COMO TIMBRES DE ALARMA
Robert Moore Williams
El joven guardián, Ve, estaba muy excitado. Había hecho un descubrimiento de tal magnitud que insistía en informar personalmente a Lor, el guardián jefe de aquel sector del universo.
Su superior inmediato le dijo que enviara el informe por conducto regular.
—Lor lo recibirá a su debido tiempo —dijo su superior—. Esas cosas no corren prisa. Hazlo sin prisas, y todo saldrá bien.
Ve no quiso escucharle. El conducto regular era bueno para los informes rutinarios —nivel de radiación de los diversos soles, paso de cometas, explosiones de supernovas, y cosas por el estilo—, pero aquel informe era importante, demasiado importante para que sufriera un retraso. Apeló al antiguo derecho de todos los guardianes a presentar personalmente sus informes a Lor si, al observar los mundos del espacio, notaban algo anormal.
Su superior suspiró. Ve era joven e impetuoso. Ve no había aprendido aún a través de la experiencia que todas las cosas suceden a su debido tiempo, y que, en realidad, es muy poco lo que se puede hacer en lo que a ellas respecta. Pero si Ve invocaba el derecho de los guardianes a presentar informes personales a Lor, tenía que permitirle cruzar la línea. Si Lor le despedía con cajas destempladas por molestarle con nimiedades sin importancia, Ve podría añadir aquella experiencia al acervo de sus conocimientos.
De modo que su superior firmó los pases necesarios y Ve fue acompañado a través de la jerarquía de mandos, a través del equivalente de capitanes, comandantes, coroneles y generales hasta ser introducido a presencia de Lor.
Lor no llevaba ningún emblema. Iba modestamente vestido, y parecía un obrero, quizás un vigilante de una sola estrella, pero Ve no necesitó ver al general de cinco estrellas que estaba a la derecha de Lor, ni al general de cinco estrellas que estaba a su izquierda —los generales de cinco estrellas eran utilizados como mensajeros—, para saber que se encontraba en presencia del jefe supremo. Ya que Lor estaba rodeado de un aura de autoridad. Parecía enorme, acostumbrado a mandar.
Lor estaba sentado ante su escritorio. Había un fruncimiento de concentración en su rostro mientras estudiaba las cifras extendidas delante suyo. No advirtió la presencia de Ve.
Ve esperó. Los generales de cinco estrellas le miraron sin verle. Ve se dio cuenta, súbitamente, de que los técnicos, segunda categoría, no se movían en el mismo plano que los generales de cinco estrellas. Y él había ido a hablar con Lor, que utilizaba a aquellos generales como mensajeros.
Ve, inquieto mientras esperaba, deseó repentinamente no estar allí. Deseó haber seguido el consejo de su superior presentando su informe por conducto regular. Se retorció y se preguntó si podría salir de la estancia sin que Lor se diera cuenta. Empezó a deslizarse hacia la puerta.
El general que estaba a la derecha de Lor se enteró súbitamente de su existencia.
—Quédate donde estás —dijo.
Ve enrojeció.
—Yo... pensé...
—Y cállate —añadió el general.
Ve casi se mordió la lengua en su apresuramiento por cerrar la boca.
Lor levantó los ojos. Miró directamente a Ve.
—¿Qué deseas? —dijo.
Ve saludó rápidamente.
—Señor, he invocado el antiguo derecho de todos los guardianes...
—De no ser así, no estarías aquí —dijo Lor—. ¿Cuál es tu información? Estoy muy ocupado, como ya has podido ver.
Ve deseó que el suelo se abriera y le tragara.
—Señor, los bichos del Planeta Tres del Sistema Solar 31.941...
Lor parpadeó. Era evidente que no pensaba en lo que Ve estaba diciendo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Los bichos del Planeta Tres del Sistema Solar...
—¿Bichos? —inquirió Lor.
—Así fueron clasificados en el último informe, señor. El informe fue redactado por la última expedición regular que visitó su planeta, hace 4.200 años. Tiene prevista una inspección cada cinco mil años. Posiblemente, la próxima inspección podrá clasificarlos de un modo distinto, pero de momento están anotados como bichos.
