ENTRA EN MI BODEGA

Ray Bradbury

Hugh Fortnum despertó a las conmociones del sábado y tendido en la cama y con los ojos cerrado las saboreó una a una.

Abajo, jamón en una cacerola; Cynthia que lo despertaba con aromáticas comidas y no con gritos.

Del otro lado del vestíbulo, Tom que se daba de veras una ducha.

Lejos en la luz de moscardones y libélulas, ¿de quién era la voz que ya estaba maldiciendo el clima, el tiempo, y las mareas? ¿La señora Goodbody? Sí. Esa giganta cristiana, de uno ochenta de alto y descalza, la jardinera extraordinaria, la dietista octogenaria, y la filósofa del pueblo.

Fortnum se incorporó, desenganchó la cortina de alambre, sacó el cuerpo afuera y escuchó los gritos de la señora.

—¡Aja! ¡Toma ésta! ¡Tendrás tu merecido! ¡Ah!

—¡Feliz sábado, señora Goodbody!

La anciana se detuvo envuelta en nubes de insecticida rociado por una bomba inmensa.

—¡Tonterías! —gritó—. ¿Con esta invasión de demonios y pestes?

—¿Qué especie esta vez? —preguntó Fortnum.

—No quiero proclamarlo a todos los vientos, pero —la mujer miró sospechosamente alrededor—, ¿qué diría usted si le dijese que soy la primera línea de defensa contra los platos voladores?

—Magnífico —replicó Fortnum—. Cualquiera de estos años habrá cohetes entre los mundos.

—¡Ya los hay ahora! —La mujer bombeó echando el rocío debajo de los arbustos de la cerca—. ¡Ja, ja! ¡Tómate ésa!

Fortnum retiró la cabeza del aire fresco, sintiéndose de algún modo no tan animado como en los comienzos del día. Pobre alma, la señora Goodbody. Siempre la esencia de la razón. ¿Y ahora qué? ¿La vejez?

Abajo sonó la campanilla.

Fortnum se puso la bata y había llegado a la mitad de la escalera cuando oyó una voz que decía:

—Expreso. ¿Fortnum?

Cynthia se volvió desde la puerta de calle, con un paquetito en la mano.

—Expreso aéreo para tu hijo.

Tom bajaba ya las escaleras como un ciempiés.

—¡Oh! ¡Esto tiene que venir del Gran Invernáculo de Novedades!

—Me gustaría excitarme así con el correo común —observó Fortnum.

—¿Común? —Tom, impaciente, cortó el cordel y rompió el envoltorio—. ¿No lees las páginas de anuncios de Mecánica popular? Bueno, ¡aquí están!

Todos miraron la cajita abierta.

—Aquí —dijo Fortnum—, ¿qué es lo que está?

—¡Los hongos silvestres gigantescos de crecimiento garantizado! ¡Cultívelos usted mismo en el sótano de su casa y obtenga seguros beneficios!

—Oh, por supuesto —dijo Fortnum—. Qué tonto he sido.

Cynthia entornó los ojos.

—¿Esas cositas diminutas?

—"Crecimiento fabuloso en veinticuatro horas." —Tom citó de memoria—. "Plántelos en el sótano..."

Fortnum y su mujer se miraron.

—Bueno —admitió ella—, es mejor que ranas y serpientes verdes.

—¡Claro que sí! Tom corrió.

—Oh, Tom —llamó Fortnum. Tom se detuvo a las puertas del sótano.

—Tom —dijo el padre—. La próxima vez el correo ordinario sería suficiente.

—Diablos —dijo Tom—. Se equivocaron, seguro; pensaron que yo era alguna compañía con mucho dinero. Expreso vía aérea, ¿quién puede permitirse eso?

La puerta del sótano se cerró ruidosamente.

Fortnum, divertido, miró el envoltorio un momento y luego lo echó al cesto de papeles. Mientras iba a la cocina, abrió la puerta del sótano.

Tom estaba ya de rodillas, cavando con un rastrillo.

Fortnum sintió que Cynthia estaba al lado respirando levemente, mirando a la fresca oscuridad.

—Esos son hongos, espero. No... setas venenosas.

Fortnum rió.

—¡Buena cosecha, granjero!

Tom alzó los ojos y saludó con la mano.

Fortnum cerró la puerta, tomó a su mujer por el brazo y la llevó a la cocina sintiéndose muy bien.

Cerca de mediodía, Fortnum iba en el coche hacia el mercado más próximo cuando vio a Roger Willis, compañero rotariano y profesor de biología en el colegio del pueblo, que sacudía la mano llamándolo insistentemente desde la acera.

Fortnum detuvo el coche y abrió la portezuela.

—Hola, Roger, ¿te llevo?

