vida— ¡de que el traidor ha sido ajusticiado!

Pero el cronista de la corte, movido a medias por su curiosidad profesional y a medias porque no quería renunciar a la esperanza de que se produjera, a pesar de todo, un cambio en favor de la sultana, le objetó:

—¿Por qué no quedarnos y esperar para ver si finalmente podemos exponer a la venerable «madre de Halil» —¡cuya mente quiera Alá que se muestre benevolente con sus fieles servidores!— una noticia mucho más agradable todavía, es decir, la muerte cruel de su rival infantil, esa hija del demonio, a manos del emir Baibars?

De modo que permanecieron a la espera junto a los sanjuanistas armados con lanzas de madera y los sudaneses que sostenían las antorchas, cuya cadena llegaba hasta el palanquín posado al pie de la pirámide y rodeado aún por los lamentos que en voz baja emitían las mujeres en una cadencia monótona y ululante que de vez en cuando se veía interrumpida por algún que otro chillido estridente.

Los gritos no querían cesar. Yeza oyó aquel lamento horrible que reverberaba angustiosamente en los intestinos de piedra de la pirámide, se arrastraba con un gemido a lo largo de los pasillos y resonaba en las paredes con un eco restallante. Primero pensó que se trataba de un animal salvaje, porque la idea de que alguien quisiera atemorizarla no podía más que provocarle risa. Ella sabía muy bien que el peligro auténtico, el que amenaza la vida, llega sobre suelas silenciosas. De modo que se esforzó también por no provocar ningún ruido y aguzó la atención. Los gritos habían cesado, pero de vez en cuando creía oír un aullido arrastrado, como cuando alguien se queja de un dolor insoportable. Ojalá Roç estuviese con ella.

Juntos se habían enfrentado a otras situaciones más peligrosas aún; en una ocasión incluso quisieron ahogarlos, y recordó al cocinero con su gran cuchillo[536], y también a los leones en el jardín del palacio de Damasco. La guerra siempre representaba un peligro, y desde que habían salido del Montségur en llamas sólo habían conocido la paz durante breves períodos, en jardines ocultos y grutas subterráneas, y sólo duró hasta que se habían visto obligados de nuevo a abandonar esos lugares. ¿Y Roç? También él había marchado a la guerra. De modo que siguió adelante por el pasillo. El señor Gamal le había dicho que podía atravesar toda la pirámide, y que cuando volviese a salir por el otro lado para pisar de nuevo la faz de la tierra —así le había hablado, con esa manera tan exquisita suya de expresarse— él la estaría esperando. De todos modos, ahora ya había dado tantas vueltas subiendo y bajando escaleras que no sabía dónde era delante o detrás, ni si se encontraba muy arriba o abajo en el subsuelo. Yeza había preguntado al eunuco mayor si después, cuando volviese a salir de allí como un topo sale de su agujero, se habría «convertido ya en una mujer». Pero él le había dirigido una mirada muy extraña, como si fuese inconveniente formular esa pregunta, aunque a continuación opinara que muy bien podría ser así. Hasta el momento no había sucedido nada de eso. De todos modos, tenía que orinar.

Depositó la antorcha de modo que le permitiese vigilar el chorro de líquido, porque Alisha había dicho que la señal consistía en perder sangre. Pero no vio nada parecido. Volvió a ponerse el pantalón, y al levantar la vista descubrió por primera vez algo que le prometía una variación después de haber recorrido tantos corredores de piedra uno igual a otro. Delante de ella se abría un pasillo que conducía a una estancia en la que se encontraba un laberinto de muros bajos, con un techo también muy bajo y que se apoyaba en unas pocas columnas. Algunas de ellas habían caído en ruinas y sólo quedaban los muñones. El borde superior de los muros parecía ser transitable y éstos tenían todo el aspecto de haber servido de soporte para las correspondientes bóvedas, aunque los arcos estaban hundidos y casi en todas partes se abrían, a derecha e izquierda, unos agujeros negros.

—¡Nichos mortuorios! —pensó Yeza, y se sintió invadida por una gran curiosidad. Pisó con gran cuidado el borde superior del muro más próximo y avanzó con mucha precaución. Sintió que algo se movía encima de su zapato y que debajo de las suelas también crujía algo. Acercó la antorcha y vio el suelo y las paredes del espacio que tenía debajo cubiertos de escarabajos que emitían un brillo verdoso. Tan pronto mostraban el color del cobre como relucían con un brillo dorado, y el movimiento de sus alas llenaba la atmósfera con un suave y delicado zumbido.

Yeza se balanceó con mucha precaución, pero mirara por donde mirara todo estaba cubierto de esos insectos que semejaban un escudo vivo formado con escamas. ¿De qué se alimentarían? Recordó las momias y sintió un escalofrío. Además tenían todo el aspecto de ser venenosos. Yeza empujó con el zapato a los más próximos para limpiar la senda que tendría que recorrer sobre el muro. Casi resbaló al hacerlo.

De repente surgió frente a ella, en el otro extremo de la estancia, una figura cuyo grito de «¡Yeza!» le resonó en los oídos haciendo explosionar el pánico en su mente. A la luz repentina de otra antorcha vio un rostro hinchado y cubierto de sangre y hollín, un rostro que no conocía, como tampoco conocía la voz, y escuchar sus gemidos no le pareció un buen presagio. Había entrevisto también el refulgir de una espada sangrienta, de modo que dio un salto para cruzar una esquina y refugiarse en el muro cercano, evitando así el encuentro con aquel hombre. Pero él también se dirigió hacia ella, seguramente con la intención de cortarle el camino. Entonces la niña saltó sobre otro muro y siguió adelante, para comprobar con espanto que éste no continuaba, que su extremo estaba destrozado y caía en vertical. Una risa cruel le indicó que su perseguidor se había dado cuenta de la situación. Yeza quiso volver atrás, pero ya tenía al hombre enfrente. Vio la espada desenvainada en su mano y le arrojó la antorcha, impulsada por una furiosa desesperación. El grito animal del enemigo le demostró que había dado en el blanco, pero no cayó abajo, como sí hizo la antorcha, ante cuyo resplandor se refugiaban ahora los escarabajos corriendo con espantado chirriar hacia un rincón del recinto. La luz vacilante, que ahora les llegaba desde abajo, proyectaba las sombras de ambos contra el bajo techo. La sombra negra levantó de nuevo la espada y oyó por segunda vez pronunciar su nombre:

—¡Yeza! —y el sonido retumbó en la bóveda. Esta vez la muchacha reconoció la voz, y también la mano que sostenía la espada se detuvo durante una décima de segundo. Entonces Yeza vio cómo una flecha atravesaba el cuello de su perseguidor aun antes de haber oído el siseo que cortaba el aire y advertido su efecto. La espada cayó con estrépito al suelo. El conde de Sarrebruck dobló la rodilla, dejó caer la antorcha e intentó sacarse la flecha del cuello cogiéndola con ambas manos, pero perdió el equilibrio y cayó como un árbol talado de lo alto del muro hacia abajo, en medio de un remolino de escarabajos. A Yeza le pareció oír que aumentaba el zumbido excitado de los animales, pero nada más.

