VIAJE SINIESTRO

Conrad Richter

Sucedió la noche en que dormí en la cama de Douglas Creel. Es posible que recuerden ustedes la misteriosa desaparición de mi amigo. Produjo verdadera sensación. Compositor y pianista norteamericano, era famoso entre los artistas y pensadores por sus esfuerzos en favor de una mejora organizada de las condiciones de vida del género humano. Es posible que recuerden ustedes que desapareció cuando se encontraba en una población minera de Nuevo Méjico llamada Grantham. Lo que tal vez no sepan es que había nacido allí, en el seno de una familia de pioneros —su padre era médico y se había unido a los colonizadores del Suroeste—, y que conservaba el hogar paterno.

Solía ir allí una vez al año, a finales de otoño o principios de invierno. Opinaba que el sol y la altitud le eran beneficiosos, y allí podía componer con tranquilidad. Los vecinos se quejaban. Decían que, afortunadamente, no podían oírle todo el tiempo a causa del rugido de los camiones que transportaban mineral al molino. Pero, cuando le oían, su enorme piano negro lograba mantenerlos despiertos hasta altas horas de la noche. De haberse tratado de música melódica, decían, la cosa hubiera sido más soportable. Pero la clase de música que interpretaba, tocando las mismas notas una y otra vez, les alteraba los nervios. Incluso presentaron una denuncia contra él, pero las autoridades de la población la desestimaron.

Aquel mes de noviembre, Doug había regresado a la casa desde París. Los vecinos murmuraron, y gruñeron, y se resignaron a lo irremediable. Luego, la noche del veintitrés de noviembre, durmieron como niños. El «sheriff» dijo que Douglas había regresado a su casa a las diez de la noche, después de haber cenado en el Copper Queen Hotel. No había vuelto a salir de ella. Al día siguiente, la anciana Apolonia, su ama de llaves mejicana, comprobó que sus ropas estaban intactas. En un bolsillo de su pantalón, doblado sobre el respaldo de una silla, estaba su dinero; en la americana, colgada en el armario, apareció su cuaderno de apuntes musicales con cubiertas de cuero de color verde. Lo único que faltaba era un pijama azul, sus zapatillas rojas y un batín de color púrpura.

Doug no estaba casado, ni tenía hermanos. Sus padres habían muerto unos años antes, pero la opinión pública se apasionó con aquella desaparición. Algunos de sus amigos de Nueva York y de Londres sugirieron que los enemigos políticos eran los responsables del hecho. Esto trascendió a los periódicos y convirtió su desaparición en un problema internacional.

En aquella época, yo estaba en el Este y a mi regreso al Oeste la excitación se había apaciguado ya. Más de una vez, cuando Doug se encontraba en Europa, yo me había alojado y trabajado en su casa, y ahora me dirigí directamente a Grantham. La población había cambiado mucho desde la última vez que estuve allí. En las colinas se había encontrado uranio, y se había montado un molino para tratar el nuevo mineral. Los camiones circulaban día y noche. Este hecho, unido al desagradable aspecto de la población, con las desgarradas colinas que la rodeaban, conferían al lugar un aire atómico y modernista. Era la clase de paisaje que a Doug le gustaba. Se sentía en él como pez en el agua, y yo estaba absolutamente convencido de que no se había marchado de allí por su propia voluntad.

Cuando llamé a la puerta, Apolonia y su sobrina Felicitas, de pie detrás de ella, me acogieron como a un hermano largo tiempo ausente del hogar. Apolonia me explicó que el Juez Connover le pagaba su salario para que continuara atendiendo la casa, pero no se había quedado sola ni siquiera una noche desde que Mr. Creel había desaparecido. Ni estaba dispuesta a hacerlo. Incluso con la compañía de Felicitas se sentía muy nerviosa. Esperaba que yo me quedaría una temporada. Con un hombre en la casa, se sentirían más seguras.

Me pareció completamente natural encontrarme de nuevo en el estudio de Douglas cuando cerró la noche. Con la oscuridad llegaron unas nubes y empezó a llover, una circunstancia muy bien acogida en el Suroeste. La casa era de un solo piso. El estudio de Doug, donde yo trabajaba y dormía, se encontraba en una de las alas, en la parte trasera de la casa. En el tocadiscos había dos de las obras de Douglas: el Concierto en Sol Menor y el Concierto Utopía. Evidentemente, los había estado escuchando poco antes de su desaparición. Obedeciendo a un repentino impulso, puse el tocadiscos en marcha. Luego me senté cómodamente. La sensación de la presencia de Doug era todavía muy intensa en la habitación; pero si había aún alguna vibración de su pensamiento en ella, resultaba ininteligible para mí. Lo único que llegaba a mi conciencia, además de la música, era el rugido de los camiones que transportaban mineral a su paso por la calle, enfrente de la casa.

