ACTO II

ESCENA I. Por la mañana. Un precioso valle en el Cáucaso indio. Asia sola.

ASIA. Desde todas las ráfagas del cielo has descendido,

semejante a un espíritu, a una idea que inunda

con lágrimas insólitas los ojos pétreos y hace

latir al corazón desolado que entonces

quizás ya conocía el reposo: has venido

acunada en tormentas. ¡Despiertas, Primavera[18],

hija de muchos vientos! Surges tan de repente

cual recuerdo que viene de un sueño, triste ahora

porque fue dulce antes, o como un genio, o como

un gozo que parece surgir desde la Tierra

revistiendo de nubes doradas el desierto

de nuestra pobre vida.

He aquí la estación, aquí el día y la hora.

¡Debes venir al alba, oh dulce hermana mía,

esperada hace tiempo y mucho demorada!

¡Cual gusanos de muerte sé arrastra lento el tiempo!

La punta de una estrella blanca aún se estremece

al fondo de la luz naranja de la aurora

tras las montañas púrpuras y, por una fisura

que el viento abre en la bruma, se refleja en el lago

oscuro: ahora se apaga, y vuelve a relucir

cuando cede la bruma y las nubes deshacen

en el aire los hilos ardientes que la tejen.

¡Se ha ido! Y a través de esas cumbres nevadas

la luz rósea del sol tiembla. ¿No oigo a mi hermana

con la música eolia de sus plumas batiendo

sobre el alba carmínea? (Aparece Panthea)

                                       Veo y siento esos ojos

brillando en las sonrisas que se acaban en lágrimas,

astros medio apagados por nieblas de rocío

plateado. Querida y hermosa, tú que llevas

el reflejo del alma por la que vivo, ¡cuánto

te demoras! El globo del sol había cruzado

el mar; mi corazón ardía de esperanza,

cuando el aire impoluto sintió tus plumas tardas.

PANTHEA. ¡Perdona, noble Hermana! Mis alas se encontraban

exhaustas con la dicha de un sueño recordado,

cual las que en mediodía de verano ventoso

se sacian con perfumes de flores. Yo dormía

en paz y despertaba relajada y tranquila

antes que la caída del sagrado Titán

y tu amor desgraciado unieran, por costumbre

y piedad, a la pena y al amor en mi alma,

como a ti te ha ocurrido. No hace mucho dormía

en las glaucas cavernas de Océano, el anciano,

en sombrías guaridas de musgo verde y púrpura.

Los brazos blancos, tiernos de nuestra hermana lone

abrazaban, como ahora, mi cabellera oscura,

en tanto que mi rostro se agazapaba dentro

de su hondo seno donde se respira la vida.

Pero no como ahora que, convertida en viento,

vuelo lánguida bajo la música que llevo

de tu plática muda, y, fundida al sentido

con que el amor se expresa, ha sido mi descanso

turbulento mas dulce, y mi vigilia ha sido

inquieta y dolorosa.

ASIA.                      Alza tus ojos, deja

que yo lea tu sueño.

PANTHEA.              Como te he comentado,

yo dormía a los pies del Titán con mi hermana.

A nuestra voz las nieblas de los montes se habían

condensado y vertían, bajo la luna, nieve

que amparaba del áspero hielo nuestro descanso.

Tuve entonces dos sueños. Uno no lo recuerdo.

En el otro los miembros destrozados y pálidos

del Titán Prometeo se desprendían del cuerpo,

y la noche azulada esplendió con la gloria

de esa forma que vive inmutable en nosotros,

y su voz resonó cual son vertiginoso

que aturde de contento a la mente apagada:

«Oh, hermana de aquella cuyos pasos adornan

el mundo de hermosura —tú, la más bella, salvo

de la que eres imagen—, alza ahora tus ojos

hacia mí.» Los alcé, y la luz deslumbrante

de esa forma inmortal se quedó ensombrecida

por el amor que desde sus miembros, tiernos, ágiles,

sus labios entreabiertos por la pasión, sus ojos

penetrantes y lánguidos, emanaba una lumbre

vaporosa[19], una atmósfera que me unía a su fuerza

disolvente, cual éter del sol de la mañana

que, antes de bebérsela, envuelve a alguna nube

de rocío. No vi ni oí ni me movía;

sentía su presencia fluyendo por mi sangre,

que la hacía su vida, y su vida era mía,

y hasta que esto acabó, así fui yo absorbida;

y como los vapores que, cuando el sol se oculta,

se concentran en gotas encima de los pinos,

temblorosas como ellos, mi ser se condensó

en la noche profunda. Y mientras que los rayos

de mi mente despacio despertaban, oí

su voz, cuyos acentos lentamente expiraban

como pasos de débil melodía. Tu nombre

fue lo único que oí entre tantos sonidos

que pudieran formar palabras, bien que estuve

escuchando en la noche cuando ya era silencio.

