Reflexiones sobre una caja de cartón
Es una mañana fría y lluviosa, once días antes del final del siglo XX. Estoy sentado en mi casa de Brooklyn, contento por no tener que salir con este desolado tiempo de diciembre. Puedo quedarme aquí sentado el tiempo que quiera y aunque salga en algún momento del día sé que podré volver. En cuestión de minutos volveré a estar caliente y seco.
Poseo esta casa. La compré hace siete años, después de reunir el dinero suficiente para cubrir una quinta parte de su precio. El ochenta por ciento restante se lo pedí prestado a un banco. El banco me ha dado treinta años para pagar el préstamo y cada mes me siento y firmo otro cheque. En siete años, apenas he hecho mella en el principal. El banco me cobra por los gastos de la hipoteca, y casi cada penique que les he dado hasta ahora ha ido destinado a reducir los intereses que les debo. No me quejo. Gasto felizmente ese dinero extra (más del doble del valor del préstamo) porque me da la posibilidad de vivir en esta casa. Y me gusta estar aquí. Especialmente en una mañana desapacible y fea como la de hoy, no se me ocurre ningún otro sitio en el que preferiría estar.
Me cuesta mucho dinero vivir aquí, pero no tanto como parecería a primera vista. Cuando pago mis impuestos en abril, puedo deducir todo lo que he gastado en intereses durante el año. Se resta a mis ganancias, sin preguntar. El Gobierno federal lo hace por mí, y le estoy inmensamente agradecido. ¿Por qué no debería estarlo? Me ahorra miles de dólares al año.
En otras palabras, acepto las prestaciones sociales del Gobierno. Han amañado las cosas de tal modo que una persona como yo puede tener una casa. En este país todo el mundo coincide en que eso es una buena idea, y nunca he oído a un congresista o a un senador que se levante para proponer que se cambie esa ley. En los últimos años, los programas de prestaciones sociales para los pobres han sido prácticamente desmantelados, pero las ayudas a la vivienda para los ricos continúan funcionando.
La próxima vez que veas a un hombre que vive en una caja de cartón, recuérdalo.
El Gobierno alienta la propiedad de la vivienda porque es buena para las empresas, para la economía, para la moral pública. También es el sueño universal, el sueño americano en su forma más pura y esencial. Estados Unidos se mide como civilización según ese criterio y, cada vez que queremos demostrar el éxito que tenemos, empezamos a sacar estadísticas que muestran que el porcentaje de ciudadanos que tienen casa en propiedad es mayor en nuestro país que en ningún otro lugar del mundo. «Construcción de viviendas» es el término económico clave, el indicador fundamental de nuestra salud financiera. Cuantas más casas construimos, más dinero ganaremos y, cuanto más dinero ganemos, más feliz será todo el mundo.
Y, sin embargo, como todo el mundo sabe, en este país hay millones de personas que nunca tendrán una casa, que luchan cada mes para pagar el alquiler. También sabemos que habrá muchos que no podrán pagar el alquiler y que tendrán que irse a la calle. Los llamamos sin techo, pero en realidad hablamos de gente que no tiene dinero. Como ocurre con todo en Estados Unidos, se reduce a una cuestión de dinero.
Un hombre no vive en una caja de cartón porque quiera. Puede estar mentalmente trastornado, ser drogadicto o alcohólico, pero no está en la caja porque sufra esos problemas. He conocido a docenas de locos en mi vida, y muchos de ellos vivían en casas preciosas. Muéstrame el libro en el que esté escrito que un alcohólico está condenado a dormir en la acera. Tiene las mismas posibilidades de que un chófer con gorra negra lo pasee por la ciudad. Aquí no funciona la ley de causa y efecto. Vives en una caja de cartón porque no puedes permitirte vivir en ningún otro sitio.