Lor hizo un leve gesto con las manos. Un gesto de impaciencia por algo trivial.
—Eso no importa. La clasificación es probablemente correcta. ¿Dónde dices que están situados?
—En el Planeta Tres del Sistema Solar 31.941.
Lor enarcó las cejas.
—¿Y dónde está situado ese Sistema Solar? —inquirió.
Ve quedó boquiabierto por el asombro. Siempre había supuesto, no, le habían dicho específicamente una y otra vez en sus conferencias de adoctrinamiento, que Lor lo sabía todo. Le impresionó intensamente comprobar que Lor ni siquiera sabía dónde estaba situado el Sistema Solar 31.941.
—Bueno, está debajo de las Pléyades —dijo, buscando el modo de explicarle a Lor dónde estaba situado aquel sol y sus nueve planetas—. Al sur de Vega, y...
—Humm —murmuró Lor. Se volvió al general que estaba a su izquierda—. Tráeme el mapa estelar.
El general salió apresuradamente de la habitación. Regresó con el inmenso mapa que mostraba el emplazamiento de todos los soles de aquel sector del Universo. Al fin, Lor consiguió localizar el sistema solar 31.941.
—Aquí está —dijo—. Bueno, no son tan pequeños. ¿El tercer planeta del sol, dices? Tráeme una lupa.
Le entregaron una magnífica lupa. Examinó el mapa con ella durante un largo rato.
—Ahora veo el planeta —dijo, transcurridos unos instantes—. Tiene una sola luna. Bien.
Lor pareció complacido por haber localizado aquel sistema solar. Después de todo, era casi una hazaña haber podido localizar un único sol y nueve planetas circundantes, situados en una de las secciones menos pobladas del universo. El hecho de que aquel sol y sus planetas estuvieran señalados en los mapas indicaba una organización eficaz, lo cual resultaba muy agradable para el jefe supremo.
—Bueno —dijo Lor, alzando la mirada hacia Ve. —¿Qué pasa con los animales de ese planeta que te ha inducido a presentarme un informe personal?
Ve respiró a fondo. Eso era lo que le había llevado allí, después de recorrer una cuarta parte del universo.
—Señor —dijo—. ¡Han descubierto la energía atómica!
A pesar de no ser más que un técnico de segunda categoría, Ve sabía lo importante que era aquella noticia. La energía atómica, la energía básica del universo. La raza que la poseyera podría trasladarse a cualquier parte y hacer cualquier cosa. No podrían hacerlo inmediatamente, pero una vez realizado el descubrimiento fundamental, todo lo demás llegaría por sus pasos contados.
Los bichos del Planeta Tres poseían la energía atómica.
Los rostros de los generales habían expresado una gran sorpresa cuando Ve habló. Incluso Lor pareció impresionado.
—No —dijo—. Debes de estar equivocado.
—No estoy equivocado —insistió Ve—. Cuando noté la primera vibración procedente de una lejana explosión atómica, llevé a cabo una minuciosa investigación. No cabe ninguna duda. Han conseguido liberar energía nuclear y mantener una reacción en cadena en uno de los elementos más pesados.
Ve se dio cuenta de que la noticia afectaba seriamente a Lor.
—¡Energía atómica! —exclamó Lor—. Eso significa que no tardarán en construir naves espaciales.
Ve asintió.
—Tienen una luna, señor, a la cual pueden llegar con naves espaciales rudimentarias. Y una vez alcancen su luna, no tardarán en volar por todo el sistema solar. Después, no pasará mucho tiempo sin que se presenten aquí.
—Sí —murmuró Lor—. Y cuando nos encuentren...
Ve comprendió la pregunta que se formaba en la mente de Lor. Se estremeció. Por algún motivo desconocido para él, se sentía atraído por los diminutos seres que vivían en el Planeta Tres. A pesar de estar clasificados como bichos, eran grandes en un sentido. A Ve le disgustaba tener que informar a Lor de lo que sabía acerca de ellos, pero tenía que hacerlo.
—¿Son una raza pacifica? —inquirió Lor.