Ione se despertó entonces y me dijo:

«¿Intuyes qué me inquieta esta noche? Hasta ahora

siempre he sido consciente de mis deseos, nunca

he encontrado placer en desear en vano.

Pero ahora no puedo decirte lo que busco,

pues lo ignoro; algo dulce, ya que incluso es dulzura

desearlo; y te diviertes así, hermana hipócrita.

Tú has descubierto algún antiguo encantamiento

con cuyo maleficio has robado mi espíritu

cuando estaba durmiendo, y te lo has hecho tuyo,

pues ahora, al besamos, he sentido en tus labios

el aliento suave que sostiene mi ser;

y el calor de la sangre, cuya falta me mata,

ha temblado en los brazos al abrazarnos.» No

contesté pues la estrella de oriente estaba pálida,

pero vine a tu lado.

ASIA.                       Hablas, mas con palabras

de aire; no las siento. ¡Alza los ojos, deja

que en ellos lea el alma impresa del Titán!

PANTHEA. Por más que los levanto sucumben con el peso

de lo que desearían expresar. ¿Qué verías

aparte de la imagen de tu propia belleza?

ASIA. Tus ojos son cual cielo hondo, azul e infinito

reducido a dos círculos que bajo las pestañas

hermosas, largas, finas, están entretejidos,

línea a línea, orbe a orbe, lejanos e insondables.

PANTHEA. ¿Por qué das sensación de haber visto un espíritu?

ASIA. Algo ha cambiado: veo en lo hondo de tus ojos

una sombra, una forma: es Él que, revestido

con luz de sus sonrisas, se extiende como el brillo

de la luna rodeada de nubes. ¡Prometeo,

esa es tu propia imagen! ¡No te vayas aún!

¿No dicen tus sonrisas que otra vez nos veremos

en ese pabellón brillante que sus rayos

construirán sobre el mundo yermo? El sueño está dicho.

¿Mas qué es esa figura que está aquí entre nosotros?

Su tosco pelo encrespa el viento que lo agita;

su mirada es agreste y vivaz, aunque de aire,

pues a través del traje gris le brilla el rocío

dorado cuyos astros no apaga el mediodía.

SUEÑO. ¡Venid!

PANTHEA.          Ese es mi otro sueño.

ASIA.                                                      Ya se ha esfumado.

PANTHEA. Ahora se hunde en mi alma. Mientras aquí charlábamos

creí ver, allá lejos, florecer los capullos

en ese almendro hendido por el rayo, y de pronto,

un viento de los blancos desiertos de la Escitia

barrió veloz la Tierra y la cubrió de escarcha.

Vi que arrasó las flores, pero en todos los pétalos

—como en las campanillas azules del jacinto

está inscrita la pena de Apolo—, estaba escrito:

«¡OH, VENID, VENID

ASIA.                     Mientras tú hablas, tus palabras

llenan, pausa tras pausa, mi olvidado descanso

de imágenes. Recuerdo que juntos recorríamos

estas praderas bajo el alba gris naciente,

y multitud de nubes de densos copos blancos

erraban por los montes en rebaños compactos

guiados por el viento pastor, reacio y lento;

y en la hierba reciente, penetrando la tierra

negra, el blanco rocío flotaba silencioso.

Yotras cosas había que ahora no recuerdo,

pero en las sombras de las nubes matutinas,

a través de las púrpuras pendientes montañosas,

se leía: «¡Oh, venid, venid!», y se esfumaban.

Yen las plantas, de donde el rocío del Cielo

había caído, estaba lo mismo escrito, como

con fuego que se apaga. Se alzó un viento en los pinos

que removió la música suspendida en las ramas,

y con débil sonido, como un adiós de espectros,

se escuchó: «Oh, venid, venid, venid conmigo».

Entonces dije yo: «¡Mírame a mí, Panthea!»

Pero en lo más profundo de esos ojos amados

aún pude ver: «¡venid, venid!».