Willis respondió con una vehemencia excesiva saltando al coche y dando un portazo.

—Justo el hombre que quería ver. Te estoy llamando desde hace días. ¿Podrías hacer el papel de psiquiatra durante cinco minutos, por favor?

Fortnum examinó a su amigo mientras manejaba.

—Como un favor, claro que sí. Adelante.

Willis se reclinó en el asiento y se estudió las uñas.

—Sigamos en el auto un rato. Eso es. Bueno, lo que quería decirte es esto: algo anda mal en el mundo.

Fortnum rió de buena gana.

—¿No ha sido siempre así?

—No, no, quiero decir... algo raro, algo invisible, está pasando.

—La señora Goodbody —dijo Fortnum, entre dientes, y se detuvo.

—¿La señora Goodbody?

—Esta mañana me dio una conferencia sobre platos voladores.

—No. —Willis se mordió el nudillo del dedo índice, nerviosamente—. Nada relacionado con platillos. Por lo menos, no me parece. Dime, ¿qué es exactamente la intuición?

—El reconocimiento consciente de algo que ha sido subconsciente durante mucho tiempo. ¡Pero no cites a este psicólogo aficionado!

Fortnum rió de nuevo.

—¡Sí, sí! —Willis se volvió, el rostro iluminado. Se acomodó en el asiento—. ¡Eso es! Durante cierto tiempo, las cosas se acumulan, ¿no es así? De pronto, tienes que escupir, pero no recuerdas que se te juntó saliva. Tienes las manos sucias, pero no sabes cómo te las ensuciaste. El polvo te cae encima todos los días y no lo sientes. Pero cuando juntaste bastante polvo, ahí está, lo ves y lo nombras. Eso es intuición, o así lo entiendo yo al menos. Bueno, ¿qué clase de polvo ha estado cayendo sobre mí? ¿Unos pocos meteoros en el cielo nocturno? ¿Un rocío raro poco antes del alba? No sé. ¿Ciertos colores, olores, el modo como cruje la casa a las tres de la mañana? ¿Carne de gallina en los brazos? Todo lo que sé es que ese polvo maldito ha estado juntándose. Lo sé de pronto.

—Sí —dijo Fortnum, inquieto—. ¿Pero qué es eso que sabes?

Willis se miró las manos.

—Tengo miedo. No tengo miedo. Luego tengo miedo de nuevo, en medio del día. Me examinaron los médicos. Estoy perfectamente. No tengo problema de familia. Joe es un chico excelente, un buen hijo. ¿Dorothy? Es notable. Estando con ella no tengo miedo de envejecer o de morir.

—Hombre afortunado.

—Pero que ahora ha dejado atrás la fortuna. Muerto de miedo, realmente, por mi mismo, mi familia, hasta por ti, en este momento.

—¿Por mí? —dijo Fortnum.

Se había entretenido junto a un terreno baldío cerca del mercado. Hubo un momento de inmensa quietud, en el que Fortnum se volvió para observar a su amigo. Sentía frío ahora, luego de oír a Willis.

—Tengo miedo por todos —dijo Willis—. Tus amigos, los míos, y los amigos de ellos, sin ninguna razón. Bastante tonto, ¿eh?

Willis abrió la portezuela, salió y miró a Fortnum. Fortnum sintió que tenía que hablar.

—Bueno, ¿qué podemos hacer?

Willis alzó los ojos al sol que ardía ciegamente en el cielo.

—Ten cuidado —dijo lentamente—. Vigila todo unos pocos días.

—¿Todo?

—No utilizamos ni la mitad de lo que Dios nos da, el diez por ciento del tiempo. Tenemos que oír más, sentir más, oler más, gustar más. Quizá algo anda mal en el modo como el viento mueve esas hierbas ahí en el terreno. Quizá es el sol en esos alambres de teléfono o las cigarras que cantan en los olmos. Si pudiéramos detenernos, mirar, escuchar, unos pocos días, unas pocas noches, y comparar notas. Dime entonces que me calle, y me callaré.

—Suficiente —dijo Fortnum con una ligereza que no sentía—. Miraré alrededor. ¿Pero cómo sabré cuando la vea que es la cosa que estoy buscando? Willis lo miró, seriamente.

—Lo sabrás. Tienes que saberlo. O estamos perdidos, todos nosotros —dijo serenamente.

Fortnum cerró la portezuela y no supo qué decir. Se sentía incómodo y le pareció que la sangre le subía a la cara.

Willis se dio cuenta.

—Hugh, ¿piensas... que he perdido la cabeza?

—¡Tonterías! —dijo Fortnum, demasiado rápidamente—. Estás un poco nervioso, nada más. Tendrías que tomarte una semana de descanso.

