III

Suenan herraduras;

¡Eh!, una luz.

SHAKESPEARE, Macbeth

En aquella hora no quedaban en la tienda de los que allí se reunían más que dos jóvenes, ambos galanteadores de la hija menor de la patrona. Estaban además un arriero, un pintor inglés, huéspedes ambos de la Goya, y un viejo medio criado de la casa.

Los dos mozos galanteadores de Marina pertenecían a familias acomodadas de la plaza. Uno de ellos, Galo Armendáriz, hijo de un confitero rico, era alto, moreno, con la cara de color oliváceo, de continente gallardo; vestía una chaqueta con grandes solapas, cuello alto, gran corbata y sobre los hombros una esclavina con un borlón de seda, con el que se entretenía haciéndolo girar sobre los dedos.

El otro, Benito Zárate, estaba más en bruto; era rechoncho y fornido, de cabeza cuadrada y pómulos salientes. Vestía un chaquetón de color negro en cuyos bolsillos abrigaba las manos, unos pantalones de pana, y entre éstos y el chaquetón una ancha faja encarnada.

Marina se levantaba de vez en cuando del lado de su madre y se entretenía en coquetear con sus dos adoradores, sin hacer caso de ninguno de ellos.

—¿Te podré ver después? —le preguntó Galo bajando la voz a Marina, al pasar ésta por su lado.

—No es posible.

—¡Que no es posible!

—No, no; te digo que no —y añadió confidencialmente—: Blanca nos está fisgando. Ayer, cuando hablábamos desde la ventana, salió del cuarto y escuchó nuestra conversación.

Galo hizo girar en sus dos dedos el borlón de seda de la esclavina y murmuró:

—Tu hermana es muy mojigata.

Marina, que se entretenía en enzarzar uno contra otro a sus dos adoradores, fue al extremo del mostrador de la tienda en el que se hallaba Benito Zárate mirándola foscamente.

—¿Esta noche podré hablar contigo desde la calle?

—No, está noche no.

—¿Por qué?

—Porque no puede ser. Éste —y Marina señaló a Galo con un rápido movimiento de ojos— suele andar rondando por aquí.

—¿Por qué no le despacháis?

—¡Despachar! ¿Por qué?

—Si no le voy a romper los huesos —murmuró fieramente Zárate.

—¡Bah! —replicó la muchacha con marcada impertinencia.

Los dos pretendientes se lanzaron miradas iracundas. Marina se acercó a su hermana que estaba haciendo ganchillo y se puso a hablarle en voz baja, mirando alternativamente a los dos rivales. A la luz del quinqué estaba también el pintor inglés con una cartulina pintada sobre las rodillas, entreteniéndose en hacer manchas y en mirar el efecto que producían apartando la cartulina de los ojos. La Goya, que había cogido un libro desencuadernado y grasiento, leía atentamente.

Los otros dos hombres, el arriero y un viejo medio criado medio huésped de la casa, estaban sentados en la zona de sombra y no se les veía.

Marina, que retozaba como una niña, impedía a su hermana trabajar.

—Vamos, no seas chiquilla —le dijo Blanca.

La Goya levantó la cabeza, y señalando con el dedo el libro desencuadernado y grasiento en que leía, como si hablara con alguien que no se hallara allí, exclamó:

—Esta escena cuanto más la leo más me entusiasma. Ahora entra Rodolfo, el duque, en el cuarto de la costurera… yo creo que es su amante…, porque…, vamos, en fin, debe ser su amante, no me cabe la menor duda.

El arriero que estaba en la oscuridad, inclinóse hacia el viejo y le dijo:

—Oye, Predicador, quizás que el librico este le recuerde alguna de sus pasaícas ¿eh?

El viejo a quien el arriero había llamado el Predicador, con hermosa voz de bajo exclamó:

—¡Qué bruto es! ¡Pero dice las verdades el condenado!

La Goya, que medio oyó la observación del arriero, preguntó secamente:

—¿Qué decía ése?

Blanca, que también había comprendido las alusiones de los dos hombres, mirando con severidad a la Goya, murmuró:

—No sé para qué lee usted, madre, esas novelas; no dicen más que mentiras.

