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Escribí el párrafo anterior el octubre pasado. Pocos días después, un amigo de Boston me llamó para contarme que un conocido suyo, poeta, estaba bastante enfermo. Este escritor tiene más de sesenta años, y ha pasado su vida en la periferia del sistema solar literario: el único habitante de un asteroide que gira alrededor de una luna terciaria de Plutón, visible sólo con el más potente telescopio. Yo no le conozco, pero he leído su obra, y siempre le he imaginado viviendo en su pequeño planeta, como un moderno Principito.
Mi amigo me dijo que el poeta andaba muy mal de salud. Se estaba sometiendo a tratamiento médico, no tenía dinero, y amenazaban con desahuciarle de su apartamento. Para recaudar de manera rápida un poco de dinero con el que solucionar los problemas más acuciantes del poeta, a mi amigo se le ocurrió la idea de elaborar un libro en su honor. Solicitaría colaboraciones de una docena de poetas y escritores, las reuniría en un volumen de edición atractiva y limitada, y vendería los ejemplares sólo por suscripción. Imaginaba que habría los suficientes coleccionistas de libros en el país para garantizar unos buenos ingresos. Una vez contara con el dinero, se lo entregaría íntegro al poeta enfermo y en apuros.
Me preguntó si guardaba en algún cajón una o dos páginas que pudiera enviarle, y mencioné el breve relato que había escrito acerca de mi amigo francés y la pintura inencontrable. Esa misma mañana se lo mandé por fax, y a las pocas horas me llamó para decirme que le gustaba el texto y que quería incluirlo en el libro. Me alegró haber aportado mi granito de arena, y luego, cuando todo quedó arreglado, no tardé en olvidarme del asunto.
Hace dos noches (el 31 de enero de 2000), estaba sentado con mi hija de doce años a la mesa del comedor de nuestra casa de Brooklyn, ayudándola con sus deberes de matemáticas: una inmensa lista de problemas sobre los números positivos y negativos. A mi hija no le gustan especialmente las matemáticas, y en cuanto acabamos de convertir las restas en sumas y los números positivos en negativos, nos pusimos a charlar del concierto que se había celebrado en la escuela unos días antes. Mi hija había cantado The First Time Ever I Saw Your Face, la vieja pieza de Roberta Flack, y ahora buscaba otra canción para cantar en el concierto de primavera. Tras contemplar varias opciones, los dos decidimos que esta vez debía cantar algo alegre y movido, en contraste con la balada lenta y doliente que había interpretado en el concierto anterior. Sin previo aviso, saltó de la silla y se puso a cantar a grito pelado la letra de It Don’t Mean a Thing If It Ain’t Got That Swing. Sé que los padres suelen exagerar el talento de sus hijos, pero no me cabe ninguna duda de que su interpretación fue extraordinaria. Mientras bailaba a ritmo de ragtime, llevó la voz a lugares que rara vez había alcanzado antes, y como ella misma percibió la fuerza de su propia interpretación, inmediatamente la repitió. Y luego otra vez. Y otra. Durante quince o veinte minutos, la casa se llenó de las variaciones frenéticas y cada vez más hermosas de una sola e inolvidable frase: It don’t mean a thing if it ain’t got that swing.
La tarde siguiente (ayer), traje el correo a eso de las dos. Había un buen montón de cartas, la mezcla habitual de propaganda y cosas importantes. Había una carta enviada por una pequeña editorial de poesía de Nueva York, y la abrí la primera. No me lo esperaba pero contenía las pruebas de mi colaboración para el libro de mi amigo. Volví a leer el texto, hice un par de correcciones y luego llamé a la mujer a cuyo cargo estaba la edición del libro. Su nombre y número de teléfono me habían llegado en una carta adjunta enviada por el editor, y tras charlar un rato con ella colgué y volví a centrarme en la correspondencia. Entre las páginas del último ejemplar de Seventeen Magazine de mi hija había un pequeño paquete blanco con matasellos de Francia. Cuando le di la vuelta para saber quién era el remitente, vi que se trataba de F., el mismo poeta cuya experiencia con el lienzo inencontrable me había inspirado el breve texto que acababa de leer por primera vez desde que lo escribiera, el pasado octubre. Qué coincidencia, me dije. En mi vida siempre han abundado sucesos curiosos como ése, y por mucho que lo intente, soy incapaz de librarme de ellos. ¿Qué le pasa al mundo, que siempre me implica en semejantes disparates?
A continuación abrí el paquete. Contenía un delgado volumen de poesía, lo que los franceses llaman una plaquette. Sólo tenía treinta y dos páginas, y estaba impreso en un papel bueno y elegante. Mientras lo hojeaba, leyendo una frase aquí y una frase allá, y reconocía de inmediato el frenético y exuberante estilo que caracteriza toda la obra de F., un papelito cayó del libro y aterrizó en mi escritorio. Tendría cinco centímetros de ancho y tres de largo. No tenía ni idea de qué era. Jamás me había encontrado con un papel descarriado en un libro nuevo, y a menos que lo hubieran puesto para que sirviera de marcador de página sofisticado y microscópico, a la altura del refinamiento del libro, tenía que hallarse allí por error. Recogí el errante rectángulo de mi escritorio, le di la vuelta, y vi que había algo escrito al otro lado: once breves palabras dispuestas en fila india. Los poemas estaban escritos en francés, el libro se había impreso en Francia, pero las palabras del papelito estaban en inglés. Formaban una frase, y ésta decía: It don’t mean a thing if it ain’t got that swing.