AL FIN DEL TIEMPO

Robert Moore Williams

Los guías indígenas venusinos, tensos por el miedo a algo que no podían o no querían nombrar, habían penetrado en aquella región con evidente repugnancia. Thorndyke, que no sentía el menor respeto por las supersticiones, fue lo bastante inteligente como para no intimidarles. Por el contrario, les encandiló hablándoles del atjol, la fuerte bebida indígena, que podrían comprar con sus salarios, y ellos habían vuelto a ponerse en marcha, avanzando hacia la abrupta región montañosa de las tierras cálidas. Luego, cuando se hizo evidente que su destino era realmente la llanura que ellos llamaban Kith-kal-sar, la montaña que canta, los guías habían sostenido un conciliábulo y habían decidido actuar por su cuenta, sin decirle nada a su patrón. A la mañana siguiente, al despertarse, Thorndyke descubrió que todos los hombres que tomaban parte en el safari, porteadores, guías, cocineros, etc., habían desaparecido durante la noche.

Thorndyke era bajo y robusto, nudoso como un olmo, y aunque estaba considerado como uno de los más eminentes psicólogos de la Tierra, al verle por primera vez cualquiera le hubiese tomado por un pirata. Algunas mujeres asustadizas se habían desmayado al verle. Los ejemplares más fuertes, al encontrarse con él, buscaban mentalmente un mazo de baseball u otra arma por el estilo, para tenerla a mano en caso necesario. Hacía mucho tiempo que Thorndyke había aceptado el hecho de que no era atractivo, y en lo que respecta a la opinión de los miembros femeninos del orden de los mamíferos, le tenían completamente sin cuidado. O cualquier otra opinión. Thorndyke era un pequeño universo en sí mismo, con sus propias leyes naturales, las cuales elaboraba a medida que avanzaba por la vida.

La mayoría de los hombres, abandonados por sus guías y ayudantes en medio de las tierras cálidas, hubieran renunciado a la empresa que les había llevado hasta allí y emprendido el camino de regreso. Thorndyke, actuando de acuerdo con sus propias leyes, dedicó cinco minutos a maldecir; luego escogió un rifle ligero que arrojaba una carga capaz de detener a un garo o a un gato-caimán, añadió un paquete de provisiones y medicamentos, y se encaminó directamente hacia Kith-kal-sar.

En su mente, el objetivo que se había propuesto era lo bastante importante como para justificar el riesgo. El objetivo no era la riqueza ni la gloria. Era una canción.

En la Tierra, donde la canción estaba siendo interpretada, era llamada Viaje al Fin del Tiempo. Aunque nadie en la Tierra sabía cómo, lo cierto era que la música procedía de Venus, anotada como canción indígena. En la Tierra, había sido sometida a la atención de un famoso director de orquesta, que había captado las posibilidades de la pieza. El director de orquesta había efectuado una adaptación, a fin de que las notas, un tono y medio altas, pudieran ser emitidas por instrumentos musicales humanos. Indiscutiblemente, la música había perdido mucho con la adaptación. Por desgracia, aún quedaba mucho en ella, y todo malo.

El primer efecto era de tristeza. El segundo, una profunda melancolía. El tercero..., desorientación. Una desorientación que podía adoptar la forma de asesinato, locura, suicidio... La primera y última vez que el número había sido interpretado a través de la radio, más de cien personas murieron violentamente. Al parecer, cualquier tendencia peligrosa existente ya en la mente humana era acentuada por la música.

Después de una audición, el Departamento de Sanidad ordenó la inmediata retirada del número de los programas radiofónicos. Pero existían grabaciones magnetofónicas, que eran interpretadas clandestinamente en pequeños clubs nocturnos de dudosa reputación y en orgías secretas.

La música hacía estallar algo en la mente; provocaba una enfermedad espiritual. Recordando las enfermedades que habían aparecido en la Tierra, traídas de otros planetas por los primeros navegantes interplanetarios, y las rigurosas medidas que habían tenido que adoptarse entonces, las Naciones Unidas habían actuado como lo hubieran hecho si una nueva enfermedad extraterrestre hubiera aparecido sobre la Tierra: enviando una tripulación de médicos y bacteriólogos al foco de origen de la enfermedad, para aislar el germen y combatirlo.

Si, suavizada por la adaptación, desfigurada por instrumentos musicales de otro mundo, poseía tanto poder, ¿cuál sería el efecto de la música en su original, tal como era interpretada en Venus? Este problema les preocupaba. Aunque había otros inquietantes problemas que les preocupaba todavía más.

Thorndyke era un miembro de la expedición que trataba de localizar el origen de la música. La investigación había sido difícil. Las tribus venusianas que vivían alrededor de los espaciopuertos no reconocían la música, tal como la interpretaban los instrumentos terrestres, o se negaban a confesar que la reconocían. Algunos rumores habían señalado como posible fuente de la música al lugar conocido como Kith-kal-sar, la montaña que canta, en las tierras cálidas.

Mientras cruzaba la ladera de una abrupta colina, a cuyos pies se abrían grandes charcas de agua pantanosa y barro, el pie de Thorndyke resbaló. Trató de evitar la caída, fracasó, y rodó ladera abajo. Aterrizó en una de las charcas.

Cuando salió a la superficie, divisó un tronco que estaba anclado al fondo y se agarró a él, flotando, sin mover ni un solo músculo. Sabía lo suficiente acerca de los garos, los cocodrilos de los pantanos, para quedarse quieto.

Su caída en la charca había despertado al garo. Si se movía, las vibraciones de aquel movimiento serían transmitidas a través del agua, el garo las captaría y saldría a investigar qué clase de alimento había caído en su cafetería particular.

Irguiendo su cabeza, el garo trató de localizar la fuente del chapoteo que le había despertado.

Los animales que caían en la charca siempre chapoteaban cuando intentaban salir de ella.

Thorndyke no chapoteó. Tal vez el garo volvería a su sueño. Entonces, el hombre podría deslizarse pulgada a pulgada a lo largo del tronco, hasta alcanzar la orilla.

Y tal vez no podría.

¡Cebo de cocodrilo!, pensó Thorndyke amargamente.

El garo sabía que en la charca había algo; dadas las circunstancias, el monstruo no tenía intención de volver a su sueño. Thorndyke pudo ver al animal irguiéndose y mirando a su alrededor, tratando de comprobar con sus débiles ojos si había algo comestible a la vista. El garo no podía ver de lejos ni demasiado bien. Gruñó, inquisitivamente. Thorndyke no respondió al gruñido.