Grantham se encuentra situado a unos seis mil pies sobre el nivel del mar. Normalmente, al llegar a esa altitud procedente de la costa del Este o del Oeste, duermo como un topo. Sin embargo, aquella noche algo me mantenía despierto. No podría decir cuánto tiempo permanecí insomne, pero recuerdo que pensé que un poco de alimento o de bebida en mi estómago podían ayudarme a conciliar el sueño. Decidí dirigirme al cuarto de baño y beber un poco de agua.

Sentándome en el borde de la cama, me envolví en mi batín y me calcé las zapatillas.

Hasta aquel momento no me había dado cuenta de lo oscuro que estaba el estudio de Doug. «Es la lluvia», me dije a mí mismo, y eché a andar hacia el cuarto de baño sin encender la luz. Los expertos en somnología afirman que una luz puede desvelarle a uno del todo. De modo que avancé a oscuras hacia el lugar donde sabía que se encontraba el cuarto de baño.

Al principio no pensé en ello, pero de repente me di cuenta de que nunca había tardado tanto en llegar a la puerta del cuarto de baño. Tenía las manos extendidas hacia delante. Al no encontrar nada, una extraña sensación se apoderó de mí. ¡Conocía aquella habitación como las de mi propia casa! Pero cuando hube dado una docena más de pasos, supe que estaba irremediablemente perdido. Y, de pronto, tuve conciencia de que el ruido de los camiones que transportaban mineral había cesado. Todo estaba en silencio. A una considerable distancia, me pareció detectar el débil resplandor de una luz, pero a pesar de que eché a andar apresuradamente hacia ella, durante largo rato no se acercó de un modo apreciable. Tuve la impresión de que estaba descendiendo una colina.

Cuando al fin llegué al exterior, no me pareció encontrarme al aire libre. Había cesado de llover. Unas estrellas demasiado grandes y brillantes parpadeaban en el firmamento, escoltando a una luna en cuarto creciente. A su claridad pude ver que me encontraba en un lugar que me era desconocido. Las desgarradas colinas, las rocas y las rústicas casas habían desaparecido. Todo el terreno era llano o suavemente ondulado, y estaba salpicado por unas extrañas casitas, muchas de ellas sin paredes, algunas sin tejado, unidas por unas calles con aspecto de senderos enarenados. Parecía un gigantesco parque lleno de casas diminutas proyectadas para una vida al aire libre. Tenía el encanto de un paisaje japonés, aunque en versión moderna.

—Esto no es Grantham —me dije, en voz alta.

—Creo que ése es el nombre que solían darle, hace muchos años —me respondió una voz. Dato curioso; chapurreaba un inglés que apenas pude entender.

Miré a mi alrededor y vi a un hombre que estaba de pie detrás de mí. Era muy bajito, y de nuevo recordé el Japón. Luego vi que su rostro no era japonés, sino americano, aunque con una extraña diferencia.

—¿Es usted un guardia? —pregunté.

—Soy un observador de la paz y de la abundancia —dijo.

—Ignoro lo que significa eso —confesé—. Pero quizás pueda usted decirme lo que deseo saber...

—Nosotros no pronunciamos, ni siquiera pensamos, la palabra «deseo» —rectificó—. Aquí nos hemos librado del deseo.

Le miré con fijeza, sin comprenderle del todo.

—¿Quiere usted decir que nadie desea nada?

Me contempló con cierta sorpresa.

—Nada. Todo el mundo tiene todo lo que necesita. Desde luego, todos tienen su propio trabajo a realizar. Pero no permitimos que el hambre, la fealdad, la suciedad, la pobreza, la ignorancia, la falta de cuidados médicos o cualquier otra desgracia malogren la paz, la alegría y la seguridad de nuestro pueblo.

La naturalidad de sus palabras, unidas a las pruebas físicas de aquel nuevo mundo que tenía delante de mis ojos, me convencieron. De modo que el gran sueño de Doug, el estado perfectamente organizado, se había convertido en realidad.

—Estaba buscando a un amigo... —empecé, pero me interrumpió cortésmente.

