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LA SORPRESA DE ŞIRIN

Soy novelista. Por mucho que haya aprendido de la teoría y a veces me haya dejado arrastrar por la adicción a una teoría que podría haberme resultado perjudicial, en realidad la mayor parte del tiempo pienso que debo huir de ellas. Ahora, con la esperanza de desentumecerles los oídos, les contaré un par de historias y a partir de ellas intentaré hacerles sentir algo, insinuar algo.

La mejor manera de desarrollar nuestras fantasías sobre lo que puede haber y puede ocurrir en un jardín que no podemos ver más allá de unos altos muros debe de consistir en narrar historias que expresen nuestras intuiciones, nuestras esperanzas y nuestros miedos sobre ese jardín invisible.

Una buena teoría, por mucho que nos haya afectado profundamente y nos haya convencido, siempre será la teoría de otro. Pero una buena historia que nos afecta profundamente y nos convence acaba por convertirse en nuestra propia historia. Así son las historias antiguas, muy antiguas. Se olvida quién fue el primero en contarlas. También se ha borrado de las memorias cómo se contó la primera vez. Cada vez que se narra la escuchamos como si fuera algo nuevo. Voy a intentar contar así estas dos historias.

La primera he tratado de contarla, con un entusiasmo muy personal, en El libro negro. Iba a pedirles disculpas a quienes hayan leído la novela, pero cada vez que este tipo de historias se narran, ganan un nuevo sentido. Gazzali la contó en İhya-ül Ulum; Enverí la encajó en cuatro dísticos; Nizami la recogió para su İskendername; la cuentan Ibn Arabi y Mevlana en su Mesnevi

Un día, un soberano -un rey, un jan, un sultán o un sha- convocó un concurso de pintura. Se desafiaron mutuamente unos pintores chinos que aspiraban al premio y otros de países más al occidente: nosotros pintamos mejor; no, no, nosotros lo hacemos mejor… El sultán -digamos que era un sultán– pensó y repensó y decidió poner a prueba a ambos grupos de pintores. Para poder comparar las pinturas les dio dos habitaciones con dos paredes enfrentadas. Entre las habitaciones de las paredes enfrentadas había una cortina que cerraron y así los pintores empezaron a trabajar sin poder verse unos a otros. Los pintores occidentales sacaron pinceles y pigmentos y comenzaron a dibujar y pintar. Los chinos, en cambio, dijeron que primero había que quitar el polvo y el orín de la pared y se dedicaron a limpiarla y pulirla. El trabajo les llevó meses. Una de las partes decoró la pared con pinturas multicolores. La otra abrillantó y pulió la pared con paciencia hasta convertirla en un espejo. El día que se acababa el plazo, abrieron la cortina que había entre ellos. El sultán examinó primero la pintura de los artistas occidentales. Era una pintura muy hermosa y el sultán se quedó admirado. Al mirar la pared de los artistas chinos vio el reflejo de la maravillosa pintura de enfrente en la pared convertida en espejo. El sultán le concedió el premio a los chinos que habían convertido en espejo la pared.

La segunda historia es tan antigua como la primera. Y, como en el caso de la primera, existen todo tipo de variaciones. En Las mil y una noches, en los cuentos del Tutiname narrados por un loro, en la historia de Hüsrev y Şirin de Nizami, trasladada de su Hamse a otro libro, etcétera. Trataré de resumir la versión de Nizami.

Şirin es una princesa de Armenia bella entre las bellas. Hüsrev es el heredero del sha de Persia. Şapur pretende que su señor Hüsrev se enamore de Şirin y ella de él. Para conseguirlo va al país de Şirin. Un día en que Şirin ha salido al campo con sus doncellas, las observa oculto entre unos árboles mientras beben y se divierten. Allí mismo dibuja un retrato de su señor, el apuesto Hüsrev. Cuelga el retrato en un árbol y desaparece. Şirin, que sigue bebiendo y divirtiéndose con sus amigas, ve el retrato colgado de una rama y se enamora de Hüsrev.