La cálida tarde era tranquila. La luz del sol brillaba a través de una abertura de las nubes. En alguna parte de la selva, un pájaro de la lluvia gorjeó. Una libélula con alas iridiscentes de un pie de longitud voló por encima de la charca. Thorndyke tuvo conciencia de un sonido... en alguna parte. Llegaba de alguna parte de la ladera y se iba haciendo más intenso: como un afinado coro. Las profundas voces de los bajos rugieron un canto hasta que la selva entera pareció hacerle eco.

Al escucharlo, Thorndyke sintió surgir en su interior un furor repentino, irracional. El fragor de la batalla, el chocar de las espadas contra los escudos, el grito de los vencedores, el sollozo de los vencidos, todo estaba en aquella música. Thorndyke sintió que el odio se levantaba en él, odio al enemigo. Los latidos de su corazón se hicieron más apresurados.

Se dio cuenta, vagamente, de que estaba escuchando una canción semejante a Viaje al Fin del Tiempo. Era una canción distinta, escrita para un objetivo distinto, pero brotaba de la misma fuente. El primer efecto de aquella música salvaje era la rabia. El segundo efecto era... alucinación. Como si su mente fuera una pantalla cinematográfica y una película nueva hubiera sido empalmada en medio de una vieja cinta, la alucinación golpeó a Thorndyke.

La charca de agua pantanosa, con el inquieto garo en la orilla, se borró instantáneamente. Sus ojos parecieron desconectarse de sí mismos. Su cerebro contempló una nueva escena. Se vio en un lugar que sabía inexistente, excepto en su imaginación.

Estaba sentado en un hermoso salón, enfrente de un gran ventanal. A través del ventanal divisaba un impresionante paisaje de montañas coronadas de nieve que se extendían en la distancia. Le recordaron las Rocosas, en Colorado. Eran tan reales, que Thorndyke podía haber jurado que las estaba viendo. En su mano había un vaso tan real que pudo saborear la fumosidad del whisky, y sentada a su lado estaba una mujer. No pudo distinguir claramente sus facciones, pero la sabía muy cerca y muy querida para él.

¡Una mujer! Por este solo hecho, Thorndyke supo que estaba soñando.

Mientras la música se dejó oír, la ilusión perduró. Cuando la música cesó, la ilusión se desvaneció. Thorndyke, atragantándose, vio que continuaba agarrado al tronco. El garo abandonaba el banco de arena para recorrer la charca en su busca, pero el hombre no se dio cuenta de aquel hecho. Su atención estaba concentrada en lo que ocurría en la ladera de la colina.

Había músicos allí. Un grupo de hombres pequeñitos, de unos tres pies de estatura. Eran muy parecidos a los pigmeos, a los desaparecidos bosquimanos del veld de Sudáfrica, unos hombres pequeñitos, casi desnudos, de vientres abultados. Thorndyke les vio fugazmente escurriéndose a través de los árboles, emitiendo agonizantes aullidos con sus voces de bajo. Vio por qué corrían, por qué estaban alarmados.

Una mujer humana iba detrás de ellos. En la mano derecha llevaba una delgada y flexible rama de árbol, y golpeaba con ella a su alrededor con toda la fuerza de su brazo.

Por espacio de un segundo, Thorndyke se quedó boquiabierto ante aquel sorprendente espectáculo; luego volvió a adquirir conciencia de su propia situación y su voz se alzó en un aullido.

Al oírlo, la mujer dejó caer la fusta y miró a su alrededor. Localizó a Thorndyke en la charca.

—¡Eh, cuidado! ¡En esas aguas hay un garo! —gritó la muchacha.

—Ya lo sé —respondió Thorndyke—. Si me muevo, me localizará.

—No se mueva —gritó la mujer.

Descendió corriendo la ladera. Como un mono, trepó a un árbol de tronco delgado que crecía a orillas del agua. El árbol se dobló bajo su peso. Haciendo chapotear sus pies en el agua, la mujer empezó a gritarle a Thorndyke:

—¡Nade, estúpido, mientras atraigo al garo hasta aquí!

El cocodrilo de los pantanos, convencido de que había localizado el alimento que había caído en su charca, se dirigió directamente hacia ella. La mujer sacó los pies del agua antes de que emergiera el feo hocico.

Thorndyke no había recibido nunca lecciones de natación, pero en aquel momento no le hicieron falta. Tragando agua y lodo, consiguió llegar a la orilla. La muchacha descendió del árbol y se acercó a él.

La expresión de su rostro indicó claramente que, una vez vio a Thorndyke, lamentaba haber privado al inocente cocodrilo de su cena.

A Thorndyke no le importó aquella reacción. Estaba acostumbrado a ella. La muchacha era pecosa, y tenía el pelo castaño y los ojos del color de los cielos de la Tierra. El psicólogo simpatizó con ella inmediatamente.

—No puedo evitar mi fealdad —dijo—. Son cosas de la herencia.

Sonrió.

Sorprendentemente, la muchacha le devolvió la sonrisa.

—¿De dónde viene? ¿Qué está haciendo aquí? ¿Quién es usted? ¿Qué estaba haciendo en esa charca? ¿Pescando?

—Una pregunta cada vez —respondió Thorndyke. Descolgó la mochila que llevaba a la espalda, la volvió boca abajo para que saliera el agua—. Soy Jim Thorndyke.

—Yo soy Neva August —respondió la muchacha—. Mi padre es misionero.

—¿Y está aquí?

La muchacha asintió.

A Thorndyke nunca habían dejado de asombrarle los lugares que los misioneros escogían para su labor evangelizadora, pero las tierras cálidas de Venus era el último de los lugares donde hubiera esperado encontrar uno.

A continuación le dijo a la muchacha lo que estaba haciendo en Venus.

Ella le escuchó con una expresión de sorpresa, que paulatinamente fue convirtiéndose en temor.

—¿La música de Noro ha llegado a la Tierra? —inquirió—. Entonces, Haswell escapó, después de todo.

—¿Quién es Haswell?

—Un buscador de minas, o por lo menos eso dijo que era. Estuvo aquí con nosotros una temporada. Efectuó algunas grabaciones de la música Noro, y luego desapareció. No sabía lo que le había sucedido, pero pensé que los Noros... —Hizo una pausa—. Ellos se oponían a que grabara su música, y creí...

—¿Que habían echado a Haswell de cabeza a un pantano? —preguntó Thorndyke.

—Bueno, algo por el estilo.

—¿Quiénes son los Noros?

—Olvidé que usted no les conoce.

La muchacha extendió la mirada hacia los árboles que poblaban la ladera de la colina. Su voz se alzó en una serie de notas profundas.

