ACTO III
ESCENA I. El cielo. Júpiter en su trono; Tetis y las demás divinidades reunidas.
JÚPITER. ¡Poderes congregados del cielo, que la gloria
compartís y la fuerza de aquel a quien servís,
alegraos: desde ahora soy todopoderoso!
Todo se ha sometido a mi poder; tan sólo
el alma humana, como un fuego inextinguible,
aún arde contra el cielo con dudas y reproches
severos, con lamentos y oraciones forzadas,
provocando revueltas que pueden socavar
nuestro ancestral imperio construido en la fe
antigua y en el miedo, coetáneo del infierno.
Y aunque a través del aire caen mis calamidades
como nieve en las cimas peladas, copo a copo,
y atenazan el alma; aunque bajo la noche
de mi rabia ella escala paso a paso las rocas
de la vida y le dañan cual hielo a pies descalzos,
el alma sigue invicta sobre toda miseria,
anhelante, indomable, pero ya destinada
a caer: he engendrado una extraña criatura,
ese hijo funesto, el terror de la tierra,
que aguarda la venida de la hora señalada
—trayendo del vacío trono de Demogorgon
la fuerza espeluznante de miembros inmortales
que ha cubierto a ese espíritu temible y aún no visto—,
para bajar de nuevo y pisotear la chispa.
Sirve el vino del cielo, Ganimedes, el hijo
de Ida, y llena cual fuego las vasijas ornadas,
y del suelo divino revestido de flores
elevaos, armonías triunfantes, cual rocío
que sube de la tierra bajo astros del crepúsculo.
¡Bebed! Y que ese néctar que lleváis en las venas
sea el alma del gozo, oh Dioses sempiternos,
hasta que estalle el júbilo en una voz enorme
cual música de vientos elíseos.
Y tú, asciende
a mi lado cubierta con la luz del deseo
que a los dos nos enlaza, ¡oh, Tetis, luminosa
imagen de lo eterno! Cuando gritaste: «¡Oh, Dios,
poder insoportable! ¡Oh, ten piedad de mí!
Ya no aguanto las llamas veloces, la presencia
penetrante; ya todo mi ser, como el del hombre
que un reptil de Numidia fundió con su veneno
para hacerlo rocío, se ha disuelto y hundido
en sus propios cimientos.» Entonces dos espíritus
poderosos se unieron y crearon un tercero
aún más poderoso que, ahora sin cuerpo, flota
entre nosotros —aunque no se le ve, se siente—
esperando a ser cuerpo, y se alza (¿escucháis
el tronar de las ruedas llameantes que a los vientos
tritura?) desde el mismo trono de Demogorgon.
¡Victoria, oh, victoria! ¡Oh, mundo! ¿Es que no sientes
la convulsión que causa su carro al atronar
el Olimpo?
(Llega el carro de la Hora. Demogorgon desciende y avanza hacia el trono de Júpiter.)
¿Qué eres, figura horrenda? ¡Habla!
DEMOGORGON. La Eternidad. No pidas un nombre más terrible[27].
Desciende y ven conmigo al fondo del abismo.
Soy tu hijo, igual que tú lo fuiste de Saturno,
y tengo más poder que tú. Juntos debemos
habitar desde ahora las tinieblas. No esgrimas
tus rayos. Nadie puede conservar el dominio
del cielo, ni ejercerlo sucediéndote a ti;
mas si tú lo deseas, igual que los gusanos
pisados se retuercen hasta que mueren, debes
deponer tu dominio.
JÚPITER ¡Prodigio detestable!
Te he hundido con mis pies más allá de las celdas
de los titanes, pero ¿aún te ensañas?
¡Piedad!
Ni compasión, ni alivio, ni tregua. ¡Ah, tú deseas
hacer de mi enemigo mi juez, ahí donde está
colgado, consumiéndose con mi larga venganza,
en el Cáucaso! ¡Así ni él me condenaría!
Noble, justo y valiente, ¿acaso no es él mismo
el monarca del mundo? Entonces, ¿tú qué eres?