Pero ¿quién puede haber dibujado y colgado allí el retrato? Şirin no cree en el amor que ha sentido y procura olvidar el retrato y sus sentimientos. Otro día, en otro paseo por el campo, vuelve a repetirse el suceso. A Şirin le impresiona el retrato de Hüsrev, se enamora de él, pero se encuentra impotente. Durante un tercer paseo por el campo, cuando ve otra vez el retrato de Hüsrev colgado de una rama, comprende que está desesperadamente enamorada del hombre de la pintura. Acepta su amor. Y comienza a buscar a aquél cuya imagen ha visto. Şapur también ha enamorado a su señor Hüsrev de Şirin, aunque en este caso no lo ha hecho con una pintura sino con palabras. Ambos jóvenes, mutuamente enamorados por las historias que ha oído uno y las pinturas que ha visto la otra, empiezan a buscarse. Cada uno parte en dirección al país del otro. Su encuentro se produce junto a un manantial, pero no se reconocen. Şirin, cansada del camino, se ha desnudado y se ha metido en el agua. En cuanto la ve, Hüsrev se enamora profundamente de ella y se derrite. ¿Será aquella belleza la misma mujer de quien tantas historias ha oído, a quien ha conocido mediante palabras? En un momento en que Hüsrev no la está mirando, Şirin le ve. También ella se queda profundamente afectada. Pero asimismo está sorprendida porque Hüsrev no lleva los ropajes rojos que le habrían permitido reconocerlo. Está segura de la realidad de lo que siente, pero, confusa, se formula la siguiente cuestión: lo que colgaba de la rama del árbol era una pintura, lo que tengo ante mí es un ser vivo; lo que vi en la rama del árbol era una imagen, éste es un hombre real…

En manos de Nizami, la historia de Hüsrev y Şirin continúa con toda la elegancia y la suavidad posibles. Lo que yo aún hoy puedo sentir con toda facilidad es la sorpresa de Şirin. La indecisión entre imagen y realidad. Considero de una inocencia comprensible incluso hoy que a Şirin le afecte el retrato de Hüsrev, que sienta algún deseo mirando una imagen. Quizá encuentre la inocencia en el hecho de que a Nizami le guste tanto ese motivo tradicional como para subrayarlo tres veces. Pero la indecisión que sufre Şirin al encontrarse al apuesto Hüsrev es nuestra misma indecisión de hoy: ¿qué es más «real»? Nosotros, como Şirin, nos preguntamos si es más real la realidad o la imagen. ¿Qué resulta más incitante en nuestras vidas, el retrato del apuesto Hüsrev o él mismo?

Cada uno de nosotros tiene una respuesta propia para preguntas así. De la misma forma que nos gusta escuchar y leer historias inocentes, nos hacemos estas preguntas básicas y meditamos sobre ellas. Son momentos de sinceridad, de fragilidad, de inocencia que se nos vienen encima cuando estamos leyendo o viendo una película. ¿Qué tiene mayor influencia sobre nosotros? ¿La imagen de un hombre o el hombre en sí mismo?

En cada uno de los libros de los narradores orientales tradicionales que cuentan de nuevo la historia de la competición de pintura, se nos relata seductoramente por qué el sultán les concedió el premio a los pintores chinos.

Lo que me interesa de esta historia no es la moraleja que extraen los narradores, sino otra cosa que nos muestra esa historia que vive su propia vida, lo que enseña el espejo del cuento: el espejo que multiplica, el espejo que expande, también nos hace sentir como si nos faltara algo, sugiere que no somos auténticos ni inocentes. Entonces también nosotros iniciamos un viaje de acuerdo con nuestra intrepidez: un viaje que se parece al que hicieron Hüsrev y Şirin por amor. Buscamos al «otro» que nos complete. Es un viaje hacia lo que hay en lo más profundo, más atrás, más en el centro. En algún lugar lejano se encuentra la verdad, nos lo ha contado alguien, lo hemos oído en algún sitio, y nos ponemos en marcha para encontrarla. Lo que llamamos literatura es el relato de este viaje. Yo creo en el viaje, pero no creo que exista un centro allá lejos.

