DOS SON UNA MULTITUD
Sasha Gilien
Permanecí veinte minutos con Charlie Kleingold después de que quedó tendido, muerto, en el sofá de su saloncito.
Y no es que me sintiera sentimental en lo que a él respecta; pero se estaba tan cómodo en la tranquila y silenciosa habitación, que me disgustaba tener que abandonarla y volver a comenzar el trabajo. Pero no había más remedio. En cuanto su corazón dejó de funcionar, supe que la lucecita roja encendida encima de su nombre había empezado a parpadear en el gran tablero, y ya me estaban zumbando para que me presentara a buscar mi nuevo destino.
«¡Que zumben! —pensé—. Después de haber vivido treinta y cinco años con Charlie, unos minutos más no tienen importancia. ¡Pobre Charlie! La verdad es que pasamos muy buenos ratos...»
Eventualmente, desde luego, regresé. Nada había cambiado. El gran tablero seguía parpadeando mientras los muchachos se afanaban quitando las placas con los nombres antiguos y poniendo las nuevas. Las placas antiguas son llevadas a Archivos, y clasificadas por orden alfabético, y a medida que llegan las noticias de nuevas germinaciones se efectúan los nombramientos, y una nueva placa es colocada en el tablero, debajo de una de las lucecitas. Sin embargo, me pareció que la actividad era mayor, como resultado, supongo, del progresivo aumento de la población durante los treinta y cinco años que había durado mi última ausencia. Y, desde luego, nuestro departamento nunca obtiene las asignaciones que necesita para personal, de modo que cada año disminuye un poco su eficiencia, a pesar de la buena voluntad que todo el mundo pone en su tarea.
El altavoz carraspeo, y oí que un oficinista pronunciaba mi nombre. «E-Ag477, E-Ag477, a Destinos». Ya no había vacaciones entre dos trabajos, especialmente para la categoría E. Salir del cadáver y meterse en el óvulo sin haber podido recuperar las energías derrochadas en la última tarea.
—Entra, hijo mío —dijo el director cuando abrí la puerta de su oficina—. Has hecho un buen trabajo con ese Korngold...
—Kleingold.
—Bueno, como se llamara. No sé por qué terminaron con él tan pronto, pero no hago preguntas; me limito a asignar nuevos destinos. Hace unos años me dejaron sin ayudante. Y esta oficina resulta cada día más complicada. En fin...
Tenía aspecto de agotamiento, y me alegré de no tener que cargar con su trabajo burocrático y sus preocupaciones.
—Aquí está —dijo el director, sacando un sobre azul de un fichero y entregándomelo—. Esta vez serán ochenta y nueve años. Que te diviertas.
Al salir de la oficina abrí el sobre y saqué la tarjeta taladrada. El nombre era Arthur Mayhew, 1766 North Glenville Drive, Bel Air, California. Al final había conseguido una buena zona geográfica y lo único que en aquellos momentos necesitaba era un embarazo tranquilo, para poder descansar un poco. Siempre llegamos a nuestro destino en el instante en que el óvulo queda fecundado, y, naturalmente, mientras se desarrolla el trabajo es prácticamente nulo. La tarea empieza realmente después del nacimiento.
La concepción se produjo con toda normalidad, a pesar de los esfuerzos de Mr. y Mrs. Mayhew para boicotearla, y me instalé para pasar nueve meses de tranquilidad, que me eran muy necesarios después de la agitada vida de Charlie Kleingold.
—Creo que ha habido un error —oí que decía alguien con voz velada.
Me volví en redondo para ver a un tipo pálido, de aspecto blandengue, con una expresión desconcertada en su alargado rostro.
—Eso parece. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Este es mi destino.
Me enseñó su tarjeta. Desde luego, era para Arthur Mayhew, en las mismas señas, aunque el nombre cifrado era I-Es843. Algún oficinista, o incluso el propio director, había sufrido una equivocación y nos había enviado a los dos al mismo sitio. Lo malo era nuestras categorías. Su categoría le señalaba como Introvertido-Esquivo, en tanto que la mía era de Extravertido-Agresivo. Desgraciadamente, no había ninguna posibilidad de regresar a la oficina hasta que la lucecita roja de Arthur Mayhew parpadeara en el tablero.
—Amigo —dije—, la oficina rara vez comete un error. Sin embargo, esta vez ha metido la pata.
—¿Qué podemos hacer?