¡Ni refugio, ni apoyo!
Húndete pues conmigo
en las aguas inmensas de la desolación
igual que la serpiente y el buitre extenuados
caen juntos, retorciéndose en confusa contienda,
en un mar sin orillas. Que el infierno desate
sus mares contenidos de tormentoso fuego
y sumerja en sus aguas, hacia el vacío sin fondo,
al mundo desolado, y también a nosotros,
vencedor y vencido, y las ruinas de aquello
por lo que combatieron.
¡Ay, ay! Los elementos
no me obedecen ya. Aturdido, me hundo
en la profundidad; ya para siempre caigo.
Y mi enemigo, arriba, como si fuera nube,
mi caída oscurece con su victoria. ¡Ay, ay!
ESCENA II. La desembocadura de un gran río en la isla Atlántida. Se ve a Océano recostado en la orilla. Apolo está de pie a su lado.
OCÉANO ¿Él cayó, dices, bajo la ira del vencedor?
APOLO. Sí, al terminar la lucha que oscureció el planeta
que rijo, y sacudió las sólidas estrellas;
su mirada terrible iluminó los cielos
con una luz sangrienta mientras se desplomaba
por las franjas rasgadas de la tiniebla invicta,
como el último atisbo del ocaso carmíneo
que por una fisura de las nubes flameadas
brilla al fondo del piélago que encrespó la tormenta.
OCÉANO. ¿Se sumió en el abismo, el lóbrego vacío?
APOLO. Como el águila presa de ciclón en el Cáucaso,
con alas asustadas por el trueno, enredadas
en el gran torbellino, y con ojos que el sol
no deslumbrara, ahora cegados por el rayo,
a la vez que el granizo golpea su figura
combativa que se hunde al final humillada,
y el hielo de los aires lo atenaza y congela.
OCÉANO. Desde ahora los mares, reflejo de los cielos,
mi reino, se alzarán, sin mácula de sangre,
bajo vientos inquietos, como campos de trigo
que el aire de verano sacude; mis corrientes
rodearán continentes superpoblados, islas
dichosas; y Proteo el glauco con sus ninfas
marinas mirará las sombras de los barcos
desde sus tronos vítreos, como ven los mortales
el flotante navío de la luna esplendente
con esa estrella blanca, cresta del nauta ciego,
descender por el mar en reflujo poniente,
sin ya dejar estelas de sangre, de lamentos,
y de desolación y las voces mezcladas
de esclavitud y mando, sino la luz de flores
que las olas reflejan, las fragancias que flotan,
la suave melodía, las voces tiernas, libres
y la más dulce música, que encanta a los espíritus.
APOLO. Y no contemplaré los hechos que ensombrecen
mi ánimo con pena así como el eclipse
que oscurece la esfera que gobierno; ya escucho
el claro laúd de plata del Espíritu joven[28]
que se encuentra en la estrella de la mañana.
OCÉANO. Debes
partir; se detendrán tus jacas por la tarde:
hasta entonces, adiós; el piélago me llama
para que lo alimente con la calma de azur
de urnas de esmeraldas que están siempre repletas
junto a mi trono. Mira las Nereidas al fondo
del verde mar; sus miembros ondean en la corriente;
sus brazos blancos se alzan sobre el cabello inquieto,
ornado de guirnaldas y coronas de flores;
se apresuran a honrar con su gracia la dicha
de su gloriosa hermana.
(Se escucha un sonido de olas.)
Este es el mar, hambriento
de sosiego. Paz, monstruo. Ya voy. Adiós.
APOLO. Adiós.
ESCENA III. El Cáucaso. Prometeo, Hércules, Ione, la Tierra, Espíritus, Asia y Panthea, montados en él carro con el Espíritu de la Hora. Hércules libera de las cadenas a Prometeo, que desciende.
HÉRCULES. Tú, el más glorioso Espíritu; así es como la Fuerza
sirve como una esclava a la Sabiduría,
al Coraje, al Amor paciente y a ti, que eres
la forma a la que animan[29].