Willis asintió.

—¿Te veo el lunes a la noche?

—En cualquier momento. Pasa a visitarme.

—Espero poder hacerlo, Hugh. Realmente lo espero.

Willis se fue, apresurándose entre las hierbas secas hacia la entrada lateral del mercado.

Fortnum miró cómo se iba y de pronto no tuvo ganas de moverse. Descubrió que estaba respirando profundamente, a largos intervalos, pesando el silencio. Se pasó la lengua por los labios, sintiendo el gusto de la sal. Se miró el brazo apoyado en el hueco de la ventanilla y el vello dorado a la luz del sol. El viento se movía despreocupadamente en el terreno baldío. Se asomó para mirar el sol, y el sol le devolvió la mirada con un golpe macizo de intenso poder, que le sacudió la cabeza. Fortnum se reclinó otra vez en el asiento y suspiró. Luego rió en voz alta y se alejó de allí.

El vaso de limonada estaba fresco y deliciosamente húmedo. El hielo tocaba una música dentro del vaso, y la limonada tenía el sabor ácido justo y el sabor dulce justo. Fortnum sorbió, saboreó, echó atrás la cabeza en la mecedora de mimbre del porche de enfrente. Cerró los ojos. Era la hora del crepúsculo. Los grillos cantaban en la hierba. Cynthia, que tejía ahí delante, miraba a Fortnum con curiosidad; Fortnum sentía la atención de Cynthia.

—¿Qué te preocupa? —dijo Cynthia al fin.

—Cynthia —dijo Fortnum—, ¿cómo anda tu intuición en los últimos tiempos? ¿El clima anuncia terremotos? ¿La tierra se hunde? ¿Se declarará la guerra? ¿O es sólo que nuestro delphinium morirá devorado por los pulgones?

—Un momento. Déjame que lo sienta en los huesos.

Fortnum observó a Cynthia que cerraba los ojos y se sentaba absolutamente inmóvil como una estatua, las manos en las rodillas. Al fin sacudió la cabeza y sonrió.

—No. No se declara la guerra. La tierra no se hunde. Ni siquiera un pulgón. ¿Por qué?

—Me he encontrado hoy con un montón de gente que me anunció calamidades. Bueno, dos por lo menos, y ...

La puerta de alambre se abrió de pronto. El cuerpo de Fortnum se sacudió como si lo hubieran golpeado.

—¡Qué!

Tom, llevando en los brazos un semillero de madera, salió al porche.

—Lo siento —dijo—. ¿Qué pasa, papá?

—Nada. —Fortnum se incorporó, contento de poder moverse—. ¿Es eso la cosecha?

Tom se adelantó, ansiosamente.

—Una parte. Están creciendo muy bien. ¡Sólo siete horas, con mucha agua, mira qué grandes son!

Puso el semillero sobre la mesa entre el padre y la madre.

La cosecha era de veras abundante. En la tierra húmeda brotaban centenares de pequeños hongos de un color castaño grisáceo.

—Caramba —dijo Fortnum, impresionado.

Cynthia extendió la mano para tocar el semillero, y en seguida la apartó, incómoda.

—Odio ser una aguafiestas, pero ... no hay posibilidades de que estos no sean otra cosa que hongos, ¿no es así?

Tom la miró como si lo hubiese insultado.

—¿Qué crees que te daré de comer? ¿Hongos venenosos?

—De eso se trata —dijo Cynthia rápidamente—. ¿Cómo los distingues?

—Comiéndolos —dijo Tom—. Si vives, son hongos comestibles. Si caes muerta ... ¡bueno!

Tom lanzó una carcajada que divirtió a Fortnum pero que sobresaltó a Cynthia. La mujer se acomodó en la silla.

—No... no me gustan —dijo.

—Bueno, oh, bueno. —Tom tomó el semillero, enojado—. ¿Cuándo vamos a tener la primera venta de pesimismo en esta casa?

Se alejó arrastrando los pies.

—Tom ... —dijo Fortnum.

—No importa —dijo Tom—. Todos piensan lo mismo, que las hazañas del niño de la casa los arruinará para siempre.

¡Maldita sea!

Fortnum entró en la casa justo cuando Tom llevaba los hongos, con semillero y todo, escaleras abajo. Tom cerró de golpe la puerta del sótano.

Fortnum volvió al porche y miró a su mujer, que apartó los ojos.

—Lo siento —dijo ella—. No sé por qué, tuve que decirle eso a Tommy. No...

Sonó el teléfono. Fortnum llevó el aparato afuera, extendiendo el cable.

—¿Hugh? —Era la voz de Dorothy Willis. De pronto parecía muy vieja y muy fatigada—. Hugh, ¿Roger no está ahí, no es cierto?