Es un momento difícil para los pobres. Hemos entrado en un período de enorme prosperidad, pero, a medida que avanzamos por la autopista de los beneficios cada vez más grandes, olvidamos que una incontable cantidad de personas se quedan tiradas en el arcén. La riqueza crea pobreza. Ésa es la ecuación secreta de una economía de libre mercado. No nos gusta hablar de ella, pero, a medida que los ricos se hacen más ricos y poseen cada vez mayores cantidades de dinero que gastar, los precios suben. No hace falta que le diga a nadie lo que ha ocurrido con el mercado inmobiliario de Nueva York en los últimos años. El coste de la vivienda ha subido mucho más de lo que nadie habría creído posible hace poco tiempo. Ni siquiera yo, orgulloso propietario, podría permitirme mi propia casa si tuviera que comprarla ahora. Para muchos otros, ese incremento ha mostrado con claridad la diferencia que existe entre tener un lugar donde vivir y no tener un lugar donde vivir. Para algunas personas, ha supuesto la diferencia entre la vida y la muerte.
La mala suerte puede alcanzarnos a todos en cualquier momento. No requiere mucha imaginación pensar en las cosas que podrían acabar con nosotros. Toda persona vive con la idea de su propia destrucción, e incluso la persona más feliz y exitosa tiene algún rincón oscuro del cerebro donde se reproducen continuamente historias de terror. Imaginas que te quedas sin trabajo. Imaginas que alguien que depende de ti tiene una enfermedad, y que las facturas médicas acaban con tus ahorros. O que te juegas tus ahorros en una mala inversión o una mala tirada de dados. La mayoría de nosotros sólo estamos a un desastre de distancia de las verdaderas dificultades. Una serie de desastres puede arruinarnos. Hay hombres y mujeres que vagabundean por las calles de Nueva York y que una vez estuvieron en posiciones de aparente seguridad. Tienen títulos universitarios. Tenían trabajos de responsabilidad y mantenían a sus familias. Ahora atraviesan tiempos difíciles, ¿y quiénes somos para pensar que esas cosas no nos podrían ocurrir a nosotros?
Durante los últimos meses, un terrible debate sobre lo que hay que hacer con ellos ha envenenado el aire de Nueva York. De lo que deberíamos hablar es de lo que hay que hacer con nosotros. Es nuestra ciudad, después de todo, y lo que les ocurre a ellos también nos ocurre a nosotros. Los pobres no son monstruos porque no tengan dinero. Son gente que necesita ayuda, y no nos ayuda a ninguno de nosotros castigarlos por ser pobres. En mi opinión, las nuevas reglas que ha propuesto la Administración actual no sólo son crueles, sino que no tienen ningún sentido. Si duermes en la calle, serás arrestado. Si vas a un refugio, tendrás que trabajar para tener una cama. Si no trabajas, te echarán a la calle, y allí volverán a arrestarte. Si eres padre y no cumples las regulaciones laborales, te quitarán a tus hijos. Las personas que defienden esas ideas dicen ser hombres y mujeres devotos y temerosos de Dios. Deberían saber que todas las religiones del mundo insisten en la importancia de la caridad; no como algo que ha de ser alentado, sino como una obligación, una parte esencial de la relación personal con Dios. ¿Por qué nadie se ha molestado en decirles a esas personas que son unos hipócritas?
Mientras tanto, se ha hecho tarde. Han pasado varias horas desde que me senté ante mi mesa y empecé a escribir estas palabras. No me he movido en todo ese tiempo. El calor cascabelea en las tuberías y la habitación está tibia. Fuera, el cielo es gris y el viento lanza la lluvia contra el lateral de la casa. No tengo respuestas, ningún consejo que dar, ni sugerencias. Todo lo que te pido es que pienses en el tiempo. Y luego, si puedes, que te imagines en el interior de una caja de cartón, haciendo todo lo posible por permanecer caliente. En un día como hoy, por ejemplo, once días antes del final del siglo XX, en el frío y el clamor de las calles de Nueva York.
20 de diciembre de 1999