PROMETEO. Tus amables palabras
son más sensibles que esta libertad hace tiempo
deseada y demorada.
Asia, tú, luz de vida,
imagen de belleza escondida; y vosotras,
sus hermanas, hermosas ninfas, cuyos cuidados
hacen dulce el recuerdo de los años de angustia,
no nos separaremos ya nunca. Hay una cueva[30]
cubierta de fragantes flores y enredaderas
que la ocultan del día con tapices floridos.
Alfombrada de ricas esmeraldas veteadas,
tiene en medio una fuente de sonidos inquietos.
Desde sus techos curvos penden heladas lágrimas
de montañas, cual nieve, plata o largas agujas
de diamante, y derraman lluvia de luz dudosa.
Y allí se escucha el aire en movimiento siempre,
silbando afuera, de árbol en árbol, y los pájaros
y las abejas. Todo son asientos de musgo,
y las paredes ásperas se revisten de hierba
suave y larga. Un sencillo hogar que será el nuestro,
donde, inmutables, vamos a hablar de la mudanza
y el tiempo, mientras fluyen y refluyen las cosas.
¿Qué puede preservar al hombre de los cambios?
Si suspiráis, entonces sonreiré, y tú, Ione,
cantarás un fragmento de música marina
hasta que llore, entonces secará vuestra risa
mis lágrimas que ella procuró con dulzura.
Enlazaremos flores y capullos y rayos
que centellean al borde de la fuente, y haremos
raras combinaciones de las cosas corrientes,
como el recién nacido en su breve inocencia.
Y buscaremos con miradas y palabras
de amor los pensamientos ocultos, cada uno
más hermoso que el último, en nuestras almas vividas.
Y cual arpas que roza el viento enamorado,
haremos armonías divinas siempre nuevas
con dulces diferencias pero sin disonancias.
Y aquí vendrán, traídos por vientos encantados
que se unirán de todos los puntos de los cielos
—cual abejas de flores que nutre el monte Enna
vuelan a sus colmenas de las islas de Himera—,
los sonidos del mundo humano, que hablarán
de la voz del amor, que es casi imperceptible,
del dolor que murmura su piedad de paloma,
de la música, eco del corazón, de todo
lo que alivia o mejora la vida humana, libre.
Vendrán apariciones hermosas (pero oscuras,
que luego brillarán al surgir el espíritu
radiante del abrazo de la belleza —donde
nacen las formas bellas de la que éstas son sólo
fantasmas— que les lance los rayos concentrados
que son la realidad): la progenie inmortal
de Pintura, Escultura y Poesía extasiada,
y de artes por venir, aún no imaginadas.
Y éstas serán las voces errantes y la imagen
de la esencia del hombre, las mediadoras de ese
culto excelso, el Amor, por él y por nosotros
dado y correspondido; son sonidos y formas
fugaces, más hermosos conforme se hace el hombre
sabio y noble, y desvela el mal y el error: esta
virtud tiene la cueva y los alrededores.
(Volviéndose hacia el Espíritu de la Hora.)
Para ti, noble Espíritu, queda una labor. Ione,
dale la concha corva que dio Proteo, el viejo,
a Asia de regalo de bodas insuflándole
proféticas palabras, y que tú has escondido
en la hierba debajo de la roca ahuecada.
IONE. Hora tan deseada, más amada y hermosa
que todas tus hermanas, esta es la concha mágica;
mira el pálido azur destiñéndose en plata
que se cubre de luz tímida, aunque brillante;
¿no parece que dentro se adormece su música?
ESPÍRITU. Parece que es la concha más bella del Océano;
debe ser su sonido extraño y suave al tiempo.
PROMETEO. Ve sobre las ciudades de los hombres montado
en corceles de casco veloz cual torbellino.
