I
El hombre que se hunde en el aislamiento queda pronto solo.
GOETHE, Wilhelm Meister
La noticia del sacrílego robo corrió por el pueblo con una rapidez grandísima, produciendo un verdadero pánico. El sentimiento religioso de Labraz, herido hasta en sus más recónditas fibras, respondió y vibró enérgicamente.
Lloraron las mujeres al conocer el hecho como si les hubiese sucedido una desgracia; los hombres aseguraron que el descuartizamiento, el potro, el plomo derretido y los demás espirituales tormentos inventados por nuestros abuelos para la mayor gloria de Dios, no eran bastantes para castigar el crimen del audaz sacrílego, empedernido malhechor que había despojado a la imagen de la Virgen de unas cuantas piedras brillantes que indudablemente no le servían para nada.
Hubo algunos que se asombraron de que la catástrofe no se anunciara en el cielo con cometa rojo de largo rabo; otros predijeron que después de una tamaña profanación vendría el fin del mundo, precedido de la aparición de la espantable bestia apocalíptica armada de uñas, picos, cuernos, garras y otros instrumentos cortantes y punzantes —tal como la representaba el cartel de un juglar—, a exterminar a los humanos y a destruir el planeta.
Al día siguiente de conocerse la barrabasada de don Ramiro, se reunieron en gran cónclave en la casa del Mayorazgo, el abad de la Colegiata, el magistral y el doctoral, el alcalde, el juez y algunos otros señores de tanta o de parecida importancia en el pueblo, entre los cuales estaban don Diego de Beamonte y el tío Nazarito.
Don Diego contaba a todo el que quería oírle la conversación que tuvo días antes con don Ramiro paseando alrededor del pueblo.
«Ha querido imitar a mi padre», decía el anciano señor.
Y si se le preguntaba por qué, contaba las confianzas que el autor de sus días se tomaba con un San Martín y con el diablo que tenía en la capilla.
Para don Diego, lo que había hecho don Ramiro no pasaba de ser una calaverada propia de un hombre encerrado en un pueblacho en donde se respiraba aburrimiento.
El tío Nazarito, en cambio, no salía de su asombro; el hecho le producía una estupefacción enorme. ¡Atreverse a robar las alhajas de la Virgen! Era extraordinario para él, que no se atrevía a contestar a su ama de llaves.
El alcalde y el juez mandaron propios a los pueblos inmediatos con las señas de los fugitivos para que pudiesen detenerlos; el juez instruyó la causa con las correspondientes formalidades legales, interrogó a todo el que de cerca o de lejos conocía a don Ramiro, mandó emborronar una resma de papel de oficio… y gracias a lo hábil de sus investigaciones no averiguó nada; sólo sacó en limpio lo que la gente ya sabía: que don Ramiro y Micaela se habían escapado y que, según todos los indicios, ellos fueron los que se llevaron las alhajas.
El ningún éxito de las indagaciones estaba previsto. A la semana de ocurrir el hecho se dijo que los fugitivos habían pasado a Francia. El recobrar las alhajas comenzaba a considerarse un tanto difícil, casi imposible.
Diez o doce días después del robo, el magistral fue a ver al Mayorazgo, y en su visita, en la larga conversación que tuvieron ambos, deslizó la idea de que el jefe de la casa por ser responsable ante la Virgen de las alhajas robadas, era el que tenía el deber de restituirlas.
—Pero, señor magistral —contestó el Mayorazgo— yo no puedo pagar las culpas ajenas.
—Sí, es cierto —repuso el canónigo—; pero por estar la imagen en su casa, por el vínculo de parentesco que le une a usted con los malhechores, yo creo que debía usted hacerlo.
—Lo haría con gusto, pero no tengo un maravedí.
—¡Bah! Eso, don Juan…
—Se lo juro a usted; con los funerales de Cesárea he gastado las dos terceras partes de la renta de este año.
—Si usted quisiera…
—No, me sería imposible.
—Mire usted, don Juan; la cuestión sería que usted se comprometiera a ello; los demás le ayudaríamos.
—Pero si no puedo.
—Sí puede usted. Se pagaría a plazos. Hay que dar una satisfacción a los sentimientos religiosos de Labraz.
—Ya le digo a usted que no puedo. Con gusto lo haría, pero me es imposible.
A pesar de la terminante negativa, el magistral volvió a la carga y fue pocos días después, con otros dos canónigos, a visitar al Mayorazgo y entre los tres acosaron de tal manera a don Juan que al fin cedió, y prometió solemnemente costear un nuevo manto y alhajas a la Virgen siempre que los demás del pueblo le ayudasen.
Quedaron los tres canónigos comisionados para entenderse con un casullero de Vitoria a quien encargaron el manto y las alhajas. Don Juan firmó el compromiso de pagar al comerciante cuando estuviesen terminados los encargos.
El casullero pidió un anticipo, y como había respondido don Juan del pago, fue éste quién se encontró en el compromiso de pagar.
