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EL PLACER DE LA HUMILLACIÓN

Todos conocemos el placer de la humillación. Bueno, vamos a matizarlo: todos hemos vivido momentos en los que hemos descubierto que humillarnos puede ser placentero y reconfortante. Cuando nos repetimos furiosos, como si quisiéramos convencernos a nosotros mismos, que somos unos miserables que no valemos para nada, sabemos que de repente nos libraremos de la carga moral que supone ser como todo el mundo, de la asfixiante preocupación de tener que obedecer leyes y normas, de la obligación de apretar los dientes para parecemos a los demás. En el fondo, nos lleva al mismo sitio adelantarnos a los demás y humillarnos a nosotros mismos antes de que ellos lo hagan. Ése es un lugar donde podemos ser nosotros con facilidad, en el que somos felices con nuestro hedor, nuestra suciedad, nuestras costumbres, y donde renunciamos a alimentar pensamientos optimistas sobre el resto de la humanidad. Esto último es tan reconfortante que casi damos gracias por la rabia y el egoísmo que nos han traído tanta libertad y tanta soledad y los recordamos a menudo con agradecimiento.

Eso es lo primero que me revelan las Memorias del subsuelo de Dostoievski cada vez que lo leo. En mi primera lectura, hace treinta años, más que los placeres y la lógica de la humillación, me entusiasmaron la rabia del protagonista, su soledad en el entorno de la gran ciudad, San Petersburgo, y su sarcástica y divertida ironía. Veo al Hombre Subterráneo como una especie del Raskólnikov de Crimen y castigo que hubiera perdido su sentimiento de culpabilidad. Así, el cinismo le otorgaba al protagonista un lenguaje y una lógica muy entretenidos. A mis dieciocho años, en Estambul, Memorias del subsuelo me impresionó porque expresaba con toda claridad muchas cosas que yo vivía, sentía y sabía sin saber que las sabía.

En aquellos años de juventud rápidamente me identifiqué con facilidad con muchas de las particularidades de ese personaje que huía de la vida en sociedad. Ante todo que dijera «Está feo vivir más de cuarenta años». (Dostoievski tenía cuarenta y tres cuando le hizo decir eso a su protagonista), que se encontrara aparte de su propio país porque se había envenenado con libros occidentales, que fuera autoconsciente en exceso hasta el punto de pensar que cualquier tipo de conciencia era una enfermedad, que se diera cuenta de que al acusarse menguaban sus sufrimientos, que encontrara estúpida su cara, que se dedicara a juegos como «¿Podré soportar la mirada de ese hombre?». Esas particularidades personales, que también encontraba en mí mismo, me ligaban a él y aseguraban que me identificara con el personaje sin cuestionarme «su extravagancia y su alienación». Puede que a los dieciocho años intuyera lo que sugerían el libro y su protagonista y que a mí me lo decían de una manera especial, pero lo olvidé sin hurgar demasiado porque no me gustaba y quizá incluso me asustase.

Ahora, después de haberlo releído muchas veces a lo largo de los años, puedo decir con más tranquilidad lo que para mí es importante del libro y lo que de verdad le proporciona tanta energía: la envidia, la rabia y el orgullo de no poder ser europeo. A los dieciocho años, a pesar de tantas cualidades conocidas con las que identificarme, había confundido la ira del Hombre Subterráneo con su sentimiento personal de alienación de la sociedad. Como me gustaba considerarme más europeo de lo que era, al igual que todos los turcos occidentalizados, pensaba que lo que tenía estancado a ese Hombre Subterráneo que tanto me gustaba era alguna anormalidad filosófica. No un problema espiritual relacionado con Europa. El pensamiento europeo de Nietzsche a Sartre y el existencialismo, tan popular también en Turquía a finales de los años sesenta, me alejaban aún más de lo que el libro me susurraba personalmente haciéndome explicar la singularidad del Hombre Subterráneo con conceptos que me parecían más «europeos».

Para entender mejor los secretos que Memorias del subsuelo nos susurra a los que, como yo, vivimos en el límite de Europa luchando con una idea de Europa, hay que echar un vistazo a los años en que Dostoievski escribió esta extraña novela.

