V
—Pensaba —dijo M. Pickwick— en la extraña mutabilidad de las cosas de este mundo.
DICKENS, Pickwick
Los hidalgos fueron saliendo de casa del Mayorazgo. A algunos les esperaban sus criados con un farol encendido y los iban acompañando por las callejuelas oscuras.
Míster Bothwell y Antonio Bengoa salieron juntos.
—Le voy a acompañar a usted —dijo Antonio al inglés.
—No me parece mal.
Dieron vuelta a la casa y salieron a la calle Mayor. La noche estaba fría y serena; el cielo muy estrellado; las calles oscuras; sólo alguna lámpara colgada de una cuerda se balanceaba ante una hornacina, iluminando alguna piadosa imagen.
—No estoy en nada conforme con sus ideas —exclamó de pronto el inglés—. El gesto ha sido gallardo, es verdad. Ese estúpido canónigo no dice más que necedades; pero, a pesar de todo, no estoy conforme con sus ideas.
—¿No? —preguntó extrañado Antonio, a quien las opiniones del inglés tan pronto le parecían las de un hombre de talento como las de un extravagante badulaque.
—No; yo no creo que hay que transformarlo todo.
—Para progresar hay que transformar. Sin transformación no hay progreso.
—¡Y qué!… ¿Qué con que no haya progreso?
—Yo creo que progresar es acercarse a la verdad.
—¿Y si la verdad es dolorosa?
—Aunque así sea, hay que acercarse a ella.
—¿Para qué? Además, no nos podemos acercar a ella. Sabemos los rudimentos de las cosas, pero no sabemos más, y lo probable es que no lo sepamos nunca. Conocemos, por ejemplo, que el punto multiplicado por el punto es la línea, que la línea multiplicada por la línea es la superficie, y que la superficie multiplicada por la línea es el volumen. ¿Pero se sabe si hay otro factor? ¿Quién sabe si el volumen multiplicado por ese factor desconocido es la vida?
Antonio contempló al inglés extrañado.
—¿Según usted no hay que buscar la verdad? —le dijo.
—No, porque aun encontrándola no sabríamos si era absoluta o no; para mí no hay más que verdades agradables y verdades desagradables… Las agradables hay que aceptarlas siempre, las otras rechazarlas… Yo no sé pintar, es cierto; pero me he hecho la ilusión de que pinto bien y vivo. ¿Para qué me voy convencer de que no sé pintar?
—Usted quiere entonces —repuso Bengoa— que vivamos adormecidos con nuestras ilusiones en un continuo sueño.
—En un sueño continuo, eso es, pero en un sueño agradable.
—Sin conseguir nada, sin realizar nada.
—Eso, eso… ¡Conseguir!, ¡realizar! Es la muerte. Todos esos ingleses y franceses y yanquis es lo que quieren, conquistar las cosas, realizarlas… ¡Desdichados!
—¿Por qué?
—Porque sí. Esas manzanas de oro del jardín de las Hespérides están por dentro agusanadas. Vale más verlas y decir: «¡Oh qué hermosas manzanas! ¡Oh qué manzanas tan hermosas!» Pero no hay que probarlas, porque están podridas.
—Yo no creo que estén tan podridas, míster Bothwell.
—Usted es un idealista. Usted cree que vive con las cosas y con los hombres, y vive usted únicamente con las leyes y con las ideas. Si alguna vez descubre usted una ley, hágame usted caso, a mí, sea usted prudente, no trate de aplicarla. Ha descubierto la ley… es bastante.
—Usted sí que es idealista.
—No, soy práctico; porque si esa ley es física y trata de aplicarla en una máquina, tropezará usted con la materia bruta; si es una ley social, tropezará usted con la brutalidad de los hombres.
—Entonces, siguiendo su consejo, el progreso material sería imposible.
—¡Ojalá!
—Pero eso es absurdo.
—No, no es absurdo. El progreso material no ha hecho más que debilitarnos; ha sustituido las fuerzas individuales por las energías sacadas de la materia. Mañana no necesitarán los hombres sumar, porque sumará una máquina; no necesitarán escribir, porque escribirá una máquina; no necesitarán masticar, ni digerir, porque masticará y digerirá una máquina; y la máquina pensará, hablará y hará cuadros con ese indecente invento moderno que se llama el daguerrotipo. Y un día desaparecerá la Humanidad y le sustituirá la Maquinidad funcionando por medio de un sistema maquinal, parecido al de esos socialistas canallas de París.
