«Crónica de los indios guayaquíes»

(Nota del traductor)

Ésta es una de las historias más tristes que conozco. De no haber sido por un pequeño milagro ocurrido veinte años después de su inicio, dudo que hubiera sido capaz de reunir el valor para contarla.

Comienza en 1972. En aquella época yo vivía en París, y, debido a mi amistad con el poeta francés Jacques Dupin (cuya obra había traducido), era un fiel lector de L’Éphémère, una revista literaria financiada por la Galerie Maeght. Jacques era miembro del comité editorial, junto con Yves Bonnefoy, André du Bouchet, Michel Leiris, y hasta su muerte, en 1970, Paul Celan. La revista salía cuatro veces al año y, teniendo en cuenta al grupo responsable de su contenido, todo lo que se publicaba en L’Éphémère era siempre de la mayor calidad.

El número vigésimo apareció en primavera y, entre sus colaboraciones habituales de poetas y escritores conocidos, había un ensayo firmado por un antropólogo llamado Pierre Clastres, «De l’Un sans le Multiple» («De lo Uno sin lo Múltiple»). Sólo tenía siete páginas, pero me produjo una inmediata y duradera impresión. No sólo era inteligente, provocador y estaba argumentado con rigor, sino que su estilo era hermoso. La prosa de Clastres parecía combinar el temperamento de un poeta y la hondura mental de un filósofo, y me conmovió su franqueza y humanidad, su total falta de pretensiones. A través de la fuerza de esas siete páginas, comprendí que había descubierto a un escritor cuya obra seguiría en el futuro.

Cuando le pregunté a Jacques quién era esa persona, me contó que Clastres había estudiado con Claude Lévi-Strauss, que aún no había cumplido los cuarenta, y que se le consideraba el miembro más prometedor de la nueva generación de antropólogos franceses. Había realizado su trabajo de campo en las selvas de Sudamérica, entre las tribus primitivas, aún en la edad de piedra, de Paraguay y Venezuela, y estaba a punto de publicarse un libro acerca de sus experiencias. Cuando al cabo de poco tiempo apareció la Crónica de los indios guayaquíes, enseguida compré un ejemplar.

Creo que es casi imposible no enamorarse de este libro. La meticulosidad y la paciencia con que está escrito, sus incisivas observaciones, su humor, su rigor intelectual, su piedad: todas estas cualidades se refuerzan la una a la otra y lo convierten en una obra importante y memorable. La Crónica no es un árido estudio académico de «la vida entre los salvajes», ni el informe de un mundo extraño en el que el cronista no tiene en cuenta su propia presencia. Es el relato veraz de las experiencias de un hombre, y sólo plantea las preguntas más esenciales: cómo se le comunica la información a un antropólogo, qué tipo de transacciones tienen lugar entre una cultura y otra, bajo qué circunstancias puede mantenerse un secreto. Al presentarnos esta civilización desconocida, Clastres escribe con la astucia de un buen novelista. Su atención al detalle es escrupulosa y rigurosa; su capacidad para sintetizar sus ideas en frases coherentes y vigorosas resulta a menudo impresionante. Es de esos raros estudiosos que no vacilan en escribir en primera persona, y el resultado no es sólo un retrato de la gente objeto de su estudio, sino un retrato de sí mismo.

Me trasladé a vivir a Nueva York en el verano de 1974, y durante varios años intenté ganarme la vida como traductor. Fue una época difícil, y la mayor parte del tiempo apenas conseguía salir a flote. Como tenía que aceptar todo lo que me daban, a menudo me veía obligado a traducir libros de poco o ningún valor. Yo quería traducir buenos libros, implicarme en proyectos que valieran la pena, que no sirvieran sólo para ganarme el pan. La Crónica de los indios guayaquíes figuraba el primero en mi lista, y no dejaba de proponérselo a los distintos editores americanos para los que trabajaba. Tras incontables rechazos, por fin encontré a alguien que estaba interesado. No recuerdo exactamente cuándo fue. A finales de 1975 o principios de 1976, creo, pero podría equivocarme más o menos en medio año. En cualquier caso, se trataba de una editorial nueva que estaba empezando, y todos los augurios parecían buenos. Excelentes redactores, buenos libros contratados, la sensación de que estaban dispuestos a correr riesgos. Poco antes de eso, Clastres y yo nos habíamos estado carteando, y cuando le conté la noticia, se ilusionó tanto como yo.