—Aquí no buscamos a nadie, ni nada. Nadie está nunca fuera de su casa, y nada es robado ni permanece perdido demasiado tiempo, porque todo el mundo tiene cubiertas sus necesidades y, por lo tanto, nadie experimenta el deseo de encontrarse en otro lugar. Querrá usted decir que iba a preguntar por otro fugitivo de su época. Se llama Creel.

—¿Conoce usted a Douglas? —exclamé alegremente.

—Sí. Crea obras maestras musicales para nuestro pueblo. Vive, como casi todo el mundo sabe, en GKH 2. Haré que alguien le lleve allí.

—¡Oh! No me importa andar —dije—. En realidad, me gustaría echarle un vistazo a su ciudad.

—Eso es imposible. Alguien tiene que llevarle —insistió cortésmente—. Ni siquiera un visitante tiene que desear nada.

—¿Ni siquiera un poco de aislamiento y libertad? —murmuré.

—El aislamiento no es libertad —dijo, en tono amable—. El verse libre de deseos es la única libertad, y sólo es posible a través de la armonía general con los demás para el bien público.

Sacó algo de debajo de su americana y se lo aplicó a la boca, hablando en una especie de inglés abreviado. Poco después apareció un segundo observador. Era muy cortés y me llevó a una pequeña hondonada donde penetramos horizontalmente en un tubo subterráneo. La puerta se cerró. No experimenté ninguna sensación de movimiento, pero de repente la puerta volvió a abrirse y me encontré en el interior de un edificio de paredes de mármol donde me recibió otro observador de más categoría. La estancia a la cual me llevó estaba decorada con cómoda elegancia. Nos sentamos juntos en una especie de sofá que avanzaba lentamente mientras hablábamos. Aquel funcionario se encargó de informarme de lo perfecta que era su existencia.

—¿No considera una imperfección la lluvia o la sequía? —pregunté.

—Aquí no llueve nunca —sonrió—. Y nunca hay sequía. —Me hizo asomar a una galería—. Como puede ver, todo el campo es verde. Una irrigación subterránea proporciona la humedad necesaria.

—¿Qué me dice de las tempestades de arena? —insistí.

—Las tempestades de arena son desconocidas aquí —respondió.

—De todos modos, tiene que hacer mucho calor en verano y mucho frío en invierno —dije.

—La temperatura es casi constante, con diferencias que no sobrepasan los dos grados, de día o de noche, en verano o en invierno —me aseguró—. Tenemos cosechas todo el año. No estoy muy al corriente de esa materia, pero un observador de la sección de alimentos puede facilitarle las cifras exactas.

Todo aquello empezaba a causarme vértigo. Me pregunté si no me había quedado dormido en la cama de Doug, después de todo. Toqué mis ojos. Estaban completamente abiertos. Me pellizqué la mejilla hasta que me dolió. Pero, si estaba dormido, no me desperté.

Al cabo de unos instantes, se me ocurrió una idea. Al mirar hacia arriba desde la galería, noté que en el cielo colgaba una luna ligeramente distinta a la que había visto antes.

El firmamento parecía tan azul como el cielo nocturno de Nuevo Méjico, pero ahora, al examinarlo con más atención, me pareció un alto y enorme techo azulado, salpicado de luces en forma de estrellas.

—¡No me diga que estamos en una caverna! —exclamé.

—No tenemos esa palabra en nuestro idioma —me informó—. Creo que en su época la palabra significa algo oscuro y desagradable. Aquí, como puede usted ver, todo es luminoso y agradable.

—Pero, viven ustedes en un mundo subterráneo... —balbucí.

—Vivimos simplemente debajo de la corteza de la tierra —aclaró—. Para la mayoría de nosotros, la corteza de la tierra es un techo más hermoso y deseable que el antojadizo y peligroso cielo. En primer lugar, nos protege contra los proyectiles dirigidos que podrían volatilizarnos. Y en segundo lugar nos permite controlar el clima para el aumento del bienestar humano y el mejoramiento de nuestros cultivos. El indócil globo llamado sol es una fuente de energía vulgar e ingobernable. Nuestros rayos luminosos son refinados y muy superiores. Existen otras muchas ventajas demasiado técnicas para discutirlas con alguien perteneciente a una civilización tan atrasada. Una de las cosas que no tardará en comprobar es que nuestros días y nuestras noches son siempre claras; la corteza de la tierra nunca se ve oscurecida por nubes, como el firmamento ordinario.