Ve vaciló. Sacudió la cabeza.
—No —dijo—. No son pacíficos. Por el contrario, son muy aficionados a la guerra. Están luchando unos contra otros continuamente, declarándose la guerra por los motivos más nimios, o sin motivos.
Pudo ver el descontento que estas noticias provocaban en Lor. Los generales, en cambio, las acogieron con agrado.
—No llegarán hasta nosotros en seguida —dijo Lor, mirando a Ve—. ¿Crees, por lo que sabes de ellos, que habrán aprendido los caminos de la paz cuando estén en condiciones de llegar hasta nosotros?
Ve suspiró.
—No he visto nada en su historia que lo haga suponer —dijo.
—Entonces, tenemos que hacernos a la idea de que una nueva raza caerá sobre nosotros a través del espacio —observó Lor, con tristeza.
Los generales sonrieron.
En la oficina del jefe supremo se hizo un profundo silencio. Lor estaba meditando en el problema que acababa de presentárseles a los guardianes del espacio.
Ve pensaba también en aquel problema. Las palabras de Lor: «Una nueva raza caerá sobre nosotros a través del espacio» martilleaban incesantemente su cerebro. Poco a poco, empezó a captar el sentido de aquellas palabras. Significaban que los bichos del Planeta Tres cruzarían el espacio. Como eran una raza de guerreros, llegarían en grandes naves de combate, en cruceros espaciales de gran autonomía. Una patrulla de rápidas naves de exploración iría delante de ellos. Habría guerra.
Sólo podía haber guerra. Los bichos del Planeta Tres no conocían otra cosa. Confiar en que cambiaran sus instintos bélicos, era como esperar que el cielo se desplomara. Habían luchado durante tanto tiempo unos contra otros, que el luchar era en ellos una segunda naturaleza, algo que aceptaban sin pensar.
Los guardianes del espacio eran pacíficos. A pesar de que seguían manteniendo una organización militar, casi habían olvidado el propósito por el cual fue creada. únicamente los generales recordaban cosas como aquéllas. Desde luego, los guardianes poseían grandes poderes, enormes poderes, pero si se permitía que los bichos crecieran demasiado, ni siquiera los grandes poderes de los guardianes bastarían para rechazarlos.
—¿Qué sugieres tú? —preguntó Lor, de pronto, mirando al general que estaba a su izquierda.
—Eliminarlos —respondió inmediatamente el general—. Antes de que alcancen la importancia suficiente para retarnos, borrar su planeta de la faz del cielo. Una pequeña expedición puede encargarse del trabajo. Me ofrezco voluntario para conducirla.
—¡No! —exclamó Ve.
Lor le miró y le ignoró. Se volvió al general que estaba a su derecha.
—Y tú, ¿qué sugieres? —preguntó.
El general sonrió.
—Sugiero que esperemos un poco.
—¿Por qué? —preguntó Lor.
El general hizo un expresivo gesto con las manos.
—Si esperamos, se harán más fuertes. Destruirlos entonces será una prueba mucho mejor para nosotros. Desde luego, no sugiero que esperemos hasta que se hagan demasiado fuertes —se apresuró a añadir.
—¿Sólo lo suficientemente fuertes para permitirnos unas maniobras militares en gran escala? —preguntó Lor.
—Algo por el estilo —respondió el general que estaba a su derecha—. Puedo organizar un equipo especial que elabore los planes para su destrucción en cuanto sean tan fuertes que su aniquilamiento no resulte un juego de niños.
—Hum —murmuró Lor.
En su rostro no se reflejaba la menor satisfacción. Miró a los dos generales con expresión pensativa, y luego se volvió hacia Ve.
—Me ha parecido comprender, por tu exclamación, que no apruebas la destrucción de esos bichos —dijo.
Los dos generales estaban mirando a Ve con fijeza. Le estaban viendo, no había duda. La expresión de sus rostros le dijo a Ve lo que le harían si se atrevía a oponerse a sus planes.
Tomó aliento.
—No, señor —dijo.
No miró a los generales. Miró únicamente a Lor.
—¿Por qué? —preguntó Lor.