—¡No te muevas de ahí! —oyó a lo lejos la voz de Baibars, pero sonaba tan terrible que Yeza hizo exactamente lo contrario. Recogió del suelo la antorcha de su perseguidor y corrió por la parte superior de los muros hasta la siguiente esquina, después continuó corriendo, subiendo y bajando escaleras hasta estar segura de que Baibars había perdido su pista.

El rey Luis acabó de subir la ancha escalera bordeada de columnas y se encontró con que detrás se abrían dos pasillos, ambos iluminados. Sujetó con mano firme el crucifijo que llevaba en el pecho y eligió el de la derecha. Éste conducía en suave descenso hacia lo hondo y el suelo estaba pavimentado con losas. El rey se tomaba tiempo y hasta se detenía de vez en cuando para rezar. ¿Querría Dios Todopoderoso que extendiese su mano hacia el trono de El Cairo?

Cuando inició la cruzada no le había asaltado duda alguna, lo mismo que cuando desembarcó y conquistó la ciudad de Damieta. Jamás había perdido tiempo en pensar lo que sucedería si se apoderaba de todo Egipto. ¿Un soberano cristiano sobre millones de infieles? No le habría sido posible ni siquiera bautizarlos a todos a la fuerza. Tendría que adaptarse a sus nuevos súbditos o nombrar a un regente, quien aún estaría más expuesto que él a someterse a las leyes del profeta Mahoma, pues es imposible gobernar contra ellas en un país enteramente devoto del Islam. Pero eso significaría una traición a la fe cristiana. Comprendió que precisamente era esa traición lo que Dios quiso evitar mostrándole una salida a través de la derrota que le hizo sufrir. De modo que tampoco le convenía seguir pensando en aceptar el título de sultán de Egipto.

Cayó de rodillas. Se vio a sí mismo sobre un estrecho dique entre dos aguas, entre dos lagos oscuros en cuyo fondo refulgían a la derecha las insignias del soberano de todos los infieles, con un relumbrón claro y atractivo, y a la izquierda la corona de Francia sumergida en el barro. Sintió vergüenza y se volvió atrás. A paso rápido pudo reencontrar la pared de las dos puertas, salió por la que había elegido primero y se introdujo en el pasillo izquierdo, que mostraba una senda igualmente iluminada por lámparas de aceite, pero que ascendía en pendiente acusada y sin pavimento. El suelo estaba cubierto de piedras puntiagudas y cascajos. El rey se descalzó y siguió adelante.

DIARIO DE JEAN DE JOINVILLE

Gizeh, 9 de mayo de 1250 d.C.

Fuera, ante el cerrado Bab al muluk, nos manteníamos los fieles del rey a distancia respetuosa y rezábamos con el sacerdote:

Tu civitas regis iusticiae,

tu Mater es misericordiae

de lacu fecis et miseriae

theophylum reformans gratiae.[537]

El gobernador daba vueltas en torno a nuestro pequeño rebaño como un lobo ronda las ovejas, pero no se atrevía a iniciar un asalto del que no habríamos podido defendernos. No era su gigantesca cimitarra dorada lo que nos atemorizaba, pues nuestro condestable, fuerte como un oso, se habría enfrentado al señor gobernador hasta con las manos vacías e incluso creo que habría sido capaz de arrebatarle el arma, pero sus lanceros negros, como no tenían otra cosa que hacer, recordaron que estaban bajo su mando y no bajo el de nuestro sacerdote. De modo que también rodearon a nuestro grupo como en su día debieron rodear los gladiadores a los primeros cristianos en la plaza. Mantenían apuntándonos los extremos ensanchados de sus lanzas, que sugerían la posibilidad de abrir horribles heridas en nuestras carnes.

—Por vez primera —dijo Husam ibn abi’Ali y sin que nadie nos lo tuviera que traducir, porque lo entendimos perfectamente—: ¡Abrid paso!

Te collaudat celestis curia,

tu Mater es regis et filia.[538]

Nos mantuvimos inmóviles. Sin dejar de rezar los mirábamos con firmeza y veíamos el blanco de sus ojos, pero nos comportábamos como si el gobernador no existiera para nosotros:

Per te iustis confertur gratia,

per te reis donatur venia.[539]

Después vimos llegar corriendo y excitado al señor Rachid, quien acusó al gobernador de querer asesinar al rey, algo que todos nosotros ya veníamos sospechando. Husam ibn abi’Ali dio media vuelta y le clavó a Rachid la gigantesca cimitarra directamente en el vientre. Era aquélla una oportunidad única para nosotros y, en consecuencia, interrumpimos nuestra oración y —Dios nos perdone— nos arrojamos sobre el gobernador.

El señor Alfonso saltó sobre sus espaldas, y antes de que el dignatario pudiese dirigir su horrible arma contra nosotros el condestable ya se la había arrebatado de las manos con una maniobra que hizo crujir sus huesos. Apretó el filo sangriento desde atrás contra la garganta de su propietario y lo empujó hacia adelante, llevándolo como un escudo hacia los guerreros negros, a quienes no importaba que el gobernador perdiese la vida con tal de poder arrojarse sobre nosotros. Pero Husam les gritaba con tal desesperación, seguramente insultándolos y deseándoles todos los males del mundo en su deseo de salvarse él, que los lanceros reaccionaron con estupor e incluso arrojaron las lanzas lejos, aunque con visible disgusto. Ese gesto no hizo que el condestable aflojara su amenaza; al contrario, tuve la impresión de que arrimó aún más el filo del arma a la garganta del gobernador, al que le quedó justo el aliento para jadear y ordenar que se marcharan por donde habían venido, y que de no hacerlo les ordenaría a todos los dyinn de la gran pirámide que los agarraran por la nuca. Los guerreros arrojaron las antorchas, volcaron las ollas de fuego griego y se internaron en la oscuridad dando grandes voces.

Entonces se presentó el comandante Aibek acompañado de un séquito de emires mamelucos y nos preguntó enfadado, según nos tradujo Nicolás de Acre, qué diablos estábamos haciendo allí, exigiéndonos que regresáramos stante pede[540] a nuestras tiendas. No le dijimos que el rey estaba dentro de la pirámide, pero le entregamos al tembloroso gobernador y lo seguimos al campamento. Sólo el sufí se quedó acurrucado junto al portal cerrado.