Antonio Bengoa contempló al inglés.
«¿Será más listo de lo que yo presumo?», pensó.
—Debíais reuniros todos los españoles en contra de esta civilización de progresos materiales que no es la vuestra. Que hagan ingleses y franceses un pueblo como Labraz.
«No, no es listo —pensó Bengoa—, no dice más que simplezas».
Habían llegado a la Puerta Nueva y volvieron sobre sus pasos.
—Yo no sé si el progreso es útil o no —dijo Antonio—. Lo que sí sé, es que el pueblo que ha vivido sufriendo durante tantos siglos, tiene derecho a vivir mejor.
—¡Qué más da! —repuso Bothwell con indiferencia—. Como dice Hamlet, «nosotros cebamos a los demás animales, para cebarnos después: el rey obeso y el escuálido mendigo son dos diferentes manjares, dos platos para una mesa: ése es el fin.»
—No veo la consecuencia —replicó Antonio.
—En Inglaterra —añadió Bothwell— hacen suela de zapatillas con pelo de personas; claro es que con el pelo de los pobres. Los ricos se calientan los pies con la cabellera de los mendigos…
—¿Y qué?
—Es que hay otra cosa, según he leído el día pasado, que los fabricantes de alcohol van a hacer este producto con alpargatas viejas.
—Bueno, ¿y qué? No comprendo nada.
—¿Los ricos llevan alpargatas?
—No.
—Pues con las alpargatas de los pobres se hará alcohol que beberán también los ricos, irá por sus venas y golpeará en pulsaciones su cerebro. Consecuencia: que si los ricos pisan en sus zapatillas la cabeza de los pobres, los pobres golpearán con el alcohol de sus alpargatas la cabeza de los ricos.
Celebró Bengoa el argumento alambicado del inglés, y subieron ambos hacia la parte alta de la población.
—Todo se hace mediano —dijo Bothwell—. En tiempo de Moisés había un grande hombre, o dos o tres; los demás no valían nada. El valle estaba hondo, la cumbre alta. Ahora, en la humanidad y en la naturaleza sucede lo mismo; la cumbre se desmorona, el valle va subiendo. Dentro de algunos miles de años, en la tierra no habrá montes, y en la humanidad no habrá genios. Vamos a la planicie.
—Será verdad, pero vamos al bien del mayor número.
—¿Y qué significa el número? El número no será nunca una razón. Se quiere justicia, y la naturaleza es siempre injusta para nosotros; se quiere libertad, y en la realización de la libertad aparece en seguida la injusticia.
—Quizás sea verdad todo eso, señor Bothwell; pero con negaciones así tan absolutas no podría existir una nación, ni un Estado.
—Que no existan. ¿Usted siente la necesidad de una nación o de un Estado?
—Hombre, sí; si no, la vida sería imposible; habría guerras a todas horas; nos degollaríamos unos a otros.
—Mejor; el espectáculo resultaría más entretenido. Créalo usted, el progreso acabará por hacer del hombre un imbécil.
Se echó a reír Antonio Bengoa.
—Tenía razón su señor tío —siguió diciendo míster Bothwell—; vamos a la decadencia. ¿Cuándo dará la humanidad ejemplos de una tan grande energía como dio en Aníbal o en César? El mismo caso de César Borgia, ¿se repite hoy?
—No, afortunadamente.
—Por desgracia —replicó el inglés—. ¿Sabe usted el epitafio que le pusieron en la iglesia de Viana donde le enterraron?
—No.
—Pues decía así. Y el inglés recitó enfáticamente:
Aquí yace en poca tierra
el que toda le temía;
el que la paz y la guerra
en su mano la tenía.
¡Oh, tú que vas a buscar
dinas cosas de loar,
si tú loas lo más dino,
aquí pare tu camino.
no cures de más andar!
—No todos merecen un epitafio así —añadió míster Bothwell.
Se echó a reír Bengoa alegremente, y el inglés y él se separaron.