Capítulo 40

El cuartel del general Valois estaba situado en el interior de las ruinas de la antigua fortificación romana de la brigada personal de los emperadores, la guardia pretoriana. Estaba ubicado en la decimoctava rione, en el extremo noreste de Roma, que ahora estaba fuera de la reducida ciudad en la que se había convertido. En su apogeo, hacía 1500 años, Roma era inmensa, la ciudad más grande del mundo, y contaba con un millón de habitantes.

Ezio y su tropa habían alcanzado a Bartolomeo en el camino y ahora estaban todos reunidos en una pequeña colina cerca del campamento base francés. Habían intentado un ataque, pero sus balas habían rebotado inútilmente al chocar contra los fuertes muros que Valois había construido encima de los antiguos. Ahora se habían alejado fuera del alcance de la lluvia de disparos que habían recibido por parte de los franceses como respuesta a su incursión. Lo único que Bartolomeo podía hacer era soltarles imprecaciones a sus enemigos.

—¡Cobardes! ¿Qué, le robáis la mujer a un hombre y luego vais a esconderos dentro de una fortaleza? ¡Ja! No os cuelga nada entre los muslos, ¿me oís? ¡Nada! Vous n'avez même pas une couille entre vous tous! ¿Es suficiente francés para vosotros, bastardi? De hecho, no creo que ni siquiera tengáis pelotas.

Los franceses dispararon un cañón. Estaban a su alcance y la bala se clavó en el suelo a unos metros de donde estaban.

—Escucha, Barto —dijo Ezio—. Cálmate. No le servirás de nada a tu mujer si estás muerto. Reagrupémonos. Luego asaltaremos las puertas como hicimos aquella vez en el Arsenal de Venecia cuando perseguíamos a Silvio Barbarigo.

—No funcionará —dijo Bartolomeo con tristeza—. La entrada está más llena de franceses que las calles de París.

—Entonces treparemos hasta las almenas.

—No se puede escalar por ellas. Y aunque pudieras, son tantos, que ni siquiera tú serías capaz de resistir —caviló—. Pantasilea sabría qué hacer. —Se quedó pensando un rato más y Ezio se dio cuenta de que su amigo se estaba desanimando mucho—. Quizá sea el fin —continuó con pesimismo—. Tendré que hacer lo que me ha dicho: entraré en el campamento al amanecer y llevaré unos regalos propiciatorios. Sólo espero que le perdone la vida. ¡Maldito cobarde!

Ezio había estado pensando y chasqueó los dedos con energía.

Perché non ci ho pensato prima? ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

—¿Qué? ¿He dicho algo?

A Ezio le brillaban los ojos.

—Vuelve a tu cuartel.

—¿Qué?

—Diles a tus hombres que vuelvan al cuartel. Te lo explicaré allí. ¡Venga!

—Más vale que sea algo bueno —dijo Bartolomeo y dio la orden a sus hombres—. ¡Replegaos!

Era de noche cuando llegaron. Una vez que guardaron en las cuadras a los caballos y los hombres se retiraron, Ezio y Bartolomeo se reunieron en la sala de mapas.

—Bueno, ¿y cuál es tu plan?

Ezio desenrolló un mapa, que mostraba en detalle la Castra Praetoria y sus alrededores. Señaló el interior de la fortaleza.

—En cuanto entremos, tus hombres podrán con las patrullas del campamento, ¿no?

—Sí, pero…

—Sobre todo si les cogemos totalmente por sorpresa.

Ma certo. El elemento sorpresa siempre es…

—Entonces tenemos que conseguir muchos uniformes franceses. Y sus armaduras. Rápido. Entraremos al amanecer, con todo el morro del mundo; pero no hay tiempo que perder.

El rostro de facciones duras que tenía Bartolomeo reflejó comprensión. Comprensión y esperanza.

—¡Ja! ¡Zorro sinvergüenza! Ezio Auditore, así me gustan a mí los hombres. Piensas como la misma Pantasilea. ¡Magnífico!

—Dame unos cuantos hombres. Ahora iré a su torre, entraré y cogeré lo que necesitamos.