YEZA SENTÍA QUE UNA PESADEZ plomiza le ascendía por las piernas. Había ido subiendo más y más escalones y aunque antes tampoco había contado los que había bajado llegó a creer que chocaría con la cabeza contra la punta superior de la pirámide. Su antorcha empezó a chisporrotear. Pronto se apagaría.

Durante un tiempo había oído muy abajo la voz gruñona de Baibars implorándola que no se escondiera, puesto que había venido para salvarla, para sacarla de allí y ayudarla. La niña estaba dispuesta a creerle, pero todo lo que había ido sucediendo hasta entonces y las circunstancias en las que la habían introducido en la pirámide habían hecho nacer en ella tanta desconfianza que decidió seguir adelante sola, hasta conseguir acostarse en algún rincón a dormir un poco. Al fin y al cabo todavía existía la posibilidad de que aquella misma noche se convirtiera en mujer, y esa razón le bastaba para aguardar un poco más. ¿Tendría alguna relación con dicha perspectiva el hormigueo que sentía en las piernas y el cansancio que la acosaba?

Tal vez el señor Gamal la hubiese traído a la pirámide por esa razón, puesto que él era el mandatario supremo del harén y con toda seguridad entendía algo de mujeres. ¿O sería su destino encontrarse allí por ser descendiente de reyes?

Las llamas de su antorcha habían empezado a menguar y ya no mostraban más que algunas lengüetas azules. ¿No se había dirigido a ella el robusto mariscal de los sanjuanistas llamándola «hija del Grial», como si fuese para él la mayor felicidad de la tierra poder saludarla así después de haber querido atraparla en Chipre, cuando la perseguía corriendo delante del Temple?

Y aquel anciano de la copa —una copa que esperaba haber dejado en buenas manos entregándosela a Baha— ¿acaso cabía imaginar que estuviese allí cada tarde, dispuesto a recibir a todos los huéspedes que desearan ver la pirámide por dentro? Yeza estaba segura de que ese encuentro sólo obedecía a la intención de saludarla a ella. Pero ¿de qué servía todo eso si Roç no estaba presente? Sin él sólo representaba a la mitad de los infantes reales, ¡sólo juntos formaban un todo!

A la última luz oscilante de la antorcha descubrió la entrada a un pequeño templo. La puerta era baja, por lo que se agachó bajo el dintel y dobló las piernas. La antorcha se apagó despidiendo una última humareda y no quedó más que un ligero resplandor candente, hasta que murió también el último rescoldo.

¿Los hijos del Grial? Cada uno de ellos por separado era un ser humano corriente, expuesto a peligros vulgares como le sucedía ahora a ella, y posiblemente también a Roç le estuviese pasando lo mismo en alguna parte. Ella esperaba que no, ¡ya que no estaba a su lado para proteger a su Parsifal! Cuando estaban juntos, en cambio, las aventuras eran diferentes, ¡más importantes, más grandiosas y más bellas! Sintió un enorme anhelo de tenerlo a su lado en aquel instante en que se encontraba sola y a oscuras.

Baibars tendió el oído hacia las tinieblas. Al disparar la flecha aún había podido comprender, a la luz de las dos antorchas que oscilaban irregularmente, que sólo podría seguir adelante quien fuese capaz de ver en la oscuridad. Cuando se dio cuenta de que, a pesar de la distancia, había dado en el blanco, creyó que sólo Yeza podía haberse alejado con la única antorcha que quedó encendida. Calculó que huiría hacia arriba y se esforzó por recordar cuándo había pasado delante de una escalera o un corredor que ascendiera mientras daba vuelta a los restos de aquellos muros. Comprendió que la niña estaba asustada, y por eso había renunciado pronto a seguir llamándola. Tenía que encontrarla, su instinto de animal salvaje le revelaba que allí había aún otras bestias, y sentía en la lengua el sabor de la violencia, la sangre y las ideas asesinas de otro ser mucho más peligroso que el hombre miserable que acababa de matar: unas ideas asesinas que se arrastraban por el ambiente y se agazapaban en algún rincón. Tenía que encontrar al enemigo antes de que éste encontrara a Yeza.

Baibars sentía una excitación febril ante la confrontación. Sin hacer ruido se volvió atrás, palpando las paredes. Alcanzó las gradas en pendiente acusada que recordaba haber bajado antes. Miró hacia arriba y vio, al final de la estrecha caja de escalera, el cielo nocturno, exactamente el brillo claro de Sirio. Guardó el sable en el soporte que sostenía también el arco a sus espaldas, para que no lo molestara mientras escalaba como un gato las piedras lisas palpando con los dedos los peldaños esculpidos. La altura aumentaba cada vez más, como para dificultar la subida a quien ascendiera por ellas. Baibars se envalentonó ante el reto y estiró el cuerpo hacia arriba, pero entonces la piedra en la que se apoyaba volcó y lo arrojó con las manos extendidas hacia adelante por una pendiente que conducía casi en vertical hacia abajo y que atravesó como el agua de lluvia fluye por un canalón. Cuando su caída terminó en un choque brutal contra el pavimento de piedra se dio cuenta de que estaba a cielo abierto, ¡fuera de la pirámide!

Desde allí no se reconocía la salida que había traspasado, pues quedaba de tal modo oculta entre las piedras que no se veía desde fuera. Observó que se encontraba en uno de los escalones más bajos de la pirámide. Muy cerca vio junto al mismo escalón un palanquín negro y extraño, que había visto antes una única vez, cuando los hombres vestidos de blanco recogieron al gran visir muerto delante de AlMansura. «¡Los templarios!», le cruzó un presentimiento por la cabeza, por lo que dio un salto y se llevó la mano al sable. Sin embargo, no se veía a nadie cerca.

En cambio sí vio que al pie de la pirámide, más abajo de donde estaba él, cruzaba un grupo de mamelucos. Se apresuró a descender a grandes pasos el resto de los escalones. El emir que encabezaba el grupo informó a Baibars que estaban allí por indicación de William de Roebruk.

—¿Que podemos hacer por ti, hermano? —preguntó el emir, deseando mostrarse respetuoso.

—Ahora ya no se puede hacer nada —murmuró Baibars—, ¡he llegado demasiado tarde y todo lo he hecho mal!

Miró hacia atrás, donde se elevaba la masa negra de piedras esculpidas. Tres personas quedaban en la pirámide: un rey, una niña y un asesino.

De repente sintió el arrebato de una ira salvaje.

—¡Sí! —exclamó—. Delante del Bab al malika deben encontrarse aún los culpables de que la princesa que me fue confiada se encuentre ahora frente a frente con el mayor peligro de su vida ¡y sin que yo pueda ayudarla! —Lo gritó primero con desesperación, pero después «el arquero» reflexionó y se impuso la razón fría, su mente capaz de calcular la magnitud de un peligro y la posibilidad de vencerlo en cualquier situación por desesperada que fuese—. Subid sin hacer ruido por detrás de la pirámide para, al bajar, matarlos a todos, ¡pasándolos a cuchillo!