Casi inmediatamente empezaron a reunirse a su alrededor, vacilantes, asustados, mirando a Thorndyke con expresión de recelo, los pigmeos de los pantanos de las tierras cálidas. Aquellos eran los músicos de Venus.

—Están furiosos conmigo —dijo Neva—. He evitado una guerra entre ellos. Están furiosos y agradecidos al mismo tiempo por ese motivo.

—¿Ha evitado usted una guerra? —preguntó Thorndyke, intrigado—. ¿Cómo?

—Con una fusta —respondió Neva—. Sé que pensará usted que una guerra que puede ser evitada con una fusta no tendrá mucha importancia, pero para los Noros la tiene.

—No veo que lleven armas —dijo Thorndyke.

—Tienen el Canto de Guerra —dijo la muchacha—. Es más que suficiente.

—¿Eh?

Neva le miró pensativamente, como si estuviera sopesando lo que podía decirle.

—Adelante —dijo Thorndyke—. Estoy dispuesto a creer cualquier cosa. ¿Cómo puede servir de arma una canción?

—Lo ignoro, pero lo es. Había dos bandas de Noros, y se disponían a luchar una contra otra con aquel canto y nada más. Cuando terminaran, una de las dos bandas habría quedado aniquilada. Lo he presenciado otras veces con mis propios ojos.

—Pero el canto no tiene efecto sobre usted —dijo Thorndyke.

—He aprendido a no escucharlo —explicó Neva.

—¿Y se atreve usted a utilizar una fusta contra ellos?

—Sí. Cuando iniciaron el Canto de Guerra, me puse muy furiosa. No me detuve a pensar lo que estaba haciendo, me limité a coger una rama y a azotarles, como si fueran niños malos.

—¿Y ellos no trataron de luchar contra usted?

—No, sólo se enfurecieron conmigo. Saben que el Canto de Guerra es malo, y saben que tengo razón al interrumpirlo.

—Si saben que es malo, ¿por qué lo utilizan?

—¿Por qué se hacen la guerra los humanos?

Era una pregunta que Thorndyke no pudo contestar.

—No podemos perder el tiempo filosofando —continuó Neva—: Está usted empapado y sucio. Venga conmigo; le llevaré a mi hogar y conocerá a mi padre. Allí tendrá usted también la oportunidad de estudiar a los Noros.

Thorndyke recuperó su rifle, que había perdido en el momento de producirse su caída. Los Noros se apretujaban a su alrededor, y se le ocurrió hacerles una demostración con su arma. Al otro lado de la charca, el garo había trepado de nuevo al banco de arena. Thorndyke apuntó cuidadosamente a la cabeza del monstruo. El rifle ladró: la cabeza del garo se desvaneció en el aire.

Los Noros no parecieron impresionarse lo más mínimo. Uno de ellos habló con Neva.

—Este es Tom —dijo la muchacha—. Dice que el arma no es buena, que hace demasiado ruido.

—Pero, mire lo que le ha hecho al garo —observó Thorndyke.

—Dice que él puede hacerle más daño al garo con su música —tradujo Neva.

—¿Eh? —dijo Thorndyke.

El que siguió a la muchacha a través de la selva era un psicólogo preocupado. A su lado, moviéndose tan silenciosamente como sombras, avanzaban los Noros. Thorndyke tenía plena conciencia del misterio que ofrecían aquellos hombres pequeñitos, de vientre abultado.

—Aquí es donde vivimos —dijo Neva.

Habían llegado a un amplio claro abierto en la ladera de una montaña. Debajo de ellos se extendían los pantanos y el bosque lluvioso. Encima de sus cabezas, una escarpada pendiente conducía a una elevada meseta. Directamente enfrente de ellos, en un farallón de piedra caliza, se abría la amplia boca de una cueva natural. Delante de ella había un hombre muy alto. Agitó la mano, saludando a Neva, y luego, al ver al hombre que la acompañaba, avanzó precipitadamente, asombrado ante la presencia de otro ser humano.

—Papá, te presento a Jim Thorndyke. Este es mi padre, Lawrence August.

—Es un placer encontrar aquí a otro humano —dijo August, alargando su, mano. Su apretón fue firme, sus modales corteses y agradables. Pertenecía a una generación que concedía mucha importancia a los modales—. Encantado de conocerle. ¿No será usted, por casualidad, el James Thorndyke que escribió el libro sobre la psifunción de la mente humana?

Ahora fue Thorndyke el sorprendido.

—El mismo —respondió.

—Entonces, es usted el hombre que hacía falta aquí —dijo August—. Si mis suposiciones son correctas, tenemos aquí un ejemplo de la psifunción, del efecto de la mente sobre la materia. Hasta ahora sólo se ha estudiado el efecto de la materia sobre la mente.

Señaló a los Noros, que desfilaban hacia el interior de la cueva.

Thorndyke captó una vibración sonora. Los Noros estaban cantando.

—Es el Canto de la Reunión —explicó Neva—. No, no debe usted escucharlo, o se verá obligado a seguirles. Apártelo de su mente. Procure no oírlo.

—¿El Canto de la Reunión? —inquirió el psicólogo. Notó que en su interior se despertaba el impulso de seguir a los hombrecillos.

—Es la canción que cantan cuando se reúnen para pasar la noche —dijo la muchacha—. Tápese los oídos.

Thorndyke obedeció, cubriéndose los oídos con las manos. La canción disminuyó notablemente de volumen. El impulso que se había despertado en su interior se convirtió en una especie de susurro, que permaneció en su mente como el eco de una música sirenoide. ¡El Canto de la Reunión! ¡El Canto de Guerra! ¡La canción llamada Viaje al Fin del Tiempo! Cada pieza musical parecía tener un cometido específico. ¿Qué otras canciones tenían? Y, por encima de todo, ¿qué misterio se ocultaba detrás de la música?

Los Noros desaparecieron en el interior de la cueva y los ecos de la música se apagaron. Thorndyke siguió a August a la caverna. Cerca de la entrada, iluminada aún por la luz del sol, había sido instalado un campamento. Era un lugar cómodo, pero estaba muy cerca de la entrada de la cueva. Thorndyke se preguntó si los gatos-caimán no llegaban hasta allí por la noche, pero inmediatamente olvidó aquel asunto.

—¿Dónde viven los Noros? —preguntó.

—Lo ignoramos —respondió August—. En alguna parte de esta cueva, pero no sabemos dónde.

—¿No han tratado de descubrirlo?

August y su hija intercambiaron una mirada.

—Sí —respondió Neva en tono vacilante—. Pero, de un modo u otro, siempre han conseguido rechazarnos.