Un año antes de escribirla, en 1863, Dostoievski emprendió su segundo viaje por Europa, que acabaría en un desastre total y una desdicha absoluta. Tenía en mente escapar de la enfermedad de su mujer, del fracaso de Tiempo, la revista que dirigía, y de San Petersburgo. Además también planeaba encontrarse en secreto en París con su amante, Apollinaria Suslova, veinte años más joven que él. (Cuando luego se reunieron en dicha ciudad se la ocultaría a Turguéniev). Pero con una indecisión muy dostoyevskiana en lugar de ir a París junto con su amante, primero fue a Wiesbaden a jugar, donde perdió mucho dinero. Esa racha de mala suerte revela también el color de sus relaciones con su joven y despiadada amante. Mientras espera a Dostoievski, Suslova se busca otro hombre y no se lo oculta al escritor cuando por fin se encuentran en París. Lágrimas, amenazas, ruegos, desprecio, odio, sufrimiento y miseria moral continuas… Dostoievski soporta lo mismo que vivirán más tarde en El jugador y El idiota esos personajes masculinos que se envilecen ante mujeres fuertes y orgullosas, que convierten la pérdida de todo control de sí mismos y el sufrimiento en una especie de espectáculo orgulloso.

Se separa de su amante aceptando la derrota y vuelve a Rusia, donde se entera de que su mujer, tuberculosa, se está muriendo. Su hermano Mijail se halla porfiando para conseguir los derechos de publicación de una nueva revista en lugar de la frustrada, pero fracasa sin cesar. Por fin consigue el permiso, pero tenían poco dinero y el número correspondiente a enero de Época sólo logra salir en marzo, no tiene un número suficiente de suscriptores y la edición de las páginas es horrible. Cuando por fin Época publica Memorias del subsuelo en esas condiciones de falta de dinero y de regularidad, no se escribe ni una sola reseña de la novela en toda Rusia.

El segundo punto que no debemos olvidar es que Memorias del subsuelo se proyectó primero como un ensayo. La intención original de Dostoievski era escribir una crítica a la novela ¿Qué hacer? de Chernishevski, publicada un año antes. Este libro, que tan buena acogida tuvo entre los jóvenes occidentalistas y modernizadores, no sólo era una novela, sino que también pretendía ser un manual optimista de positivismo ilustrado. Cuando a mediados de los setenta se tradujo al turco y se publicó en Estambul con un prólogo anti-Dostoievski (en el que se le llamaba reaccionario, oscurantista y pequeño burgués), pude sentir en mi corazón qué era lo que a él tanto le irritaba del libro gracias a la ilusión infantil, determinista y utópica con que lo recibieron los jóvenes comunistas prosoviéticos.

Más que hostilidad directa hacia Occidente o hacia el pensamiento europeo, se trataba de una rebelión contra la forma en que dicho pensamiento se estaba utilizando en su país y contra cómo se le daba un carácter de algo absoluto. A Dostoievski le irritaba, más que el racionalismo, el utilitarismo o las ilusiones utópicas, la alegría simple que otorgaban. No podía soportar que los intelectuales rusos creyeran, gracias a una nueva línea de pensamiento recién importada de Europa, que eran poseedores de todos los secretos del mundo entero y, más importante aún, de todo su país, ni esa sensación de autosatisfacción que demostraban. Por eso, la pugna de Dostoievski no era con un simple e infantil «determinismo dialéctico» con el que se habían hecho de segunda mano los jóvenes rusos gracias a un autor también ruso leyendo a Chernishevski, sino, ante todo, con la forma de vivirlo, con la sensación de triunfo y felicidad que proporcionaba. Creo que su frecuente crítica a los ilustrados rusos occidentalistas de estar alejados del pueblo era sólo una excusa. Es como si una idea más que ser lógica tuviera que «fracasar», más que ser convincente debiera haber sufrido una injusticia para que Dostoievski pudiera creer en ella. Tras la ira y el odio que Dostoievski comenzó a sentir, y que le reconcomían, a partir de la década de 1860 hacia los liberales occidentalistas y las utopías deterministas de Fourier, yacía el que se vieran a sí mismos y a sus ideas como candidatos al «triunfo», su interés por triunfar y el hecho de que estuvieran preparados y dispuestos a recibir el éxito con los brazos abiertos.