Traducir la Crónica fue una labor que me hizo disfrutar muchísimo, y una vez acabado el trabajo mi amor por el libro no había menguado un ápice. Le entregué el manuscrito al editor, la traducción fue aprobada, y entonces, cuando todo parecía haber llegado a una conclusión satisfactoria, comenzaron los problemas.

Al parecer, la editorial no era tan solvente como le había hecho creer al mundo. Y peor aún, el editor no era muy honesto a la hora de manejar el dinero. Lo sé porque el dinero que se suponía debía pagar por mi trabajo procedía de una ayuda del CNIS (el Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia) a la editorial, pero cuando quise cobrar, el editor me vino con evasivas, aunque prometió que me pagaría a su debido tiempo. La única explicación que me dio fue que ya se había gastado los fondos en otra cosa.

Por aquellos días yo era tremendamente pobre, y no podía quedarme esperando a que me pagaran. La disyuntiva era comer o no comer, pagar o no pagar el alquiler. Durante las semanas siguientes llamé cada día al editor, pero él siguió dándome largas, esgrimiendo una excusa nueva cada vez. Al final, como ya no podía esperar más, me presenté en su despacho y le exigí que me pagara en el acto. Me salió con otra excusa, pero esa vez no cedí y afirmé que no me marcharía hasta que no me hubiera extendido un cheque por la cantidad que me adeudaba. No creo que llegara a amenazarle, pero cabe dentro de lo posible. Estaba fuera de mí, y recuerdo que pensé que, si no tenía otro remedio, estaba dispuesto a pegarle un puñetazo en la cara. No llegué a ese punto, pero sí le acorralé en un rincón, y en ese momento me di cuenta de que le había asustado. Al final comprendió que yo iba en serio. Y sin más preámbulos abrió un cajón de su escritorio, sacó el talonario y me dio el dinero.

Al recordar ahora esta escena, la considero uno de mis momentos más miserables, uno de los episodios más tristes en mi carrera como ser humano, y no estoy orgulloso de cómo actué. Pero estaba sin un céntimo, había hecho mi trabajo y merecía cobrar. Para demostrar hasta qué punto estaba sin blanca en esa época, mencionaré sólo un hecho terrible. Ni siquiera había hecho copia del manuscrito. No podía permitirme ni fotocopiar la traducción, y como asumía que estaba en buenas manos, la única copia que había en el mundo era el mecanoscrito original que estaba en el despacho del editor. Este hecho, este estúpido descuido, esta mísera manera de trabajar, es algo que me obsesionaría durante mucho tiempo. La culpa fue sólo mía, y convirtió una pequeña desgracia en un desastre de gran calibre.

Por el momento, sin embargo, la cosa parecía ir otra vez por buen camino. Una vez solucionado el desagradable incidente de mis honorarios, el editor se comportó como si tuviera la firme intención de publicar el libro. El manuscrito se envió al cajista, yo corregí las pruebas y se las devolví al editor, prescindiendo otra vez de hacer una copia. Después de todo no parecía necesario, pues el proceso de producción ya estaba en marcha. El libro había sido anunciado en el catálogo, y la publicación estaba programada para el invierno de 1977-78.

Entonces, meses antes de la supuesta fecha de publicación de la Crónica de los indios guayaquíes, me llegó la noticia de que Pierre Clastres había muerto en un accidente de coche. Según me contaron, iba conduciendo por algún lugar de Francia cuando perdió el control del volante y el coche se despeñó por una montaña. No nos conocíamos. Puesto que sólo tenía cuarenta y tres años cuando murió, yo suponía que tendría muchas oportunidades de vernos en el futuro. Nos habíamos escrito varias cartas llenas de afecto, nos habíamos hecho amigos por correspondencia, y esperábamos ansiosos el momento en que por fin pudiéramos sentarnos tranquilamente y charlar. Este mundo extraño e impredecible impidió que la conversación tuviera lugar. Incluso ahora, tantos años después, aún lo siento como una gran pérdida.

Llegó 1978 y la Crónica de los indios guayaquíes no apareció. Pasó un año, y otro, y el libro seguía sin publicarse.