—Mucho me temo que no podemos hacer absolutamente nada... de modo que será mejor que te quedes al margen y me dejes llevar el timón.
—Pero yo tengo que realizar mi trabajo... —murmuró, en un tono que me escamó.
—Eso ya lo veremos —repliqué.
Me había dado cuenta de que era uno de esos tipos que, bajo un aspecto tímido y prudente, tienen la tozudez de una mula. Se presentaba un verdadero problema. Si por lo menos hubieran enviado a alguien de mi misma categoría... Con dos de nosotros en su interior, Arthur Mayhew hubiera resultado invencible.
Al principio, el problema no me pareció grave. En realidad durante una temporada permanecimos unidos en la común esperanza de vernos pronto libres. Un mes después de la concepción, cuando Mrs. Mayhew descubrió que estaba embarazada, se habló de «interrumpir el asunto», lo cual hubiera significado que podíamos dar por terminada nuestra gestión, pero Mr. Mayhew se puso farruco, y dijo que adelante, y Mrs. Mayhew tuvo que resignarse a la maternidad, a pesar de lo mucho que le disgustaba la idea. A partir de aquel momento, mi compañero y yo nos evitamos mutuamente en la medida de lo posible hasta que se produjo el parto. Tomé el mando de las operaciones; Arthur salió gritando y pataleando, y durante los primeros tres meses las cosas marcharon a gusto mío. Los Mayhew estaban convencidos de que habían engendrado un pequeño monstruo; alguien que exigía atenciones y cuidados todos los minutos del día y de la noche. Si los aullidos no daban el resultado apetecido, tiraba al suelo todo lo que le caía a mano, o, utilizando su arma final, se ensuciaba deliberadamente en los pañales. Se mostraba simpático cuando alguien le dedicaba su atención; hacía mil monerías, palmeando sus manecitas. Pero, en cuanto le dejaban solo, sus alaridos estremecían a todo el vecindario.
Durante todo aquel tiempo, I-Es843 permaneció ocioso, con su aire taciturno habitual. Procuré ignorarle mientras me dedicaba a Arthur, que estaba convirtiéndose en un maravilloso Extravertido-Agresivo. Pero, una noche, I-Es843 me suplicó que le diera la oportunidad de trabajar un poco y, como en el fondo soy un tonto sentimental, me dejé convencer por sus ruegos y le cedí los controles por veinticuatro horas. El cambio en Arthur fue inmediato. Permaneció horas enteras mirando fijamente al techo, y cuando Annie, la niñera, entró en su cuarto para alimentarle, se encogió en un rincón de su cuna, aterrorizado. Incluso sus juguetes parecían asustarle. Ni siquiera gritaba; se limitaba a lloriquear, y sólo se callaba cuando le dejaban solo.
Cuando hubieron transcurrido las veinticuatro horas, el muy canalla de I-Es843 se negó a soltar los controles.
—¿Qué piensas hacer? —inquirió, con una sonrisita burlona.
Nada, no podía hacer nada, puesto que él tenía el interruptor. Y él lo sabía, porque añadió, sin dejar de sonreír repulsivamente:
—Para ser un Extravertido-Agresivo, eres de una ingenuidad aplastante.
—¡Santo cielo! —exclamó Annie, que había cuidado a Mrs. Mayhew cuando la madre de Arthur era una niña. Nunca he visto a un chiquillo cambiar de este modo. No tiene fiebre, pero estoy segura de que está enfermo.
—Si que ha cambiado. Y, desde luego, no puedo decir que me desagrade el cambio. Parece mentira que en esta casa pueda gozarse de un poco de tranquilidad. De todos modos, mañana le llevaré a que lo vea el doctor McCleod.
El doctor McCleod, que había ayudado a Arthur a venir al mundo, le encontró bien de salud, aunque también a él le sorprendió la silenciosa melancolía del niño. Le recetó una sobrealimentación y dijo a Mrs. Mayhew que no se preocupara, cosa que ella no iba a hacer, de todos modos.
Ahora, I-Es843 era dueño absoluto de los controles, y tímido que no tenía amigos y que sólo era feliz cuando estaba Arthur Mayhew se convirtió en un chiquillo asustadizo y solo. Apenas hablaba, sus padres tenían cada vez menos acceso a él, y él se hundía cada vez más en su pequeño mundo, y a sus profesores les preocupaba su desarrollo social, que parecía ser completamente nulo. Desde luego, yo estaba furioso y me pasaba el tiempo acechando una oportunidad de recuperar los controles; deseaba infundir al niño un poco de vida.