En realidad el asunto es mucho más complicado y oscuro, como ocurre en todos los lugares en que se viven los problemas de ser oriental u occidental, europeo o local. Porque Dostoievski encontraba «razonables» las ideas de esos liberales europeístas y esos materialistas a los que se oponía y que tanto le irritaban. Recordemos que se había educado en esas ideas y que era un ingeniero que había recibido una educación moderna. Al menos, su mente se había formado con dichas ideas y no sabía razonar de otra manera. Quizá podamos suponer que habría preferido ser capaz de pensar de otra forma, de poseer una lógica más «rusa», pero no tuvo esa educación. Incluso al final de su vida, en las notas que tomó en los años en que escribía Los hermanos Karamazov, en la época en que le interesaban las vidas de los místicos ortodoxos rusos, somos testigos del descubrimiento de Dostoievski de lo ignorante que era en esos temas. (Pero me gusta la actitud utilitaria y pragmatista que adopta en lugar de acusarse de «estar alejado del pueblo»). Siguiendo con la misma lógica, no sería erróneo pensar que Dostoievski creía que las ideas procedentes de Europa, excepto el individualismo, eran «razonables», que precisamente por eso sabía que se extenderían por toda Rusia y que, en realidad, ésa era la causa de que se opusiera a ellas. A lo que se oponía Dostoievski no era al contenido del occidentalismo, sino a su necesidad, a su lógica. Opinaba que los ilustrados occidentalistas de su país eran unos presuntuosos por su aire de tener en su poder esa lógica y esa verdad (por su sensación triunfalista). Recordemos que el orgullo era el peor pecado en el diccionario de Dostoievski, y que siempre empleó el adjetivo como insulto. En las Notas de invierno sobre impresiones de verano que publicó en Tiempo tras su primer viaje por Europa hacía dos años, siempre relaciona los males de Occidente (el individualismo, la avaricia, el materialismo burgués) con el engreimiento y el orgullo. En un momento de ira excesiva escribió que los clérigos ingleses eran tan orgullosos como ricos. En esas mismas notas de viaje, Dostoievski dice que los franceses, que pasean juntos en familia cogidos del brazo, son unos engreídos e incluso añade sarcásticamente que se nota que tienen algo de aristócratas. Ochenta años después, en La náusea, escrita con el espíritu del Hombre Subterráneo, Sartre creará un mundo entero basándose en esa misma observación.

Su conciencia de que la occidentalización podía ser útil para Rusia y el odio que sentía por los intelectuales rusos, materialistas y vanidosos, o bien la tensión existente entre el intelecto y el corazón airado de Dostoievski, sacaron a la luz toda la excentricidad, la singularidad y la originalidad de Memorias del subsuelo. No olvidemos que todos los especialistas en Dostoievski están de acuerdo en que Memorias del subsuelo es un comienzo para todas las grandes novelas que publicaría luego, empezando por Crimen y castigo, en que es el libro en el cual Dostoievski encuentra su verdadera voz. Así será más interesante observar lo que hizo con esa tensión entre intelecto e ira en ese momento de su vida.

Dostoievski nunca escribió la crítica del libro de Chernishevski que le había prometido a su hermano mayor, editor de Época. Se puede explicar pensando que sería incapaz de escribir un ensayo crítico contra una lógica que encontraba acertada. Eso era algo que sólo podría hacer por boca de personajes novelescos. Además, los escritores creativos como Dostoievski, que reciben su fuerza más de la imaginación que de la lógica, prefieren exponer sus ideas mediante novelas y relatos. De hecho, la primera mitad de Memorias del subsuelo es tanto un ensayo largo como una novela y a veces se publica aparte.

La famosa primera mitad del libro la forma un furioso monólogo de un hombre de San Petersburgo de unos cuarenta años que gracias a una pequeña herencia deja su puesto de funcionario y, abandonando la vida social, se retira a una soledad y un estado espiritual que él llama «el subsuelo». Primero, el protagonista ataca el «egoísmo lógico» de la novela de Chernishevski. Según este último, el ser humano es «bueno» por naturaleza y si se «ilumina» con ayuda de la ciencia y la lógica, comprenderá que redundará en su propio beneficio ser razonable y así, incluso mientras persigue sus propios intereses, formará una sociedad utópica, perfecta y racional. En cambio, el Hombre Subterráneo nos expone, con una forma de desarrollar las ideas perfectamente comprensible, que el ser humano es una criatura que no siempre se comportará como es debido, aunque pudiera saber con claridad qué es lo que le conviene. (Eso puede entenderse así: «La occidentalización beneficia a Rusia, pero, de todas maneras, prefiero oponerme a ella»). Más tarde precisa que su actitud con respecto a la «racionalidad» del hombre es más compleja. «La fuerza del ser humano no está en demostrar que es una tuerca, sino una persona […]. Por eso no hacemos lo que se espera de nosotros, sino estupideces». El Hombre Subterráneo se resiste al arma más potente del pensamiento occidental, la lógica científica, oponiéndose a que dos y dos sean cuatro.