Mientras me conducía al lugar donde se encontraba Doug, tuve que admitir que nunca había visto un día tan hermoso. El firmamento aparecía intensamente azul y sin una sola nube. Casi pude imaginar que me encontraba en una espléndida mañana de mayo, bajo el cielo de Nuevo Méjico. En otros sentidos, era incluso superior. A esta hora, Grantham estaba llena del rugido de camiones y automóviles. Allí, las calles estaban increíblemente silenciosas. No se oía el estrépito de ningún aparato de radio o de televisión. Los únicos sonidos eran los de contenidas voces humanas, y, como fondo, una suave y persistente música, aunque no podía decir de dónde procedía. Parecía impregnarlo todo. Al principio me pareció discordante, una especie de música abstracta, a base de extrañas y desagradables repeticiones. Afortunadamente, era muy tenue y pude apartarla de mi mente. Al cabo de un rato me di cuenta de que, después de oír aquella disonancia, todo lo que me rodeaba tenía un aspecto más agradable.

El temperamento de las personas que vi era muy pacífico. Eran muy bajitas, casi enanas. Y no vi a ninguna andando apresuradamente por la calle. Este hecho, unido a la belleza organizada del paisaje urbano, me impresionó mucho, y pensé que Doug, cuando le encontrara, iba a reventar de orgullo al poder demostrarme lo acertado de sus teorías.

GKH 2 resultó ser una casita de aspecto encantador. Una de las más atractivas mujercitas de Millennia me abrió la puerta. Pareció comprender en seguida mi arcaico inglés.

—Sí, mi marido está en casa —me aseguró, como si estuviera preparada para recibir a un visitante procedente de otra época.

Apenas pude creer lo que acababa de oír. ¡El contumaz solterón, casado, y con una criatura tan deliciosa! Entré con el corazón alegre y con joviales palabras de felicitación en mis labios pero, cuando vi a Doug, murieron en mi garganta.

Desde que le conocía, Douglas Creel había sido un hombre robusto y vigoroso, que llevaba lentes, y tenía un saludable color en las mejillas y un brillo de entusiasmo en la mirada al hablar de sus proyectos. Ahora, con sus sueños plenamente realizados, aparecía macilento y enfermo. Al verme, asomó a sus ojos un brillo casi desesperado.

—¡Michael! ¿Cómo has llegado aquí? —exclamó, y se agarró a mi mano como un hombre que se está ahogando. Me miraba ansiosamente, como si no acabara de hartarse de algo de lo cual estaba hambriento. Casi tuve que pedirle que me presentara a su esposa, cuyo nombre resultó ser Kultura. Ella no se había molestado por la demora, y continuó con su expresión tranquila, como si nada pudiera alterar su calma.

—Espero que le permitirán vivir en nuestra vecindad —dijo Kultura.

—Gracias, pero no pienso quedarme mucho tiempo aquí.

Ella me dirigió una divertida mirada.

—Se quedará usted. Ninguno de los que llegan de la dimensión temporal de usted y de Douglas desea regresar a aquella desdichada época de necesidades y rivalidad.

—Nunca me había encontrado en un mundo tan artístico y perfecto —dije, y ella sonrió su silenciosa aprobación.

Hasta que Kultura se hubo disculpado diciendo que tenía que marcharse a lo que llamó una «cooperación», Douglas no pronunció una sola palabra. Pero, cuando su esposa estuvo fuera, me agarró del brazo con tanta fuerza que me produjo verdadero dolor.

—¡Michael, tienes que sacarme de aquí!

Le miré con asombro.

—¿Fuera de dónde?

—De esta maldita era de anulación del miedo y del deseo.

—Pero, yo creía que esto era lo que siempre habías deseado...

Su rostro se ensombreció.

—Me imaginaba saber más que Dios.

—Esta era, como tú la llamas, ha sido hecha también por Dios.

—¡No! —protestó, excitado—. Ha sido hecha por el hombre. Por el vacuo y pedante cerebro del hombre.

—¿Te encuentras bien, Doug? A mí me parece maravillosa.

—¿Te parece maravilloso ver a los hombres convertidos en enanos? —gritó—. A mi alrededor veo rostros familiares, rostros de personas de Grantham. Cuando conocí a sus antepasados, eran personas fuertes, independientes. Nadie podía sojuzgarles. Ahora, generación tras generación, aquellos vigorosos mineros han visto encogerse sus cabezas y sus cuerpos, del mismo modo que los jíbaros encogen las cabezas de sus enemigos. Pero esto es mucho peor, porque las cabezas y los cuerpos están todavía vivos.