Era una pregunta que Ve no podía contestar. Pero trató de encontrar una respuesta. Pensó en los pequeños seres del Planeta Tres. Mientras atendía a sus obligaciones, había tenido ocasión de observarlos de cerca. Les había visto realizar cosas excelentes, cosas audaces. Les había visto enfrentarse con un planeta poblado de bestias enormes, de enmarañadas selvas, de estériles desiertos. Les había visto enfrentarse con el hielo de los polos, con el oscuro horror de los grandes océanos. Les había visto hacer aquellas cosas sabiendo que las bestias podían matarles, que la selva podía estrangularles, que los polos podían helarles, que los desiertos podían achicharrarles. Les había visto enfrentarse con la muerte en mil formas distintas, sin temblar. Para Ve, había cierta grandeza en ellos, en su obstinación en seguir adelante, en su no darse nunca por vencidos.
Pero ése no era el motivo de que no deseara que fueran destruidos; no el único motivo, al menos. Y sabía que los generales no aceptarían ningún motivo. Ya que, indiscutiblemente, unos bichos poseedores de la energía atómica eran unos bichos peligrosos. Ve sacudió la cabeza.
—Ignoro el motivo, señor —dijo.
—Hay que destruirlos ahora —apremió el general que estaba a la izquierda de Lor.
—Es preferible esperar un poco y luego destruirlos —dijo el general de la derecha.
—No sé si podemos destruirlos —dijo Lor.
—¿Eh? —exclamaron a dúo los sorprendidos generales—. Nosotros tenemos el poder.
—Hay implicado algo más que poder —dijo Lor.
Se volvió hacia Ve.
—Dime —inquirió—, ¿han descubierto la energía atómica por sí mismos? ¿Es un secreto que han arrancado a la naturaleza por su propia inteligencia, o han obtenido alguna ayuda para conseguirlo?
Ve no pudo comprender el alcance de aquellas preguntas. Los generales lo comprendieron, y miraron a Ve.
—Han obtenido ayuda para conseguirlo —dijeron los generales—. ¿No es cierto? Han obtenido ayuda.
—No —dijo Ve. Nadie les ha ayudado. Lo han descubierto por si mismos.
Lor miró a sus dos generales.
—Entonces, esto responde a vuestras preguntas. Si han hecho el descubrimiento por sí mismos, no podemos destruirles para protegernos. Existe una ley del universo que dice que una raza o una especie que consiga un adelanto por su propia inteligencia, por su propia fuerza, no será destruida sólo por el descubrimiento que ha hecho. De no ser así, la evolución en los mundos del espacio se interrumpiría.
Los generales escucharon aquellas palabras con el ceño fruncido.
—Seguramente, la ley no rige para los bichos —sugirió uno de ellos.
—La ley rige para todas las formas de vida —replicó Lor—. No olvidéis que hay guardianes que nos vigilan a nosotros, del mismo modo que nosotros vigilamos a los seres que están por debajo nuestro. Si quebrantamos su ley, nos condenaremos a nosotros mismos.
Lor sacudió la cabeza. Un gesto definitivo.
Ve contempló a su jefe, intrigado. Allí había alta política, que él ni siquiera había empezado a comprender. Sabía, desde luego, que existían poderes más elevados que los guardianes del universo, pero no se le había ocurrido que aquellos poderes más elevados pudieran estar interesados en los bichos. Al parecer, lo estaban. Al parecer, su protección se extendía sobre todas las formas de vida, incluso sobre los seres del Planeta Tres.
Ve se sintió mejor. La destrucción inmediata estaba descartada. Esto era seguro. Lor lo había dicho así.
—No podemos emprender ninguna acción contra ellos —continuó Lor—. La ley les protege. Pero la ley también prevé determinadas protecciones para nosotros, establece determinadas salvaguardias. Durante los siglos que han de transcurrir antes de que los bichos lleguen hasta nosotros, esas salvaguardias tendrán tiempo más que suficiente para actuar.
