III
El hombre en su verdadero estado no es más que un animal miserable de dos pies, desnudo como tú.
SHAKESPEARE, El rey Lear
La claridad fría, mate, de una mañana gris alumbraba la aldea cuando salieron de la posada.
El Mayorazgo quiso antes de salir saludar al alcalde y darle las gracias. El herrero estaba ya levantado, ofreció a don Juan una copa de aguardiente, y hablaron un rato.
—Ahora, cuando se aclare un poco, enseñaré a la muchacha el camino.
El sol no había comenzado a brillar en los montes; densas capas de niebla cubrían la aldea. Sonó la oración, comenzaron a abrirse las puertas de las casas, los labriegos engancharon los bueyes y por las cuestas del pueblo bajaron las carretas chirriando.
Los gallos cacareaban, los herreros comenzaron los tres su trabajo, y se oyó el ruido rítmico de los martillos en el yunque.
Cuando clareó un poco, el herrero, señalando una montaña blanca de nieve, le dijo a Marina:
—¿Ves aquel monte?
—Sí.
—Pues allí debéis de ir, mirándole siempre.
Luego el alcalde le dio a la muchacha un trozo grande de pan, y después de desear un buen viaje, se dedicó a su faena.
Salieron el Mayorazgo y Marina del pueblo, atravesaron una dehesa blanqueada por la nieve, cruzada por negruzcos senderos, pasaron por encima de un arroyo que inundaba un camino, y por una hondonada fueron penetrando en una estrecha garganta.
El cielo estaba plomizo, bajo. El río verde pasaba deslizándose sobre las peñas cubiertas de musgo, se remansaba a trechos, se encajonaba al reunirse las orillas. Se veía en dos o tres sitios, abajo en la misma ribera alguna serrería sostenida sobre hileras de estacas como las antiguas habitaciones lacustres, y en el agua tranquila y negruzca que ocultaba bajo su tersa superficie el fondo del cauce, se reflejaban el tejado rojo de las serrerías y las imágenes invertidas de los altos pinos de las orillas.
Avanzó el día; el sol brilló arriba en las cumbres pobladas de pinares iluminándolos con tonos anaranjados y rojizos.
A las dos o tres horas el Mayorazgo y Marina salieron de la estrecha garganta, en cuyo fonda pasaba el río, y comenzaron a subir el monte en línea recta. Árboles arrancados de sus raíces, descarnados y secos, llenos de brazos, como pulpos blancos, parecían intentar subir por la falda del monte, en la cual nacía una vegetación pobre de aliagas y de matorrales ya secos.
Luego comenzaron a aparecer manchones de nieve endurecida por las grandes heladas, después extensiones blancas sólo interrumpidas por los manchones oscuros de los pinares.
En medio de un bosquecillo de pinos, el Mayorazgo y Marina encendieron una hoguera, descansaron y comieron un poco de pan.
—¡Qué cansada estoy! —murmuró Marina—; pero nunca he estado tan bien.
—La felicidad no se encuentra más que en las altas cimas —repuso el Mayorazgo.
Luego que pasaron un rato, don Juan se levantó.
—Vamos —dijo—; no te vayas a entumecer.
Pasaron un primer alto y apareció otro llano.
Ya la sábana blanca se extendía inmaculada, ondulante… El sol brilló un momento muy pálido.
Se iban hundiendo hasta media pierna. Estaban cansados, sudorosos; las sienes les latían con violencia.
La claridad de la nieve ofuscaba, tenía una reverberación tan intensa, que al mirar al cielo gris pálido parecía negruzco.
Comenzó a oscurecer; nubes blancas pasaron rasando el suelo como espirales. Hacia levante, el cielo tenía los colores cobrizos de la tempestad.
Se veían montes blancos apoyados unos en otros que parecían grandes fantasmas en eterno conciliábulo. A trechos se abrían abismos profundos, enormes barrancos en cuyo fondo estaba todo desgajado y roto, con pedruscos y rocas que alguien parecía haberse entretenido en triturar.
Marina pensó si se habrían perdido, pero no dijo una palabra; siguió andando al lado del Mayorazgo, muerta de cansancio…
Terminaba el día; el viento brotaba tan pronto de una parte como de la contraria; unas veces les azotaba la cara lleno de nieve, otras les empujaba por la espalda.
—Estoy rendida —murmuró Marina—; no puedo más.
—Ven, yo te llevare en brazos —dijo el Mayorazgo—. Tú me guiarás.