—¿Dorothy? No.

—¡Ha desaparecido! —dijo Dorothy—. Se llevaron todas las ropas del armario.

La mujer se echó a llorar.

—Dorothy, tranquilízate, estaré ahí en un minuto.

—Tienes que ayudarme, oh, tienes que hacerlo. Algo le pasó a Roger, lo sé —lloriqueó Dorothy—. Si no haces algo, no lo veremos vivo nunca más.

Fortnum puso el tubo en la horquilla muy lentamente, sintiendo la voz de Dorothy que lloraba allí dentro. Los grillos nocturnos cantaban de pronto muy alto. Fortnum sintió que se le ponían de punta los pelos de la nuca, uno por uno.

El pelo no puede hacer eso, pensó. Qué tontería. No puede hacer eso, no en la vida real, ¡no puede!

Pero, uno a uno, lentamente, los pelos se le ponían de punta.

Las perchas estaban realmente vacías. Fortnum las corrió a un lado a lo largo de la barra, y luego se volvió y miró a Dorothy Willis y Joe Willis.

—Pasaba por aquí —dijo Joe— y vi el armario vacío, ¡todas las ropas de papá habían desaparecido!

—Todo iba tan bien —dijo Dorothy—. Teníamos una vida maravillosa. No entiendo, ¡no, no!

Dorothy se echó a llorar otra vez, llevándose las manos a laxara. Fortnum salió del ropero.

—¿No lo oyeron irse de la casa?

—Estábamos jugando en la acera —explicó Joe—. Papá dijo que tenía que entrar un minuto. Al rato fui a buscarlo, ¡y papá había desaparecido!

—Tiene que haber empacado rápidamente y luego irse caminando, pues si no hubiésemos oído el ruido de un taxi frente a la casa.

Ahora iban por el pasillo.

—Preguntaré en la estación del tren y en el aeropuerto. —Fortnum titubeó—. Dorothy, ¿sabes si Roger tenía algún antecedente ...?

—No se volvió loco. —Cynthia calló un rato—. Siento, de algún modo, que lo raptaron.

Fortnum meneó la cabeza.

—No parece razonable que haya hecho las valijas, y se fuera caminando de la casa a encontrarse con los raptores.

Dorothy abrió la puerta como para dejar que la noche o el viento de la noche entrara en el pasillo y se volvió a mirar los cuartos, hablando distraídamente.

—No. Entraron de algún modo en la casa. Aquí, delante de nuestros ojos, se lo llevaron con ellos. —Al cabo de un momento Dorothy añadió:— Ha pasado algo terrible.

Fortnum salió a la noche de grillos y árboles susurrantes. Los anunciadores de calamidades, pensó, hablando de calamidades. La señora Goodbody, Roger, y ahora la mujer de Roger. Ha pasado algo terrible. ¿Pero qué, en nombre de Dios? ¿Y cómo? Miró a Dorothy y luego a Joe. El niño, secándose las lágrimas de los ojos, parpadeando, se dio vuelta muy lentamente, caminó a lo largo del pasillo, y se detuvo apoyando los dedos en el picaporte de la puerta del sótano.

Fortnum sintió un temblor en los párpados, y entornó los ojos como si estuviese tomando una fotografía de algo que quería recordar.

Joe tiró de la puerta del sótano, y bajó los escalones desapareciendo. La puerta se cerró.

Fortnum abrió la boca para hablar, pero Dorothy le tomaba ahora la mano y él tuvo que mirarla.

—Por favor —dijo ella—. Encuéntralo para mí.

Fortnum le besó la mejilla.

—Haré lo humanamente posible.

Lo humanamente posible, Dios, ¿por qué había elegido esas palabras?

Se alejó entrando en la noche de verano.

Una respiración entrecortada, un jadeo asmático, un estornudo vaporizador. ¿Alguien que moría en la oscuridad? No.

Sólo la señora Goodbody, oculta debajo de la cerca, trabajando hasta tarde, la mano en la bomba apuntando, el codo huesudo impulsando. El olor dulce y nauseabundo del insecticida envolvió a Fortnum mientras llegaba a la casa.

—¿Señora Goodbody? ¿Todavía en lo mismo?

La voz de la mujer saltó desde la cerca oscura.

—¡Maldita sea, sí! Ofidios, chinches de agua, gusanos, y ahora el Marasmius oreades. ¡Señor, crece rápido!

—¿Qué es lo que crece?

—¡El Marasmius oreades, por supuesto! ¡Soy yo contra ellos, y pretendo ganar la batalla! ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma!

Fortnum dejó la cerca, la bomba jadeante, la voz ronca, y encontró a su mujer que lo esperaba en el porche casi como si ella fuera a retomar el hilo que Dorothy había dejado pocos minutos antes.