Sus dedos tamborilearon, impacientes, sobre el escritorio. El descubrimiento de la energía atómica le enfrentaba con un grave problema. Estaba prohibido destruir a los seres que hablan efectuado el descubrimiento, pero, si no les destruía, podía verse obligado eventualmente a luchar contra ellos.
Lor miró al general que estaba a su izquierda.
—Prepara el equipo de exploración de probabilidades para que empiece a funcionar inmediatamente —dijo—. Que lo enfoquen sobre ese planeta donde se desenvuelven los bichos. Aunque no los destruyamos ahora, antes de que hayan tenido una oportunidad para desarrollar el descubrimiento que han hecho, podemos enterarnos si tendremos que destruirlos o no en el futuro. La ley les concede tiempo para su desarrollo. Si no utilizan ese tiempo provechosamente, podríamos eliminarlos alegando incompetencia.
—Enterado, señor —respondió el general.
Mientras el general salía de la estancia, Lor se volvió hacia Ve.
—Examinaremos los diversos caminos que esa raza puede seguir en el futuro —explicó—. Veremos si las salvaguardias funcionan. Como recompensa por tu diligencia en informarme acerca del descubrimiento de la energía atómica, puedes venir con nosotros y ver lo que el futuro reserva a los bichos del Planeta Tres.
Ve siguió a Lor al sector del cuartel general donde estaba instalada la máquina de probabilidades. Nunca había visto aquella máquina, pero conocía la teoría en que se basaba su funcionamiento. Dicho en pocas palabras, era una máquina que revelaba los futuros. No el futuro, sino los futuros, los distintos caminos que un planeta, una raza o un individuo podían seguir.
Cuando entraron en la amplia habitación donde se encontraba la máquina de los futuros, Ve se dio cuenta de la intensa agitación que reinaba a su alrededor. La máquina no era utilizada con frecuencia. Ahora que había sido ordenado su funcionamiento, los técnicos se afanaban en ponerla a punto. Numerosas baterías de calculadores estaban siendo encendidas y comprobadas. Un equipo de bibliotecarios estaba reuniendo la información necesaria acerca del Planeta Tres del Sistema Solar 31.941, información que tenía que ser suministrada a la enorme máquina antes de que pudiera calcular y exponer los diversos futuros que se abrían ante el planeta y ante la raza que lo habitaba.
—Estamos preparados, señor —informó un general—. Si quiere pasar a la sala de visionamiento...
Cuando estuvieron sentados en la sala de visionamiento, todas las luces se apagaron. La oscuridad era absoluta. Toda claridad, toda radiación de cualquier tipo, habían sido eliminadas de aquella sala, incluidos los rayos cósmicos.
—Hemos llegado ya a la conclusión de que el Planeta Tres del Sistema Solar 31.941 tiene tres posibles futuros —dijo la voz de un técnico en la oscuridad—. Pueden existir otros, pero hemos descubierto las tres potencialidades más importantes, los tres caminos que el planeta puede seguir en el futuro. A continuación va a ser explorado el camino número uno.
Se oyó un suave chasquido en la oscuridad, y un sonido sibilante que se apagó rápidamente. Ve sabía que la máquina de los futuros estaba emitiendo intensas corrientes de energía etérea, que se movían a una velocidad varias veces superior a la de la luz y que estaban concentradas sobre el Planeta Tres, explorándolo. Aquellos rayos de energía estaban pesando, midiendo todo el sistema solar, y enviando datos a la máquina.
En la parte delantera de la sala, la oscuridad se aclaró. Empezó a formarse un cuadro, el cuadro de un sol y nueve pequeños planetas subalternos, en miniatura. Tal como era proyectado por la máquina de los futuros, el sistema solar parecía un hermoso juguete capaz de entusiasmar a un chiquillo, pero Ve sabía que aquello era solamente un cuadro, y que la realidad era muy distinta. Había visto de cerca a aquel sol de juguete. Conocía la enorme radiación que desprendía. Aunque en la pantalla pareciera un juguete para niños, Ve sabía lo inmenso que era, allí, en las inexploradas profundidades del espacio.
—Camino número uno, formándose —anunció la voz del técnico.