Vuelve a rodear el mundo más rápido que el sol,
y mientras que tu carro hiende el aire inflamado,
sopla entonces tu concha de múltiples repliegues
y que salga su música poderosa: será
como el trueno mezclado con claros ecos. Luego
regresa, y vivirás junto a nuestra caverna.
¡Y tú, oh, Madre Tierra!…
LA TIERRA. Oigo y siento. Tus labios
me tocan y su tacto desciende hasta la misma
tiniebla adamantina central por estos nervios
de mármol. Es la vida, es la dicha, y en todo
mi cuerpo consumido, envejecido y gélido
un ardor de perenne juventud se ha encendido,
circula. Desde ahora todos los bellos hijos
que estrecho entre mis brazos, las plantas, los reptiles,
los insectos de alas irisadas, las aves,
las bestias y los peces y las formas humanas
que extrajeron dolencia y dolor de mi seno
al beber la ponzoña de la angustia, tendrán
y trocarán un dulce alimento y serán
para mí como antílopes nacidos de una misma
madre, blancos, veloces, criados entre lilas
de un arroyo repleto. Las nieblas con rocío
de mi sueño nocturno flotarán como bálsamo
bajo los astros; flores cerradas por la noche
absorberán durmiendo perdurables colores;
y en sus sueños felices los hombres y las bestias
recobrarán sus fuerzas para el día, y su gozo.
Y la muerte será el abrazo postrero
de quien coge la vida que ella dio, cual la madre
que abraza a su hijo y dice: «No me dejes ya más.»
ASIA. ¿Por qué, madre, decir el nombre de la muerte?
¿Ya no aman ni se mueven ni hablan ni respiran
los que mueren?
LA TIERRA. Sería inútil responder:
tú eres inmortal, y este idioma lo saben
solamente los muertos, que no se comunican.
La Muerte es sólo el velo que los que viven llaman
vida, y cuando ellos duermen se levanta. Entretanto,
en suave variedad las suaves estaciones,
con lluvias irisadas, vientos fragantes, largos
y azules meteoros que acrisolan la noche,
flechas vivificantes del arco del sol vivido
que todo lo penetra, y la lluvia rociada
de luz de luna calma, que produce sosiego,
revestirán los bosques y los campos e incluso
los yermos pedregosos del piélago infecundo
de frutas, hojas, flores perennemente vivas.
¡Y tú! Hay una cueva donde mi alma angustiada
fue exhalada hacia el aire mientras tu sufrimiento
me enloquecía el alma, y los que la inhalaron
también enloquecieron; allí alzaron un templo,
emitieron oráculos y atrajeron naciones
descarriadas a guerras mutuas, y a una fe infiel,
igual que la que a Júpiter le ha enfrentado contigo.
Mi aliento ahora se eleva como aura de violeta.
entre las altas hierbas y llena de una luz
más serena y de un aire encarnado e intenso
pero suave las rocas y los bosques en tomo;
nutre los sinuosos sarmientos cuando crecen,
las marañas salvajes de las hiedras oscuras,
las flores en capullo, abiertas o marchitas
que los vientos estrellan con luces de colores
cuando en ellos se esparcen, las esferas doradas
de las frutas, que penden de un cielo verde propio,
y a través de sus hojas veteadas y sus tallos
ambarinos, las flores de corolas translúcidas
y púrpuras que visten de rocío etéreo siempre,
que es bebida de espíritus; y flota dando vueltas
como alas ondeantes de los sueños diurnos,
e inspira pensamientos felices, cual los míos
ahora que así regresas. Esta caverna es tuya.
¡Surge, ven, aparece!
(Surge un Espíritu con el aspecto de un niño alado.)