ECO.                                         ¡Venid, venid!

PANTHEA. Los peñascos se burlan esta clara mañana

de nuestras voces, como si hablaran cual espíritus.

ASIA. Hay un ser en las rocas. ¡Oye sus sones puros!

ECOS (invisibles).

Somos ecos. ¡Escucha!

No podemos quedarnos:

como el rocío brilla

para apagarse pronto,

¡oh, hija del Océano[20]!

ASIA. ¡Escucha! Los espíritus hablan. Los sones puros

de sus lenguas celestes aún resuenan.

PANTHEA.                                            Los oigo.

ECOS.

¡Oh, venid con nosotros

mientras la voz se pierde

por las hondas cavernas

donde se extiende el bosque!

(A mayor distancia.)

¡Oh, venid con nosotros

por las hondas cavernas!

Perseguid ese canto mientras flote,

donde nunca han volado las abejas,

por la honda oscuridad del mediodía,

junto al sueño fragante de las lánguidas

flores nocturnas, y en las negras cuevas

que iluminan las aguas de las fuentes,

mientras que nuestra dulce y loca música

imita tu elegante caminar,

¡oh, hija del Océano!

ASIA. ¿Seguimos el sonido? Se va debilitando

y alejando.

PANTHEA. Su música se acerca ahora. ¡Escucha!

ECOS.

En el mundo ignorado

duerme una voz no dicha;

sólo tus pasos pueden

deshacer su reposo,

¡oh, hija del Océano!

ASIA. ¡Cómo se hunden las notas en el viento que cede

ECOS.

¡Oh, venid con nosotros

por las hondas cavernas!

Perseguid ese canto mientras flote,

por campos con rocío al mediodía,

por el bosque, los lagos y las fuentes,

a través de montañas escarpadas,

hasta las grietas, precipicios, simas

donde aplacó la Tierra sus espasmos

el día que tú y Él os separasteis

para ahora volver a reuniros,

¡oh, hija del Océano!

ASIA. Ven, querida Panthea, unamos nuestras manos

y sigamos las voces antes de que se extingan.

ESCENA II. Un bosque, salpicado de rocas y cavernas. Asia y Panthea entran en él. Dos jóvenes faunos están escuchando sentados en una roca.

PRIMER SEMICORO DE ESPÍRITUS.

El sendero seguido por las bellas

hermanas va cubierto de pinares,

de cedros, tejos, de árboles frondosos

que lo ocultan del Cielo azul y vasto.

La luna, el sol, los vientos y las lluvias

no penetran sus ramas enlazadas.

Tan sólo alguna nube de rocío,

llevada por la brisa á pie de tierra,

entre los troncos de árboles canosos,

cuelga una perla en cada flor marchita

del laurel verde, que otra vez florece,

y, antes de disiparse silenciosa,

dobla a una bella y quebradiza anémona.

O también una estrella de las muchas

que suben y recorren la alta noche

encuentra algunas veces la fisura

por donde caen sus rayos a ese abismo,

y, antes de ser llevada hacia lo lejos

por los Cielos veloces e inestables,

esparce gotas de una luz dorada,

como líneas de lluvia que no chocan.

Y todo se hace oscuridad divina,

y la tierra se cubre con el musgo.

SEGUNDO SEMICORO.

Allí los voluptuosos ruiseñores

están despiertos todo el mediodía.

Si uno decae de dicha o de tristeza,

y por las ramas quietas de la yedra,

enfermo por amor, cae y se muere

en el seno anhelante de su amada,

otro desde la flor balanceante,

atento para asir el final lánguido

del último sonido, alza en lo alto

las alas de la débil melodía,

hasta que un nuevo anhelo la sostiene

y los bosques se callan. Luego se oye

un batir de alas en el aire turbio,

y alzándose cual flautas desde un lago,

los sonidos inundan el cerebro

del que escucha, con tanta suavidad

que acaso la alegría se hace pena.

PRIMER SEMICORO.

Allí los encantados remolinos

de esos ecos melódicos retozan

y atraen, según la ley de Demogorgon,

con dulce asombro y rapto emocionado,

a ese camino oculto a los espíritus,

como los barcos van hacia el Océano

por ríos que el deshielo reforzara.