—Neva cree que nos hipnotizan cada vez que intentamos seguirles —añadió lentamente el misionero. Vio que Thorndyke sacudía la cabeza y continuó—: Sé lo que está pensando: la hipnosis no es posible sin la colaboración y el pleno consentimiento del sujeto. Pero yo creo que quizás los Noros sepan mucho más que nosotros acerca de la hipnosis. Desde luego, saben muchas cosas que... —Se interrumpió bruscamente—. Vamos, siéntese, amigo mío, y hábleme de la Tierra.

—Más tarde —dijo Thorndyke—. Ahora me interesa que me hable de los Noros. Cuénteme lo que sabe acerca de ellos.

—Temo que no sea mucho —respondió August—. Los hechos comprobados son escasos. Todo lo demás es pura suposición. Por ejemplo, no sé si los Noros son un pueblo primitivo que sube los primeros peldaños de la civilización, o si constituyen la raza más adelantada del sistema solar...

Aquella noche, una tormenta azotó la selva. Tendido en el catre plegable que August le había proporcionado, Thorndyke pudo oír el rugido de la tempestad en el exterior de la cueva. En un momento determinado rugió también algo más, un gato-caimán o algún otro animal de los pantanos venusinos. Thorndyke agarró su rifle. Podía oír al animal en el claro que se abría delante de la entrada de la cueva.

Procedente de ninguna parte y de todas partes al mismo tiempo, resonó una música. Era el Viaje al Fin del Tiempo.

Fuera, en la oscuridad nocturna, alguien gritó. La música se interrumpió bruscamente.

Empuñando el rifle, Thorndyke avanzó hacia la entrada de la cueva. El resplandor de un relámpago le permitió comprobar que el claro estaba desierto. El animal que había estado allí había... desaparecido.

¿Por qué? Thorndyke lo ignoraba. Pero experimentó la extraña sensación de que unos ojos invisibles vigilaban la entrada de la caverna, y de que una fuerza invisible la protegía.

Ni Neva ni su padre aparecieron. Si habían oído algo, lo aceptaban como un hecho corriente.

El psicólogo regresó a su catre, cada vez más intrigado.

A la mañana siguiente, se oyó un rugido en el cielo y una nave espacial descendió a través de las capas de niebla. Cuando salieron de la cueva, la nave aterrizaba en la meseta situada encima de ellos. Unos momentos después, divisaron a un grupo de hombres que descendían por la ladera de la montaña. Neva se quedó mirando.

—¡Haswell! —exclamó.

Haswell, con una pistola ametralladora colgada al cinto, se acercaba a ellos con aire arrogante. Era un hombre alto, de rostro alargado y ojos astutos y vigilantes. Le seguían dos hombres a los cuales Thorndyke no conocía, aunque reconoció el tipo. Hombres como aquellos vagabundeaban alrededor del espaciopuerto de Luna, se emborrachaban y fanfarroneaban por la calle principal de Venuspuerto, y merodeaban por las oficinas de las líneas espaciales de la Tierra, tratando de embarcar en alguna de las naves que se dirigían a un planeta, a cualquier planeta, no importaba cuál, con tal de que les permitiera alejarse de la Tierra lo más rápidamente posible. Eran rufianes del espacio, dispuestos a rebanarle el pescuezo a un hombre por un dólar.

Haswell llegó al claro y avanzó hacia ellos.

—Hola, Neva. ¿Cómo está usted, August? —Sus modales eran amistosos; en su rostro había una sonrisa. Miró a Thorndyke. La sonrisa desapareció—. ¿Quién es? —inquirió.

Neva les presentó. Haswell dijo que se alegraba de conocer a Mr. Thorndyke. Sus ojos desmentían sus palabras.

—¿Por qué ha regresado usted aquí? —preguntó Neva.

—Tal vez para verla a usted —respondió Haswell—. Muchachos, al trabajo.

Los dos hombres asintieron. Dirigiéndose a la entrada de la cueva, empezaron a clavar estacas de metal en el suelo. Los martillos resonaron fuertemente en el tranquilo aire matutino.

—¿Qué están haciendo? —preguntó August.

—Señalando una pertenencia minera —respondió Haswell.

—¿Una pertenencia minera? —repitió el misionero, asombrado—. Pero, si aquí no hay minerales...

—Eso es lo que usted dice, pero no lo que dice el contador. He revisado esta montaña cuidadosamente. No he conseguido localizar el lecho de mineral, pero el contador indica que hay rocas radiactivas debajo de la meseta, en cantidades enormes. Con el precio que alcanzan hoy esos minerales, este lugar vale más millones de los que usted puede contar.

La nuez de Adán de Haswell subía y bajaba mientras estaba hablando. Al parecer, el pensar en millones le hacía tragar saliva.

El metálico sonido de los martillos era lo único que se oía en la tranquila mañana. Una vez clavadas las estacas, Haswell tendría derechos exclusivos sobre esta zona durante un período de veinticinco años.

Neva dijo, lentamente:

—¿Significa eso que se abrirán minas aquí?

—Desde luego —respondió Haswell.

—Pero, ¿qué será de los Noros?

Haswell se encogió de hombros.

—Tendrán que largarse —dijo.

—¡Este es su hogar! —protestó calurosamente la muchacha—. Suponga que no quieren marcharse. ¿Qué ocurrirá entonces?

—En ese caso...

Haswell volvió a encogerse de hombros. Se interrumpió, para mirar a la entrada de la cueva.

Cinco Noros, acaudillados por Tom, estaban saliendo de la caverna. Andando con una seguridad muy significativa, avanzaron directamente hacia los humanos. La mano de Haswell se movió rápidamente hacia la pistola ametralladora que llevaba al cinto, luego se apartó.

Los cinco Noros se detuvieron delante de él, y Tom habló en un inglés gutural.

—Márchate —dijo.

—¿Marcharme? —Haswell quedó asombrado, Juego se enfureció. Se echó a reír—. Bueno, vale más tomárselo a broma...

Tom habló con Neva, en el idioma Noro, expresando una idea que no podía traducir al inglés. Al terminar no esperó respuesta, sino que dio media vuelta y se alejó. Los otros Noros le siguieron.

—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó Haswell.

—Que ya le ha advertido a usted, y que lo que pueda suceder será por culpa suya.

Por espacio de unos instantes, Haswell pareció impresionado, pero inmediatamente una sonrisa asomó a su rostro.

—Ya me imaginé que esos pequeños diablos plantearían dificultades. Bueno, he venido preparado para enfrentarme con ellas.

—¿Qué va usted a hacer? —preguntó August.