Este es mi porta-antorcha;
él apagó su lámpara antaño con miradas
fijas hacia unos ojos que otra vez la encendieron
con amor, que es cual fuego, querida hermana mía,
pues tal es tu mirada. Corre, atrevido, y guía
a esta dulce pareja más allá de las cumbres
de la báquica Nisa, montaña de las Ménades,
y más allá del Indo y de sus afluentes;
recorre los torrentes y los lagos diáfanos
con los pies no mojados, no cansados, no tardos,
sube por el barranco, atraviesa ese valle,
acércate al tranquilo y cristalino estanque,
donde siempre reposa, sobre olas imborrables,
la figura de un templo, encima construido,
notorio en sus columnas y arcos y arquitrabes,
capiteles palmeados y recargado estilo,
y lleno de expresiva decoración de imágenes:
figuras esculpidas con sonrisas marmóreas
que dan al aire mudo un amor infinito.
Ahora está desierto, pero llevó en su día
tu nombre, Prometeo. Allí jóvenes émulos
portaban en tu honor por penumbras divinas
esa antorcha que fue tu emblema, cual transportan
algunos a la tumba la antorcha intransferible
de la esperanza por la noche de la vida,
como tú la has traído, triunfante, hasta esta meta
del Tiempo, tan lejana. Parte ya, adiós. Al lado
del templo está la cueva que fue predestinada.
ESCENA IV. Un bosque. Al fondo una cueva. Prometeo, Asia, Panthea, Ione y el Espíritu de la Tierra.
IONE. No es terrestre este espíritu. ¡Míralo deslizarse
debajo de las hojas! ¡Y en su cabeza fulge
una luz como verde estrella cuyos rayos
esmeraldas se enlazan a su rubio cabello!
¡Y al moverse, su brillo se derrama en la hierba!
¿Lo conoces, hermana?
PANTHEA. Es el sutil espíritu
que conduce a la tierra por el cielo. Allá lejos
todas las populosas constelaciones llaman
a esa luz el más bello planeta. Algunas veces
flota sobre la espuma del mar salado, o toma
como carro a una nube de brumas, o recorre
los campos y ciudades mientras duermen los hombres,
o franquea las cumbres, o desciende los ríos,
o atraviesa regiones floridas, como ahora,
asombrado de todo. Antes de reinar Júpiter
estaba enamorado de nuestra hermana Asia
y en las horas de ocio bebía la luz pura
de sus ojos, sediento como, según decía,
el hombre envenenado por serpiente; y con ella
tenía confidencias de niño y le contaba
lo que había conocido o visto, que era mucho,
aunque sin razonarlo en serio; y la llamaba
—pues él no conocía su origen; yo tampoco—
madre, querida madre.
ESPÍRITU DE LA TIERRA (Corriendo hacia Asia). Madre, querida madre,
¿puedo entonces hablar contigo como antes?
¿Puedo esconder mis ojos en tus brazos suaves
después que tu mirada los cansara de dicha?
¿Y jugar a tu lado en largos mediodías
cuando sólo hay sosiego en el aire brillante?
ASIA. Te quiero, criatura amable, y desde ahora
puedo amarte sin ser envidiada; tu charla
sencilla fue en un tiempo consuelo y ahora es gozo.
ESPÍRITU DE LA TIERRA. Madre, me he hecho más sabio en este mismo día
—aunque un niño no puede ser sabio como tú—,
y también más dichoso: feliz y sabio a un tiempo.
Tú sabes que los sapos, serpientes y gusanos,
las bestias venenosas y malignas, las ramas
que dan bayas nocivas eran siempre un obstáculo
para mis caminatas por mundos de verdura,
y que, entre las guaridas humanas, había hombres
con la mirada altiva y fiera, el rostro duro,
el paso indiferente, o la sonrisa falsa,
el desprecio contento de su propia ignorancia,
y otras horribles máscaras con las que enfermas mentes
ocultan a ese noble ser al que los espíritus
llamamos hombre. Había mujeres, las criaturas
maléficas más feas (aunque hermosas, incluso
en un mundo donde eres bella, cuando ellas son
buenas, libres, sinceras como tú) si su rostro
era falso o arisco. Me herían el alma cuando
pasaba, aunque durmieran o ninguno me viera.