Y un sonido suave allí se acerca

a los en charla o sueño encadenados

y les despierta dulces emociones,

los atrae y los impele. Los que han visto

dicen que de la tierra jadeante

se eleva un viento que a las plumas mueve

y los guía en su ruta, mientras ellos

creen que sus alas y sus pies veloces

obedecen a un ímpetu interior.

Así que van flotando de camino

hasta que, aún armonioso mas sonoro,

el fragor de sonidos se acelera,

lo atraen, se precipita; y mientras vuelan

detrás, sus ondas crecen, se reúnen

y a la fatal montaña se dirigen

como nubes que el aire no retiene.

PRIMER FAUNO. ¿Te imaginas en dónde viven esos espíritus

que entonan en los bosques tan dulce melodía?

Nosotros frecuentamos cavernas y refugios

ocultos; conocemos estas tierras salvajes,

pero nunca los vemos, aunque sí los oímos.

¿En qué lugar se esconden?

SEGUNDO FAUNO.            Es difícil saberlo.

Según los más expertos en espíritus dicen,

las burbujas[21] que el sol con su magia succiona

de las lánguidas flores de agua que engalanan

los fondos cenagosos de estanques y de lagos,

son las estancias donde ellos viven y flotan

bajo verde y dorada atmósfera que alumbra

la luz del mediodía a través de las hojas.

Y cuando ellas estallan, y el aire enrarecido

y ardiente que esos seres respiraron adentro

sube y vuela en la noche como los meteoros,

encima de éstos montan y contienen su ímpetu,

doblan sus crestas fúlgidas y en llamas se deslizan

otra vez por debajo de las aguas terrestres.

PRIMER FAUNO. Si éstos viven así, ¿otros puede que vivan

bajo arbustos rosáceos, dentro de las corolas

de las flores del prado, en violetas cerradas,

o en sus fragancias últimas cuando ya han sucumbido,

o en la luz reflejada en gotas de rocío?

SEGUNDO FAUNO. Sí, y en muchos más sitios que adivinar podemos.

Mas si hablando seguimos nos vendrá el mediodía

y Sileno, irritado de encontrar a sus cabras

sin ordeñar, sus bellos cantos no cantará

del Azar y el Destino, de Dios y el viejo Caos,

del Amor y la suerte funesta del Titán,

y de cómo será liberado, y hará

una tierra de hermanos: cadencias que iluminan

nuestros atardeceres solitarios y hechizan

al ruiseñor, que escucha en silencio asombrado.

ESCENA III. Una cima rocosa en las montañas. Asia y Panthea.

PANTHEA. Aquí nos ha traído el sonido, al dominio

de Demogorgon, pórtico enorme, como boca

de un volcán que exhalara meteoros, desde donde

es lanzado el vapor augurai que de jóvenes

beben los solitarios errabundos y llaman

verdad, virtud, amor, genio o gozo, ese vino

de vida que enloquece, cuyos posos apuran

en embriaguez profunda; y, semejante a Ménades

que gritaran bien alto: «¡Evoé! ¡Evoé!»,

al cielo alzan la voz que es corrupción del mundo.

ASIA. ¡Qué magnífico trono, digno de tal Poder!

¡Qué gloriosa eres, Tierra! Y si fueras la imagen

de cualquier otro espíritu todavía más hermoso,

aunque el mal mancillara su obra, y aunque fuera

igual a su creación, frágil en su belleza,

yo me arrodillaría ante ti y ante ella.

También ahora mi alma adora: ¡qué prodigio!

Antes que el vapor nuble tu mente, hermana, mira:

allí abajo se extiende una inmensa llanura

de niebla que recubre, bajo el sol matutino,

cual lago cuyas olas se rompen plateadas,

un valle indio. Mira cómo avanza la niebla

que los vientos adensan, aislando estas alturas

donde estamos, a medio camino, rodeadas

de bosques lujuriantes y umbríos, de praderas

a media luz dudosas, de cuevas de agua vivida,

y figuras de niebla con las que juega el viento.

Y allá en lo alto las cumbres que perforan el cielo,

desde sus picos gélidos y radiantes arrojan

la aurora, como espuma deslumbrante que el ímpetu

de Océano ha esparcido desde un islote atlántico

y salpica los vientos de gotas luminosas.

Las montañas rodean el valle; y el bramido

de cascadas que surgen del deshielo en los flancos

sacia al viento que escucha, tenaz, vasto, asombroso

como el silencio. ¡Escucha la impetuosa nieve!