Fortnum iba a hablar cuando una sombra se movió dentro de la casa. Se oyó un chirrido. Un pestillo rechinó.

Tom desapareció en el sótano.

Fortnum sintió como si algo le hubiese estallado en la cara. Se tambaleó. Aquello tenía la apagada familiaridad de esos sueños de la vigilia en que todos los movimientos son recordados antes que ocurran, todos los diálogos son conocidos antes que asomen a los labios.

Se descubrió con los ojos clavados en la puerta cerrada del sótano. Cynthia lo llevó adentro, divertida.

—¿Qué? ¿Tom? Oh, está todo bien. Esos malditos hongos significan tanto para Tom. Además, cuando los echó en el sótano crecieron tan bien, ahí en el polvo...

—¿Crecieron? —se oyó decir Fortnum.

Cynthia lo tomó por el brazo.

—¿Qué hay de Roger?

—Se ha ido, sí.

—Hombres, hombres, hombres —dijo Cynthia.

—No, estás equivocada —dijo Fortnum—. Vi a Roger todos los días los últimos diez años. Cuando conoces tan bien a un hombre, te das cuenta en seguida de cómo le va en la casa, si las cosas están en el horno o en la licuadora. La muerte no le ha soplado aún en la nuca a Roger. No está asustado tratando de dar alcance a su propia juventud inmortal, recogiendo duraznos en la huerta de algún otro. No, no, lo juro, apuesto hasta mi último dólar. Roger...

Se oyó el timbre de calle. El mensajero había subido silenciosamente al porche y estaba allí con un telegrama en la mano.

—¿Fortnum?

Cynthia encendió la luz del vestíbulo mientras abría el telegrama y lo alisaba para leerlo.

Viajando a Nueva Orleans. Telegrama posible por momento de descuido. tienes que rechazar, repito rechazar, todos los paquetes expresos certificados. Roger

Cynthia alzó los ojos del papel. —No entiendo. ¿Qué significa?

Pero Fortnum ya estaba en el teléfono, llamando rápidamente.

—¿Operadora? ¡La policía, y rápido!

A las diez y cuarto de la noche el teléfono sonó por sexta vez. Fortnum atendió y exclamó inmediatamente:

—¡Roger! ¿Dónde estás?

—¿Dónde diablos voy a estar? —dijo Roger animado, casi divertido—. Sabes muy bien donde estoy, y tú eres el responsable. ¡Tendría que estar furioso contigo!

Fortnum le hizo una seña a Cynthia con la cabeza, y la mujer corrió a escuchar en el teléfono de la cocina. Cuando Fortnum oyó el leve clic, continuó hablando.

—Roger, juro que no sé. Recibí ese telegrama tuyo...

—¿Qué telegrama? —dijo Roger jovialmente—. No envié ningún telegrama. Ahora, de pronto, la policía se precipitó en el expreso del sur, me metieron en un tren local, y estoy llamándote para que me suelten. Hugh, si esto es una broma...

—Pero, Roger, ¡desapareciste!

—En un viaje de negocios, si a eso lo llamas desaparecer. Le avisé a Dorothy y a Joe.

—Todo esto es muy confuso, Roger. ¿No estás en peligro? ¿Nadie está amenazándote, obligándote a hablar?

—Me siento bien, sano, libre y sin miedo.

—Pero, Roger, ¿y tus premoniciones?

—¡Tonterías! Bueno, oye, tú me conoces bien, ¿no es cierto?

—Claro, Roger...

—Entonces muéstrate como un buen padre y dame permiso para ir. Llama a Dorothy y dile que volveré en cinco días. ¿Cómo pudo haberlo olvidado?

—Lo olvidó, Roger. ¿Entonces te veré dentro de cinco días?

—Cinco días, lo juro.

La voz era realmente persuasiva y cálida, el viejo Roger de nuevo. Fortnum meneó la cabeza.

—Roger —dijo—, este ha sido el día más enloquecido de mi vida. ¿No te estás escapando de Dorothy? Dios, puedes decírmelo a mi.

—La quiero con todo mi corazón. Bueno, aquí está el teniente Parker de la policía de Ridgetown. Adiós, Hugh.

—Adiós...

Pero el teniente ya estaba en la línea, hablando, hablando agriamente. ¿Qué se había propuesto Fortnum poniéndolos en estas dificultades? ¿Quién se pensaba que era? ¿Quería o no quería que dejaran en libertad a este supuesto amigo?

—Déjelo en libertad —llegó a decir Fortnum de algún modo, y colgó el tubo e imaginó una voz que llamaba a todos al tren y el trueno pesado de la locomotora que dejaba la estación a trescientos kilómetros al sur en la noche que de alguna manera era cada vez más oscura.