Los mamelucos iniciaron la subida. Baibars se dirigió al lugar donde había dejado el caballo y cabalgó hasta el Portal del Rey. Ascendió a toda prisa, pero aunque sacudió la madera con violencia y pisoteó la piedra de la plataforma situada delante, el Bab al muluk permaneció cerrado para él.

A un lado seguía acurrucado el sufi.

—Es voluntad de Alá, Rukn ed-Din Baibars —dijo éste en voz baja cuando observó que el hombre furioso se tranquilizaba y se disponía, cabizbajo, a volverse atrás—, que no intervengáis, ni para bien ni para mal. Los dos poderes que gobiernan el mundo tienen que arreglárselas solos… Alahu akbar ua saufa tatahaquq mashiatu.[541]

El rey Luis había proseguido su difícil avance por el pedregoso camino y cuando finalmente llegó arriba con los pies y las rodillas sangrantes se encontró sobre una placa rocosa en la que vio grabados algunos símbolos extraños. Miró a su alrededor y comprobó que por encima de su cabeza se extendía, descendiendo con uniformidad hacia los cuatro lados, la estructura cuadrada de la pirámide, a menos que todo fuese un engaño y él se encontrara en otro lugar, en un punto mucho menos céntrico y que por encima de su cabeza no estuviese el cielo, sino que aún quedaran muchas toneladas de piedra y de arena. Recordó las conversaciones sostenidas con el maître de Sorbon, quien defendía con gran fanatismo la idea de que las catedrales cristianas no debían terminar, como venía siendo habitual desde la época de los romanos y como practicaban también los musulmanes, en una cúpula redonda, ni mostrar los arcos puntiagudos soportados por pilares y contrafuertes en que los constructores góticos intentaban plasmar el deseo de ascender al cielo, sino que deberían imitar la forma matemática y clara de la pirámide. Afirmaba que sólo estas cubiertas permitían ser traspasadas por el espíritu divino que desciende desde la altura e impregna el alma de los creyentes devotos y dispuestos a recibirlo, al ser devuelto por las paredes inclinadas, unirse en la punta y condensarse gracias a las limitaciones del espacio. Sólo en un lugar así podría el ser humano encontrarse a sí mismo y comunicarse con Dios, precisamente dentro de ese haz de fuerzas. El rey se situó exactamente en el centro de la piedra y se dispuso a concentrarse. No oía más que un ligero susurro y cuando miró a su alrededor vio que en todas partes seguían ardiendo las pequeñas lamparillas de aceite, incluso allí arriba, aunque su luz era cada vez más débil y después empezaron a apagarse, una detrás de otra. El rey se obligó a no permitir que lo venciera el pánico, y estaba dispuesto a regresar por el mismo camino, puesto que al fin había adoptado una decisión firme, que Dios le había revelado: no aceptar la dignidad de sultán. Pero ¿qué finalidad tenía entonces toda esa cruzada: los sufrimientos, los muertos, los quemados, los ahogados, la sed, el hambre, las epidemias? ¿Acaso la muerte de tantos seres humanos había sido inútil? ¿Había fracasado él personalmente como rey?

Las últimas llamas empezaron a oscilar y a desprender un humo más intenso, crepitaron un poco más y finalmente lo dejaron a oscuras. Santa María, Madre de Dios ¡ayúdame! De nuevo oyó el susurro y le parecieron ser voces, las voces de los que se desangraban, de los inválidos y heridos, de los que jadeaban, gemían y gritaban. Le gritaban a él, gritaban dentro de su cabeza. Apretó las manos contra los oídos y bajó tropezando de aquella plataforma despiadada que lo había expuesto a tanto reproche cruel sin compadecerse de su persona.

—¡Yo soy el rey! —protestó, aunque sin emitir sonido alguno—. Ningún mortal tiene derecho a acusar a quien ha sido ungido. Virgo immaculata, protégeme, envuélveme en Tu manto, deja que me oculte en Ti. —Se forzó a sí mismo a evocar la imagen de Nuestra Señora, se convirtió en el niño que ella sostiene en brazos—. ¡Acógeme en Tu seno!

El camino pedregoso por el que ahora descendía estaba a oscuras, presentaba huecos, la grava no lo sostenía. El rey resbaló y cayó a tierra. Las piedras le cortaron las manos y le rasguñaron el rostro. Avanzó a ciegas palpando la pared rocosa, buscando con los pies heridos una salida. ¡Su Gólgota![542]

No pretendía ser como Jesucristo, ni ser ya rey: era sólo un niño atormentado, un chiquillo que tiene derecho a refugiarse en la suavidad y la calidez del seno de la madre, en el que deseaba hundirse para descansar. María, extiende tu larga cabellera rubia para cubrirme, no te importe si estás desnuda bajo el manto azul de Reina de los Cielos, abrázame, sujétame… de nuevo empezó a resbalar, su rostro febril y arañado rozó la pared, cayó de rodillas… deja que me abrace a Ti, guíame… y, sin embargo: hazme caer en la tentación. Apretó sus labios contra la fría piedra. Tu cuerpo, tu vientre, tus caderas, en ellas deseo refugiarme. Déjame sentir el jardín de tu intimidad, adorada Virgen fría a la que ningún hombre conoció jamás. Yo te conoceré, aquí, en la oscuridad de esta pirámide pagana. Sus dedos palpaban nerviosos la roca mientras se arrastraba gateando por el pasillo.

Después se abrió un agujero en el muro, aún más oscuro que la noche que lo rodeaba. Con las yemas de los dedos palpó un umbral: tal vez hubiese allí una escalera que pudiese devolverlo a la seguridad, ahorrándole proseguir tan, difícil recorrido, el camino espinoso y descendente de sus sufrimientos.

Era una escalera. La Reina de los Cielos había escuchado su ruego. El rey se incorporó y bajó los peldaños. Nunca más, se juró a sí mismo, dejaré de adorar los muslos blancos de mi María, el rosal oloroso de su vientre en que los rizos de color oro oscuro, con un matiz rojizo, son como rositas trepadoras que rodean la glorieta del amor. ¡Es mía, mía, mía! Cada peldaño que conducía hacia abajo hacía crecer la emoción de su descenso.

Yeza no sabía cuánto tiempo había permanecido dormida en la entrada del pequeño templo. Ni siquiera sabía dónde se encontraba cuando vio la estrella encendida que atravesó la estancia arrastrando una cola luminosa que iluminó todo como la luz del día. Se produjo un trueno y un estallido horrible. Si no hubiese estado tan cansada tal vez aquel suceso la hubiese impulsado a incorporarse, asustada, pero no le fue posible vencer con tanta celeridad la pesadez plomiza que le atenazaba brazos y piernas, de modo que permaneció sentada y sin moverse mientras la fuente de luz seguía moviéndose chispeante ante sus ojos, iluminando cada piedra y ahuyentando las sombras, hasta golpear con gran estrépito contra algo y difundir un brillo incendiario que le cortó la respiración. Entonces supo que se trataba del fuego griego, y que la persona que lo había arrojado no esperaba otra cosa que verla a ella, Yeza, salir corriendo, estúpidamente asustada, para revelar su escondite y convertirse en presa fácil del cazador invisible.