El pequeño sistema solar empezó a moverse. El movimiento se hizo más rápido a medida que la máquina avanzaba en el Tiempo buscando una de las probabilidades del sistema.
Luego, el sistema solar desapareció y en la pantalla quedó un solo planeta, el Planeta Tres.
El Planeta Tres flotaba en el espacio, un hermoso globo de forma redondeada. Aumentando de tamaño en la pantalla, se hizo visible el azul oscuro de sus mares, el pardo de sus desiertos, el verde de sus fértiles valles y llanuras. Las blancas caperuzas polares resplandecieron bajo los rayos de aquel lejano sol.
Era un espectáculo maravilloso. Ve se removió en su asiento, emocionado por aquella belleza. Incluso Lor, que permanecía muy quieto, mirando con profunda atención, pareció impresionado por la belleza de la escena.
El Tiempo pasaba rápidamente sobre el planeta. Los años discurrían como segundos. Ve miraba atentamente, buscando alguna señal de actividad.
Sucedió en un abrir y cerrar de ojos.
Se produjo una cegadora explosión.
La pantalla se iluminó súbitamente en un infierno de resplandores blancos, mientras el Planeta Tres estallaba.
Una bomba brilló en el cielo.
Ve se olvidó de respirar.
La pantalla se oscureció.
Lor se removió en su asiento.
—Ese es un posible futuro —dijo, lentamente—. Después de descubrir la energía atómica, empiezan a experimentar con los elementos más ligeros. Provocan una reacción en cadena, probablemente a base del átomo de hidrógeno, que hace estallar todo el planeta.
Uno de los posibles futuros del Planeta Tres era la desintegración. El que llegara o no aquel futuro dependía de la forma en que utilizaran el nuevo poder que habían descubierto. Si lo utilizaban de un modo, se volarían a sí mismos y a su planeta antes de que pudieran darse cuenta de lo que sucedía.
—La posibilidad de que hagan volar su propio planeta es una de las salvaguardias que he mencionado —dijo Lor—. Si siguen ese camino, no tenemos nada que temer de ellos.
Pero, ¿seguirían aquel camino?
Ve no sabía el camino que seguirían, ni lo sabía ninguno de los guardianes, ni siquiera el propio Lor. Aquel camino era solamente un futuro potencial, algo que podía suceder. Pero había otros caminos.
Se oyó de nuevo el sonido sibilante, y de nuevo brillaron en la pantalla los nueve pequeños planetas y su sol, como juguetes capaces de entusiasmar a un chiquillo.
—Camino número dos —anunció la voz del técnico.
Ve miró atentamente.
El Planeta Tres aumentó de tamaño en la pantalla, tan hermoso como siempre. Se produjo un movimiento en el aire, encima del planeta. Ve aguzó la mirada para ver lo que estaba sucediendo.
—¡Guerra! —susurró Lor.
Entonces, Ve vio lo que era aquel movimiento. Bandadas naves cruzaban el aire. En el cielo se estaban produciendo unas feroces luchas. Las naves se embestían y destruían mutuamente. Vio desaparecer ciudades enteras.
Vio el final de la guerra.
Una a una, las naves desaparecieron.
Las ciudades cesaron de desintegrarse.
Ve esperó ver lo que sucedería cuando la guerra hubiera terminado.
Esperó y esperó.
No sucedió nada.
—Acercad más el foco —ordenó Lor.
Los técnicos obedecieron. En la pantalla, el planeta aumentó todavía más de tamaño.
Ve vio lo que había sucedido.
El Planeta Tres estaba muerto. Las ruinas de las ciudades yacían bajo un cielo vacío. Las carreteras estaban desiertas. Los campos aparecían desnudos.
Los ríos discurrían, los mares brillaban al sol, los vientos soplaban, pero en el mundo no había ninguna vida visible. Ninguna forma de vida.
Ningún animal se movía, ninguna vegetación brotaba del suelo.
—Veo lo que ha sucedido —dijo Lor—. Han lanzado un gas radiactivo, tratando de matar a sus enemigos. El gas se ha esparcido a través de toda la atmósfera y ha matado a todas las cosas vivientes del planeta. Un importante producto de la desintegración atómica es la radiactividad...