Y bien, recientemente crucé una gran ciudad
y subí a las colinas boscosas que la ciñen;
en la puerta dormía un centinela; entonces
se oyó un ruido tan alto que sacudió las torres
bajo el claro de luna, pero era más dulce
que otras voces excepto la tuya, la más dulce
era un sonido largo, cual si nunca acabara.
Todos los habitantes de pronto despertaron
sobresaltados y en las calles se reunieron
mirando con asombro al Cielo mientras aún
retumbaba la música. Me escondí en una fuente
de la plaza y allí reposé cual reflejo
de luna que en las ondas se ve bajo las hojas.
Entonces esas formas y rostros feos y humanos
que, como ya te dije, me causaron dolor
pasaron por el aire flotando, se extinguieron
y los dispersó el viento; y los seres de donde
se habían desprendido eran dulces y hermosos,
pues se había caído algún disfraz horrible
y ya no eran los mismos, y después de la breve
sorpresa, con asombro feliz se saludaron
y al descanso volvieron. Cuando llegó la aurora,
¿creerías que serpientes, salamandras y sapos
podrían ser hermosos? Sin embargo, lo eran,
y con mínimo cambio[31] de color o de forma.
Todo se liberó de su esencia maligna.
Me sentí tan dichoso cuando vi sobre un lago
dos alciones de azur colgados, hacia abajo,
de una rama rodeada de dulce belladona,
despojando un racimo de sus bayas de ámbar
con picos avarientos, y en las aguas flotaban
como en un cielo, hermosas, sus formas reflejadas.
Y así, con mi ser lleno de estos cambios felices,
volvemos a encontrarnos: el mejor de los cambios.
ASIA. No nos separaremos antes de que tu casta
hermana que conduce la helada luna incierta
mire tu luz más cálida y constante, y su alma
se derrita cual copos de la nieve de abril
y te ame.
ESPÍRITU DE LA TIERRA. ¿Qué? ¿Como Asia ama a Prometeo?
ASIA. Calla, alocado, aún eres muy joven para eso.
¿Pensáis que con miraros fijamente a los ojos
propagáis vuestros cuerpos hermosos en las noches
sin luna y las llenáis de esferas luminosas?
ESPÍRITU DE LA TIERRA. No, madre, pero mientras mi hermana aviva el fuego,
me es muy duro ir a oscuras.
ASIA. ¡Escucha ahora, mira!
(Aparece el Espíritu de la Hora.)
PROMETEO. Sentimos lo que has visto y oído, pero habla.
ESPÍRITU DE LA TIERRA. Al cesar el sonido que llenó con su estruendo
los abismos del cielo y de la inmensa tierra,
hubo un cambio: el aire impalpable y la luz
del sol que todo envuelve quedaron transformados,
como si el sentimiento de amor disuelto en ellos
hubiera rodeado la esfera de la tierra.
Entonces mi visión se aclaró y pude ver
los profundos misterios que esconde el universo;
aturdido de gozo descendí suavemente
batiendo con mis alas el aire luminoso.
Mis corceles buscaron su origen en el sol,
donde vivirán siempre libres de todo esfuerzo,
paciendo entre las flores de fuego vegetal,
y donde mi carruaje lunado quedará
en un templo —mirado por formas esculpidas[32]
de ti, de mí, de Asia, de la Tierra, y la vuestra,
hermosas ninfas, viendo el amor que sentimos—
en memoria de todas las nuevas que ha traído,
debajo de una cúpula con las flores grabadas,
sobre doce columnas de piedra reluciente
y abierta al cielo límpido. Uncida a ese carro
por reptil anfisbénido, la figura de aquellos
caballos con las alas imitará ese vuelo
al que con su reposo ya ha puesto fin. Pero ¡ay!,
¿a dónde se ha ido ahora mi lengua tan parcial
cuando aún hay que contar lo que queréis oír?
Como ya he comentado, descendí hasta la tierra.