—Estás bromeando, Douglas. ¿Cómo pueden hacer eso?

—En primer lugar, controlan el aire que respiran esos moradores de las cavernas, los rayos luminosos que regulan su crecimiento y su hambre. Así cuesta menos alimentarlos. Controlan también su temperamento y sus inclinaciones. De otro modo no se resignarían nunca a vivir debajo de la tierra como lombrices, sin posar nunca los ojos sobre el verdadero sol y las verdaderas constelaciones del universo, substituidas por esas miserables imitaciones de Millennia. Andan de la cuna al sepulcro sin contemplar un arco iris ni una puesta de sol. Pero ésta no es la verdadera tragedia de sus vidas.

Me llevó hasta la ventana, junto a su piano.

—Mira hacia fuera. ¿Ves algo? —me preguntó.

Le dije que podía ver casas, arbustos, flores, y, más allá, algo que suponía que eran fábricas, las más ideales que había visto nunca, completamente silenciosas, sin producir humo.

—¿Ves una iglesia? —ladró.

—No, desde aquí, no.

—No la ves, porque no hay ninguna. Han prescindido de Dios. Su nombre y su idea son descuidados, olvidados. En toda Millennia, soy probablemente la única persona que reza.

—¿Tú, Doug? —exclamé, ya que nunca le había visto entrar en una iglesia.

—¡Oh! He aprendido mucho acerca de Dios a través de Su ausencia. Cuando era un chiquillo, me enseñaron que todas las cosas buenas procedían de Dios. Pero no me dijeron que la carencia de bondad puede ser también Dios. Me refiero a lo que le hace a uno trabajar y rezar por algo que no tiene. Ahora creo que es más de Dios que lo primero, porque nos estimula y desarrolla, en tanto que la bondad monótona le estanca a uno como a una rana en un charco.

—Si esto es un estancamiento, Doug, me declaro a su favor —protesté.

—Lo mismo me sucedió a mí al principio. Cuando llegué aquí y me quedaban aún carencias y deseos y aspiraciones de mi existencia americana. El verme aliviado de aquellas cosas resultó muy agradable. Y creí que la sensación de alivio duraría siempre. Pero, una vez se convierte en permanente, el alivio deja de existir como sensación favorable. La vida se convierte en un vegetar puramente animal. Descubrí que era una vaca humana, con un buen establo y libre de temores y sobresaltos, a fin de que pudiera producir leche, como mi único objetivo en la vida.

—En cierta ocasión dijiste que cuando el hombre tuviera todo lo que necesitaba, florecerían las ciencias y las artes —le recordé.

—Estaba ciego —dijo—. El ansia insatisfecha convirtió a Shakespeare en un gran poeta y a Beethoven en un gran músico. Lo mismo que ayudó a engrandecer a América.

—Alguien tiene que ser algo más que una vaca para planear y controlar Millennia —objeté.

—¡Ah! Los Guardianes Gigantes, los Grandes Corazones, como a veces se llaman a sí mismos. Los que lo proporcionan todo. Nos cuentan muchas historias maravillosas. Pero, en realidad, sólo sabemos una cosa acerca de ellos: que no viven en una dócil seguridad como nosotros, pues de ser así no podrían gobernar Millennia. El tener que enfrentarse con problemas hace que se superen a sí mismos y adquieran la capacidad de dominarnos. Incluso han descubierto que los esclavos humanos necesitan tener alguna carencia que eleve su tono vital. Un observador de Historia me contó que, poco después de establecerse el régimen, la gente adoptó una actitud peligrosamente pasiva.

»Se limitaban a vivir, a comer y a respirar. De modo que los Guardianes Gigantes tuvieron que ofrecerles alguna clase de obstrucción y desarmonía... aunque no la suficiente para despertar su naturaleza humana. Sólo la indispensable para evitar su abulia absoluta. Uno de los recursos es la música disonante. ¿Te has dado cuenta? Escucha. Llena cada metro cuadrado de Millennia de modo que nadie, ni de día ni de noche, puede dejar de oírla. Provoca una desagradable sensación de falta de seguridad. Sin exceso. Lo suficiente para mantener despiertas las energías interiores, a fin de superar esa intranquilizadora sensación de desarmonía. Escucha. ¿La oyes?

—¿Qué clase de música interpretas ahora? —le pregunté, recordando que había concentrado sus mayores esfuerzos en la disonancia.