¡El sol ha despertado la avalancha! Su masa,

cribada ya tres veces por la tormenta, copo

tras copo se apiló, como en mentes rebeldes

se acopian las ideas hasta que una verdad

se desprende y resuena en todas las naciones,

conmovidas; como ahora ocurre en las montañas.

PANTHEA. ¡Mira el mar agitado de la niebla romperse

en espuma carmínea junto a nuestros pies mismos!

Se alza como el Océano por la luna hechizado

sobre isla cenagosa de famélicos náufragos.

ASIA. Los fragmentos de nube se dispersan. El viento

que los yergue despeina mi cabello. Sus ondas

ahora se precipitan en mis ojos. Mi mente

se aturde. ¿Puedes ver figuras en la niebla?

PANTHEA. Un rostro con sonrisas atrayentes. Un fuego

de azur que resplandece en sus bucles dorados.

Y otros más todavía. ¡Escucha sus palabras!

CANCIÓN DE LOS ESPÍRITUS.

¡Al abismo, al abismo!

¡baja, baja!

Por la sombra del sueño,

por la lucha sombría

de la Vida y la Muerte,

por el velo y barrera

del ser y la apariencia,

hasta la escalinata de los tronos lejanos,

¡baja, baja!

Mientras truena el sonido,

¡baja, baja!

Como el ciervo atrae perros,

el rayo los vapores,

la llama mariposas;

muerte, horror; amor, pena;

tiempo ambos; hoy, mañana;

y el acero obedece al alma de las piedras,

¡baja, baja!

Por el gris hueco abismo,

¡baja, baja!

Donde el aire no es prisma

y no hay luna ni estrellas,

y las cuevas no tienen

el resplandor del Cielo

ni el negror de la Tierra,

donde sólo Uno existe impregnándolo todo,

¡baja, baja!

Al fondo del abismo,

¡baja, baja!

Como el rayo dormido,

como chispa en las ascuas,

cual la última mirada

de amor, como el diamante

que refulge en las minas,

existe un sortilegio para ti solamente;

¡baja, baja!

Nosotros te guiamos.

¡Baja, baja

con brillante compaña!

Acepta que eres débil;

la humildad es tan fuerte

que el eterno precisa

liberar por la puerta

de la vida al Destino, serpiente atada al trono,

por eso sólo.

ESCENA IV. La Cueva de Demogorgon. Asia y Panthea.

PANTHEA. ¿Qué velada figura está en el trono de ébano?

ASIA. El velo se ha caído.

PANTHEA.                          Veo una inmensa negrura[22]

donde se alza el poder, y rayos de tiniebla

alrededor lanzados, cual luz del mediodía.

Nunca visto y sin forma: sin miembros, sin hechura,

sin contorno visible, aunque sentimos que es

un Espíritu vivo.

DEMOGORGON. Pregunta lo que quieras.

ASIA. ¿Qué me puedes decir?

DEMOGORGON.                      Cuanto a saber te atrevas.

ASIA. ¿Quién creó el mundo vivo?

DEMOGORGON.                             Fue Dios.

ASIA.                                                                ¿Quién hizo todo

lo que contiene: ideas, pasión, razón, deseo,

imaginación?

DEMOGORGON. Dios: Dios todopoderoso.

ASIA. ¿Quién creó el sentimiento que, cuando en Primavera

los vientos nos visitan fugaces, o si oímos

la voz de alguien amado en nuestra juventud,

llena los ojos lánguidos de lágrimas que empañan

las radiantes figuras de las alegres flores,

y deja en soledad esta tierra habitada

cuando ya no regresa?

DEMOGORGON.         Dios misericordioso.

ASIA. ¿Y quién creó la angustia, el terror, la locura,

que, desde los grilletes de la vasta cadena

de todo y hasta el mínimo pensamiento del hombre,

se cuelgan con gran peso, y todo ser se arrastra

soportando la carga al pozo de la muerte;

la esperanza perdida; el amor lleno de odio;

el desprecio a uno mismo, brebaje más amargo

que la sangre; el dolor, cuyo idioma, olvidado

y a la vez conocido, es un grito continuo;

y el Infierno o el puro miedo al Infierno?

DEMOGORGON.                                  Él reina.

ASIA. Di su nombre; hay un mundo doliente que demanda

su nombre: las blasfemias lo van a destronar.

DEMOGORGON. Él reina.