Eso puede ser una fuente de infelicidad pero también de optimismo… Quizá sea algo que nos ha enseñado la vida en un país remoto y alejado del centro como el nuestro. Si me da por creer en el dilema que plantea el concurso de pintura convocado por el sultán, o si me dejo arrastrar por la sorpresa de Şirin, entonces me formulo la pregunta que debería evitar: en ese caso debo confesar que me he pasado la vida sin llegar al centro, a la sensación de «autenticidad», al corazón de la verdadera inocencia. Pero mi historia es la de la mayoría de los habitantes del mundo.

Supe de La divina comedia por las historietas cómicas basadas en ella antes que por la obra de Dante. Antes de ver El gran dictador de Chaplin había visto su adaptación en la serie de películas nacionales conocida por Cilalı İbo («İbo el barnizado»). Conocí y aprendí a amar a los pintores impresionistas por las fotografías de las páginas centrales de las revistas y por las pálidas reproducciones de reproducciones de reproducciones que colgaban de las paredes de verdulerías y barberías. Conocí el mundo con Tintín y, como la mayoría de los libros que leía, en su traducción turca. Mi sentido de la historia lo desarrollé gracias a la de países cuya historia no se parecía a la nuestra. Crecí convencido de que los edificios en los que vivía y las calles por las que caminaba eran imitaciones de edificios y calles cuyos originales estaban en otro sitio. Comprendí que los sillones en que me sentaba, las mesas y las sillas de casa eran copias de los originales de las películas americanas mucho más tarde, cuando volví a ver dichas películas. Intenté comprender muchas caras nuevas comparándolas con las caras y los personajes que veía en el cine y la televisión y las confundí unas con otras. Aprendí lo que eran el honor, la bravura, el amor, la compasión, el mal, la honestidad, etcétera, leyendo sobre ellos antes de experimentarlos en la vida. No puedo decir hasta qué punto mi seriedad o mi alegría, mis gestos y mis actitudes, son míos o los he tomado de algunos modelos sin darme cuenta. Tampoco sé de qué originales son copia dichos modelos. Lo mismo puede decirse de estas palabras. Quizá por eso, ahora lo mejor sea repetir las palabras de otro.

Oğuz Atay (1934-1977), uno de los mejores novelistas de Turquía, muy influido por escritores experimentales europeos, de Joyce a Nabokov, dice en algún sitio: «Soy la imitación de algo, pero se me ha olvidado de qué». ¡La sensación de que en algún lugar existe una realidad ahora está muy lejos! Eso es algo que, de hecho, se sabe en casi todas las partes del mundo que no son Occidente. Lo sabíamos sin saber que lo sabíamos. Ahora nos enteramos sabiendo que lo sabíamos.

La literatura moderna, respaldada por esta búsqueda de la pureza y por el romanticismo, es una de las últimas reacciones ante ese hecho. Pero lo cierto es que si la modernidad llegó a Turquía, tampoco despertó mucho eco. Y no es que lo lamente. Yo, como la mayoría de la gente, siempre he vivido sobre todo con la sensación de que estábamos esperando algo.

Ahora lo que tenemos en nuestras manos son fragmentos de fragmentos. El soberano de nuestros días, aunque fuera un filósofo como pretendía Platón, hoy no encontraría una justificación razonable o coherente para conceder el premio a los que pintaron o a los que convirtieron la pared en un espejo. Todos sabemos que la historia tradicional del concurso de pintura conserva rastros de la famosa caverna y de las sombras de Platón. En este punto, saber cuál es la copia y cuál es el original de este cuento, o de cualquier historia o de cualquier imagen en el mundo no-occidental y especialmente en los medios de comunicación de masas, es trabajo sólo de filólogos o historiadores del arte a la antigua. Se ha disuelto y ha desaparecido la verdad lejana, lejanísima, que existía tras cortinas y sombras. El lugar de la realidad se encuentra ahora entre nuestros recuerdos. Pero me alegra creer que con los fragmentos que tenemos entre las manos, con esas historias e imágenes aisladas unas de otras y de su pasado aún podemos hacer algo.

La novela del siglo XIX, al describir con todo detalle las caras, las expresiones y los gestos, hacía referencia a una verdad básica que había más allá. El narrador o el protagonista se ponían en camino en dirección hacia esa verdad tras las apariencias de una forma que nos recuerda a Hüsrev y Şirin. Nosotros extraíamos de la novela al completo el significado que había tras caras y objetos una vez que terminábamos y cerrábamos el libro. El sentido del libro, el verdadero significado de la gran novela del siglo XIX era el del mundo que descubríamos junto con los protagonistas. También era, hasta cierto punto, una especie de triunfo de la Verdad con mayúsculas.