—La Cacofonía de la Caverna —dijo amargamente—. El estado me ha entregado un piano y me ha pedido que componga. Pero, ¿puedo componer lo que quiero? No. únicamente variaciones sobre las mismas frases monótonas que tienen su origen en los primitivos pueblos esclavos de épocas pretéritas.

Paseaba de un lado a otro, con un brillo salvaje en los ojos.

—Nadie sabe lo que he sufrido aquí. Nunca capté el espíritu de mi época americana hasta que salí de ella. Sus frases siguen resonando en mi cerebro. Quise convertirlas en música. Pero me oyeron, como lo oyen todo, y me prohibieron continuar. Aquí, unos sonidos tan apasionados son contrarios al orden. Perturban la tranquilidad. Me asignaron lo que ellos llaman un asensor para asegurarse de mi cooperación.

Aporreó el piano al pasar, se volvió hacia mí y continuó:

—Pero no pudieron detenerme. No necesitaba piano. Todos aquellos espléndidos sonidos y armonías resonaban en mis oídos noche y día. No había tiempo que perder. Vi delante de mí la época en que ya no acudirían, cuando sólo estaría medio vivo como la gente que me rodea. De modo que anoté en secreto mi canto a América. Es un concierto para piano, aunque la orquestación no está terminada todavía.

De un escondrijo del piano sacó unas hojas de papel pautado. Al verlas, pareció transformarle. Una luz brilló en sus ojos, y por unos instantes volvió a ser el hombre al que había conocido en Nuevo Méjico. Luego, en el exterior, resonaron unos pasos que se acercaban a la casa.

—¡Kultura! —susurró—. El Asensor. —Escondió rápidamente las hojas—. Tratará de echarte de aquí, Michael. No descansará hasta hacerte regresar a nuestra época.

—Regresaré. ¡Y tú regresarás conmigo!

—No, amigo mío. Yo no puedo regresar. Los que se someten voluntariamente a la tiranía no se libran nunca de ella. Han cometido el pecado imperdonable. Y, tarde o temprano, tienen que pagarlo con sus vidas.

Su voz estaba tan llena de angustia, que aún me parece estar oyéndola. Luego se abrió la puerta y entró su esposa, sonriente y tranquila como si en el mundo no hubiera más que claridad y seguridad.

—He obtenido un alojamiento para tu amigo. El RLD 146. Voy a acompañarle allí.

Douglas intercambió una mirada conmigo.

—Deja que se quede un día, Kultura. Quiero que esta noche me oiga interpretar el Concierto de la Abundancia. El tenerle aquí me proporcionará algo que necesito.

En el rostro de Kultura no apareció la menor señal de desagrado, mi bienestar pareció inspirarle objeción tras objeción, incluyendo mi falta de ropas adecuadas, las cuales no me podrían ser suministradas hasta unos días más tarde. Finalmente, mi decisión de asistir al concierto en bata y zapatillas pareció desarmarla. La cosa no requería tanto valor por mi parte como pueda parecer. La mayoría de los vestidos que llevaban los habitantes de Millennia eran tan reducidos, que un pijama y un batín resultaban más bien «conservadores».

De todos modos, me pregunté si no sospechaba alguna confabulación entre nosotros. Durante la cena, me habló en tono amable de lo que ella llamó la Instrucción Benévola proporcionada a los enemigos de Millennia, transgresores del espíritu de la liberación del deseo. Únicamente los ciudadanos satisfechos y colaboradores gozaban de la excelente y abundante vida que yo veía a mi alrededor. Un estado como Millennia exigía un amplio servicio a cargo de invisibles coordinadores. Debajo de nosotros había un inmenso laberinto de túneles y cavernas en las cuales estaban situadas las instalaciones de agua, energía, etcétera, y era allí donde aquellos que no apreciaban debidamente las bendiciones de que disfrutaban eran adiestrados en lo que Kultura llamó el Benigno Bien Público. A través de sus palabras comprendí perfectamente que aquellos desdichados eran condenados a morar en las entrañas de la tierra, respirando el aire que les era insuflado desde arriba y pasando allí sus vidas sin volver a ver nunca más las luces sintéticas de Millennia.

Si su propósito era asustarme, lo consiguió plenamente. Aquella noche, antes de salir para el concierto, me pareció ver que Douglas sacaba algo del interior de la caja del piano y se lo metía en el bolsillo. Luego, los tres nos dirigimos al tubo subterráneo.

