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MIS RELOJES
Comencé a llevar mi primer reloj en el 65, a los doce años. Luego lo dejé en el 70, estaba ya muy viejo. No era de marca conocida, sino de una cualquiera. En el 70 me compré un Omega que usé hasta el 83. Este tercer reloj mío también es Omega. No es muy viejo, me lo compró mi mujer a finales del 83, pocos meses después de que se publicara La casa del silencio.
El reloj es como una parte de mi cuerpo. Cuando me lo quito de la muñeca y lo coloco sobre la mesa delante de mí antes de ponerme a escribir, me siento como alguien que se quita la camisa antes de jugar al fútbol. Poner el reloj en la mesa -especialmente si llego de la calle– es como prepararse a salir a un combate de boxeo. Para mí, es un gesto de preparación para la lucha. De la misma manera, me encanta ponerme el reloj al salir de casa después de cinco o seis horas de trabajo si todo ha ido bien, si he podido escribir a gusto. Llega al punto de que ese gesto, el gesto de ponerme el reloj, me produce el placer de haber conseguido algo, de haber terminado el trabajo. Me levanto rápidamente de la mesa, me meto las llaves y el dinero en el bolsillo y salgo enseguida pero todavía no me he puesto el reloj, lo llevo en la mano; me lo pongo andando por la calle, en la acera. Para mí es un enorme placer. Y a todo eso le acompaña la sensación de haber finalizado un combate.
Nunca me he dejado llevar por la sensación de «¡Qué rápido ha pasado el tiempo!».
Miro el cuadrante del reloj y me da la impresión de que las agujas tienen que llegar a algún sitio y que por fin llegan, pero intelectualmente no lo pienso como si fueran partículas de tiempo. Por eso nunca he querido comprarme un reloj digital. Porque los relojes digitales me muestran esas partículas de tiempo como cifras. En cambio, el cuadrante del reloj es una imagen misteriosa. Me gusta mirarlo. Hace que me represente una imagen del tiempo, sea lo que fuere esa cosa tan metafísica.
Mi mejor reloj es el reloj viejo al que me he acostumbrado. Soy leal a mi reloj como objeto.
Viví esa sensación metafísica que proporciona el reloj, ese sentimiento fascinante, en los años de la escuela secundaria, cuando por primera vez lo usé. Pero luego, durante años, el reloj fue para mí algo relacionado con el timbre que señalaba el final de las clases.
Siempre he sido optimista con respecto al reloj. Pienso que podré hacer en nueve minutos el trabajo que habitualmente me lleva doce. O que haré en diecisiete algo que me lleva veintitrés. Pero si no puedo hacerlo, tampoco me dejo arrastrar por el pesimismo.
Al acostarme me quito el reloj de la muñeca y lo dejo en algún lugar cerca de mí. Al despertarme, lo primero que hago es alargarme a mirarlo. Mi reloj es como un amigo muy querido. Ni siquiera me gusta cambiarle la correa vieja; el olor de mi piel la impregna.
Antes empezaba a escribir alrededor de las doce y continuaba hasta la tarde. Pero el intervalo en el que realmente escribía era entre las once de la noche y las cuatro de la madrugada. A las cuatro me acostaba.
Trabajé de noche, hasta el amanecer, hasta que nació mi hija. El cuadrante de mi reloj me observaba a esas horas en que todos dormían. Luego cambió ese orden de cosas. A partir de 1996 me acostumbré a levantarme cada mañana a las cinco y trabajar dos horas. Luego despertaba a mi mujer y a mi hija, desayunaba con ellas y llevaba a Rüya al colegio.