Cynthia entró muy lentamente en el vestíbulo.

—Me siento tan tonta —dijo.

—¿Cómo crees que me siento yo?

—¿Quién pudo haber enviado ese telegrama, y por qué?

Fortnum se sirvió un poco de scotch y se quedó en medio del cuarto mirando el vaso.

—Me alegra que Roger esté bien —dijo Cynthia al fin.

—No está bien —dijo Fortnum.

—Pero tú dijiste...

—No dije nada. Al fin y al cabo no podíamos sacarlo a la fuerza de ese tren y traerlo de vuelta si él insistía en que no pasaba nada. No. Mandó ese telegrama, pero luego cambió de parecer. ¿Por qué, por qué, por qué? —Fortnum se paseó por el cuarto, bebiendo—. ¿Por qué prevenirnos contra los paquetes expresos certificados? El único paquete que hayamos recibido este año y que corresponde a esa descripción es el que Tom recibió esta mañana...

La voz de Fortnum se apagó. Cynthia fue rápidamente hasta el cesto de papeles y sacó el arrugado papel de envolver con las estampillas de entrega inmediata.

El matasellos decía: Nueva Orleáns, LA.

Cynthia alzó los ojos.

—Nueva Orleáns. ¿No es ahí donde va Roger ahora?

En la mente de Fortnum rechinó un pestillo, y una puerta se abrió y cerró. Luego rechinó otro pestillo, y otra puerta se alzó y cayó. Había un olor de tierra húmeda.

Fortnum descubrió que su mano estaba marcando unos números en el teléfono. Al cabo de un rato Dorothy Willis respondió en el otro extremo. Podía imaginarla sentada en una casa donde había demasiadas luces encendidas. Habló tranquilamente con ella un rato, luego se aclaró la garganta y dijo:

—Dorothy, óyeme. Sé que parece tonto. ¿Llegó a tu casa en los últimos días algún paquete de entrega inmediata?

—No —dijo Dorothy con una voz débil, y luego—: No, espera. Hace tres días. ¡Pero pensé que tú sabías! Todos los muchachos de la manzana están en lo mismo.

Fortnum habló con cuidado:

—¿Qué es eso de lo mismo?

—¿Qué te preocupa? —dijo Dorothy—. No tiene nada de malo cultivar hongos, ¿no es cierto?

Fortnum cerró los ojos.

—¿Hugh? ¿Estás todavía ahí? —preguntó Dorothy—. Dije que no hay nada malo en...

—¿Cultivar hongos? —dijo Fortnum al fin—. No. Nada malo. Nada malo.

Y colgó el tubo lentamente.

Las cortinas se movían como velos de luz de luna. El mundo del alba entraba ocupando el dormitorio. Fortnum oía el tictac del reloj, y un millón de años atrás, en el aire de la mañana, la voz clara de la señora Goodbody. Oía a Roger nublando el sol del mediodía. Oía a la policía maldiciendo por teléfono. Luego otra vez la voz de Roger, el trueno de la locomotora que se apagaba llevándolo a Roger muy lejos. Y al fin, la voz de la señora Goodbody detrás de la cerca:

—¡Señor, crece rápido!

—¿Qué crece rápido?

—¡El Marasmius oreades!

Fortnum abrió los ojos y se sentó.

Abajo, un momento después, hojeaba el diccionario.

Siguió con el dedo índice las palabras:

—"Marasmius oreades. Hongo que crece comúnmente entre la hierba en el verano y las primeras semanas de otoño...”

Fortnum dejó el libro.

Afuera, en la profunda noche de verano, encendió un cigarrillo y fumó en silencio.

Un meteoro cruzó el espacio quemándose, rápidamente. Los árboles susurraban, débiles.

La puerta de enfrente se abrió y se cerró.

Cynthia se acercó envuelta en una bata.

—¿No puedes dormir?

—Demasiado calor, supongo.

—No —dijo Fortnum tocándose los brazos—. En realidad, hace frío. —Echó dos bocanadas de humo, y luego, sin mirar a Cynthia dijo:— Cynthia, qué pensarías si... —Sintió que se quedaba sin aliento y tuvo que hacer una pausa—. Bueno, si Roger hubiese tenido razón esta mañana. La señora Goodbody, quizá tenía razón también. Algo terrible está ocurriendo. Como, bueno —señaló con un movimiento de cabeza el cielo y el millón de estrellas— si unas cosas de otros mundos invadiesen la Tierra, quizá.

—Hugh ...

—No, déjame imaginar.

—Es muy evidente que no nos están invadiendo, pues nos hubiéramos dado cuenta.