Salimos del tubo en el más amplio de los auditorios musicales que había visto en mi vida. Estaba ya lleno de personas de un tamaño ridículamente pequeño. Mirando a través del vasto océano de rostros de Millennia arrastrados hasta allí por la promesa de la música, experimenté la sensación de encontrarme en un país apasionado por las manifestaciones de la cultura.

Pero aquella sensación se desvaneció en cuanto oí la música. La orquesta era muy numerosa y tocaba con habilidad y afinación. Pero lo que interpretaba era las mismas disonancias y repeticiones que yo había captado en las calles y casas de Millennia. Incluso Douglas, cuando empezó a tocar, dejó oír las mismas frases monótonas. Pero, al final de su actuación, el público aplaudió a Douglas con una unanimidad que no podía ser negada.

Atendiendo a los insistentes aplausos, Douglas se dispuso a bisar su actuación. Levantó una mano y la agitó en dirección a la orquesta, para indicar que deseaba actuar solo. Cuando volvió a sentarse ante el piano, me di cuenta de que se había producido un cambio en él. Hasta entonces se había conducido como un autómata, tocando de un modo casi mecánico. Pero ahora, al ver cómo se sentaba ante su instrumento, noté que se me erizaban los pelos de la nuca. Sacó de uno de sus bolsillos unas hojas de papel pautado... las mismas que me había mostrado en su casa y que contenían su concierto americano secreto.

Durante un largo instante permaneció inmóvil y silencioso. Luego alzó sus manos sobre el teclado.

En el curso de mi vida he oído muchas composiciones, sinfonías y suites que trataban de comunicar al oyente el espíritu de América, pero nunca había escuchado nada que lo consiguiera de un modo tan intenso. Es posible que gran parte del poderoso efecto que tuvo sobre mí aquella música procediera del hecho de escucharla en lo que Douglas llamó un desierto de las esperanzas del género humano. Desde las primeras notas comprendí que se trataba de una llamada a la vida y a la libertad. Las disonancias y monótonas repeticiones de los pueblos esclavos habían desaparecido. Lo que ahora soplaba era un hálito de aire fresco procedente de las montañas y del mar, desconocido de todos los oyentes.

A medida que la música avanzaba, pude ver las naves que arribaban a nuestras playas cargadas de amantes de la libertad, los robustos cuerpos de los pioneros abriéndose paso a través de los oscuros bosques y desgarrando el suelo de la pradera. Pude ver los molinos y las fábricas brotando a lo largo de las corrientes de agua. Pude oír los cascos de los bueyes y de los caballos, el chirrido de las ruedas de los carromatos, los trenes, los automóviles, los buques y los aviones, con la gente viajando hacia el Este y hacia el Oeste, hacia el Norte y hacia el Sur, hacia donde deseaban. Y los sonidos que brotaban del piano de Douglas no eran una infantil y mecánica imitación de aquellos otros sonidos, sino una espléndida armonía que abrió mis ojos a mi propio país y a mi propia época como nada los había abierto hasta entonces. Y me di cuenta de lo que tenía que haber sido el exilio de Douglas, y de la insaciable hambre espiritual que había padecido... y que todavía estaba padeciendo.

Cuando los apasionados y majestuosos acordes se extinguieron, ocurrió algo que yo no hubiera creído posible. Los millares de dóciles espectadores parecieron poseídos de una repentina y frenética locura. Fue como si su recuerdo racial no hubiera muerto del todo en sus cerebros, y Douglas hubiera conseguido removerlo. Se pusieron en pie, gritando, agarrándose y golpeándose unos a otros. Contemplé aquel espectáculo con asombro. Sus emociones naturales habían estado reprimidas durante tanto tiempo, que no sabían cómo reaccionar ante ellas. En una marea incontenible, avanzaron hacia el estrado y hacia el hombre que les había galvanizado.

Al principio creí que querían demostrar a Douglas su admiración y su afecto. Pero iba a aprender que las emociones de la libertad son muy peligrosas para unas personas que no están preparadas para apreciar la diferencia existente entre liberación y libertinaje. Las hordas de histéricos hombrecitos treparon al estrado, arrollando a aquel hombre más alto y mejor dotado que ellos, golpeándole y golpeándose mutuamente. Vi a Douglas, con el rostro ensangrentado, luchando por levantarse, con los pigmeos saltando encima de él. Recordé entonces su trágica y amarga predicción, y supe que no volvería a levantarse.