No te muevas, se dijo a sí misma. No está lo bastante cerca como para poder reconocer todos los detalles, porque de no ser así ya estaría a tu lado, espada en mano, gritando y clavándote el filo del arma sin pronunciar palabra. Adoptó una respiración muy leve y cerró los ojos para que no la traicionara el reflejo de su iris. El incendio no encontrará con qué alimentarse entre estas piedras y pronto se apagará. Entreabrió un poco los párpados y vio que las llamas aún se movían un poco, después reinó de nuevo la oscuridad. Estuvo atenta, sabía que el otro también lo estaba. Después oyó claramente unos pasos que se alejaban. Eran demasiado audibles. Tienes poca suerte, es demasiado evidente tu intención de tenderme una trampa. Los pasos se detuvieron. Después siguieron alejándose. Yeza creyó ver un reflejo, tal vez el de una antorcha, que en seguida desapareció.

Palpó el suelo a su lado hasta encontrar una piedra y la arrojó tan lejos como pudo en la misma dirección. Pero todo siguió tranquilo. Lo mejor sería quedarse sentada allí mismo y seguir durmiendo, pues aún estaba cansada. No era de suponer que su perseguidor regresara, ¿o tal vez sí? Este segundo enemigo era más peligroso, lo había demostrado por el simple hecho de haber sabido esperar más tiempo. Se riñó a sí misma por no haberse confiado a Baibars.

Si el emir de los mamelucos hubiese deseado realmente acabar con ella podría haberlo hecho hacía tiempo. Pero Baibars no era el tipo de hombre que mata a una niña. Tal vez la hubiese metido a la fuerza en un harén, aunque ni siquiera en el suyo propio. A estas horas ella podría estar durmiendo de nuevo en una cama en lugar de seguir perdida en la pirámide, cuya salida ahora ya ni siquiera podía buscar, sino que debía evitar, pues allí la estaría esperando con toda seguridad el hombre del fuego griego, a menos que fuese del todo estúpido. Y ella sabía que no era estúpido, que era tan peligroso como es la guerra, al menos eso solía asegurar William. Y éste, ¿adónde habría ido a parar?

¡Era el colmo! Ya que no se esforzaba por hacerle compañía, ¡lo mínimo que podía haber hecho era cuidar de ella! ¡Ese fraile franciscano era poco fiable! Lo más seguro es que estuviese persiguiendo a las mozuelas de la cocina. Yeza se había dado perfecta cuenta de que la insolente Alisha le tenía sorbido el seso. A saber lo que hacían los dos cuando William la atrapaba en algún corredor oscuro. A Yeza le era difícil imaginarse el pene de William. ¿Sería pequeño y grueso como el propio minorita, o parecería más bien un pajarillo demacrado? Lo más probable era que Alisha lo supiese desde hacía tiempo. Había sido ella quien le había insistido en que primero había que sangrar, antes de que un hombre pudiese conocerla. En general, los hombres eran bastante tontos. Tendría que preocuparse de que Roç no se convirtiera en un hombre así.

Roç tenía que llegar a ser un héroe tan valiente como Roberto de Artois, con los ojos brillantes y la barba rizada. Yeza no había olvidado al impetuoso joven y estaba segura de que Alisha jamás habría sido capaz de enredar a Roberto en una de sus chanzas. ¡Ojalá fuese ella ya una mujer! Había que salir como fuera de la dichosa pirámide.

La salida seguramente estaba en la parte inferior, y allí la esperaría el hombre. Un hombre que no pensaba en conocerla como mujer, sino que deseaba matarla porque corría por sus venas la sangre del Grial. Yeza se juró que su perseguidor no lo conseguiría; se levantó con parsimonia y estiró los miembros. Sintió la frialdad del puñal que llevaba en el pantalón, que rozaba su piel desnuda. El contacto le infundió valor. Le dolían las extremidades y también sentía unos tirones y unas punzadas desconocidas hasta entonces, que procedían de su vientre. Decidió subir hasta la punta de la pirámide, allá arriba tenía que haber un sitio muy estrecho, tanto que sólo podría acoger a un cuerpo pequeño como el de ella. Con toda seguridad, aquél era el lugar más seguro de todos para ocultarse.

La muchacha echó a andar y se dispuso a traspasar la puerta baja, deslizándose bajo el dintel. Aún no había abandonado el templo que componía un recinto rectangular rodeado de gruesas columnas cuando vio que otra olla de fuego griego se estrellaba desde el exterior contra el tímpano[543], oyó el ruido de los trozos de barro que caían al suelo, y en seguida una masa incendiada se extendió sobre el pavimento de la entrada donde había estado agachada un momento antes. Las columnas arrojaban sombras amenazadoras, pero Yeza pasó corriendo entre ellas y encontró detrás una escalera tan empinada que tuvo que ayudarse con las manos para escalar los altos peldaños. Se apresuró a escabullirse del alcance de la claridad difundida por el fuego. Una vez arriba vio que el camino se dividía y que había una barandilla. Miró hacia abajo y vio el patio interior y el frontispicio del templo. El fuego atacaba las columnas de piedra, todo estaba iluminado, pero no había ni rastro del perseguidor. Yeza se deslizó sobre el vientre, protegida por el antepecho, y se movió como una lagartija sobre el suelo de piedra. Delante de ella se abría la roca, y la niña se ocultó en el agujero. Se trataba de una gruta natural muy baja, que se estrechaba hacia atrás. La intuición de Yeza en cuanto a caminos secretos era muy viva, por lo que no se desanimó, superó la estrechez y acabó por encontrarse en un pasillo que conducía hacia lo alto. ¿Habría conseguido escapar de su perseguidor? Fue avanzando paso a paso, sin hacer ruido, deteniéndose de vez en cuando para escuchar.

Un líquido oscuro se extendió sobre la piedra, alcanzó el borde del bloque y descendió hasta el escalón siguiente, llegando desde el Bab al malika hasta el lugar donde la sultana esperaba sentada en el palanquín. Cuando el líquido goteaba ya de la última piedra, Sayarat al-Durr se convenció de que era sangre, un descubrimiento que no presagiaba nada bueno. Decidió apresuradamente dar la orden de partir.