ASIA.                                   Creo saber su nombre. ¿Quién?

DEMOGORGON.                                                                   Él reina.

ASIA. ¿Quién reina? En el origen había Cielo y Tierra,

y Luz y Amor; después, Saturno, y de su trono

cayó el Tiempo, envidiosa sombra. Así era el estado

de los primeros seres que habitaban su reino,

como el gozo tranquilo de flores y hojas vivas

antes que el sol y el viento las marchiten, o como

gusanos medio vivos[23]. Pero él les negó

el innato derecho de su esencia, el poder,

el saber, el control sobre los elementos,

la razón que ilumina este oscuro universo,

la propia potestad, la gloria del amor,

por cuya falta habían desfallecido. Entonces

Prometeo dio a Júpiter la fuerza del saber

y le otorgó el dominio sobre el enorme Cielo

bajo esta condición: «Que el hombre sea libre».

No conocer la fe, ni el amor ni la ley,

ni la amistad y ser poderoso es reinar[24].

Y entonces reinó Júpiter, pues en la raza humana

cayó primero el hambre, y después el esfuerzo,

la enfermedad, la lucha y la muerte ignorada.

Y el desorden del clima, con rayos alternantes

del hielo y de la llama, llevó hacia las cavernas

de montaña a las tribus sin cobijo y sin fuerza.

Y en sus almas desiertas introdujo deseos

voraces, inquietudes dementes, vagas sombras

del bien irreal, que hicieron posible guerras mutuas

que asolaron con rabia sus guaridas infectas.

Prometeo vio esto y despertó legiones

de esperanzas dormidas en las flores cerradas

del Elíseo: Nepente, Moli, Amaranto, siempre

inmarchitas, con cuyas finas alas de iris

pudieran ocultar la forma de la Muerte.

Y envió el Amor a unir de la viña los pámpanos

que da vino de vida, el corazón humano.

Y domeñó ese fuego que, cual bestia de presa,

terrible pero hermoso, ardía bajo el ceño

del hombre. Y torturó, para poder domarlos,

el hierro, el oro, esclavos y signos de poder,

las gemas, los venenos, la materia valiosa

escondida debajo de montañas y olas.

Dio al hombre la palabra, que creó el pensamiento

como única medida del universo. Entonces

la Ciencia sacudió los tronos de la tierra

y el cielo sin hundirlos; y la mente armoniosa

expandió sus esencias en proféticos cantos.

La música elevó al alma que escuchaba

hasta caminar, libre de la carga mortal,

como un dios, en las ondas de la dulce cadencia.

Y las manos primero imitaron y luego

desdeñaron la forma humana al modelarla

aún más bella; y el mármol llegó a divinizarse.

Y las madres, al verlo, bebieron el amor

que el hombre ve en su raza[25], y al contemplarlo mueren.

Dijo el poder oculto de hierbas y de fuentes,

y así la Enfermedad bebió y durmió. La Muerte

se hizo sueño. Enseñó las enlazadas órbitas

de los astros errantes, y cómo cambia el sol

su morada, y por qué secreto sortilegio

se transforma la luna cuando su inmenso ojo

se oculta de la mar. Enseñó a conducir,

semejante a la vida que dirige los miembros,

los carros del Océano que en la tormenta vuelan,

y el celta conoció al indio. Las ciudades

después se construyeron, y vientos calurosos

cruzaron sus columnas níveas, y el azul éter

brilló, y aparecieron el mar y las colinas.

Así son los consuelos que otorgó Prometeo

al hombre por su estado, por los que, encadenado,

sufre un feroz destino. ¿Mas quién hace llover

el mal, plaga implacable que, mientras que contempla

el hombre su creación como un dios y la estima

gloriosa, le persigue y le arruina su propia

voluntad, convirtiéndolo en oprobio del mundo,

en paria, en solitario desvalido? No es Júpiter,

pues mientras que su ceño agitaba los Cielos,

temblaba como esclavo cuando su contrincante

le maldecía, preso de sólidas cadenas.

¿Dime quién es su amo? ¿No es él también esclavo?

DEMOGORGON. Son esclavas las almas que al mal rinden servicio.

Tú ya sabes si Júpiter pertenece a esa clase.

ASIA. ¿A quién llamaste Dios?

DEMOGORGON.                     Yo hablé vuestro lenguaje,

pues Júpiter gobierna sobre todas las cosas.