Ahora, uno de los sanguinarios hombrecitos empezó a cantar con aire de triunfo el tema central del concierto de Douglas. Pronto le imitaron otros, y el auditorio no tardó en convertirse en un infierno de cantos, los observadores-de-la-liberación-del-deseo que hasta entonces habían permanecido inmóviles, sin posibilidad de intervenir, aprovecharon la oportunidad para tratar de dominar la situación. Uno de ellos gritó unas órdenes a través del sistema de altavoces, pero nadie le oyó. Otros llegaron hasta Douglas y arrastraron fuera su cadáver. Entretanto, otro cogió las hojas de papel pautado que continuaban en el piano y las hizo pedazos, arrojándolos contra la multitud. Uno de los trozos, con un par de líneas de notas trazadas por la mano de Douglas llegó hasta mí. Lo cogí y me lo puse en el bolsillo de mi batín.

Pero aquel acto me traicionó. Inmediatamente, la multitud reunida sobre el estrado percibió mi estatura y mi modo de vestir anormales. Empezó a avanzar hacia mí. Gracias a la superioridad de mi tamaño y de mi fuerza, conseguí abrirme paso a través de los que estaban más cerca. Pero una multitud mucho mayor seguía interponiéndose entre la salida y yo. Recordé que al entrar me había fijado en unas puertas intercaladas en los pasillos descendentes. Seguramente estaban destinadas a facilitar la salida. Conseguí llegar a una de aquellas puertas y abrirla. En el interior, la oscuridad era absoluta. Apenas había cerrado la puerta y echado el cerrojo, cuando oí que la multitud trataba de volver a abrirla.

Ignoraba adonde conducía el pasadizo, pero la puerta estaba empezando a ceder y eché a correr hacia adelante. Lo primero que pensé fue que era muy raro que no tropezara contra ninguna pared mientras corría. Al igual que en la noche anterior, mis manos extendidas sólo encontraban el vacío. Y, sin embargo, debajo de mis pies había una especie de pavimento, el cual parecía ascender. A lo lejos y mucho más alto, un débil resplandor parecía colgar de la oscuridad. Detrás de mí oí el estallido de la puerta al romperse y el espantoso eco de unas voces avanzando por el pasadizo.

Luego, bruscamente, la algarabía cesó. Corrí en medio de un silencio absoluto. Poco antes de llegar al lugar donde brillaba la luz, tropecé con algo invisible y me caí. Afortunadamente, caí sobre algo blando. Al tocarlo con las manos, me pareció que era una cama. La cama de Douglas. A continuación oí un sonido más bello a mis oídos que la música: el rugido de un camión cargado de mineral que pasaba por delante de la casa.

El resto de la noche dormí como un tronco. Cuando me desperté era de día. Al verme rodeado de los familiares muebles de Doug, me dije a mí mismo que todo había sido una ilusión, un sueño. Me levanté, me afeité y me vestí como si nada hubiera pasado. Cuando salí de la habitación, encontré a Apolonia y a Felicitas esperando en el vestíbulo.

—¿Adonde fue usted ayer?

Los ojos de Apolonia estaban clavados en mi rostro.

—Llegué aquí ayer —le recordé.

—Llegó usted anteayer —rectificó Apolonia—. Ayer no salió usted del cuarto. Llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta. He pasado un día y una noche tan nerviosa como un gato. Temía entrar y encontrar la habitación vacía, con sus ropas dobladas encima de una silla, como las de mister Creel.

—Supongo que estaba demasiado cansado del viaje y he dormido treinta y seis horas de un tirón...

De todos modos, no quise pasar otra noche en la casa de Douglas, y alquilé una habitación en el Copper Queen. Mi batín estaba sucio y arrugado. Se lo entregué a un botones para que lo llevara a lavar y planchar. Hasta la noche no recordé lo que había creído poner en uno de sus bolsillos. Por la mañana, le pregunté al botones dónde había llevado el batín, y me encaminé hacia allí.

—¿Han encontrado algo en los bolsillos? —pregunté, sintiéndome avergonzado de mi propia credulidad.

Llamaron a una de las lavanderas, una muchacha mejicana que me miró con unos ojos grandes y tranquilos, que me recordaron los de Kultura.

—En los bolsillos no había nada, señor —dijo—. Bueno, sí... Había un trozo de papel de música. Pero no era más que un pedacito de papel, y lo tiré a la basura. Anoche, Pedro lo quemó.