Ve sabía lo mortíferas que eran las emanaciones radiactivas de la gente del Planeta Tres. Habían hecho una guerra, contaminando de radiactividad toda la atmósfera, destruyéndose a sí mismos.
—Si siguen el segundo camino, no tenemos nada que temer de ellos —dijo Lor—. Nuestra salvaguardia funciona.
El pequeño mundo giraba sin vida en el tranquilo cielo. Eventualmente, cuando hubieran transcurrido unos centenares de siglos, los gases radiactivos se desvanecerían y la vida brotaría de nuevo, para volver a iniciar el largo proceso evolutivo.
Pero aquello costaría millares de años.
—Existen otros caminos —dijo Ve en tono esperanzado.
Era evidente que confiaba en que los habitantes del Planeta Tres seguirían otro camino, escogerían otro futuro, y se salvarían a sí mismos de la destrucción.
—El técnico dijo que había por lo menos otro futuro potencial importante —dijo Ve.
En la oscuridad, se daba cuenta de que Lor le estaba mirando.
—Creo —dijo Lor—, creo que en lo íntimo de tu ser esperas que consigan dominar la energía atómica y eventualmente se lancen contra nosotros.
—No —se apresuró a responder Ve—. Nada de eso.
En lo más íntimo de su ser, le disgustaba ver a aquellos pequeños seres, aunque estuvieran clasificados como bichos, destruyéndose a sí mismos y destruyendo a su mundo. Y ahora sabía por qué no quería verles destruidos. ¡Le atraían a causa de su osadía!
¡Se atrevían a manejar el átomo! Sabiendo que podía destruirles, se atrevían a manejarlo y a investigar sus secretos. Era toda una hazaña. ¡Unos seres tan osados y tan valientes no debían desaparecer del universo!
—Camino número tres, formándose —anunció el técnico.
De nuevo danzaron en el cielo el sol y sus planetas.
Ve contuvo el aliento. Había otro camino que podían seguir en el futuro. ¿Escaparían a la destrucción si seguían este camino? Ve lo ignoraba, pero casi no se atrevía a mirar.
Otra vez la guerra ardió en el planeta, espantosa, terrible, una guerra total.
—¿No aprenderán nunca? —inquirió Ve, pronunciando las palabras casi involuntariamente—. ¿No aprenderán nunca a evitar la guerra? ¿Será siempre una parte de su cultura? ¿No aprenderán nunca que la guerra y la energía atómica no pueden mezclarse?
A lo largo del camino tres se extendía la guerra.
El foco se acercó más y Ve contempló el comienzo de la destrucción. Vio derrumbarse las orgullosas ciudades, vio caer del cielo la lluvia mortífera, vio abrirse enormes agujeros en la martirizada corteza del planeta a medida que los proyectiles atómicos se hundían en busca de las ciudades que habían sido construidas bajo tierra. Esperó, preguntándose cómo se destruirían a sí mismos esta vez.
El átomo podía ser mal empleado de muchas formas. ¡Había tantas cosas que podían hacerse equivocadamente con él!
Lor había llamado a las cosas que podían hacerse equivocadamente con el átomo «salvaguardias», y desde el punto de vista de los guardianes, desde el punto de vista de la gran raza que vigilaba el espacio eran salvaguardias, pero desde el punto de vista de los pequeños seres que habitaban el Planeta Tres eran trampas que conducían a la muerte repentina, a la destrucción total.
Ve miró, sin atreverse a respirar.
La guerra terminó.
El planeta no estaba destruido.
No había ninguna ciudad en pie. La población había quedado reducida a una cuarta parte de lo que era antes de empezar la lucha, inapreciables recursos naturales habían desaparecido para siempre.
Pero la guerra había terminado.
Y el Planeta Tres continuaba en el cielo, y continuaba estando habitado. Cierto, la mayoría de los bichos habían muerto, pero habían quedado bastantes vivos.
Ve se dio cuenta de que Lor estaba muy inquieto.
Se dio cuenta de que los generales tenían una expresión vigilante.