—Te daré todos los hombres que te hagan falta. Ellos pueden quitarle los uniformes a los cadáveres de las tropas francesas.

—Bien.

—Y Ezio.

—¿Sí?

—Asegúrate de matarlos de forma tan limpia como sea posible. No queremos uniformes manchados de sangre.

—No se enterarán —contestó Ezio—. Confía en mí.

Mientras Bartolomeo destacaba a los hombres para el trabajo que tenían entre manos, Ezio fue a su alforja y escogió la daga venenosa.

Se acercaron en silencio a la Torre Borgia, que ahora estaba bajo el mando francés, con el sonido de los cascos de sus caballos amortiguados por sacos. Ezio, que desmontó a poca distancia, les pidió a sus hombres que esperaran mientras escalaba la pared exterior con la destreza de un habitante de los lejanos Alpes y la gracia y la astucia de un gato. Un rasguño de la daga venenosa bastaba para matar y los franceses, demasiado confiados, no habían puesto muchos guardias. Cogió totalmente desprevenidos a los que estaban y murieron antes de que fueran conscientes de lo que les había pasado. En cuanto se deshizo de los guardias, Ezio abrió la puerta principal, que chirrió por las bisagras e hizo que a Ezio le fuera el corazón a toda velocidad. Se detuvo a escuchar, pero la plaza de armas dormía. Sin hacer ruido, sus hombres fueron corriendo hacia la torre, entraron en la plaza y redujeron a sus ocupantes sin apenas esfuerzo. Recoger los uniformes les costó un poco más, pero al cabo de una hora ya estaban de vuelta en el cuartel, con su misión cumplida.

—Hay un poco de sangre en éste —protestó Bartolomeo, que estaba cribando el botín.

—Fue la excepción. Era el único que estaba alerta y tuve que acabar con él del modo tradicional, con la espada —comentó Ezio, mientras los hombres a los que les habían asignado aquella operación se ponían los uniformes franceses.

Bartolomeo dijo:

—Bueno, más vale que me traigas a mí también una de esas armaduras perversas.

—Tú no te vas a poner una —respondió Ezio, mientras se vestía con el uniforme de un teniente francés.

—¿Qué?

—¡Pues claro que no! El plan es que te entregues. Nosotros somos una patrulla francesa que te lleva al general duque de Valois.

—Por supuesto. —Bartolomeo se quedó pensando—. ¿Y luego qué?

—Barto, no has estado prestando atención. Luego tus hombres atacarán a mi señal.

Bene! —Bartolomeo sonrió abiertamente—. Daos prisa —les dijo a los hombres que no habían acabado de vestirse—. Ya huelo el amanecer y estamos lejos.

Los hombres cabalgaron rápidamente en la noche, pero dejaron sus caballos a cierta distancia del cuartel general francés, a cargo de sus escuderos. Antes de marcharse, Ezio comprobó la pequeña pistola del Códice que le había dado Leonardo —el diseño se había mejorado para que pudiera disparar más de una vez antes de recargar— y se la ató discretamente al brazo. Entonces él y su grupo de soldados «franceses» avanzaron a pie en dirección a Castra Praetoria.

—De Valois cree que Cesare permitirá que los franceses gobiernen Italia —explicó Bartolomeo mientras marchaba al lado de Ezio, que representaba el papel de un oficial superior de la patrulla y le entregaría a los franceses—. ¡Qué tonto! Está tan cegado por las gotas de realeza que hay en su sangre que no se da cuenta del plan del campo de batalla. ¡Maldito mequetrefe endogámico! —Hizo una pausa—. Pero yo sé y tú también que, piensen lo que piensen los franceses, Cesare tiene la intención de ser el primer rey de una Italia unificada.

—A menos que le detengamos.

—Sí. —Bartolomeo reflexionó—. ¿Sabes? A pesar de lo brillante que es tu plan, personalmente no me gusta usar este tipo de trucos. Creo en la pelea limpia y que el mejor hombre gane.

—Cesare y de Valois puede que tengan estilos diferentes, Barto, pero ambos juegan sucio, así que no nos queda otra opción salvo pagarles con la misma moneda.

