PRÓLOGO DEL AUTOR

Los trágicos griegos, al escoger como tema de sus obras partes de la historia y la mitología de su país, lo hicieron con un tratamiento en cierta medida arbitrario. Nunca se vieron obligados a aceptar la interpretación corriente o a imitar tanto en argumento como en título a sus adversarios y predecesores. Este sistema habría supuesto la renuncia a distinguirse de sus contrincantes, deseo éste que les impulsaba a la composición de sus obras. La crónica de Agamenón se representó en el teatro ateniense con tantas variaciones como dramas.

Yo me he permitido utilizar una licencia semejante. El Prometeo liberado de Esquilo suponía la reconciliación de Júpiter con su víctima como precio por la revelación del peligro que se cernía sobre su imperio debido a la consumación de su matrimonio con Tetis. Tetis, según esta visión, fue otorgada en matrimonio a Peleo, y Prometeo fue liberado por Hércules de su cautividad con el permiso de Júpiter. Si yo hubiera elaborado mi historia según este modelo, el resultado no habría sido sino un intento de recuperar el drama perdido de Esquilo, ambición que, de haber elegido esa forma de tratar el asunto, podría haberse visto menguada si tal intento se comparara con el de Esquilo. Pero, verdaderamente, yo era contrario a un desenlace tan poco convincente como el de la reconciliación del Defensor con el Opresor de la humanidad. El interés moral de la fábula, que con tanta fuerza se sostiene mediante el sufrimiento y la resistencia de Prometeo, quedaría destruido si concibiéramos a éste desdiciéndose de su noble lenguaje y acobardándose ante su pérfido adversario ahora triunfante. El único ser imaginario qué se puede asemejar de algún modo a Prometeo es Satán; y Prometeo es, a mi juicio, un personaje más poético que Satán porque, además de su valentía y grandeza, y de su firme y paciente oposición a la fuerza omnipotente, es susceptible de ser descrito como exento de las manchas de la ambición, la envidia, la venganza y el deseo de engrandecimiento personal que en el héroe del Paraíso perdido chocan con el interés de la obra. El personaje de Satán engendra en la mente una perniciosa casuística que nos lleva a sopesar sus faltas con sus errores, y a justificar aquéllas porque éstos sobrepasan toda medida. Ello engendra algo peor en el espíritu de los que contemplan esa magnífica ficción con un sentimiento religioso. Pero Prometeo tiene, por así decirlo, la clase más alta de perfección moral e intelectual al conducirse por los móviles más puros y verdaderos hacia los mejores y más nobles fines.

Este poema fue escrito principalmente en las inmensas ruinas de los baños de Caracalla, entre claros llenos de flores y arboledas frondosas y fragantes que se extienden por laberintos sinuosos sobre sus inmensas plataformas y arcos vertiginosos suspendidos en el aire. El cielo azul brillante de Roma y el efecto del vigoroso despertar de la primavera en este clima divino, así como la nueva vida con la que empapa a los espíritus hasta llegar incluso a la embriaguez, inspiraron esta obra dramática.

Se podrá comprobar que la imaginería que he utilizado se ha extraído, en muchos casos, de las operaciones de la mente humana o de las acciones externas con que se expresan. Este es un hecho singular en la poesía moderna, aunque Dante y Shakespeare estén llenos de ejemplos similares: Dante ciertamente más que cualquier otro poeta, y con mayor maestría. Pero los poetas griegos, como escritores que conocían todos los recursos para despertar la comprensión de sus contemporáneos, estaban acostumbrados a utilizar esta facultad; y es al estudio de sus obras (pues un mérito mayor me sería negado) a lo que me gustaría que mis lectores imputaran esta singularidad.

Ahora corresponde hacer una sincera aclaración sobre el grado en que el estudio de obras contemporáneas pueda haber teñido mi producción, pues ése ha sido un motivo de censura hacia poemas mucho más populares y, por supuesto, más merecidamente populares que los míos. Es imposible que cualquiera que viva en la misma época con escritores que ocupan los más altos rangos de la literatura pueda asegurarse a sí mismo en conciencia que su lenguaje y el tono de su pensamiento no se haya visto modificado con el estudio de las producciones de esos intelectos extraordinarios. Es verdad que, no el vigor de su genio, sino las formas en que éste se ha manifestado se deben no tanto a las peculiaridades de su personalidad como a la peculiaridad de la condición moral e intelectual de los espíritus entre los que aquéllas se han producido. De esta manera, hay escritores que poseen la forma pero carecen del espíritu de aquellos a los que supuestamente imitan; porque aquélla se la ofrece la época en que viven estos escritores, y éste debe ser el relámpago intransferible de su propia personalidad.