Haswell no respondió. Haciendo seña a los dos hombres para que le siguieran, se dirigió hacia la ladera de la montaña. Regresaron poco después, con otros tres hombres. Todos iban armados. Todos llevaban unos pesados cilindros de metal y mascarillas contra los gases.

—¡Apártense! —le advirtió Haswell a August.

Colocándose las mascarillas, los hombres instalaron los cilindros de metal a la entrada de la cueva. Abrieron las válvulas; una densa humareda amarillenta se extendió hacia el interior de la caverna.

Haswell se volvió hacia August.

—Gas —dijo, con una torva sonrisa—. Eso les hará entrar en razón.

Desde ninguna parte y desde todas partes, desde la delgada capa de tierra que cubría las rocas debajo de ellos, desde los mismos átomos del aire o quizás desde la estructura del propio espacio, llegó un sonido musical: las notas salvajes del Viaje al Fin del Tiempo.

Un relámpago amarillento zigzagueó en el aire.

Uno de los hombres que estaba junto a la entrada de la cueva se arrancó la mascarilla, dio un grito y desapareció.

—¿Qué ha sucedido? —aulló Haswell.

Avanzó hacia el grupo de hombres, y luego retrocedió. El relámpago amarillento volvió a zigzaguear. El segundo hombre desapareció.

—¡Eso es obra de los Noros! —gritó Haswell. Se volvió hacia Neva—: ¡Deténgales!

—¿Detenerles? —inquirió la muchacha—. ¿Cómo?

—Usted puede detener el Canto de Guerra, y puede detener también éste. Póngase una mascarilla y entre en la cueva...

—Mi hija no hará nada de eso —dijo August.

Haswell empuñó su pistola ametralladora y apuntó a August mientras hablaba, aunque sus palabras iban dirigidas a Neva.

—Entre en la cueva y deténgales, o disparo —dijo.

Thorndyke avanzó un par de pasos. La pistola ametralladora tableteó, y los proyectiles silbaron muy cerca de sus oídos. Cerca de la entrada de la cueva, el tercer hombre gritó.

Haswell volvió ligeramente la cabeza hacia el sonido. Neva agarró la mano que empuñaba la pistola.

Por espacio de un segundo, Neva y Haswell lucharon. En el momento en que Thorndyke y August se precipitaban hacia ellos, zigzagueó otro relámpago amarillo. Neva lanzó un grito.

El lugar donde se encontraban Neva y Haswell quedó vacío.

Aquello fue todo lo que vio Thorndyke. Luego, el choque eléctrico que acompañaba al relámpago le golpeó. Notó que caía; luego no sintió nada.

Thorndyke recobró el conocimiento lentamente. A medida que sus sentidos volvían a funcionar, adquiría conciencia de unos vagos sonidos: el gorjeo de un pájaro en los árboles cercanos, el aullido de un garo a lo lejos... Trató de concentrar sus ideas. Algo había sucedido, pero no sabía qué. Luego recordó. La impresión le ayudó a despejarse. Se sentó.

A su lado estaba August, tendido en el suelo. El anciano gemía en voz baja. La memoria de Thorndyke tenía aún espacios vacíos. Miró a su alrededor, buscando lo que debía haber delante de sus ojos. Haswell y sus hombres, los cilindros de gas en la entrada de la cueva, el gas amarillento y Neva habían desaparecido. Thorndyke se puso en pie trabajosamente. Mirando el sol, calculó que había permanecido inconsciente menos de una hora. Se inclinó sobre August. El misionero respiraba, aunque con ciertas dificultades, y todo hacía suponer que no tardaría en encontrarse bien. El problema era: ¿dónde estaba Neva?

Cuando alguien se ha perdido, se le llama a gritos. La voz de Thorndyke se alzó en un grito. No hubo ninguna respuesta. El psicólogo experimentó la sensación de que nunca habría una respuesta. Se sintió invadido por el pánico.

Un movimiento en la entrada de la cueva atrajo su atención. Apareció Tom, acompañado de otros Noros.

Los hombrecillos parecían asustados. Miraron a su alrededor. Sus profundas voces se interrogaron. Thorndyke avanzó hacia ellos. Tom frunció los labios, tratando de formar palabras con las cuales no estaba familiarizado.

—¿Den...? —La segunda tentativa se resolvió en un—: ¿Dónde...? —Finalmente, consiguió un reconocible—: ¿Dónde... Neva?

—Eso es lo que me gustaría saber —dijo Thorndyke.

Cogió a Tom por los hombros y lo sacudió como se sacude a un chiquillo obstinado. La cabeza giró sobre sus hombros. Sus ojos se llenaron de furor ante aquella humillación, pero la soportó.

—¡Neva ha desaparecido! —gritó Thorndyke.

—¿Desaparecido? —repitió Tom.

El furor se desvaneció rápidamente de sus ojos.

—Sí, estúpido, ha desaparecido. Quiero saber dónde está. Quiero que vuelva. Ahora mismo. ¿Me has comprendido?

El Noro estaba ahora muy asustado. Thorndyke le soltó. La voz de bajo de Noro habló en un susurro a sus compañeros, contándoles lo que había sucedido.

—¿Dónde está Neva? —preguntó Thorndyke.

Los Noros le miraron, sin contestar. En sus rostros se reflejaba una gran desesperación.

—Marchado... marchado... —Tom susurró el vocablo—. Viaje —¿Cómo dices tú?— al fin del... tiempo. Igual que gatos-caimán, igual que hombres malos. Neva cerca hombre malo cuando nosotros enviar canto. Nosotros no ver Neva, no saber...

La quebrada voz se interrumpió.

—¿Un viaje al tiempo? —inquirió Thorndyke, asombrado.

—Nosotros enviar Neva al futuro —respondió Tom—. Yo no poder... explicar.

—No tienes que explicar nada —dijo Thorndyke—. Lo único que tienen que hacer es traerla de nuevo.

El Noro sacudió la cabeza.

—Nosotros no poder. Ser imposible. Seguramente ser imposible. Sentirlo mucho.

Thorndyke volvió a agarrar el hombro de Tom, volvió a sacudirlo, esta vez con más fuerza.

—¡Tienes que traerla de nuevo!

—Pero... seguramente no poder.

—¿Por qué no?

—Poder enviar al tiempo, no poder hacer regresar, a menos...

El tercer Noro habló bruscamente. Thorndyke no comprendió una sola palabra de lo que estaba diciendo, pero los Noros mostraron una gran excitación. Miraron al psicólogo.

—Thersill decir que poder probarlo —dijo Tom.

—¿Qué es lo que puede probar?

—Hacer regresar Neva.

—¡Que lo intente, entonces!

—Pero hay que coger.