Durante horas enteras había tenido la mirada puesta en el cordón de luces que formaban las antorchas, esperando una señal de sus fieles para que ella, la gobernante y «madre de Halil», pudiese ocupar finalmente el lugar que le correspondía; para atravesar en recorrido solemne la pirámide al encuentro del hombre que a su lado tomaría en sus manos los destinos del país. Pero nada había sucedido. Como no deseaba suponer que la habían olvidado, el silencio sólo podía significar que aún se le negaba a ella, sultana verdadera y guardiana del sello, la entrada a través de la Puerta de la Reina, y que esa entrada seguía reservada para la «hija del Grial», Alah yijaribha![544] Después vio de repente que las antorchas empezaban a moverse allá arriba en un desorden violento que casi parecía una lucha, y una después de otra acabaron todas por apagarse. A ello le siguió un silencio mortal, después la sangre. Las mujeres retomaron sus aullidos y lamentos y siguieron durante un tiempo corriendo junto al palanquín, en uno de cuyos rincones se acurrucaba el pequeño Musa, a quien Sayarat había acostado allí.

El niño no se había dado cuenta de nada y estaba profundamente dormido. Las mujeres se daban golpes con la mano abierta sobre la boca emitiendo gritos estridentes y un plañido ensordecedor. Finalmente regresaron todas al palacio, a la paz cotidiana del harén.

El rey seguía recorriendo la parte inferior de la pirámide, toda ella atravesada por pasillos de techo bajo y corredores estrechos. Había perdido la orientación. Pero aunque se encontraba en medio de una oscuridad total, en su cerebro bullían unas imágenes de luminosidad libidinosa, probablemente porque había dado repetidas veces con la cabeza contra el muro en un intento de recuperar el caminar erguido y la dignidad, que había perdido a lo más tardar cuando consiguió bajarse justamente a tiempo el pantalón para que sus intestinos se vaciaran con la misma violencia con que circulaban las imágenes por su mente. Cada piedra que tocaba le ofrecía formas femeninas, cuanto palpaba se le convertía en muslos, cada hendidura en el muro era un vientre que se abría. Habían desaparecido como por encanto las delicadas imágenes de la intimidad mariana, de la carne casta de color alabastro en cama de rosas, los senos ocultos tímidamente bajo el manto azul de la Reina de los Cielos: todo fue desplazado por las diosas paganas que empezaron a atormentarlo, que no conocían la vergüenza, que lo asaltaban como si él fuese Príapo[545]; y por mucho que intentara castigar a golpes su miembro rebelde, éste le levantaba la tela del calzón en una excitación indigna, exigiendo manifestarse y revelando su obscenidad. Vio a las faraonas de largas piernas que solamente conocía de las pinturas en los jarrones, recordó cómo levantaban sus cortas faldas y le acercaban desvergonzadas al rostro la vulva afeitada, le tocaban el pene cuya erección le era ya imposible ocultar. Una Maya gruesa compuesta de múltiples senos lo abrazó, apretó los pezones chorreantes de leche contra su vientre y lo obligó a sujetarla con ambas manos por las enormes nalgas. Se arrastró sobre él, dispuesta a aplastarlo si no la obedecía.

Luis jadeaba y de su boca salieron gritos roncos que él mismo no podía oír, su cuerpo en celo rodaba por el suelo, intentaba ahogarse a sí mismo, arrancarse esos ojos que no estaban dispuestos a renunciar al pecado. Sus puños golpeaban el vientre y las sienes. Se tapó la nariz porque todo le olía a sexo, a excitación, a semen, a orina y a coito. Por una rendija entre las piedras vio a la diosa con los muslos rojos de la sangre derramada de los adolescentes sacrificados en su nombre, observó cómo sumergía con placer el dedo blanco en la sangre. El rey perdió el equilibrio, volvió a buscar la grieta y no la encontró, porque el infierno sólo se muestra una vez a los mortales. Corrió tambaleándose por el pasillo, sufrió el tormento de un cielo que caía sobre él junto con todas las constelaciones. En aquel momento Luis supo que estaba muerto, que estaba atravesando el purgatorio, que se había abierto el infierno y que se iniciaba el Juicio Final. El estruendo y el bramido que son capaces de generar las trompetas de los arcángeles para que todo lo edificado sobre la Tierra caiga en ruinas dio paso a una bola de fuego que atravesó la estancia, iluminándola como si fuese la luz del día, para que Dios viese claramente a cada uno de los pecadores que debían ser castigados. La bola ardiente que escupía fuego giraba en torno a sí misma en su recorrido esférico, hasta que se estrelló. Pensó que aquello acabaría por hacer reventar también a la pirámide, y que él moriría debajo, sepultado. El rey se había arrojado a tierra, a la espera del fin del mundo. Pero después no sucedió nada más. En algún lugar vio un resplandor y observó la huida de la Virgen María, una mujer de cuerpo delicado y cabello rubio que ondeaba sobre un vestido azul que apenas cubría su desnudez. La fugaz imagen se alejaba temerosa de la luz y desapareció en la oscuridad. ¡Virgen eterna! ¡Imagen de luz celestial! ¡Estaba necesitado de su ayuda!

Luis se incorporó, quiso desenvainar la espada y recordó que había renunciado a llevar un arma cuando decidió emprender el recorrido por la pirámide. Ahora tendría que enfrentarse a un enemigo que incluso aquí dentro utilizaba ese maldito fuego griego, un enemigo pérfido que iba a la caza de una niña atemorizada: una virgen que era acosada ante sus ojos, los ojos del propio rey. Luis emprendió valeroso el camino para acercarse al lugar donde había visto extenderse el incendio, que en aquellos momentos ya estaba a punto de extinguirse. Antes de que la luz volviese a ceder del todo a la oscuridad, consiguió situarse en el centro del foco para que el enemigo pudiese verlo y fuese capaz de enfrentársele. No consideró decoroso llamarlo a gritos. Bastaría con mostrarse. Pero aquel cobarde no aceptó el reto y Luis se quedó solo en medio de la negrura, mientras su ojo interior veía nuevamente la imagen fugaz que se le había aparecido en el momento de la explosión.