Aconsejaron todos al Mayorazgo que hipotecase algunas tierras, y él no tuvo más remedio que hacerlo. El magistral, viendo que cedía tan fácilmente, trató de convencer al Mayorazgo de que, para mayor seguridad de la Virgen, era conveniente trasladarla al contiguo convento de las Carmelitas. Las buenas hermanas tenían interés en llevar la imagen a su iglesia, y harían con este motivo una fiesta religiosa solemnísima como función de desagravio.
Don Juan no se opuso al traslado, y dijo al magistral que hiciese lo que le pareciera. Sentía el Mayorazgo una gran repugnancia por lo que veía, y no deseaba más que estar solo con Rosarito. No quería ver a nadie, ni oír a nadie.
—¡Pobre chiquita mía! —le decía besando a Rosarito—; ¡qué te dejarán a ti!
Pero Rosarito no estaba en edad de preocuparse de nada y jugaba con su tío y le acompañaba llevándole de la mano por todos los cuartos de la casa.
Rosarito le contaba a su tío lo que veía y le mareaba a preguntas que él no sabía contestar satisfactoriamente.
El Mayorazgo asistía al desenvolvimiento del alma de la niña, pensaba en su porvenir. ¿Cómo sería? Sabía que era bonita, creía que era buena. Hubiera dado muchos años de su existencia por verla.
Unos meses después de la escapatoria de Micaela y de don Ramiro, don Martín Echenique, médico del barrio alto, llamó en la casa de don Juan.
Salió a abrirle la puerta una vieja, y con tono malhumorado le dijo que no sabía si estaba o no el amo en casa.
Entró el médico, pasó del zaguán al patio, subió la escalera y llamó repetidas veces en el piso principal. No contestó nadie.
Bajó nuevamente al patio y por un pasillo oscuro salió a la huerta.
—¡Juan! ¡Juan! —gritó—. ¿Estás ahí?
—¿Quién es? —contestó la voz del Mayorazgo, desde el fondo del huerto.
—Soy yo.
Quintín, el viejo criado de la casa, removía la tierra de un cuadro de hortalizas con la azada.
—Ahí está el señor —le dijo al médico.
Avanzó éste por uno de los paseos y llegó a la plazoleta que había alrededor del estanque. Allá, el Mayorazgo, sentado en el suelo movía una cuerda atada, por un cabo al tronco de un árbol para que Rosarito saltase a la comba.
El médico contempló a su amigo con una mirada de observación dolorosa.
—Tengo que hablarte —le dijo.
—¿Qué sucede?
—Sucede que vas a hacer una tontería y vengo a convencerte de que no debes hacerla.
—¿Qué tontería?
—Ya sabes lo que te digo. ¿Vas a hipotecar tus tierras para comprar el manto y las alhajas a la Virgen? ¿Verdad?
—No las voy a hipotecar; las he hipotecado ya.
—¿Con quién? ¿Con Alizaga?
—Sí.
—¿Sólo con él?
—Y con el otro procurador nuevo.
—Entonces estás perdido, no hay que esperar misericordia de ellos.
—Ni yo la pediré tampoco.
—¿Y con qué vas a vivir? ¿Qué vas a hacer?
—No sé; mientras pueda, estaré en casa; luego…
—¿Luego?
—¡Qué sé yo!… ¿Para qué hablar de cosas tristes?
—Es necesario a veces. Hay que afrontar la adversidad con valor.
—Ya llegará el momento.
—No; cada minuto que pasa empeora tu estado.
—Ya lo sé; tú me dices esto por mi bien, pero ahora no quiero ocuparme de nada; quiero vivir tranquilo, aunque sea un mes, una semana, un día —dijo el Mayorazgo—. La desgracia vendrá cuando tenga que venir. ¡Anda! Salta, Rosarito.
—No, no tienes derecho a esa tranquilidad —replicó el médico—. Si no por ti, por esa niña, debes defender tu hacienda.
—¿Qué voy a hacer?
—¿Qué? Volver sobre tu acuerdo. Yo me encargaré en tu nombre de devolver lo suyo a los usureros y de cancelar la hipoteca. ¡Que pague las alhajas quien quiera! ¿Qué culpa tienes tú de que las robaran? ¿Qué responsabilidad puede caberte en eso? ¿Te vas a sacrificar por Ramiro y Micaela que te han engañado?
—En parte tengo la obligación moral de responder de los actos de mi familia.
—No, tú no tienes obligación alguna respecto a ellos. ¿Han hecho algo por ti? Sí, te han herido en lo más hondo de tu alma.
—Está bien… calla… Además, no es sólo por ellos, es también por el pueblo entero.
—El pueblo entero te abandonará cuando te quedes sin un cuarto.
—Ya lo sé, ya lo sé.
—¿Pues entonces?…
—¿Qué quieres? He dado mi palabra. La cosa ya no tiene remedio. Paciencia.
El médico se paseó arriba y abajo en la plazoleta del huerto, con las manos sobre la espalda; después se detuvo frente al Mayorazgo.
—Juan, veo en ti una peligrosa atonía —dijo—. Estás como en un sueño.