La salvaguardia de los guardianes había fallado. Los habitantes del Planeta Tres no habían hecho estallar su mundo, ni se habían destruido a sí mismos.
Manejando el átomo, habían aprendido a dominarlo.
Ese era el motivo de la inquietud de Lor.
El Tiempo corrió rápidamente sobre la pantalla, revelando el, futuro de aquella raza, revelando un posible futuro.
La raza empezó a edificar de nuevo.
No edificaban ciudades. Vivían en pequeños grupos, parecían controlar su número a fin de no sobrepasar sus posibilidades en el terreno de los alimentos. ¡Y seguían adelante, unidos!
No luchaban.
Construían.
Ve vio que empezaban a construir naves espaciales.
Vio la primera nave que despegaba del planeta.
Los técnicos, variando rápidamente el foco de la máquina de los futuros, siguieron el vuelo de aquella nave espacial.
Ve vio que la nave aterrizaba en la luna del planeta.
Supo, entonces, que el primer paso había sido dado.
Supo por qué Lor estaba ahora tan inquieto, por qué los generales permanecían tan vigilantes.
El camino número tres conducía a la conquista del espacio, conducía eventualmente a los lugares donde moraban los guardianes.
El discurrir del Tiempo reveló la construcción de pistas de aterrizaje en la luna, el establecimiento de un tráfico regular, los grandes aprovisionamientos de nuevas materias primas, minerales de todas clases, extraídos del satélite.
Aquella raza ya disponía de suministros adecuados.
Las naves espaciales empezaron a despegar de la luna. Empezaron a volar hacia los planetas. Volaban pacíficamente, a través de las inmensidades del espacio.
—Es suficiente —dijo Lor—. Detened la máquina.
La sala volvió a iluminarse. Ve y los generales siguieron a Lor cuando éste salió de aquel sector del cuartel general donde se albergaba la máquina de los futuros, para regresar a su despacho.
Lor se acercó a la ventana y miró al exterior.
Su ventana se abría al espacio, a la inmensidad de la nada que se extendía entre los mundos. Lor contempló aquel espacio, sin hablar.
La mente de Ve giraba alrededor de una idea central.
—¿Qué camino seguirán, señor? —preguntó tímidamente. En la amplia estancia reinaba un profundo silencio.
—Lo ignoro —respondió Lor—. Tendrán que escogerlo por sí mismos.
El silencio se hizo más pesado.
—Pero, yo creo —continuó Lor al cabo de unos instantes—, creo que será mejor que nos preparemos para recibir visitantes algún día.
El corazón de Ve brincó al oír aquellas palabras.
—Entonces, ¿cree que seguirán el camino número tres? —inquirió.
—Opino que sí —respondió Lor.
Los generales parecieron repentinamente excitados.
—Así que deberemos preparar nuestras defensas —dijeron.
—No —replicó Lor.
Los generales se quedaron contemplándole, asombrados.
—No necesitamos ninguna defensa —continuó Lor—. El único camino que conduce hasta nosotros es, después de un inicial periodo de conflicto, un camino pacífico. Todos los otros caminos conducen a la destrucción. El único camino que conduce hasta nosotros es el camino de la paz. No necesitaremos ninguna defensa contra unos seres que llegarán en son de paz.
Los generales permanecieron silenciosos.
En su interior, Ve se sintió feliz. Aquellos pequeños seres que se atrevían a manejar el átomo no estaban desahuciados: había aún esperanza para ellos.
—Haremos preparativos para recibirles —dijo Lor—. Llegarán hasta nosotros, en son de paz, cuando se hayan dominado a sí mismos y hayan dominado todos los caminos del universo.
Había algo profético en el tono majestuoso de su voz.
—¿Quién sabe? —continuó—. Quizás en alguna época futura podrán ocupar nuestros lugares aquí, como guardianes de este sector del universo, en tanto que nosotros ascendemos a mayores glorias. Este, creo, es su destino.
Su voz se apagó. Ve permaneció silencioso. Los generales permanecieron silenciosos.
Muy lejos, a través de las vastas profundidades del espacio, los bichos del Planeta Tres trabajaban en su bomba atómica.