El camino recorrido por Yeza trazaba una espiral ascendente y en seguida se dio cuenta de que el suelo estaba empedrado y el pasillo era más ancho que los demás. Después vio el reflejo de una luz y comprendió que estaba ofreciendo su silueta al perseguidor si venía por detrás. Pero también se sintió inundada por una serena alegría. El hombre debía de haber estado allí antes que ella, pues mientras iba avanzando vio las lamparillas de aceite dispuestas a la redonda y comprendió por la claridad de su luz que no podía hacer mucho tiempo desde que fueron encendidas. En el centro del círculo vio una piedra de mármol negro, lisa y pulida, que parecía un altar. Encima estaba su vestido azul. Supo entonces que estaba destinada a perder allí la vida y cuando miró sus pantalones se dio cuenta de que en la entrepierna mostraban una gran mancha oscura. Entonces recordó que desde algún tiempo venía sintiendo una humedad al caminar y supuso que se trataba de sangre. Estaba sangrando. El destino se iba a cumplir y la había convertido en mujer en el mismo instante en que encontraría la muerte. Pero no quería enfrentarse a su última hora con una mancha en el pantalón. Consideró que era mucho mejor morir ataviada con la ropa azul, porque una mujer no debe morir vestida con pantalones. Se soltó con decisión el cinturón, sacó el puñal y decidió que no se separaría de él, pues en último término le serviría para matarse a sí misma si la situación se volvía demasiado difícil. De modo que dejó caer los pantalones y se quedó desnuda. Su mirada se deslizó llena de curiosidad hasta el jardincito y desde allí hacia los muslos, que veía rojos y pegajosos de sangre. Para asegurarse metió el dedo entre el «velloncito de oro», como Roç lo había llamado en cierta ocasión, llegó hasta la puerta del paraíso y después levantó el dedo hacia la luz. Lo vio brillante de sangre oscura. Yeza estaba tan ocupada con su propio cuerpo que no se dio cuenta de los gemidos reprimidos que emitía algún observador secreto, y mucho menos vio los ojos brillantes del rey. Se cubrió con el vestido azul, escondió los pantalones en un rincón para que no los encontrara nadie, metió el puñal en el escote y abandonó a paso rápido aquel lugar. Volvió a descender caminando por el otro lado del ancho pasillo. Ni siquiera le llamó la atención el hecho de que también éste se veía ahora iluminado por un cordón de lamparillas de aceite. Como el descenso era muy acusado empezó a correr, casi sin quererlo y centrando su atención en que no se le enredaran los pies en el largo terciopelo azul. En medio de su carrera estalló la tercera explosión iluminando las bóvedas y las escaleras como si fuese de día, pero la joven siguió corriendo, pensando que de un momento a otro habría de llegar el final. Después oyó detrás de ella los pasos del perseguidor. Yeza sintió de nuevo pesadez en las piernas y pensó que ya no valía la pena seguir huyendo.

En cualquier momento la alcanzaría el hombre. Yeza llegó hasta una puerta que sólo estaba entornada. Se introdujo en la habitación y cerró la puerta sin hacer ruido, inclinando después la frente contra la madera para tranquilizar su respiración. Oyó el paso recio del hombre que la amenazaba y se dio cuenta de que pasaba de largo. ¿Por qué habría trasladado el vestido azul hasta donde ella tuviera que encontrarlo? ¿Se trataba acaso del sacerdote secreto de un templo oculto, que la había elegido a ella como víctima? ¿Un loco, tal vez el del rostro desfigurado del que la había salvado Baibars? Yeza se volvió lentamente hacia el interior de la estancia y vio que se encontraba en un templo. ¿O era una cámara mortuoria?

La habitación estaba brillantemente iluminada. Centenares de luces de sebo alumbraban con claridad inusitada las paredes, y en el centro descubrió, en un ataúd elevado, ¡el cadáver de Roberto de Artois! Yeza se acercó con reticencia. Lo que la extrañaba no eran los rasgos familiares de aquel joven que siempre reía como un niño, su barba rizada y los cabellos indómitos, pues todo ello seguía como si él estuviese vivo y fuera a abrir los ojos dentro de un instante, sino el gigantesco miembro viril, erguido verticalmente, que estaba cubierto de oro, lo cual la irritó aún más, pues aunque no le provocaba repelencia, tampoco le pareció conveniente. Sencillamente, no cuadraba con el Roberto que había conocido. ¡El caballero de los ojos sonrientes! Los tenía de un color gris verdoso como los suyos, recordó Yeza. Después la muchacha bostezó, se sentía de nuevo cansada y la vencía el sueño. Podría haberse dormido allí mismo, de pie. Muchas veces Yeza se había descubierto a sí misma imaginándose lo que el gran héroe llevaría dentro del pantalón, pero jamás habría pensado en un pene de oro, y mucho menos que fuese tan grande. Yeza se sintió desilusionada y tuvo lástima del muerto. Deberían haber depositado sobre su vientre una espada larga y cruzarle las manos encima. Habría sido una imagen más digna de él. O también el escudo con su emblema, que habría podido cubrir esa parte del cuerpo, y consideró que no era conveniente sacarle a un cadáver el pene del pantalón. Tampoco le resultaba atractiva la idea de tocarlo para ver si estaba sujeto o llevaba una funda encima. Lo que hizo fue acercarse e inclinarse sobre el hombro de Roberto, como para consolarlo. Se arrodilló junto al ataúd, inclinó la cabeza sobre el pecho del muerto y se durmió.

El emir Baibars con sus mamelucos, cuyas espadas aún chorreaban sangre, se encontró con el grupo a quien Aibek había entregado al gobernador para que lo pusieran a buen recaudo. Baibars los detuvo y se presentó ante Husam ibn abi’Ali.

—¡Me confiaron a una criatura y tuve que jurar que la protegería como a las niñas de mis ojos!

El gobernador lo miró con resentimiento:

—¡Otros también lo han hecho! —se mofó—. Aquí están en juego los intereses del Estado y, al fin y al cabo —añadió con menosprecio—, no se trata más que de una niña.

Baibars lo miró fijamente durante un instante y dijo después con frialdad:

—Eso lo habéis dicho vos, Husam ibn abi’Ali. Y yo os contesto ahora: ¡de lo que se trata es de vuestra cabeza!

Pidió a uno de los mamelucos la gigantesca cimitarra dorada que el gobernador solía llevar consigo como símbolo de su poder. La sacó de la vaina y pasó el pulgar por el filo para verificar su estado. El sable curvo era una pieza de gran calidad, fabricada en Damasco, y pesaba tanto que convenía sujetarla con ambas manos, pues lo único que se necesitaba hacer entonces era realizar un simple movimiento de siega en que el peso del arma, afilada como una hoja de afeitar, separaría del tronco incluso la cabeza de un búfalo. Pero el gobernador no era precisamente un búfalo y empezó a gritar.

—¡De rodillas! —rugió Baibars, y los mamelucos intentaron doblegar a la víctima, que se resistía. Cuando Husam ibn abi’Ali se dio cuenta de que no podría escapar a la muerte, dejó de repente de gritar y levantó la mano en un gesto que exigía atención. Se tocó con ambas manos el precioso turbante, y todos pensaron que su intención era dejar libre el cuello, pero lo que hizo en realidad fue apretar las muñecas contra las puntas de ciertas agujas. Mientras los mamelucos esperaban aún con impaciencia que decidiera retirar de su cabeza la valiosa pieza, empezó a salirle espuma de la boca. El gobernador jadeó, sus ojos giraron en las órbitas y después cayó hacia adelante, donde lo recogieron los brazos de los mamelucos para depositarlo a los pies de Baibars, quien arrojó a tierra la cimitarra que ya sostenía en alto, soltó una blasfemia, dio bruscamente media vuelta y se alejó. Entonces los mamelucos levantaron el cuerpo agarrándolo por los brazos y separaron la cabeza del tronco.