En 1981, la editorial estaba en las últimas. El colaborador con quien yo había trabajado se había ido hacía tiempo, y me resultaba difícil averiguar qué pasaba. Ese año, o quizá fue el siguiente, o quizá incluso el otro (ahora todo se me confunde en la memoria), la empresa acabó hundiéndose. Alguien me llamó para decirme que los derechos del libro se habían vendido a otra editorial. Llamé al editor que los había comprado, quien me dijo que sí, que planeaban sacar el libro. Pasó otro año, y nada. Volví a llamar, y la persona con quien había hablado el año anterior ya no trabajaba en la empresa. Hablé con otra persona, quien me dijo que la editorial ya no pensaba publicar la Crónica de los indios guayaquíes. Pedí que me devolvieran la traducción, pero no la encontraban. Nadie había oído hablar de él. A efectos prácticos, era como si jamás hubiese existido.

Así quedaron las cosas durante los doce años siguientes. Pierre Clastres había muerto, mi traducción había desaparecido, y todo el proyecto se había hundido en un agujero negro de olvido. El verano pasado (1996) acabé de escribir un libro titulado A salto de mata, un ensayo autobiográfico sobre el dinero. Planeaba incluir esta historia en la obra (por no haber hecho una copia de la traducción, por la escena en el despacho del editor), pero cuando llegó el momento de contarla, se me cayó el alma a los pies y fui incapaz de plasmarla sobre el papel. Me parecía algo tan triste que no veía el objeto de rememorar un episodio tan desolador y lamentable.

Pero dos o tres meses después de haber acabado el libro sucedió algo extraordinario. Un año antes, aproximadamente, había aceptado una invitación para ir a San Francisco a dar una conferencia en el Herbst Theatre organizada por el City Arts. Estaba programada para octubre de 1996, y cuando llegó el momento, tomé un avión y fui a San Francisco como había prometido. Acabada la conferencia, tenía que sentarme en el vestíbulo y firmar ejemplares de mis libros. El Herbst es un teatro enorme, con mucho aforo, y la cola que se formó en el vestíbulo era bastante larga. Entre las personas que aguardaban el dudoso privilegio de tener mi firma en una de mis nove las, había alguien a quien reconocí: un joven a quien había visto una vez, el amigo de un amigo. Resulta que ese joven es un fervoroso coleccionista de mis libros, un sabueso a la búsqueda de primeras ediciones y rarezas, ejemplares únicos, esa clase de detective bibliográfico a quien no le importa pasarse la tarde en un sótano polvoriento hurgando en cajas de libros descatalogados con la esperanza de encontrar un pequeño tesoro. Me sonrió, me estrechó la mano y me puso delante un juego de galeradas encuadernadas. El volumen tenía unas tapas rojas, y hasta ese momento no lo había visto nunca. «¿Qué es eso?», le pregunté. «No me suena». Y ahí estaba, de pronto en mis manos: las pruebas de mi traducción extraviada durante tanto tiempo. En el gran plan del universo, quizá eso no fuera un suceso extraordinario. Para mí, sin embargo, en el pequeño plan de mi existencia, resultaba totalmente asombroso. Me comenzaron a temblar las manos cuando cogí el libro. Estaba tan atónito, tan confuso, que apenas era capaz de hablar.

Si Pierre Clastres siguiera vivo, el descubrimiento de este libro perdido sería un perfecto final feliz. Pero no es así, y ese breve arrebato de alegría e incredulidad que experimenté en el vestíbulo del Herbst Theatre ha dado paso a un profundo y penoso dolor. Qué infamia que el mundo nos gaste estas jugarretas. Qué infamia que una persona que tenía tanto que ofrecer muriera tan joven.

Aquí está, pues, mi traducción del libro de Pierre Clastres, Crónica de los indios guayaquíes. Tanto da que el mundo descrito en este libro haya desaparecido hace mucho tiempo, que ese pequeño grupo de personas con las que el autor convivió en 1963 y 1964 se haya desvanecido de la faz de la Tierra. Tanto da que el autor tampoco esté ya con nosotros. Disponemos aún del libro que escribió, y el hecho de que ahora tengas este libro en las manos, querido lector, es ni más ni menos que una victoria, un pequeño triunfo sobre el apabullante envite del destino. Al menos es algo por lo que hay que dar gracias. Al menos existe el consuelo de pensar que el libro de Pierre Clastres ha sobrevivido.

1997

Ensayos completos
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