La imaginería intensa y totalizadora que, como estilo peculiar, distingue a la literatura inglesa moderna no ha sido, en cuanto facultad general, el producto de la imitación de ningún escritor en concreto. El conjunto de capacidades sigue siendo materialmente el mismo en cada periodo; las circunstancias que lo ponen en acción cambian constantemente. Si dividiéramos Inglaterra en cuarenta repúblicas, cada una igual en población y extensión que Atenas, no hay razón para suponer sino que, bajo unas instituciones no más perfectas que las de Atenas, cada una produciría filósofos y poetas de una calidad semejante (si exceptuamos a Shakespeare) a los que nunca han sido superados. A los grandes escritores de la edad dorada de nuestra literatura les debemos ese fervoroso despertar de la conciencia pública que redujo a cenizas la forma más antigua y opresora de la religión cristiana. A Milton debemos el progreso y el desarrollo del mismo espíritu; el divino Milton fue —hay que recordarlo siempre— republicano, y un decidido indagador de la moral y la religión. Los grandes escritores de nuestra propia época son —y tenemos razones para suponerlo— los compañeros y antecesores de un cambio inaudito que se está fraguando en nuestra condición social o en las opiniones que la cimentan. Una nube mental está descargando su rayo sosegado, y el equilibrio entre instituciones y opiniones se está restableciendo o está a punto de restablecerse.

En cuanto a la imitación, la poesía es un arte mimético. Crea, pero crea por combinación y representación. Las abstracciones poéticas son hermosas y nuevas no porque las partes de las que se han compuesto no tuvieran una existencia previa en la mente del hombre o en la naturaleza, sino porque la totalidad producida por su combinación tiene alguna bella e inteligible analogía con las fuentes de la emoción y el pensamiento, y con la condición contemporánea de los mismos: un gran poeta es una obra de arte de la naturaleza que otro no sólo debería sino que tiene la obligación de estudiar. El poeta podría decidir con juicioso parecer que su mente ya no debería ser el espejo de todo lo que es hermoso en el universo visible, o excluir de su contemplación la belleza que existe en los escritos de un gran contemporáneo. Esa pretensión sería un atrevimiento para cualquiera, excepto para los más grandes; el efecto, incluso en éstos, sería forzado, artificioso e inútil. Un poeta es el producto combinado de unas facultades internas que modifican la naturaleza de otras y de unas influencias externas que estimulan y sostienen estas facultades; el poeta no es sólo unas, sino ambas. El espíritu humano queda, en este sentido, modificado por todos los objetos de la naturaleza y del arte, por cada palabra y cada sugerencia que el hombre admita que haya actuado alguna vez sobre su consciencia; es el espejo en el que se reflejan todas las formas y en el que éstas componen una sola forma. Los poetas, no de otro modo que los filósofos, los pintores, los escultores y los músicos, son, en un sentido, los creadores, y en otro, las creaciones de su época. Y a este sometimiento no escapan los más grandes. Hay una semejanza entre Homero y Hesíodo, entre Esquilo y Eurípides, entre Virgilio y Horacio, entre Dante y Petrarca, entre Shakespeare y Fletcher, entre Dryden y Pope; cada uno tiene su semejanza genérica bajo la que se disponen sus distinciones específicas. Si esta similitud fuera el resultado de la imitación, estoy dispuesto a confesar que he imitado.

Permítaseme la oportunidad de reconocer que tengo lo que un filósofo escocés denomina, de manera característica, como «la pasión de reformar el mundo»; pero no explica qué pasión le incitó a escribir y publicar el libro. Por mi parte, prefiero ser condenado con Platón y Lord Bacon, antes que ir al Cielo con Paley y Malthus. Pero es un error suponer que dedico mis composiciones poéticas tan sólo a la aplicación directa de la reforma, o que considero que contienen en alguna medida un sistema razonado sobre la teoría de la vida humana. Aborrezco la poesía didáctica; nada puede ser bien expresado en prosa que no sea, a la vez, tedioso o excesivo en verso. Mi intención ha sido hasta ahora simplemente la de familiarizar a la exquisita imaginación de las clases más selectas de lectores de poesía con bellos ideales de grandeza moral, consciente de que hasta que el espíritu no pueda amar, admirar, confiar, tener esperanza y resistir el dolor, los principios razonados de conducta moral son semillas lanzadas sobre la carretera de la vida que el viajero inconsciente pisotea hasta convertirlas en polvo, aunque lleven en sí la cosecha de su felicidad. Si llego a vivir para llevar a cabo lo que me propongo, es decir, producir una historia sistemática de los que me parecen ser los elementos genuinos de la sociedad humana, que los defensores de la injustica y la superstición no se jacten de que tomaría a Esquilo más que a Platón como modelo.

El hecho de haber hablado de mí mismo con toda naturalidad no necesitará mucha justificación ante los lectores sinceros; y los hipócritas, que consideren que me dañan menos que sus propios corazones y mentes por desnaturalización. Cualquiera que sea el talento que posea una persona para divertir e instruir a los demás, por muy insignificante que éste sea, está obligada a ejercerlo; si el intento fuera inútil, que le sirva de castigo su fracaso; que nadie se tome la molestia de amontonar el polvo del olvido sobre los esfuerzos de esa persona; el montón que resulte engañará a su tumba e impedirá que llegue a ser desconocida para siempre.

P. B. S.