—¿Qué es lo que hay que coger?

—Alguien ir detrás de ella.

—Yo iré —dijo inmediatamente Thorndyke.

—Pero tú puedes no regresar.

—Bueno... —La vacilación de Thorndyke no duró más que una fracción de segundo. Apretó fuertemente los labios—. Correré el riesgo.

—Vamos, entonces. Tener que ir aprisa.

Tom se volvió hacia la cueva. Thorndyke siguió a los Noros.

Neva había dicho que trató de seguir a los Noros a las ocultas profundidades de la cueva, pero que siempre la habían rechazado. Mientras seguía a los hombrecillos, Thorndyke pudo comprenderlo fácilmente. Estaban siguiendo un camino que daba vueltas y vueltas y que, en la oscuridad reinante, sólo era visible para los Noros. De repente se detuvieron, y una puerta se abrió de par en par. Thorndyke quedó boquiabierto.

Delante de ellos había un golfo de luz azulada, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista. Vio que allí, en el interior de su elevada meseta, había una inmensa cueva. El suelo de la cueva se extendía a sus pies, un amplio paisaje de diminutas ciudades, de campos y bosques, todo en la misma pequeña escala que los Noros, y todo bañado por la brillante luz azulada que ardía en el centro del techo.

En el centro de la cueva había un edificio. Era grande, incluso en el concepto humano; para los Noros tenía que resultar gigantesco... el esfuerzo reunido de una raza.

—Antepasados llegar aquí hace mucho tiempo de tierra moribunda —explicó Tom.

Una larga escalera de caracol conducía al suelo de la cueva. Mientras la descendían, una multitud de hombrecillos fue reuniéndose al pie de la escalera, con los rostros levantados hacia ellos. Cuando llegaron abajo, se alzó un coro de voces interrogadoras. Tom tuvo que hacer un gran esfuerzo para contestar al alud de preguntas que cayó sobre él. Para Thorndyke, era evidente que Tom había quebrantado una ley tribal al permitirle llegar hasta allí. Las explicaciones de Tom fueron finalmente aceptadas, aunque a regañadientes.

—Ven a gran edificio —dijo Tom.

La entrada al edificio era lo bastante amplia para que Thorndyke pudiera cruzarla sin agacharse. Una vez dentro, vio una sola habitación, inmensa, pero fue conducido a un pequeño recinto que aparentemente era un taller. Allí estaban los técnicos Noros. Tom les explicó lo que había que hacer. Contemplaron a Thorndyke con expresión de duda, sacudieron la cabeza y empezaron a trabajar. En primer lugar obtuvieron su peso exacto, luego le colocaron una extraña caperuza de metal en la cabeza y efectuaron una serie de comprobaciones. Quizás estaban midiendo las minúsculas corrientes cerebrales. Thorndyke ignoraba para qué, y no lo preguntó. Otros técnicos estaban ocupados construyendo una especie de chaleco de metal. Cuando lo terminaron, empezaron a construir otro. Terminado éste, le colocaron el primero alrededor del pecho y le entregaron el segundo.

—Vamos —dijo Tom.

Thorndyke siguió al Noro a la habitación grande.

Estaba llena de Noros, sentados en ordenadas hileras alrededor de la enorme máquina que se erguía en el centro. Tom le acompañó hasta ella por un angosto pasillo.

No se parecía a ninguna de las máquinas que Thorndyke había visto hasta entonces. Tenía docenas de medidores, con las divisiones señaladas en color, cada uno de ellos manejado por un Noro sentado en una butaca de control. En el centro de la máquina había un tablero de mandos ante el cual estaba sentado un marchito Noro, como una vieja araña en medio de innumerables telas. La vieja araña miró a Thorndyke. En sus ojos había compasión.

—Desde máquina salir... fuerza —dijo Tom—. Hombre malo tener instrumentos que encontrar fuerza de máquina. Pero él cometer error. Él pensar que instrumentos decir que aquí haber uranio.

Thorndyke gruñó. Recordó que Neva había dicho que Haswell había tratado de conseguir que los Noros le llevaran a las profundidades de la cueva, pero que ellos se habían negado. Estaban ocultándole al buscador de minas la existencia de aquella máquina.

—¿Preparado? —inquirió Tom.

—Preparado —respondió Thorndyke.

—Usar este chaleco para Neva —explicó Tom—. Traerla aquí, si nosotros tener suerte. Sin chaleco, ella no poder volver. Nosotros enviar a ti a darle chaleco a ella.

—Estoy dispuesto —dijo Thorndyke.

Tom hizo una seña al anciano que estaba sentado delante del tablero de mandos. Sonó un gong. Empezó la música. Procedía de los agrupados Noros. Empezó suavemente para ir aumentando en volumen; un gigantesco coro entonando el Viaje al Fin del Tiempo.

En aquella fracción de segundo, Thorndyke comprendió al menos una parte del cometido de aquella música. Había originado como una expresión musical de alguna otra cosa: un proceso psicológico. Servía para enfocar sus mentes, quizás, o para provocar el estado de ánimo necesario. En sí misma, probablemente, tenía poca importancia. La parte decisiva estaba dentro de la mente. La mente era lo que podía mirar hacia el futuro... lo que podía atraer o matar. La mente podía hacer otras mil cosas, la mayoría de las cuales ni siquiera comprendía.

Vio, también, la parte que la máquina desempeñaba en aquel extraño rito, celebrado en la caverna de la luz azulada. Traducido a términos humanos, la máquina era un amplificador de energía. Recibía las presiones mentales de los agrupados Noros y las amplificaba hasta que adquirían la deseada fuerza, concentrándolas, enfocándolas. A través de la máquina, las presiones mentales podían ser enfocadas hacia cualquier lugar, dentro de la caverna o fuera de ella. Podían ser enfocadas hacia el claro que se abría delante de la entrada de la cueva, hacia las selvas de las tierras pantanosas, quizás hacia cualquier parte de Venus.

Enfrente de cada medidor, un Noro vigilaba atentamente. El anciano sentado delante del tablero de mandos miró a Thorndyke y pulsó un interruptor.

Thorndyke dejó escapar un grito mientras un millón de microscópicas agujas se hundían en su carne. Se sintió sacudido por una fuerte descarga eléctrica. Un relámpago amarillento se interpuso en el camino de su visión. Vio que los Noros, la amplia estancia y todo lo que le rodeaba, oscilaba y se contraía como si lo contemplara a través de un cristal que distorsionara las imágenes.

Sintió un intenso frío, no sabía de cuántos grados, aunque tuvo la sensación de que si duraba mucho quedaría rígido, helado. A continuación recibió la impresión de un movimiento oscilante demasiado rápido para que el ojo humano pudiera seguirlo.