Pero a lo que debemos prestar atención aquí no es a esa razonable lógica (o al menos más madura) que el Hombre Subterráneo desarrolla contra Chernishevski, sino a que Dostoievski crea un personaje convincente que tiene esas ideas y las defiende. Los descubrimientos hechos al crear este personaje se manifestarán de manera más clara en obras posteriores y serán lo que forme su verdadera identidad de novelista. Actuar en contra de los propios intereses, disfrutar con el sufrimiento, defender de repente lo contrario a lo que se espera de uno (léase racionalismo europeo, oportunismo egoísta, etcétera)… Puede que hoy nos sea difícil ver esa originalidad puesto que se ha imitado mucho. Pero primero vamos a echarle un vistazo a una pequeña experiencia que le ocurre al Hombre Subterráneo para demostrar que el ser humano es una criatura que no siempre se comporta como mejor le conviene.

Una noche, al pasar ante una asquerosa taberna, ve que dentro se están peleando en torno a la mesa de billar. Luego es testigo de cómo arrojan a uno por la ventana. De repente el Hombre Subterráneo siente envidia: también él querría ser humillado y arrojado por la ventana como ese hombre. Entra en la taberna pero en lugar de llevarse la paliza que pretendía es humillado de una manera totalmente distinta. Dentro de la taberna un oficial empuja a un lado al Hombre Subterráneo porque le impide el paso, pero lo hace sin darle la menor importancia. Y es esa humillación inesperada la que le aflige.

En esta pequeña escena veo todos los elementos que caracterizan las obras siguientes de Dostoievski. Si Dostoievski, como Shakespeare, es un escritor lo bastante grande como para enriquecer la visión que tiene de sí mismo el ser humano alterándola, en Memorias del subsuelo podemos leer los primeros indicios de una nueva visión del ser humano y casi vemos cómo se ha producido ese gran descubrimiento. El fracaso y la desdicha han alejado a Dostoievski del mundo espiritual de los ganadores, de los que «tienen razón», de los orgullosos, ha comenzado a sentir antipatía por los intelectuales occidentalizados que miran por encima del hombro al pueblo ruso (y a los que son como él), y se encuentra atrapado entre su deseo de combatir la occidentalización y el hecho de haber recibido una educación occidental y estar usando un arte occidental (la novela). Memorias del subsuelo es el resultado de un esfuerzo por escribir una historia en la que tengan lugar todos esos estados espirituales o crear un personaje y un mundo que puedan abarcar de manera verosímil todas esas contradicciones.

Cuando comenzó a escribir el libro, Dostoievski le comentó en una carta a su hermano y editor: «Ni yo sé lo que saldrá. Quizá sea un desastre». Los grandes descubrimientos de la historia de la literatura, como eso que llamamos estilo personal, la mayor parte de las veces no se realizan planeándolos y echando cuentas. Tal y como ocurre en Memorias del subsuelo, esos descubrimientos sorprendentes y liberadores surgen cuando el creador fuerza hasta el límite su imaginación para salir de incomparables situaciones que parecen contradictorias e incongruentes.

Al empezar a escribir puede que los creadores no sepan con certeza cuáles serán las consecuencias de lo que están haciendo. Pero si, con nuestra comprensión actual del ser humano, aceptamos que puede existir una lógica en que abracemos y amemos nuestro hedor, nuestra suciedad, nuestras derrotas y nuestros sufrimientos, el inicio de esa forma de ver las cosas está en Memorias del subsuelo. No obstante, es reconfortante recordar que muchas de las novedades de la literatura moderna surgieron de Dostoievski, de su inclinación al pensamiento europeo y su antipatía por él, de la agobiante tensión que le provocaban el querer ser europeo y oponerse a Europa, de su racionalismo y el odio visceral que sentía por él.