—¡Yves! —sonó la voz del rey con un tono profundo y poderoso, como sonaría la de un patriarca del Antiguo Testamento—. ¡No matarás!

«El Bretón» se había introducido por una puerta secreta en la cámara mortuoria y halló allí a Yeza dormida, tal como había esperado, en una posición inesperadamente favorable además. El cabello rubio le colgaba hacia un lado dejando la nuca al descubierto.

Yves no deseaba perder más tiempo, y lo único que le molestaba era que Yeza se había apoderado en sueños de la mano del príncipe Roberto y había descansado su mejilla en ella. Eso significaba que Yves habría cortado también el brazo del príncipe, y la idea le hizo vacilar, aunque sólo por un instante. Ya tenía el hacha de guerra levantada cuando, sin que él se diera cuenta, apareció el rey en la puerta. Yves se tambaleó. Estaba entre la víctima que debía matar por encargo y el rey que lo había expulsado de su entorno. El monarca miró firmemente a los ojos a su servidor desconcertado y no parpadeó ni un segundo, para no perder el control sobre el hombre. El hacha en la mano levantada de Yves no tembló, sino que fue descendiendo en dirección a la nuca de la muchacha. Nadie, ni siquiera el señor Luis, podría decir que Yves «el Bretón» no llevaba a cabo lo que se había propuesto. Y al fin y al cabo lo hacía en bien de Francia, la Francia de los Capetos.

—Deja el hacha, Yves —dijo el rey en voz baja—. No puedo tolerar lo que tus manos están a punto de hacer: ¡lo harías contra la voluntad de tu rey!

Yves volvió a levantar una vez más el hacha, como si antes sólo hubiese estado tomando medida y ahora fuera a dejarla caer de verdad y definitivamente. Pero después se quedó rígido, como si tuviese una visión, y el hacha cayó de su mano, ya sin fuerza. El hierro golpeó con un sonido desagradable contra el suelo de piedra.

Yeza despertó y miró por encima de Roberto de Artois al rey, y detrás del rey vio a los hombres vestidos de blanco.

Sólo cuando Yves se arrodilló detrás de ella, recogió el hacha y la ofreció a su señor con ambas manos y una petición en la mirada, miró también a su perseguidor. Pero éste seguía con los ojos fijos en la tribuna elevada, más allá de la cabeza del rey. Ahora estaba vacía, los hombres de blanco se habían retirado a la sombra. Yves sospechó que eran ellos y no el de Anjou los que deseaban que él estuviese presente allí, que levantara el arma y que la abandonara también. El destino de todos estaba en manos de ellos, aunque el rey creyera que era su palabra la que tenía poder suficiente para romper el conjuro.

—Debéis matarme, majestad —dijo Yves—, puesto que en mí habita el mal ¡y algún día tendrá más poder sobre mí del que tenéis vos!

—Jamás, Yves —dijo el rey, alejándose de la puerta para acercarse a «el Bretón» y retirarle el hacha de las manos—. Tal como tú te ves obligado a vivir con el arma, el rey está obligado a gobernar con el poder de la palabra, un poder que nace de su sangre y que siempre le hará vencer al mal. —Volvió a dejar el hacha en las manos de Yves, que lo observaba mudo de sorpresa—. Dios es mi señor —dijo el rey—, y harás bien en reconocerme a mí como tu único soberano, y no a un demonio cualquiera.

El rey miró a Yeza, que levantó la cabeza; su cabellera rubia inundaba el pecho del muerto y sólo entonces pareció reconocer el cadáver de su hermano preferido, Roberto, cuya mano seguía estando sostenida por la muchacha.

—No sé cómo podéis perdonarme, majestad —contribuyó Yves a la tormenta de sentimientos que asaltaban a Luis.

—¡No te perdono en absoluto, Yves! —dijo el rey con aspereza—. No has estado jamás aquí, yo no te he visto, y cuando volvamos a encontrarnos sabes lo que espero de ti. ¡Retírate ahora!

«El Bretón» se incorporó, se inclinó apresuradamente ante ambos, dirigió una última mirada rencorosa a Yeza y se apresuró a alcanzar la puerta y dejar la cámara mortuoria. El portazo que dio al cerrarla fue un tanto exagerado.

—¿Es ése el demonio? —sonrió Yeza, poniéndose de pie con su largo vestido azul y devolviendo con cuidado la mano del muerto al ataúd.

—No, querida doncella —dijo el rey—, ¡no es más que un pobre hombre! Un pobre hombre como todos nosotros —y se arrojó sobre el muerto para llorar. Estuvo durante mucho tiempo llorando y derramando lágrimas amargas.

Yeza permaneció a su lado y se obligó a no llorar en aquel momento, pero como el rey le daba pena, le acarició después de algún tiempo el cabello. Entonces el rey lloró aún más, y Yeza dejó descansar su mano firme sobre la cabeza del soberano, hasta que él se tranquilizó. Luis se quitó el manto y lo tendió sobre el muerto, prestando especial atención a que quedara bien cubierto el miembro dorado. Después trazó por tres veces la señal de la cruz encima de la elevación indecente que se percibía aún a través del paño del manto, se inclinó sobre el rostro del hermano, que había quedado al descubierto, y besó los labios pálidos como la cera.

El rey tomó la mano de Yeza y salió con ella de la cámara mortuoria. En el ancho pasillo iluminado al que se abría la puerta, los esperaban en silencio seis hombres que vestían largas túnicas blancas. Se oyó una voz clara, cuyo poseedor no parecía estar presente, y que dijo:

—Si lo deseáis, majestad, os podemos llevar a vos y a la infanta real a bordo de un barco, sin que os vea nadie, para que os devuelva con toda seguridad a Francia.

—No —dijo Luis—, no deseo que me empujéis a romper la palabra dada. No quiero abandonar a cuantos vinieron aquí conmigo al encuentro de su perdición segura.

—¿Era ése el demonio? —susurró Yeza.

—No —le devolvió Luis el susurro—. ¡Es peor! —y se acercó a los hombres—. No —volvió a decir en voz alta y clara. Los caballeros inclinaron la cabeza ante Yeza y el rey, y dos de ellos les indicaron que los siguieran.

Los dos hombres se adelantaron y después de un breve recorrido y tras doblar unas cuantas esquinas, despidieron al rey y a la muchacha exactamente en el lugar donde se encontraba el muro con las dos puertas. Habían subido por el pasillo que Luis eligió primero y al que había renunciado después. Se abrió el Bab al muluk y el rey y Yeza vieron que estaba amaneciendo y que nadie los esperaba.

FINIS

LIBRO II