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DESPUÉS DE LA TORMENTA
Cuando salí por la mañana temprano a la calle después de la tormenta vi que todo había cambiado. No hablo de las ramas rotas y caídas, ni de las hojas amarillas pegadas a los fangosos caminos. Es como si algo más profundo, más invisible, hubiera cambiado y las hordas de caracoles que han aparecido de repente por todas partes con las primeras luces de la mañana, el desconcertante olor de la tierra empapada, el cielo cubierto, todas esas cosas, fueran indicios de un cambio sin retorno posible.
Me detuve junto a un charco y lo miré. La tierra del fondo, en forma de barro suave, parecía estar esperando algún movimiento inminente. Más allá había hierba amarillenta, hiedra aplastada, hojas triangulares de plantas verdes en cuyos extremos se veían gotas de agua, y mientras caminaba maravillado y decidido las gaviotas que giraban lentamente al pie del acantilado a la derecha del camino me parecieron unas aves más peligrosas y resueltas que nunca.
Por supuesto, esa claridad de la percepción podía ser un engaño provocado por el repentino descenso de la temperatura, por la repentina interrupción del viento y la tormenta después de que hubieran hecho resplandecer el cielo, por el repentino cambio de color de la naturaleza entera. Pero mientras caminaba me daba la impresión de que antes de la tormenta todo, aves e insectos, árboles y rocas, ese viejo cubo de la basura y ese torcido poste de la electricidad, andaba desconcertado, sin sentido, se había apartado de un objetivo claro. Luego, la tormenta que estalló después de medianoche y antes de que aparecieran las primeras luces del día les devolvió sus objetivos y sus significados perdidos.
¿Es necesario que a uno le despierten a medianoche el ruido de las ventanas que golpean, un viento que se filtra en el interior oscuro de la habitación a través de las cortinas y los truenos para que perciba que la vida es más profunda de lo que creemos y que el mundo es un lugar con más significado? Como el marinero a quien despierta una tormenta y se lanza instintivamente a las velas, yo salté instintivamente de la cama entre dormido y despierto, cerré una a una las ventanas abiertas, apagué una lámpara de mesa que me había dejado encendida y, después de hacer todo eso, bebí agua bajo la lámpara de la cocina, que se balanceaba por el viento que se colaba por entre las rendijas. De repente sopló un viento violento que lo abarcaba y lo sacudía todo y se cortó la electricidad. Al quedarme a oscuras sentí frío en los pies descalzos sobre el suelo de piedra de la cocina.
Podía ver por la ventana la blancura de la espuma de las olas del mar, cada vez más grandes, por entre pinos y álamos que se sacudían como si tiritaran. Un rayo cayó entre truenos en un lugar cercano, puede que en el mar. Luego se mezclaron la tierra y el cielo, entre los continuos resplandores de los relámpagos, las nubes que se acercaban a toda velocidad y las ramas más extremas de los chasqueantes árboles. Me sentía muy contento de poder contemplar el mundo a medianoche por la ventana de la cocina con un vaso vacío en la mano.
Por la mañana, mientras caminaba intentando comprender lo que había pasado como el curioso que merodea por el lugar de los hechos viendo los rastros de las historias, la brutalidad, los desastres y las batallas, me decía a mí mismo: en esos momentos de violencia y tormenta comprendemos que vivimos todos juntos en un único mundo. Más tarde, observando las bicicletas volcadas allí donde las habían dejado la noche anterior y las ramas rotas, se me vino también esto a la cabeza: en esos momentos de tormenta no sólo comprendemos que vivimos en un único mundo, sino que también empezamos a intuir que todos vivimos la misma vida.
Un pájaro, un pequeño gorrión, había caído a la tierra enfangada durante la tormenta, aunque no pude entender cómo, y se estaba muriendo. Mientras lo dibujaba con frialdad y curiosidad empezó a llover a goterones sobre mi cuaderno abierto y sobre los otros dibujos.