—Digamos que nos dimos cuenta a medias, y que algo nos intranquilizó. ¿Qué? ¿Cómo pudimos ser invadidos? ¿Con qué medios?

Cynthia miró el cielo y ya iba a decir algo cuando Fortnum la interrumpió.

—No, no meteoros o platos voladores, cosas que podemos ver. ¿Bacterias? Hay bacterias en el espacio exterior, ¿no es cierto?

—Lo leí una vez, sí.

—Esporas, semillas, polen, virus bombardean probablemente nuestra atmósfera, miles de millones en cada segundo, y así desde millones de años. En este mismo momento estamos cercados bajo una lluvia invisible. Cae sobre todo el país, las ciudades, los pueblos, y ahora mismo en nuestro jardín.

—¿Nuestro jardín?

—Y el de la señora Goodbody. Pero la gente como ella se pasa la vida arrancando malezas, rociando veneno, aplastando hongos. Sería difícil para cualquier forma de vida extraña sobrevivir en las ciudades. El clima es un problema, también. Lo mejor debe de ser el Sur: Alabama, Georgia, Louisiana. Allá en los bañados húmedos pueden crecer hasta alcanzar un buen tamaño.

Cynthia había empezado a reírse.

—Oh, realmente, ¿no creerás, no es así, que ese Gran Bañado o como se llame la Compañía Novedades de Invernadero que envió a Tom ese paquete tiene como gerentes y propietarios a unos hongos de dos metros de alto que vienen de otros planetas?

—Dicho de ese modo, suena divertido.

—¡Divertido! ¡Es cómico!

Cynthia echó atrás la cabeza, deliciosamente.

—¡Dios santo! —gritó Fortnum, de pronto irritado—. ¡Algo pasa! La señora Goodbody está arrancando de raíz y matando Marasmius oreades. ¿Qué es Marasmius oreades? Una cierta especie de hongo. Simultáneamente, y supongo que puedes llamarlo una coincidencia, ¿qué llega el mismo día por correo especial? ¡Hongos para Tom! ¿Qué otra cosa ocurre? ¡Roger teme un fin próximo! En pocas horas desaparece, nos telegrafía, ¿qué cosa nos aconseja no aceptar? ¡Los hongos enviados a Tom por correo expreso! ¿Recibió el hijo de Roger un paquete parecido los últimos días? ¡Sí, lo recibió! ¿De dónde vienen los paquetes? ¡Nueva Orleáns! ¿Y a dónde va Roger cuando desaparece? ¡Nueva Orleáns! ¿No ves, Cynthia, no ves? ¡No estaría preocupado si todas esas cosas no estuviesen relacionadas de algún modo! ¡Roger, Tom, Joe, los hongos, la señora Goodbody, los paquetes, las direcciones, todo es la misma figura!

Cynthia estaba mirándolo ahora, más tranquila, pero todavía divertida.

—No te enojes.

—¡No estoy enojado! —casi gritó Fortnum.

De pronto no pudo continuar. Temía que si seguía hablando se encontraría en algún momento gritando de risa, y por alguna razón se negaba a eso. Miró las casas de alrededor, calle arriba y calle abajo, y pensó en los sótanos oscuros y los niños del vecindario que leían Mecánica Popular y enviaban el dinero en millones de pedidos para criar los hongos en sitios ocultos. Así como él cuando era niño había escrito pidiendo sustancias químicas, semillas, tortugas, innumerables emplastos y ungüentos. ¿En cuántos millones de hogares norteamericanos crecían esta noche millones de hongos al cuidado de los inocentes?

—¿Hugh? —Cynthia estaba tocándole el brazo ahora—. Los hongos, aun los grandes, no piensan, no se mueven, no tienen piernas y brazos. ¿Cómo podrían enviar esos paquetes y apoderarse del mundo? ¡Vamos, echemos una ojeada a tus terribles demonios y monstruos!

Cynthia empujó a Fortnum hacia la puerta. Adentro, fue hacia el sótano, pero Fortnum se detuvo, meneando la cabeza, y una sonrisa tonta se le formó de algún modo en la boga.

—No, no, sé lo que encontraremos. Ganaste. Todo es una tontería. Roger volverá la semana próxima y nos emborracharemos juntos. Vete a la cama ahora y yo tomaré un vaso de leche caliente y estaré contigo en un minuto.

—¡Eso es mejor!

Cynthia besó a Fortnum en las dos mejillas lo apretó tomándolo por los hombros, y subió las escaleras.

En la cocina, Fortnum sacó un vaso, abrió la refrigeradora y estaba sirviéndose la leche cuando se detuvo de pronto.

Adelante, arriba, había un platito amarillo. Sin embargo, no fue el plato lo que le llamó la atención a Fortnum. Fue lo que había en el plato.