Pero con el agotamiento de la novela del siglo XIX también desaparecieron la totalidad del mundo, sus objetos, su significado. Para escribir una novela ahora sólo tenemos fragmentos de fragmentos. Este punto de vista puede proporcionarnos un optimismo que nos permita abrazar el mundo entero, la vida y la cultura sin diferenciar entre lo alto y lo bajo. O bien, ante lo terrible de esa confusión, nos puede impulsar a narrar lo mínimo o a echar a un lado, a un rincón, el centro de nuestro relato. En realidad, estas diferencias no importan, dan lugar a las estrategias narrativas y a los puntos de vista que sea. Lo que importa es que el lugar del viaje vertical hacia el centro del mundo y el significado que deberían realizar los personajes y el escritor, lo ha ocupado un viaje horizontal. Es un viaje no hacia la profundidad del mundo y la vida, sino hacia su amplitud. Un viaje hacia los fragmentos, hacia lo fragmentado, a lo que no se narra en la historia. Este nuevo continente formado por objetos y personajes olvidados y sin nombrar, por remotos rincones y voces cuya historia no ha sido contada, es tan amplio y virgen que la palabra «viaje» es la que mejor se le ajusta.

En cuanto al viaje que debía hacerse hacia la profundidad del significado y la escritura, se nos presenta, como siempre, como un problema individual que hay que resolver con esfuerzo. No, es algo aún más personal de lo que ha sido siempre: porque ahora no tenemos recetas ni brújula. La profundidad de un texto reside en su complejidad y en su determinación de dirigirse a esos fragmentos. Voy a interrumpir mi discurso contando una tercera historia. Es una historia breve y personal.

Escribí una novela (Me llamo Rojo) sobre un grupo de artistas, de ilustradores, situada en la época clásica de las miniaturas otomanas. Por ese motivo, en cierto momento me sentí muy interesado por la historia de Hüsrev y Şirin. Todo el mundo sabe lo extendida que está en la cultura islámica y de Oriente Próximo. Por eso las cortes persa y otomana encargaron tantas veces a sus talleres de ilustradores que la pintaran. Lo que más me interesaba era la escena en que Şirin se enamora de Hüsrev viendo su retrato. Los ilustradores que pintaban la escena no sólo pintaban a Şirin y su entorno, sino también una pintura dentro de la pintura: el retrato del que se enamoraba Şirin mirándolo. Ya que esta escena teatral de enamoramiento, como toda la historia en sí, gustaba tanto, me la encontré en muchos libros, reproducciones y museos. Pero al estudiar esas ilustraciones siempre se despertaba en mí una sensación de nerviosismo. Una sensación de carencia, de insuficiencia…

Sin embargo, Şirin siempre estaba en esas ilustraciones, aunque fuera con ropas y caras distintas. Y sus doncellas también estaban acompañándola, aunque con distintos colores, posturas y ropajes. También se veían los árboles y la amplitud del campo. Y la pintura dentro de la pintura siempre estaba por allá, colgada de las ramas de un árbol…

Lentamente fui dándome cuenta de la razón de mi inquietud. Dentro del marco que colgaba de la rama había realmente una pintura, pero allí no estaba Hüsrev, como habría esperado. A pesar de todo lo que busqué su rostro, la expresión de su cara, su aspecto, no pude encontrarlo en ninguna miniatura. En todas ellas la pintura dentro de la pintura era tan pequeña que Hüsrev era siempre un indistinguible punto rojo más que un personaje, que un rostro desarrollado. Esto, por supuesto, contradice todo el planteamiento de la historia de Hüsrev y Şirin, la idea del enamoramiento a partir de imágenes. Pero me gusta esa simplicidad basada en la ignorancia de las técnicas occidentales del retrato y siento que mis historias, la novela que tengo planeado escribir, deberían explorar ese mundo frágil e inocente y dirigirse a él, e integrar sus historias y fragmentos en un nuevo marco inventando un nuevo centro.