III

¡Ahórcate, filosofía…!

Jamás habla yo escupido a la faz de la especie humana.

SHAKESPEARE, Hamlet

Ellos me han vuelto loco.

SHAKESPEARE, Hamlet

No apareció nadie aquella noche en casa del Mayorazgo. Marina vistió a la niña con su traje mejor, y el Mayorazgo y Quintín arreglaron la sala principal como en las grandes solemnidades; después el ciego llevó el cadáver a la sala y lo colocó en medio, sobre una mesa, con la cabeza apoyada en una almohada. Había en la casa guardados unos hacheros con grandes cirios amarillos que se encendían en el día de Todos los Santos, en la capilla de los Labraz de la Colegiata; el Mayorazgo mandó a Quintín que sacara los hacheros y los cirios y los encendiera. Luego le mandó cortar todas las flores que hubiese en el jardín y echarlas en el suelo.

La sala tomó, con los doce cirios encendidos, un aspecto terrible. Las figuras toscas de los cuadros parecieron vivir, brillaron las viejas cornucopias, los herrajes de las arcas y los dorados de las molduras.

Todas las cosas parecían temblar con aquella luz vacilante. Chisporroteaban los cirios.

Marina, el Mayorazgo y Quintín velaron el cadáver de la niña durante toda la noche.

Marina estaba asustada; el Mayorazgo, inmóvil, sentado en un viejo sillón de clavos dorados, parecía una estatua de piedra. Quintín iba y venía con leves pasos.

Marina, turbada por la luz y por el olor de cera, salía de la sala o iba a asomarse a un balcón que daba a la huerta. La noche estaba fresca, el viento mugía a lo lejos, se acercaba haciendo balancear los árboles, azotando las maderas de balcones y ventanas, y se perdía después en un suspiro, como la ola del mar amenazadora rompe blandamente en la desierta costa.

A veces una ráfaga de aire más débil, naciendo y muriendo enseguida, hacía crujir el gozne de una puerta y silbaba en la chimenea.

A la mañana siguiente, después del entierro de Rosarito, se reunieron en la casa la mayoría de las personas importantes del pueblo. Fueron saludando todos al Mayorazgo y desfilando, y al último no quedaron más que el magistral, el notario, el usurero Alizaga y don Diego de Beamonte.

El magistral explicó la ceremonia que iban a celebrar las monjas cuando se trasladase la imagen de la Virgen al convento vecino; le pondrían la capa y la corona nuevas, le entregarían el sello y las llaves del convento, la llevarían en procesión por los claustros, cantando el Te Deum Laudamus, y de rodillas le darían todas las hermanas obediencia.

El Mayorazgo oía estas explicaciones ceñudo y sombrío, con la cabeza baja, sumido en sus meditaciones.

El magistral, con la confianza que le daban a sí mismo sus dotes oratorias, algo molestado quizá por la poca atención que prestaba el ciego, le exhortó a que se resignase o insinuó la idea de que la muerte de la niña podría ser castigo a la vida licenciosa que había llevado en su última época.

El Mayorazgo no contestó, y el magistral volvió a la carga y le aconsejó que abandonase a aquella muchacha con la que había escandalizado el pueblo.

—Sí, debe usted de abandonarla —dijeron el notario y Alizaga.

—¿A quién? —preguntó el Mayorazgo, como si saliera de un sueño.

—¿A quién ha de ser?… A esa muchacha. A la hija de la mesonera —contestó con desprecio el magistral.

No había concluido de pronunciar estas palabras, cuando el Mayorazgo se levantó de su sillón y se irguió fieramente:

—¡Ah, canalla cobarde! —gritó con voz de trueno—. ¡Miserables! Después de haberme robado venís a darme consejos. Salid de aquí, si no queréis que os aplaste con mis manos.

—¡Juan, por Dios! —exclamó el magistral.

—¡Calla, cura miserable, que reniegas de tu casta! Eres hijo de un pelgar y te parece un crimen ser hijo de una mesonera. Calla. No sois capaces ninguno de una buena acción; por eso creéis que todos son miserables; no os cabe en la cabeza que haya nadie desinteresado, y venís a insultar, delante de mí, a una pobre muchacha que se ha sacrificado por mi hija.

—Está loco —murmuró el notario.

—Sí, estoy loco —rugió el Mayorazgo—; vosotros me habéis vuelto loco; vosotros, que sois capaces de todas las infamias; vosotros, que queréis entrar a saco en la conciencia y en la propiedad ajenas. Pero esto se ha acabado ya. He recobrado mi voluntad muerta. Sí, se ha acabado ya. Yo soy Sansón; yo haré pedazos vuestros templos llenos de infames ídolos; yo destruiré vuestras ciudades, que son madrigueras de monstruos. Yo embestiré como un toro furioso contra todo el aparato de vuestras mentiras. Salid.

Y el Mayorazgo se acercó con los puños cerrados a los tres hombres, que huyeron rápidamente.

A media noche, se despertó Quintín, sobresaltado, y oyó ruido de pisadas en la escalera; se asomó a la puerta de su alcoba y vio al Mayorazgo que llevaba una antorcha encendida en la mano. «¿A dónde ya usted, señor?», le preguntó el criado.

El Mayorazgo, sin oírle, salió de la casa, cruzó la plaza de la Iglesia y se acercó a la muralla. Abajo estaban los montones de gavillas y las parvas en las eras. El Mayorazgo agitó su antorcha por encima de la cabeza y la echó en el aire con violencia.

Al poco rato se levantó de allí abajo una terrible llamarada.

—Ha incendiado usted toda la cosecha de Labraz —dijo Quintín.

—¡Mejor, que se hunda todo!, ¡que arda el pueblo entero!

—Huyamos de aquí —gritó el criado.

—Huye tú si quieres. Yo no.

Una ráfaga de viento avivó el incendio.

—¡Que brame el huracán! —gritó el Mayorazgo con voz de trueno—; ¡que el rayo lo incendie y lo aniquile todo!, ¡los campos y los bosques y las casas!, ¡que todo quede ahogado y exterminado en este pueblo maldito!

Ya la gente se había dado cuenta del incendio. Sonaban las campanas a rebato, se habían abierto las puertas de la ciudad, y hombres y mujeres salían despavoridos de Labraz.

El Mayorazgo cruzó el pueblo, atravesó la puerta de la muralla, y en la oscuridad de la noche se perdió de vista.