La oportunidad se presentó cuando Arthur tenía doce años. Una noche, I-Es843 descuidó un poco la vigilancia. Y yo aproveché la ocasión.
—De acuerdo, amigo, hasta ahora le has manejado a tu antojo. A partir de este momento, es mío —le dije, dándole un codazo para que se apartara. Me miró con aire de reproche y se apartó, aunque yo sabía que iba a tenerlo siempre junto a mí, acechándome.
Empecé con Arthur a la mañana siguiente. A la hora del desayuno, golpeó fuertemente la mesa con la cuchara y aulló:
—¡Ya estoy harto de esta asquerosa harina de avena!
—¿Qué has dicho? —preguntó Mr. Mayhew en tono de incredulidad. En cinco años, era la primera vez que su hijo pronunciaba una palabra en la mesa, aparte del murmurado «Buenos días».
—¡Que ya estoy harto de esta asquerosa harina de avena! —repitió Arthur—. ¿Qué noticias trae el periódico, papi?
—¿Te encuentras bien, Arthur?
—Desde luego que me encuentro bien. Sólo te he preguntado qué noticias trae el periódico.
—Arthur, hay algo...
—Ahórrate el sermón, papi. Vas a hacer que llegue tarde a la escuela.
Y Arthur recogió sus libros y se marchó, dejando a Mr. Mayhew con la boca abierta sobre Los Angeles Times.
Durante el día, cuando Mrs. Kramer salió un momento de la clase, Arthur asombró a sus condiscípulos poniéndose en pie sobre su pupitre y efectuando una notable imitación de la profesora, seguida por una rápida incursión de castigo por toda la clase, a base de tirones de pelo a las niñas y pellizcos a los muchachos. Sus compañeros se desternillaron de risa, pero creo que estaban un poco asustados por el ímpetu de Arthur. Confieso que no pude evitarlo; después de todo aquel tiempo de inactividad, me encontraba rebosante de energías y de ideas nuevas. Cuando Mrs. Kramer acudió apresuradamente para ver qué sucedía, se quedó de una pieza al comprobar que el responsable del jaleo era el pequeño Mayhew. Mrs. Kramer tenía unas ideas excesivamente progresivas en materia de educación, de modo que le pareció de perlas que el muchacho se hubiera desprendido finalmente de su timidez para formar parte como miembro activo de aquel reducido grupo social. Sin embargo, al cabo de unos días empezó a preguntarse si el muchacho no llevaba su entusiasmo demasiado lejos. Desorganizó las clases, creó una banda llamada «Los Vengadores de Arthur» que aterrorizaba a los profesores y a los alumnos, y sus «hazañas» quedaron registradas para siempre en los anales de la Oakglen School. En casa se convirtió en un muchacho ingobernable, haciendo siempre lo que se le antojaba, a pesar de los tímidos intentos de sus padres de imponerle una disciplina. Era fanfarrón, pendenciero e insultante, y su conducta obligó a la fiel Annie a dejar a los Mayhew y a buscar empleo en otra parte.
—¿Quieres decirme qué es lo que le ha sucedido a nuestro hijo, Clyde? —preguntó Mrs. Mayhew una noche, después de un episodio particularmente violento en el curso del cual Arthur había derrotado en toda la línea a Mr. Mayhew en una batalla de voluntades. Mr. Mayhew se había visto en la necesidad de recurrir a su superioridad física para vapulear a su hijo y encerrarle en su habitación. Desde allí llegaban los espasmódicos aullidos del saxofón alto que Arthur se había llevado (sin permiso) de la escuela.
—Sinceramente, lo ignoro, querida, pero empiezo a estar harto de él. No lo comprendo; era un chico tan retraído, tan tímido... ¿Recuerdas lo preocupados que estábamos por su falta de decisión? Supongo que el cambio se debe a esa maldita escuela progresiva...
Los Mayhew aguantaron otro año antes de enviar a Arthur a la Academia Militar Cleves, especializada en la educación de muchachos ricos que necesitaban ser tratados con mano de hierro. El coronel Cleves no había encontrado aún el acero que no se doblegara entre sus manos. Sin embargo, el Cadete Arthur Mayhew demostró ser un formidable adversario, y si el coronel no hubiera estado tan celoso de su reputación le habría devuelto a su casa al final del primer trimestre. Daba la casualidad de que Arthur tenía un cociente de inteligencia de 30 puntos más que el del coronel, y teniendo en cuenta que yo desarrollo lo mejor de mi trabajo entre los diez y los veinte años, Arthur solía resultar vencedor. «Los Vengadores de Arthur» renacieron a la vida, y su caudillo se mostraba más audaz y arrogante que nunca. Organizó una estruendoso orquestina de la cual era primer saxofón y vocalista, y se las arregló para convertirse en el centro alrededor del cual giraban todas las actividades rebeldes, desprestigiando rápidamente al pobre coronel Cleves, cuyo lema era: «La Obediencia es el Bien más Preciado».