ASIA. ¿Y quién es del esclavo el amo?

DEMOGORGON.                                    Si el abismo

pudiera vomitar sus secretos… Mas falta

la voz, y la profunda verdad no tiene imagen.

¿Para qué serviría pedirte que miraras

al mundo que da vueltas, o hacer hablar al Tiempo,

al Destino, al Azar, a la Ocasión, al Cambio?

De ellos todo depende, salvo el Amor eterno.

ASIA. Ya he preguntado mucho, y el corazón me ha dado

esas mismas respuestas, y de tales verdades

cada cual de sí mismo debe ser el oráculo.

Una pregunta más; y, por favor, responde

como respondería mi alma a la pregunta.

Surgirá Prometeo en un pronto futuro

como sol de este mundo dichoso, ¿pero cuándo

llegará ese momento predestinado?

DEMOGORGON.                             Observa.

ASIA. Las rocas se han quebrado, y en la noche violeta

veo carros tirados por corceles con alas

irisadas que hienden las oscuras corrientes,

y en cada uno el auriga feroz que los hostiga.

Unos miran atrás como si los siguieran

demonios, mas no veo sino estrellas radiantes.

Otros, de ojos ardientes, se inclinan a beber

con labios codiciosos el viento de su ímpetu,

como si lo que amaran huyera por delante

y ahora mismo pudieran agarrarlo. Sus bucles

vuelan como el cabello brillante de un cometa.

Y prosiguen veloces.

DEMOGORGON.     Son las horas perpetuas

por las que has preguntado. Una de ellas te aguarda.

ASIA. Un espíritu horrendo detiene su carruaje

siniestro al borde mismo del abismo escarpado.

Distinto a tus hermanos, auriga espeluznante,

¿quién eres tú y a dónde quieres llevarme? ¡Habla!

ESPÍRITU. Soy sombra de un destino aún más espantoso[26]

que mi aspecto, y antes que ese planeta se haya

ocultado, lo oscuro que arrastro cubrirá

en noche eterna el trono vacío de los Cielos.

ASIA. ¿Qué quieres decir?

PANTHEA.                          Esa sombra terrible se alza

de su trono lo mismo que del mar sube el humo

lívido de ciudades que el terremoto hundiera.

¡Mira! Se sube al carro; los corceles se escapan

espantados. Observa su paso entre los astros,

que oscurece la noche.

ASIA.                            ¡Qué extraña la respuesta!

PANTHEA. Mira, otro carro para al borde del abismo;

es concha de marfil incrustada de fuego

carmesí que va y viene en su borde esculpido

de extraña y delicada tracería. El espíritu

joven que lo conduce tiene ojos de paloma

esperanzados. Como luz que atrae los insectos

en la tiniebla, atrae al alma su sonrisa.

ESPÍRITU.

Mis corceles se nutren del relámpago

y beben del caudal del torbellino,

y cuando la mañana brilla roja

se bañan en los rayos del sol nuevo.

Son fuertes a pesar de ser veloces.

Sube entonces conmigo, hija de Océano.

Quiero, y su rapidez la noche enciende;

temo, y son más veloces que el Tifón.

Antes que nubes de Atlas se disipen,

rodeamos tierra y luna. Del esfuerzo

vamos a descansar al mediodía.

Sube entonces conmigo, hija de Océano.

ESCENA V. El carro se detiene en medio de una nube que flota en la cima de una montaña nevada. Asia, Panthea y el Espíritu de la Hora.

ESPÍRITU

Al borde de la noche y la mañana

a menudo resoplan mis corceles.

Mas la tierra ha exhalado una advertencia:

¡deben correr más rápido que el fuego

y beber la presteza del deseo!

ASIA. En sus narices soplas, pero mi aliento más

rapidez les daría.

ESPÍRITU.          ¡Ay, no podría hacerlo!

PANTHEA. ¡Oh, Espíritu! ¿De dónde, dime, viene la luz

que repleta esa nube? El sol aún no ha salido.

ESPÍRITU. Hasta este mediodía no saldrá el sol. Apolo

está preso en el Cielo por prodigio, y la luz

que llena este vapor, como el color etéreo

de las rosas que tiñe el agua que contemplan,

surge de tu eminente hermana.

PANTHEA.                                Sí, ya siento…

ASIA. Hermana, ¿qué te pasa? Parece que estás pálida.

PANTHEA. ¡Cómo has cambiado, hermana! No me atrevo a mirarte.