—Mentiras… sí, sí… buenas mentiras.

—Mentiras y tonterías —afirmó rotundamente Blanca.

—¡Aoh!, sí… mentiras todo… ¡Estúpido! ¡Estúpido!… —dijo el inglés levantando la cabeza.

—¿Pero tú qué sabes del mundo? —arguyó la patrona dirigiéndose a Blanca—. De estos casos como el que se cuenta aquí, he visto yo muchos… vamos, en fin… pero muchos…

—Ya lo creo y hasta en casa —murmuró el arriero al oído del Predicador, en voz bastante baja para que nadie le oyera.

—¡Je…, je…! —rió maliciosamente el viejo—. Este Riojano ¡qué bruto es!; pero ¡demonio!, dice las verdades.

Hubo un largo momento de silencio. Se oía el lejano tic tac del reloj de cuco de la sala. Marina seguía al lado de su hermana sin dejarla trabajar.

Zárate se había sentado en el mostrador, como queriendo probar su confianza y su dominio en la casa; Galo daba rápidas vueltas al cordón de su esclavina y se paseaba de un lado a otro de la tienda.

—Anda, Marina, ya que no haces nada, cierra la puerta —dijo la Goya.

Los dos galanteadores se adelantaron a la acción; Galo cogió la barra, y Zárate, bajando de un salto del mostrador, entró en un cuarto inmediato y vino con unas clavijas.

Al acercarse ambos a la puerta, se oyó ruido de herraduras. Algunos caballos entraban en la plaza.

—Llega gente —dijo Zárate.

—¿Quiénes serán? —murmuró la Goya.

—Y se paran en casa —añadió Blanca.

Dos aldabonazos sonoros retumbaron al poco tiempo.

—Preguntad quién es —dijo la patrona.

—¡Bah! ¿No estamos aquí bastantes hombres para no tener miedo? —murmuró el Predicador, y levantándose lentamente de su asiento, sacó las clavijas, quitó la barra y abrió la puerta.

—¡Buenas noches! —dijo una voz de hombre desde fuera—. ¿Nos pueden dar posada por esta noche?

Vaciló el Predicador en contestar; pero el hombre que había hablado, sin esperar contestación, ayudó a bajar de su caballo a la mujer que le acompañaba, y al poco rato entraron en la tienda los dos viajeros.

—Buenas noches, señores. ¿Habrá hospedaje para nosotros, verdad? —dijo él avanzando hasta el mostrador con rostro risueño; luego, dirigiéndose a su compañera, añadió:

—Siéntate y descansa, debes de estar rendida.

El hombre venía embozado en una capa oscura, y al desembozarse se vio que vestía levita larga entallada con un solo botón de oro, un sombrero ancho y botas de montar. Dejó su capa y su sombrero sobre el mostrador, y a la luz del quinqué se pudo ver su rostro de una regularidad perfecta, la nariz bien perfilada, los ojos grandes y tristes, la boca sonriente, la barba negra y la melena larga y crecida, brillante como el ébano.

Tenía un gran aspecto de distinción, una apostura de caballero que trascendía a todos sus movimientos y ademanes.

La mujer parecía más vieja que él; era flaca, extenuada, vestida de negro; tenía la nariz fina con tendencia a formar arco, los ojos grises y hundidos, la boca algo grande y bondadosa, la mirada recta, clara, de un espíritu enérgico.

La Goya, conquistada por el aristocrático aspecto del caballero recién llegado, mandó al Riojano el arriero, que llevase los caballos que traían a la cuadra.

Se levantó el arriero, un hombre rechoncho, con la cara hinchada y cubierta a medias por un pañuelo negro.

Al poco rato de salir sonaron las pisadas de las caballerías en el zaguán de la posada. Después apareció en la puerta de la tienda el Predicador. En sus ojos se advertía una profunda sorpresa.

La Goya se acercó a él como para darle alguna orden.

—Parece él, ¿verdad? —dijo en voz baja.

—Sí, Goya, es él. Es don Ramiro —contestó el Predicador.