—¡Hmm! «Llegará un día en el que los hombres no hagan trampas. Y ese día veremos de lo que de verdad es capaz la humanidad» —citó.

—He oído eso antes.

—¡Deberías haberlo oído! Es algo que escribió tu padre.

—¡Psst!

Se habían acercado al campamento francés y Ezio vio que ante ellos se movían unas figuras, los guardias franceses que rodeaban la fortificación.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Bartolomeo, sotto voce.

—Los mataré, no son tantos, pero podemos hacerlo en silencio, sin armar escándalo.

—¿Te queda suficiente veneno en ese aparato tuyo?

—Están alerta y bastante separados unos de otros. Si mato a uno y me descubren, tal vez no pueda impedir que algunos retrocedan y den la alarma.

—¿Y por qué tenemos que matarlos? Vamos vestidos con uniformes franceses. Bueno, al menos vosotros.

—Nos harán preguntas. Si te llevamos encadenado…

—¡¿Encadenado?!

—¡Shh! Si entramos, le hará tanta ilusión a de Valois, que no se le ocurrirá preguntarnos de dónde hemos salido. Al menos, eso espero.

—¿Ese cerebro de mosquito? ¡No te preocupes! Pero ¿cómo vamos a deshacernos de ellos? No podemos dispararles. Los disparos serían como una fanfarria.

—Les voy a disparar con esto —dijo Ezio y sacó la compacta ballesta de carga rápida de Leonardo—. Los he contado. Hay cinco y tengo seis flechas. Aún no hay mucha luz para que pueda apuntar bien desde aquí, así que tendré que acercarme un poco más. Tú espera aquí con el resto.

Ezio avanzó sin que lo vieran hasta que estuvo a unos veinte pasos del centinela francés más próximo. Echó hacia atrás la cuerda, colocó la primera flecha en la ranura, apoyó la cureña en su hombro, apuntó enseguida al pecho de un hombre y disparó. Se oyó un chasquido sordo y un silbido, y el hombre cayó al suelo al instante, como una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas. Ezio ya estaba de camino por los helechos hacia su próxima víctima y la cuerda de la ballesta apenas se oyó. La pequeña flecha alcanzó el cuello del hombre, que hizo un sonido como si lo estuvieran estrangulando antes de caer de rodillas. Cinco minutos más tarde, todo había acabado. Ezio había utilizado las seis flechas, puesto que falló el primer tiro al último hombre, lo que le hizo perder su determinación por un momento, pero recargó y disparó con éxito antes de que el soldado tuviera tiempo de reaccionar al extraño ruido amortiguado que había oído.

No tenía más munición para el arco, pero le dio las gracias en silencio a Leonardo. Sabía que aquella arma resultaría útil en más de una ocasión. Ezio llevó a los soldados franceses hacia unos matorrales, con la esperanza de que allí apartados nadie que, por casualidad, pasara por allí, pudiera verles. Mientras lo hacía, retiró las flechas para otro momento —al recordar el consejo de Leonardo—, guardó la ballesta y volvió con Bartolomeo.

—¿Ya está? —le preguntó el grandullón.

—Ya está.

—Valois será el siguiente —juró Bartolomeo—. Le haré chillar como a un cerdo.

El cielo se estaba aclarando y el amanecer, cubierto por un manto rojizo, caminaba sobre el rocío de las lejanas colinas del este.

—Será mejor que nos marchemos —dijo Bartolomeo.

—Vamos, entonces —contestó Ezio, que le cerró los grilletes en las muñecas antes de que pudiera protestar—. No te preocupes, son unas falsas con un resorte. Si aprietas el puño de golpe, se abrirán. Pero por el amor de Dios, espera a mi señal. Y por cierto, el «guardia» a tu izquierda se quedará cerca de ti. Tiene a Bianca debajo de la capa. Lo único que tienes que hacer es extender el brazo y… —La voz de Ezio adoptó un tono de advertencia—. Pero sólo a mi señal.

—¡Sí, señor!

Bartolomeo sonrió.