Tomó don Juan a Marina en sus brazos y siguió andando, con seguridad, sin vacilación ni cansancio. Marina, acurrucada como un niño, con la cabeza apoyada en el hombro del Mayorazgo, miraba el paisaje iluminado por la vaga luz de la luna que brillaba entre una gasa azul que dejaba todo incierto en una penumbra extraña, en un resplandor que parecía de sueño.
Y así pasaron una hora y otra sobre la terrible desolación de la nieve. De vez en cuando el Mayorazgo se detenía, respiraba varias veces hondamente, y seguía andando.
De pronto Marina vio una columna de humo pálido que salía de algo que parecía una choza.
—Allá hay humo —dijo, y saltó de los brazos del Mayorazgo.
—Por aquí, por aquí —añadió guiando a don Juan.
Era efectivamente una choza pequeña; llamaron, y como la puerta no estaba más que entornada, pasaron adentro, siguieron un corto pasillo y se encontraron un hueco, de unas tres varas en cuadro, en donde estaban acurrucados junto al fuego un viejo con el cabello como la nieve y la barba hirsuta, envuelto en un capote blanco, y un niño de doce a catorce años vestido de pieles.
—Buenas noches nos dé Dios —dijo el Mayorazgo—. Hemos perdido el camino.
—Pasad, buena gente, y calentaos —contestó el viejo.
Se sentaron Marina y el Mayorazgo sobre montones de ramas, al lado del fuego.
—Mal camino traéis —agregó el viejo— si venís de alueñe.
—Pues de lejos venimos —contestó el Mayorazgo.
—¿Sois ciego?
—Sí.
—Es grande desgracia. ¿No habréis comido?
—No.
—Anda, zagal —dijo el viejo—; trae el jarro que está en la ventana.
El zagal abrió la ventana y sacó una jarra llena de leche.
—Está helada —dijo. Puso la jarra al lado del fuego y esperó a que se liquidara. Después el muchacho trajo un puñado de castañas, y Marina y él se pusieron a asarlas en el rescoldo de la lumbre.
—¿Es vuestra hija esta muchacha? —preguntó el viejo.
—Sí.
—Es muy alta. Vos sois joven todavía. ¿Cómo os llamáis?
—Juan.
—Yo me llamo Lope y soy guardador de ganados.
—¿Hay muchos lobos por aquí? —preguntó el Mayorazgo.
—Muchos hay. ¿No visteis a la puerta del chozo un pino con tableros entre sus ramas más gruesas?
—No.
—Pues lo hay. En esos tableros dejan el hato y la comida los pastores para resguardarlos del hambre de los lobos.
—¿Pero tantos andan?…
—Sí andan… Muchos.
Devoraron el Mayorazgo y Marina las castañas, bebieron la leche caliente y se dispusieron a dormir.
No había pasado una hora cuando el Mayorazgo se despertó con sobresalto y oyó el ruido de una puerta; Marina se despertó también. Se presentó en la choza un hombre joven, fuerte, de aspecto feroz, con las guedejas largas, la barba enmarañada, los ojos bajos. Vestía un abrigo de tela parda en forma de dalmática, llevaba pieles de carnero atadas a las piernas y abarcas. Un hacha de leñador colgaba de su cinto.
—¡Aho! ¡Aho! —gritó.
—He miedo —exclamó el zagal.
—¿Eres tú, Melitón? —dijo el anciano Lope temblando.
—Sí, yo soy. Véngovos a ver, Lope. No os asustéis. ¿Estás tremando garzón? —exclamó el hombre dirigiéndose al zagal—. Desde lejos vi que teníades visitas; ¿qué hablábades ha poco?
—Hablábamos de los lobos —murmuró Lope tartamudeando— que matan mucho ganado.
—Hacen bien. Todos los animales hacen lo mismo.
—Sí, es verdad.
—Todos matan. Y si no ¿cómo se iba a vevir? —exclamó el leñador ceñudo, bruscamente—. Muchas veces oí decir que otro mundo hay, en donde todo el mundo vive queriéndose y sin hacerse daño. No lo creo, ni lo creeré nunca.
—¿Por qué? —preguntó don Juan.
—Porque no. Si yo no matara ovejas, ¿de qué veviría? Si el leñador no matara el árbol, ¿quién quemaría leña en el pueblo? Si no matara bestias el cazador, ¿quién comería carne? Los osos y los lobos, las zorras y los pájaros, los hombres y las comadrejas, todos matan y hacen daño; es su regla.
—Pero puede haber una regla superior a ésa —replicó el Mayorazgo.
El leñador no contestó, miró al ciego atentamente y después a Marina.