—Pero es un sueño dulce, Martín. Déjame dormir.
—Debías despertar, tener voluntad.
—¿Para qué? Si los hechos inesperados dominan la vida, ¿a qué luchar contra ellos? Es forzoso conformarse con el destino. Además, me parece lo más cuerdo.
—No hay destino, ni fatalidad para el hombre fuerte.
—¿Y crees tú que yo no lo soy? —preguntó el Mayorazgo levantando su rostro.
—Quizás demasiado. Tienes la fortaleza de un santo o de un estoico; yo lo que te pido es que seas hombre.
—¿Y qué me falta a mí para serlo?
—Mucho; tú tienes inteligencia, eres capaz de sacrificio y de abnegación, pero tienes los instintos debilitados y la voluntad muerta. Y sin la voluntad, la vida es una sombra. Debías marcharte de Labraz, no doblegarte a las exigencias de esa gente, muy generosa con el dinero de los otros, pero que no dará un céntimo de su bolsillo para las alhajas de la Virgen.
—Sí, me marcharé, me marcharé de aquí.
—Después de haberte arruinado, ¿a dónde vas a ir, qué vas a hacer solo, sin medios de vida?
—Iré por los caminos. Rosarito me acompañará, ¿verdad, hermosa?
—Sí, padre.
—Me llama padre ahora —murmuró el Mayorazgo enternecido, y alargando los brazos tomó la niña y la besó en la frente—. Los dos iremos siempre juntos, dormiremos en los pajares de las ventas. Ésta será mi guía. ¿Verdad, Rosarito, que no me abandonarás nunca?
—Nunca, padre.
El medico contempló al ciego y a la niña ensimismado.
—No quieres vivir en la realidad, Juan —dijo moviendo la cabeza tristemente.
—¿Para qué? He vuelto a la infancia —murmuró el Mayorazgo sonriendo—, pero a una infancia mejor que la antigua, más alegre. Todas las crueldades de la suerte me parecen insignificantes teniendo esta niña que me llama padre a mi lado.
El médico permaneció algún tiempo sin hablar, después se levantó, y poniendo una mano sobre el hombro del amigo, le dijo:
—Adiós, Juan; casi creo que tienes razón; la dicha del momento vale más que la seguridad del porvenir. ¡Adiós!
—Adiós —murmuró el Mayorazgo, buscando la mano de su amigo y estrechándosela con efusión.
Don Martín atravesó el huerto, por el estrecho corredor pasó al patio y en el zaguán se encontró con la vieja que le había abierto la puerta.
—¿Le ha visto usted? —le preguntó ella.
—Sí. ¿Está siempre así?
—Siempre con la niña; yo casi no le veo.
—¿Ni a las horas de comer?
—Ni a esas horas tampoco.
—Pues ¿quién hace la comida?
—Nadie. Quintín va todos los días a casa de la Goya, trae debajo de la capa un pucherito y comen los tres.
—¿Usted cree que no le queda dinero?
—Ni un maravedí.
—¿Se lo han sacado todo?
—Todo.
—¡Qué infamia!
—El otro día me dijo que viéramos de arreglarnos como pudiéramos, porque no tenía nada.
—¿Es de veras eso, madre? —oyó el médico que decía una voz chillona. Volvió don Martín la cabeza buscando con la vista al que acababa de hablar.
—Es Mamerto —murmuró la vieja señalando al lisiado, que estaba sobre su carro mirándola.
—¿Es verdad eso? —repitió el tullido.
—Claro que es verdad.
—¿Entonces qué hacemos aquí? Vámonos, madre. No tenemos necesidad de estar en esta casa, que es la casa de un hereje. Que se las componga como pueda.
El médico miró al monstruo con curiosidad, y al ver el odio y la mala intención que se reflejaban en sus ojos amarillos, al sentir aquella mirada de abajo arriba llena de rabia, de ira, de impotencia, sintió ganas de aplastar bajo el pie a un bicho tan venenoso.
—No, yo no puedo abandonarle —repuso la vieja.
—¿Usted no? Pues yo sí —chilló el tullido—. ¡Que se quede con Quintín! Yo me voy.
—¿A dónde, hijo?
—A cualquier parte.
Y el tullido sacó el frasquito lleno de aceite que guardaba en un bolsillo de la chaqueta, y untó los ejes de las ruedas de su carro. La tal maniobra, hecha por él, en un arrebato de cólera, era más que grotesca; el médico no pudo contener la risa; Mamertín le miró fijamente con ojos iracundos, después empujó en el suelo con los dos palos cortos que llevaba en las manos y salió del portal.
Corría deprisa por la plaza de la iglesia, moviendo rápidamente sus brazos como si fueran remos. Un perro pasó junto a él, Mamertín le golpeó con uno de los palos que llevaba en la mano. El animal echó a correr aullando.
El médico sintió de nuevo ganas de aplastar como a un mal bicho aquella cosa sin apariencia humana, que se deslizaba por la tierra con más veneno que un reptil, sobre su tabla de cuatro ruedas.