El frío disminuyo. Cayó, se tambaleó, volvió a caer, se puso en pie.

Sus ojos percibieron una débil claridad. El banco de nubes había desaparecido. La selva había desaparecido. El sol brillaba con luz mortecina sobre un planeta moribundo.

Se encontraba en la ladera de una montaña. Debajo de él, en un valle, una hilera de árboles muertos señalaba el lugar por donde había discurrido un río. Un lánguido viento, con sabor a polvo, le acarició el rostro.

Esto... esto era el futuro de Venus, no podía decir a cuántos millones de años de distancia. Este era el Planeta Velado, cuando ya no era velado. No estaba en el fin del tiempo, pero se encontraba cerca de él, respecto a aquel planeta.

Se dio cuenta de que su mente mostraba síntomas de negarse a obedecerle. Su voluntad luchó contra aquellos síntomas. Debajo de él, en la ladera, yacía un animal: un gato-caimán. Muerto. Thorndyke no pudo ver la causa de muerte. Todavía más cerca había un hombre, uno de los hombres que habían estado con Haswell. Muerto, también.

¿Dónde estaba Neva? Alzó de nuevo su voz, gritando su nombre. El esfuerzo le produjo un intenso dolor en los pulmones. En el tenue aire, su grito no fue mucho más fuerte que un susurro. Notó que su corazón empezaba a latir como si luchara por suministrar suficiente oxígeno a sus tejidos. En aquel aire, el elemento dispensador de vida era escaso.

El chaleco que rodeaba su pecho zumbó ligeramente. Notó las corrientes eléctricas que circulaban por su interior, recordándole que atrás, en otro tiempo, los Noros seguían manteniendo contacto con él, a través del chaleco.

—¡Neva!

Le respondió una voz, muy débil. Neva se puso en pie lentamente.

Thorndyke la vio. Corrió hacia ella.

Neva le miró como si no diera crédito a sus ojos. Era la primera vez en su vida que una mujer parecía complacida al verle. Las ropas y el rostro de Neva estaban cubiertos de polvo. Thorndyke le entregó el chaleco.

—Tome. Póngase esto. He venido a buscarla. Esto la hará regresar.

El esfuerzo le hizo jadear.

—¿Usted...? ha venido a buscarme. —Neva parecía asombrada, incapaz de comprender. Acercándose a Thorndyke, le tocó—. Es usted real —murmuró.

Thorndyke trató de sonreír.

—Me enviaron los Noros. Este chaleco nos hará regresar. No tengo tiempo de explicárselo. Póngaselo...

Neva cogió el chaleco y se quedó mirándolo, como si no comprendiera. Se oyó un sonido de pasos. Una voz gruñó:

—¿Dónde está mi chaleco?

Haswell estaba cerca de ellos. Había permanecido tendido, invisible hasta que se puso en pie.

Sorprendido, Thorndyke miró al buscador de minas. Hasta aquel momento, había olvidado la existencia de Haswell.

—¿De modo que no ha traído un chaleco para mí? —dijo Haswell.

—Lo... lo siento. Yo...

—No se preocupe —dijo Haswell—. Cogeré el suyo.

Levantó la pistola ametralladora.

—¿Cómo diablos...? —empezó a decir Thorndyke.

Haswell apretó el gatillo. Una rociada de plomo silbó junto a la oreja de Thorndyke, el cual se dejó caer al suelo.

—Si ese chaleco puede hacerme regresar, lo quiero —dijo Haswell—. Y no me importa quitárselo a un cadáver.

—De acuerdo —murmuró Thorndyke.

El chaleco era una plancha de metal de forma redondeada, de dieciocho pulgadas de anchura y más de dos pulgadas de espesor. Thorndyke había visto a los Noros adaptar una serie de diminutos instrumentos en aquel espacio. Minúsculas baterías proporcionaban una carga limitada de energía. Lentamente, Thorndyke desabrochó los cierres. Se quitó el chaleco, tendiéndoselo a Haswell. El buscador de minas se dispuso a cogerlo. Los dedos de Thorndyke parecieron perder fuerza. El chaleco cayó al suelo. Haswell se inclinó a recogerlo.

Thorndyke salió proyectado hacia adelante. Con toda la fuerza de su cuerpo, golpeó a Haswell detrás de la oreja.

Haswell cayó al suelo. Thorndyke saltó sobre él. El buscador de minas, empuñando la pistola, trató de aplicar el cañón al cuerpo de su adversario. Thorndyke agarró la muñeca de la mano que empuñaba el arma. Oyó que Haswell profería una maldición.

El buscador de minas era tan ágil como un gato-caimán. Consiguió propinarle un rodillazo en el bajo vientre a Thorndyke. Un millar de estrellas bailaron ante los ojos del psicólogo. Las fuerzas le abandonaron. Pero siguió aferrando la mano que empuñaba la pistola. Esperó que le volvieran las fuerzas.

Inútilmente.

Dándose cuenta de que sus pulmones luchaban por absorber aire, sospechó la fatal verdad. No iba a recuperar las fuerzas. Las fuerzas dependían del oxígeno, y en aquella atmósfera había demasiado poco oxígeno para permitir cualquier actividad. Una lucha era imposible. Un esfuerzo violento provocaría el colapso de los tejidos faltos de oxígeno. El gato-caimán y el hombre de la ladera habían muerto por ese motivo.

Economizando fuerzas, permitió a Haswell que tratara de quitárselo de encima. Su única actividad era agarrar la mano que empuñaba la pistola.

Haswell dejó caer el arma. A partir de aquel momento, Thorndyke no hizo el menor esfuerzo por resistir.

Notó que Haswell tiraba violentamente de él. Un estremecimiento sacudió el cuerpo del buscador de minas.

—¡Maldito...! —gruñó Haswell.

Y se quedó inmóvil.

Estaba muerto. Su corazón, latiendo furiosamente en un esfuerzo por suministrar oxígeno a unos tejidos que se habían desarrollado en la Tierra, había fallado. La muerte era sencilla y rápida.

Thorndyke sabía que también él estaba muy cerca de la muerte. No movió ni un solo músculo. Se daba cuenta de que Neva trataba de ayudarle. Le susurró que se alejara.

El psicólogo estaba entablando otra batalla, más dura quizás que la lucha contra Haswell, una batalla por conseguir el oxígeno suficiente para mantenerse vivo. La única posibilidad que tenía de vencer consistía en permanecer quieto. Y ni siquiera así estaba seguro de poder vencer. Era posible que sus esfuerzos por respirar, incluso el latir de su propio corazón, quemaran más oxígeno del que estaba absorbiendo.