—¿Quién es esta mujer? —preguntó.
—Es la hija de este buen hombre —contestó Lope.
—Es hermosa. Yen aquí, mochacha.
—¿Qué la quieres? —preguntó el Mayorazgo.
—A ti nada te digo —replicó el leñador—. Ven aquí, mochacha.
—No irá —contestó don Juan.
—Soy Melitón el leñador, el que ha hecho finar más cristianos que ovejas un lobo.
—¿Y qué?
—Soy el que roba y mata; de mí todo el mundo habla con pavor. Dame esa mochacha.
—Ven por ella.
Melitón se acercó, el Mayorazgo le cogió con la mano izquierda por el brazo y con la derecha le descargó tan terrible golpe, que el leñador cayó al suelo bramando de coraje. Levantóse, y sacó del cinto el hacha y blandiéndola se fue hacia el Mayorazgo. Se interpuso Marina y le hizo errar el golpe, volvió a levantar el brazo, pero el Mayorazgo tuvo la suerte de agarrarle por el cuello y tumbarle.
Cayeron los dos a tierra, Melitón debajo, el Mayorazgo arriba, y se entabló una lucha terrible. Crujían las espaldas por los esfuerzos; el Mayorazgo sujetaba al bandido brutalmente; Melitón bramaba frenético, arañaba, llegó a morder a su contrario una mano. Entonces don Juan le golpeó y le zarandeó tan bárbaramente, que Melitón pidió
a gritos que le dejara ya. El Mayorazgo le dejó levantarse, y el bandido, magullado y maltrecho, salió vacilando de la choza.
Lope atrancó la puerta y volvió a contemplar con admiración profunda al Mayorazgo.
—¿Te ha herido en la mano? —le preguntó Marina.
—No es nada. Una mordedura. Ahora duerme, chiquita. No hay cuidado, no volverá…
Y a pesar de la inquietud que había producido la lucha, al poco rato, rendidos por el cansancio, todos dormían en la choza.
A la mañana siguiente se despertaron Marina y el Mayorazgo.
Había salido el sol, no se podían mirar aquellas anchas extensiones de nieve sin quedar turbado por la luz. Acompañó Lope a los caminantes hasta el final de la meseta, desde donde se veía un anchísimo barranco, con dos lagunas en medio.
—Bajad por ahí —les dijo— y en dos horas encontráis el primer poblado. ¡Ah! No paséis junto a esa laguna Negra.
—¿Por qué no?
—Podíais finar allá.
—¿Pero por qué?
—Porque es una laguna donde hay una mujer que vive en el fondo y que mata al que se le acerca. Todo el que se mira en esa agua, muere.
—Está bien, no nos acercaremos —repuso el Mayorazgo—. Adiós, y gracias, señor Lope.
—Adiós, y buena suerte.
Comenzaron Marina y el Mayorazgo a bajar al gran barranco cubierto de nieve. De las dos lagunas una estaba completamente helada; la otra era negra como una mancha de tinta, y se comprendía su fama de misteriosa, parecía el ojo redondo de un monstruo. Se veía desde lo alto en el interior de un embudo que quizás fuera en otro tiempo el antiguo cráter de un volcán.
—Vamos a la laguna Negra —dijo el Mayorazgo a Marina.
—¿Para qué?
—Vamos.
Atravesaron la laguna que estaba helada y se acercaron a la otra. Marina dijo que el agua era muy profunda y muy clara. Llegaron hasta la orilla misma.
—¿Se reflejan nuestros cuerpos? —preguntó el Mayorazgo.
—Sí.
—Y no nos pasa nada. Ya ves, todo lo maravilloso es mentira. Sigamos.
Dejaron atrás las lagunas, subieron la otra vertiente del barranco y cruzaron algunas lomas nevadas.
Pronto la nieve dejó de presentarse continua y compacta. Luego comenzaron a aparecer los pinos aislados y después los pinares extensos, negros y tristes.
Al caer de la tarde se encontraron con un camino de herradura que pasaba por el raso de un pinar donde había una choza de pastor abandonada. Hicieron allí alto, Marina apiló leñas secas y encendió una hoguera que en el aire limpio parecía una llama religiosa dedicada a algún dios.
Se tendieron en el suelo. Marina contemplaba absorta el paisaje, los pinares que se extendían a sus pies como abismos de negrura, los descampados llenos de matorrales de brezo y de retama, y los montes lejanos por los cuales corrían pinceladas de violeta.
Al hacerse de noche durmieron los dos acurrucados en la choza.