Los hongos recién cortados.

Se quedó allí medio minuto por lo menos, respirando y escarchando el aire, hasta que al fin extendió la mano, tomó el plato, lo olió, tocó los hongos, y luego salió al vestíbulo llevando el plato en la mano. Miró escaleras arriba, escuchando a Cynthia que se movía en el dormitorio, y estuvo a punto de llamarla: "Cynthia, ¿tú pusiste esto en la refrigeradora?” No habló. Conocía la respuesta. Cynthia en cambio no sabía nada.

Puso el plato de hongos en la baranda de la escalera y se quedó mirando. Se imaginó a sí mismo en cama más tarde, observando las paredes, las ventanas abiertas, las figuras de la luz de la luna que se movían en el cielo raso. Se oyó a sí mismo diciendo: "¿Cynthia?" Y la respuesta de ella: "¿Sí?" Y él diciendo: "Los hongos pueden desarrollar piernas y brazos, hay un modo." "¿Qué?" diría ella, "Tonto, tonto, ¿qué?" Y él se animaría entonces y no tendría en cuenta la risa de ella y diría: "¿Y si un hombre que camina por el pantano recoge los hongos y se los come...?"

¿Una vez dentro del hombre, se extenderían los hongos por la sangre, se apoderarían de todas las células cambiando al hombre en un... marciano? Aceptada esta teoría, ¿necesitaría el hongo piernas y brazos propios? No, no mientras pudiese entrar y vivir en la gente. Roger había comido los hongos que le había dado su hijo. Roger se había convertido en "otra cosa". Se había secuestrado a sí mismo. Y en un último arranque de cordura, nos había telegrafiado, advirtiéndonos que no aceptáramos el envío expreso de hongos. ¡El Roger que había telefoneado más tarde no era ya Roger sino un prisionero de lo que había comido! ¿No está claro, Cynthia, no lo está, no lo está?

No, dijo la imaginada Cynthia, no, no está claro, no, no, no...

Un murmullo muy débil llegó del sótano, un susurro, un movimiento. Fortnum apartó los ojos del plato, caminó hasta la puerta del sótano y acercó la oreja.

—¿Tom?

Ninguna respuesta.

—Tom, ¿estás ahí?

Ninguna respuesta.

—¿Tom?

Al fin, la voz de Tom llegó desde abajo.

—¿Sí, papá?

—Es más de medianoche —dijo Fortnum, tratando de no elevar la voz—. ¿Qué estás haciendo ahí?

Ninguna respuesta.

—Dije...

—Cuidando mi cosecha —dijo el niño al cabo de un rato, con una voz fría y débil.

—¡Bueno, sal de ahí inmediatamente! ¿Me oyes?

Silencio.

—¿Tom? ¡Escucha! ¿Tú pusiste unos hongos en la refrigeradora esta noche? ¿Por qué?

Pasaron diez segundos por lo menos antes que el muchacho replicara desde abajo:

—Para que tú y mamá comieran, por supuesto.

Fortnum sintió que el corazón se le movía rápidamente y tomó aliento tres veces antes de seguir hablando.

—¿Tom? ¿No... no comiste tú mismo por casualidad algunos de los hongos, no?

—Es raro que lo preguntes —dijo Tom—. Sí. Esta noche. En un sándwich. Después de cenar. ¿Por qué?

Fortnum puso la mano en el pestillo. Ahora le tocaba a él no contestar. Sintió que las rodillas empezaban a aflojársele y trató de luchar contra toda aquella tontería insensata. Por nada, trató de decir pero los labios no se le movieron.

—¿Papá? —llamó Tom, serenamente desde el sótano—. Baja. —Otra pausa—. Quiero que veas la cosecha.

Fortnum sintió que el pestillo se le deslizaba en la mano húmeda. El pestillo crujió. Fortnum se sobresaltó.

—¿Papá? —llamó Tom en voz baja.

Fortnum abrió la puerta.

El sótano estaba completamente a oscuras.

Extendió la mano hacia la llave de la luz.

Como dándose cuenta, desde algún lugar, Tom dijo:

—No. La luz es mala para los hongos.

Fortnum apartó la mano de la llave.

Tragó saliva. Volvió la cabeza hacia la escalera que llevaba al dormitorio. Supongo, pensó, que tendría que decirle adiós a Cynthia. ¿Pero qué idea es esta? ¿Por qué, en nombre de Dios, he de tener estos pensamientos? No hay motivo, ¿no es así?

Ninguno.

—¿Tom? —dijo, afectando un aire animado—. Listo o no listo, ¡allá voy!

Y dando un paso en la oscuridad, cerró la puerta.