Pensó:

Aquí, cerca del fin del tiempo, cuando el sistema solar está desintegrándose, cuando el hombre y todas las realizaciones del hombre están desapareciendo...

Todos los músculos de su cuerpo reclamaban más oxígeno. Todos sus instintos le empujaban a respirar con más rapidez. Pero, si respiraba con más rapidez, el acto de respirar podía quemar más oxígeno del que contenía aquella atmósfera. Obligó a sus fatigados pulmones a respirar cada vez más lentamente.

Poco a poco, célula a célula, el clamor de su cuerpo se apagó. Entonces supo que había ganado la batalla. Se sentó.

Le contó a Neva lo que había sucedido.

—Póngase el chaleco, Neva. Yo volveré a ponerme el mío. Nos marcharemos de aquí.

Regresarían a una atmósfera rica en oxígeno, regresarían a un tiempo en que el sistema solar no estaría próximo a morir. Thorndyke recogió el chaleco, empezó a ponérselo, se detuvo, se quedó mirándolo. Por un instante, creyó que el corazón iba a parársele.

Haswell, o él mismo, habían pisoteado el chaleco. Parte de la cubierta de metal se había hundido. En el interior, en medio de una maraña de alambres rotos y conexiones aplastadas, colgaban los carretes y tubos destrozados.

—¿Puede usted arreglarlo? —susurró Neva.

—Lo intentaré —respondió Thorndyke.

Media hora más tarde, sabía que era una tarea imposible. Se necesitaban herramientas especiales, conocimientos especiales, habilidades especiales; herramientas, conocimientos y habilidades que sólo los Noros poseían.

—¿No... no puede usted regresar? —preguntó Neva.

Thorndyke sacudió la cabeza. Estaba condenado a quedarse allí para siempre.

—Entonces, yo tampoco regresaré —dijo Neva—. Si usted tiene que quedarse aquí, yo me quedaré también, con usted.

En otro mundo y en otro tiempo habían tenido una palabra para definir lo que Neva estaba diciendo. Era una palabra que Thorndyke no había comprendido plenamente hasta aquel instante. Ahora sabía lo que significaba, y sabía también que era demasiado tarde para dar realidad a aquel significado. Inclinó la cabeza.

Se sentaron uno al lado del otro, apoyados contra una roca, y contemplaron cómo se hundía el rojizo globo del sol. Se hundía muy lentamente.

—Escucha... —susurró Neva.

Al principio, Thorndyke creyó que sus oídos le engañaban. En la tenue atmósfera del planeta, procedente de ninguna parte y de todas partes, resonaba una música. Escuchó, conteniendo la respiración.

Era la enloquecedora melodía: Viaje al Fin del Tiempo.

Estalló en un poderoso coro, en oleadas de sonido, y luego se apagó rápidamente.

En la ladera, encima de ellos, resonaron unas voces.

—¡Thorny! ¡Neva!

Se pusieron en pie de un salto.

—¡Estamos aquí! —gritó Thorndyke roncamente.

En la ladera, encima de ellos, había... ¡Noros! Vieron el rostro de Tom. Un rostro preocupado, que al verles se distendió en una sonrisa. Tom descendió con rapidez la ladera. También él llevaba un chaleco del Tiempo. La tenue atmósfera no parecía perjudicarle.

—Estar preocupado... ¡Oh! Yo comprender... Nosotros arreglar muy deprisa.

Vio el chaleco estropeado y sospechó lo que había sucedido. Él y los otros Noros empezaron a trabajar. Tenían herramientas, conocimiento y habilidad de Noros.

—Chaleco arreglado —dijo Tom—. Ahora, nosotros marchar.

Miró a Thorndyke, trató de encontrar palabras para algo que quería decir, y habló rápidamente con Neva en su propio idioma.

Neva tradujo.

—Dice que te diga que los Noros llegaron de este tiempo, hace muchísimos años, que escaparon de la muerte del oxígeno de este mundo retrocediendo en el tiempo, huyendo de la muerte que hay aquí.

—¿Qué? —balbució Thorndyke.

Sin embargo, sabía que los Noros procedían de alguna otra tierra. ¿Por qué no de aquella tierra? Su corta estatura podía responder a la escasez de oxígeno. Pero, sobre todo, su ciencia sólo podía ser el resultado de milenios de desarrollo.

—Dice que te diga que son los descendientes de humanos y venusinos, que las dos razas se mezclaron y se convirtieron en una sola raza, haciéndose más pequeña al mismo tiempo. Dice que, en cierto sentido, los Noros son tus nietos.

—¡Nietos!

La idea le desconcertó.

Sin embargo, en cierto sentido, al menos, era verdad. Para los Noros, él era el hombre de Cro-Magnon, el hombre del amanecer del mundo.

—¡Hola, papá! —dijo Tom, sonriendo.

—¡Hola, hijo mío! —respondió Thorndyke.

Se colocaron los chalecos. Thorndyke y Neva cruzaron juntos el doloroso instante de frío. Apareció la inmensa cueva, y en sus oídos resonó de nuevo la enigmática música...

¡Viaje al Fin del Tiempo!

La gran caverna se estremeció con el sonido, el sonido más maravilloso que Thorndyke había oído.

Más tarde, Thorndyke regresó a la Tierra con Neva. Más tarde aún, se construyó una casa en el corazón de las Rocosas, una casa con una ventana que se abría a un paisaje de cumbres nevadas que se extendían en la distancia.

En sus manos hay una agradable bebida; la habitación es fresca; el aire huele a primavera. Los almohadones son blandos y Neva está sentada a su lado, con la cabeza apoyada en el brazo de su marido, su oscuro pelo suelto y cayendo en cascada.

Con un sobresalto, Thorndyke se da cuenta de que ésta es la alucinación que tuvo en el pantano de Venus.

El futuro que vio entonces se ha convertido en realidad.

¿Se ha convertido en realidad? Thorndyke puede estar aún en la charca de agua, con el garo buscándole. Desde la orilla, los Noros pueden estar proyectando en su mente los colores de la puesta del sol en las Montañas Rocosas, la ventana, la propia Neva.

¿Cuál es la realidad, y cuál la alucinación?

Thorndyke se da cuenta de que nunca llegará a saberlo. Ni le importa. Le basta con soñar que Neva está con él y que los colores de la puesta del sol tiñen de oro las lejanas cumbres.

En alguna parte, hay como un rastro de música suave. Thorndyke escucha. ¿Está recordando algo, o está oyendo realmente la música? Las notas de Viaje al fin del Tiempo.