Todo funcionaba tan bien, que llegué a olvidarme por completo de I-Es843, el cual seguía acechando en la sombra. Fue un error, lo reconozco. Una noche se apoderó de los controles. Cuando quise darme cuenta ya no había nada a hacer, y la personalidad del pobre Artie iba a malograrse una vez más.
Se despertó llorando.
—¡Eh, Artie! ¿Qué diablos te pasa? —preguntó Donald Gross, su compañero de cuarto, completamente desconcertado.
—No... no quiero estar aquí. Quiero marcharme a casa.
Donald le miró con el ceño fruncido.
—¿Qué es lo que estás tramando?
—Déjame solo, ¿quieres? —Arthur se volvió de cara a la pared y se tapó la cabeza con la manta.
Continuaba allí después del desayuno, cuando el coronel Cleves entró en la habitación echando chispas por los ojos.
—¡En pie, Mayhew! —rugió—. ¿Qué significa esto?
Se acercó a la cama y dio un violento tirón a las mantas, dejando al descubierto al pobre Arthur, aplastado contra la pared, tratando de contener sus sollozos. No había nada que le gustara tanto al coronel Cleves como el ver a un muchacho asustado.
—Deje de lloriquear, Mayhew, y levántese. —Se volvió hacia el capitán Prosser, su ayudante—. Capitán, procure que este cadete esté en la Formación Matinal, y asegúrese de que se presenta en mi despacho a las 16 horas.
Cuando el coronel se hubo marchado, el viejo capitán Prosser, que estaba algo intrigado por la conducta de Arthur, le ayudó a vestirse y le acompañó en silencio al patio, donde sus compañeros estaban ya formados, preguntándose qué clase de treta estaba preparando. Con la cabeza baja, Arthur ocupó su lugar en la formación y realizó obedientemente los ejercicios prescritos por el reglamento de instrucción. Al producirse el primer descanso, los miembros de su pandilla le rodearon, esperando que dijera algo.
—¿Qué queréis? —dijo Arthur, con el rostro muy pálido.
—No creo que esté fingiendo —opinó Donald Gross—. Está enfermo, o algo por el estilo.
Hubo un murmullo de inquietud entre los muchachos, y luego, Buddy Baust, el fiel lugarteniente de Arthur, dijo:
—Vamos, Artie, cuéntanos el truco.
—Dejadme solo, por favor —murmuró Arthur, casi sollozando.
Sonó el silbato, y todo el mundo regresó a la formación. Durante el resto del día, Arthur trató de evitar a los muchachos, llegando al extremo de ocultarse en el retrete a la hora del almuerzo y de sus clases de la tarde. Fue sacado de allí por el capitán Prosser, el cual le metió en el despacho del Coronel a las cuatro en punto. El Coronel estaba tan complacido al ver acobardado a Arthur, que se mostró amable con él, limitándose a recordarle que en la Academia Militar Cleves un muchacho tenía que doblegarse si no quería lamentarlo durante toda su vida.
Los compañeros de Arthur le hicieron rápidamente el vacío. No hablaba con nadie ni siquiera con Donald Gross. No sonreía nunca, excepto a sí mismo. Pasaba todos sus momentos libres tumbado en su cama, contemplando la pared. El coronel Cleves envió un brillante informe a los padres de Arthur, asegurándoles que la conducta de su hijo había variado en forma radical y que se sentirían muy complacidos por su nueva actitud. En realidad, cuando sus padres le visitaron el Día del Desfile Anual, Arthur apenas les dirigió la palabra. Permaneció con la vista clavada en el suelo, en actitud encogida. Los Mayhew quedaron asombrados por el cambio, pero había algo tan patético en él, que les produjo más tristeza que alegría.
Durante el viaje de regreso, Mrs. Mayhew dijo:
—Clyde, creo que ese imbécil coronel Cleves ha quebrantado el espíritu de Arthur. Me parece que lo mejor sería sacarle de esa Academia...