Era, como aún lo es, un gozoso dolor
moverse, respirar, ser. Fui vagabundeando
por todos los lugares y moradas del hombre,
y fue una decepción contemplar al principio
que esos inmensos cambios que yo había sentido
no estaban reflejados allí. Pero muy pronto
vi los tronos vacíos; los hombres caminaban
cual si fueran espíritus, sin pisarse entre ellos
ni agacharse adulando. Odio y miedo, desprecio
o amor hacia sí mismos no había escrito en sus frentes,
como sobre la puerta del mismísimo infierno:
«Perded toda esperanza los que entráis por aquí.»
Sin temor ni amenaza, ni nadie que mirara
con miedo a otros ojos de arrogante dominio,
hasta que el servidor de una mente tirana
llegó a ser —peor suerte— esclavo de la suya,
que le espoleó cual jaca exhausta hasta la muerte.
Nadie forjó en sus labios arrugas que taparan
la verdad, y mostraran al reír la mentira
que su lengua ocultaba. Nadie con terca burla
pisoteaba las chispas de amor y de esperanza
en su alma hasta dejar las cenizas amargas
de su ser consumido y acechar a los hombres,
cual vampiro, infectándolo todo con podredumbre.
Nadie hablaba esa jerga vulgar, vacía, falsa
que hace al corazón negar el sí expresado,
pero cuestiona aquella hipocresía inconsciente
con un autorrecelo que no posee nombre.
Y también las mujeres pasaban, claras, bellas,
tiernas, cual cielo libre que lanza luz reciente
y rocío en la tierra; formas dulces, radiantes,
puras, sin la mancilla de la costumbre, hablando
con la sabiduría que nunca imaginaron,
expresando emociones antes siempre temidas,
transformadas en todo lo que no se atrevieron,
haciendo que la tierra se pareciera a un cielo.
Ni orgullo ni recelo ni envidia ni vergüenza
—las gotas más amargas de hiel atesorada—,
viciaban la dulzura del bálsamo de amor.
Tronos, altares, sedes de justicia, prisiones,
adonde algunos hombres miserables llevaron
cetros, tiaras, espadas, cadenas y libracos
de errores razonados, que la ignorancia glosa,
eran como esas formas monstruosas y bárbaras,
fantasmas de una gloria que ya no se recuerda,
que desde sus intactos obeliscos contemplan
con un aire de triunfo los palacios y tumbas
de sus conquistadores. Aún desmoronándose,
encamaban la imagen, para orgullo de reyes
y curas, de una fe poderosa y sombría,
de un poder tan inmenso como el mundo asolado,
y ahora son sólo asombro. Aún así, los emblemas
e instrumentos de su último cautiverio ahí se encuentran,
entre los habitáculos del gentío terrestre,
aún no derruidos pero ya desdeñados.
Y esas viles figuras, que hombre y dios aborrecen,
bajo incontables nombres y con formas grotescas,
salvajes, fantasmales, oscuras y execrables
eran las del dios Júpiter, el tirano del mundo,
a quien, amedrentadas, las naciones servían
con sangre y pechos rotos por la vana esperanza,
con el amor llevado a los altares sucios
y degollado en medio de las lágrimas dóciles
de seres que adulaban lo temido y odiado.
Formas hoscas, pudriéndose en sus templos vacíos.
Ese velo pintado[33] que los muertos llamaban
la vida, que imitaba con colores dispersos
la fe y las esperanzas de los hombres, se ha roto.
Ha caído la máscara funesta; queda el hombre,
sin cetro, liberado, sin límites, pero hombre,
sin clase ni nación ni tribu, igual a todos,
sin culto ni temor ni jerarquía, rey
de sí mismo; benévolo, justo, sabio, pero hombre.
¿Sin pasión? No, aunque libre del dolor y la culpa
que su propio deseo creara o padeciera;
ni exento, aunque rigiéndolos como meros esclavos,
del azar y la muerte y el cambio, los obstáculos
sin los que algo podría remontarse más alto
que la estrella cimera de un cielo no elevado,
erigida en la sombra de un intenso vacío[34].
FIN DEL TERCER ACTO.