Te siento y no te veo. Apenas si soporto

tu radiante hermosura. Un cambio favorable

hay en los elementos, que sufren tu presencia

ahora desvelada. Relatan las Nereidas

que el día en que las aguas transparentes se abrieron

para dejarte paso, y apareciste dentro

de una concha veteada que flotaba en la calma

superficie del mar cristalino, allí en medio

de las islas egeas, y junto a las orillas

que te nombran, surgió de ti el amor, parejo

a la atmósfera flámea del sol que llena el mundo,

e iluminó la tierra, el cielo y el océano

profundo, las cavernas tenebrosas y todo

lo que en ellos habita; hasta que el sufrimiento

eclipsó el alma pura de donde procedía.

Así eres tú ahora, y no soy sólo yo,

tu hermana, compañera, la que tú has elegido,

sino que todo el mundo busca tu simpatía.

¿No escuchas los sonidos que te hablan del amor

de todas las criaturas? ¿No sientes que los vientos

inanimados quieren sólo tu amor? ¡Escucha! (Música)

ASIA. Tus palabras son dulces, igual que las de aquel

de las que son el eco. Mas todo amor es dulce,

dado o correspondido. Es común cual la luz,

y su voz conocida ya nunca se desgasta.

Como el cielo y el aire que todo lo sustenta,

hace que los reptiles se asemejen a Dios.

Los que al amor inspiran son muy afortunados,

como yo soy ahora, pero los que lo sienten

son aún más felices después de haber sufrido,

como yo seré pronto.

PANTHEA.                ¡Escucha a los espíritus!

UNA VOZ EN EL AIRE, CANTANDO.

¡Vida de la vida! Tus labios prenden

con su amor el aliento que los mueve.

Y tus sonrisas antes de apagarse

hacen fuego del frío. Así que ocúltalas

en las miradas, donde el que se hunde

desfallece enredado en sus marañas.

¡Oh, hija de la luz! Tus miembros arden

bajo la vestimenta que los tapa,

como la radiación de la mañana

sobre las nubes antes de romperlas.

Y te envuelve esta atmósfera divina

en todos los lugares donde brillas.

Otras son bellas; nadie te contempla,

mas tu tono de voz es grave y tierno

como el mejor, porque te oculta siempre

de la vista, espectáculo diáfano,

y aunque nunca te ven, todos te sienten

como ahora yo te siento, ya perdido.

¡Luminaria del mundo! A donde vayas,

iluminas las formas tenebrosas,

y los espíritus de los que amas

caminan en el viento con presteza,

hasta que desfallecen como ahora

yo, sin rumbo, aturdido, ¡pero alegre!

ASIA.

Mi alma es un navío embelesado

que flota como un cisne adormecido

en las ondas plateadas de tu canto armonioso,

y la tuya se pone como un ángel

al lado de un timón y lo dirige,

mientras silban los vientos con pura melodía.

Parece que flotara para siempre

sobre ese río de meandros múltiples,

entre montañas, simas y arboledas,

¡paraíso salvaje y solitario!

Hasta que, como en sueño prisionera,

llevada hasta el océano, desciendo

al hondo mar que extiende sus sones a lo lejos.

Tu espíritu, entretanto, alza su vuelo

en los serenos reinos de la música,

al soplo de los vientos que orean el cielo alegre.

Y seguimos bogando hacia lo lejos

sin rumbo, sin estrellas, impulsados

por el suave instinto de la música;

hasta que en islas del Elíseo fértiles

tú, el piloto más bello, donde nunca

ningún barco mortal se ha deslizado,

conduces el bajel de mi deseo:

dominios donde el aire que aspiramos

es amor que los vientos y las olas transportan,

y en armonía enlazan la tierra y lo que arriba percibimos.

Las cuevas de la edad hemos pasado,

y de la Madurez las negras olas,

y el mar de Juventud, sonriente y traicionero.

Pasamos por los golfos transparentes

de la Infancia poblada de ilusiones,

por Muerte y Nacimiento, hacia un divino día,

paraíso de moradas con sus bóvedas

que las flores encienden al mirarlas,

de senderos acuosos que serpean

por regiones tranquilas de verdura

pobladas de figuras tan brillantes

que inquietan al mirarlas —algo así como tú—,

caminan por el mar y cantan, melodiosas.

FIN DEL SEGUNDO ACTO.