—Sólo le falta un año, querida. Es posible que esté sufriendo una transformación, y que su actitud actual sea una fase de su evolución.
Me sacaba de quicio ver lo que I-Es843 estaba haciendo con el pobre Artie; el muchacho inspiraba verdadera lástima. El Día de la Graduación, mientras todos los veteranos se abrazaban y se estrechaban las manos en emocionadas despedidas, Arthur recogió su diploma y echó a correr hacia el automóvil de sus padres, dejándose caer en el asiento trasero. ¡Fue la gota que colmó el vaso de mi amargura! Perdí la cabeza, agarré el brazo de I-Es843 y se lo retorcí hasta que soltó los controles. Luchamos por cogerlos de nuevo, y descubrí que mi adversario, con su aspecto de mosca muerta, era más fuerte de lo que parecía. Durante el tiempo que duró nuestra lucha, Arthur permaneció caído en el asiento del coche, gruñendo y lloriqueando alternativamente. Al final, Mr. Mayhew detuvo el vehículo. Cuando él y su esposa hubieron sacado al muchacho para que le diera el aire, yo me había hecho dueño absoluto de los controles. I-Es843 estaba caído de espaldas, jadeando.
—¿Qué te pasa, Arthur? ¿Qué tienes? —inquirieron los Mayhew al mismo tiempo.
Artie sonrió.
—¿A mí? Nada. ¿Qué va a pasarme? Sólo que me alegro de haber perdido de vista al viejo Cleves, el tipo más asqueroso que viste uniforme... ¿Puedo conducir, papi?
—¡Dios mío! —exclamó Mrs. Mayhew—. No sabes el susto que acabas de darnos. Creímos que te estabas muriendo...
—No digas tonterías. Vamos, papi, deja conducir al viejo Artie.
—Deja de hablar en ese tono —dijo Mr. Mayhew—. No, no puedes conducir. Sube al coche.
Arthur corrió hacia la parte delantera del automóvil, saltó al asiento del conductor y puso el motor en marcha.
—¡El que no suba a bordo se queda en tierra! —gritó, haciendo avanzar el vehículo unos cuantos pies—. ¡Conduce Artie! ¡Aprovechen la ocasión para conocer las delicias de la velocidad!
Mr. Mayhew dirigió a su esposa una mirada de impotencia, y ambos subieron al automóvil, ocupando el asiento trasero. Artie se inclinó sobre el volante como si se dispusiera a tomar parte en la carrera de las Mil Millas, y cuando llegaron a la carretera general el «Buick» volaba a noventa y cinco millas por hora. Arthur hizo sonar el claxon y hundió el pie en el acelerador hasta que no dio más de sí. La loca carrera duró un cuarto de hora: hasta que un coche patrulla tomó cartas en el asunto.
Me sentía muy dichoso, y lo único que enturbiaba ligeramente mi felicidad era la presencia de I-Es843, con sus continuos reproches.
—Estás arruinando la vida del muchacho —me decía.
—Y un cuerno. Tú eres el que has estado a punto de arruinarla.
Tenía agallas: decirme que yo estaba estropeando a Artie.
—Bueno, no me importa lo que digas; no podemos continuar luchando de este modo. No podemos permitirnos ni un momento de descanso.
—¿Y qué?
—Se me ha ocurrido una idea.
—¿De veras?
—En vez de luchar, ¿por qué no nos turnamos en el mando de los controles?
No era una mala idea, pero ofrecía una dificultad: después de mis experiencias anteriores, no podía confiar en aquel tipo.
Se dio cuenta de lo que estaba pensando.
—Te juro que esta vez puedes confiar en mí. Yo confío en ti. Podemos cambiar cada semana.
—Digamos cada veinticuatro horas, y trato hecho.
Sellamos el trato con un apretón de manos, y por primera vez sostuvimos una charla amistosa. Resultó que I-Es843 no era un mal individuo, después de todo. Y no tenía la culpa de que en la oficina hubieran cometido un error. Aunque... ¿cómo podía saber si el error no lo habían cometido al enviarme a mí? Bueno, lo cierto es que desde hace unos años nos alternamos amigablemente el mando de los controles, y la cosa marcha admirablemente para nosotros. Desde luego, para Arthur resulta un poco duro. Y lo malo es que no se verá libre de nosotros hasta que parpadee su lucecita roja, y esto no ocurrirá hasta dentro de sesenta y ocho años.