Al frente de sus hombres, Bartolomeo dos pasos detrás de él con una escolta especial de cuatro soldados, Ezio marchaba sin temor en dirección a la puerta principal del cuartel de los franceses. El sol naciente resplandecía en su cota de malla y en el peto de la armadura.

Halte-là! —ordenó un sargento comandante en la puerta, que estaba respaldado por una docena de centinelas armados de arriba abajo. Sus ojos ya se habían fijado en los uniformes de sus compañeros soldados, así que ordenó—: Déclarez-vous!

Je suis le lieutenant Guillemot, et j'emméne le général d'Alviano ici présent á Son Excellence le duc-général monsieur de Valois. Le général d'Alviano s'est rendu, seul et sans armes, selon les exigences de monsieur le duc —respondió Ezio con fluidez, lo que hizo que Bartolomeo alzara una ceja.

—Bien, teniente Guillemot, el general estará encantado de ver que el general d'Alviano ha entrado en razón —dijo el capitán de la guardia, que se había apresurado a hacerse cargo—. Pero hay algo, un deje en tu acento que no acabo de identificar. Dime, ¿de qué parte de Francia eres?

Ezio respiró.

—De Montreal —contestó con firmeza.

—Abre las puertas —le dijo el capitán de la guardia a su sargento.

—¡Abrid las puertas! —gritó el sargento.

En cuestión de segundos, Ezio dirigía a sus hombres hacia el corazón del cuartel general francés. Retrocedió un paso para tener al lado a Bartolomeo y a la escolta del «prisionero».

—Los mataré a todos —murmuró Bartolomeo— y me comeré sus riñones fritos para desayunar. Por cierto, no sabía que hablabas francés.

—Lo aprendí sobre la marcha en Florencia —contestó Ezio con naturalidad—. Me lo enseñaron unas chicas que conocía allí.

Se alegraba bastante de que su acento no se hubiera colado.

—¡Qué bribón! Aun así, dicen que es el mejor sitio donde aprender un idioma.

—¿Dónde, en Florencia?

—No, tonto… ¡En la cama!

—Cállate.

—¿Estás seguro de que estos grilletes son falsos?

—Todavía no, Barto. Ten paciencia, ¡y cállate!

—Se me está acabando la paciencia. ¿Qué están diciendo?

—Te lo contaré más tarde.

El francés de Bartolomeo se limitaba a unas pocas palabras, pensó Ezio, mientras escuchaba cómo se burlaban de su amigo.

Chien d'italien, perro italiano. Prosterne-toi devant tes supérieurs, inclínate ante tus superiores. Regarde-le, comme il a honte de ce qu'il est devenu! ¡Mira lo avergonzado que está de sí mismo y de su perdición!

Cuando llegaron al pie de una ancha escalera que llevaba hacia la entrada a las dependencias del general francés, aquella dura prueba pronto terminó. El mismísimo de Valois estaba al frente de un grupo de oficiales, con su prisionera Pantasilea al lado. Tenía las manos atadas a la espalda y llevaba unos holgados grilletes en los tobillos, que le permitían caminar, pero tan sólo a pasos cortos. Al verla, Bartolomeo no pudo contener un gruñido de enfado y Ezio le dio una patada.

De Valois levantó la mano.

—No es necesaria la violencia, teniente, aunque te felicito por tu entusiasmo. —Volvió su atención a Bartolomeo—. Mi querido general, al parecer has visto la luz.

—¡Ya me he hartado de tus tonterías! —soltó Bartolomeo—. Suelta a mi mujer y quítame estos grilletes.

—Oh, querido —dijo de Valois—, ¡cuánta prepotencia para alguien que no nació con nada más que su nombre!

Ezio estaba a punto de dar la señal, cuando Bartolomeo le contestó a Valois, levantando la voz:

—¡Mi nombre tiene su valor a diferencia del tuyo, que es falso!

Las tropas que les rodeaban se quedaron en silencio.

—¿Cómo te atreves? —dijo de Valois, pálido de rabia.

—¿Crees que estar al mando de un ejército te concede estatus y nobleza? La auténtica nobleza de espíritu viene al luchar al lado de tus hombres, no al secuestrar una mujer para escapar de una batalla.

—Vosotros los salvajes nunca aprenderéis —dijo de Valois malévolamente. Sacó una pistola, la amartilló y apuntó con ella a la cabeza de Pantasilea.

Ezio sabía que tenía que actuar con rapidez, así que sacó una pistola y disparó un tiro al aire. Al mismo tiempo, Bartolomeo, que se moría de ganas por que llegara aquel momento, cerró los puños y los grilletes salieron volando.

A continuación reinó el caos. Los condottieri disfrazados que acompañaban a Ezio atacaron de inmediato a los asustados soldados franceses, y Bartolomeo cogió a Bianca del «guardia» que aún tenía a su izquierda y subió por la escalera. Aunque de Valois fue demasiado rápido para él. Agarró bien fuerte a Pantasilea, retrocedió hacia sus dependencias y cerró la puerta de golpe.

—¡Ezio! —imploró Bartolomeo—. Tienes que salvar a mi esposa. Sólo tú puedes hacerlo. Este lugar está construido como una caja fuerte.

Ezio asintió y forzó una sonrisa que imprimiese confianza en su amigo. Observó el edificio desde el lugar en el que se encontraban. No era grande, pero era una estructura nueva y fuerte, construida por arquitectos militares franceses y diseñada para ser impenetrable. No le quedaba más remedio que intentar entrar por los tejados, donde nadie esperaría un asalto y donde, por lo tanto, podían estar los puntos débiles.

Ezio saltó hacia las escaleras y, aprovechándose del tumulto que había abajo, que desviaba la atención de todos, buscó un sitio por donde escalar. De pronto, una docena de franceses salió detrás de él, con sus afiladas espadas destellando a la luz del sol de primera hora de la mañana, pero en un instante Bartolomeo se interpuso entre ellos, blandiendo Bianca de forma amenazadora.

Las paredes de las dependencias de Valois habían sido diseñadas para ser inexpugnables, pero había suficientes grietas y recovecos en ellas para que Ezio pudiera trazar una ruta con sus ojos, y en cuestión de segundos ya estaba en el tejado. Era plano, de madera y estaba recubierto de tejas, y allí había emplazados cinco centinelas franceses, que le detuvieron cuando saltó sobre el parapeto para pedirle una contraseña. Al no poder darles ninguna, corrieron hacia él, con las alabardas bajadas. ¡Tuvo suerte de que no estuvieran armados con mosquetes o pistolas! Ezio disparó al primero, luego desenvainó su espada y entró en combate con los otros cuatro; lucharon como desesperados, le rodearon y le pincharon sin piedad con las puntas de sus armas. Uno, al rasgarle la manga, le hizo un corte en el codo que comenzó a sangrar, pero la hoja pasó por encima de la muñequera de metal de su antebrazo izquierdo sin hacerle daño.

Con la muñequera y la espada pudo defenderse contra los ataques que cada vez eran más desesperados. La destreza de Ezio con la espada compensó su minoría ante cuatro oponentes de golpe. Su ánimo se elevó al pensar en la querida esposa de Bartolomeo, pues sabía que no podía defraudarle; no debía fallar. Al final la marea de la pelea se volvió a su favor; se metió debajo de dos espadas que pretendían cortarle la cabeza y bloqueó uno de los golpes con su muñequera, lo que le permitió devolver el ataque a la hoja del cuarto hombre. Aquella maniobra le dio la oportunidad que necesitaba, y un corte mortal en la mandíbula lo derribó. Le quedaban tres. Ezio se acercó al francés que se hallaba más próximo a él, de modo que no le dejaba espacio para empuñar su espada. Entonces le clavó la hoja oculta en su abdomen. Quedaban dos y ambos parecían nerviosos. Tardó un par de minutos en derrotar a los dos guardias franceses que restaban y ya no suponían un problema. Su manejo de la espada no tenía comparación con el dominio de Ezio. Se apoyó en su espada durante unos instantes, mientras respiraba con dificultad entre los cinco enemigos derrotados.

En medio del tejado había una gran abertura cuadrada. Tras recargar su pistola, Ezio se acercó con cautela. Tal y como esperaba, se encontró mirando un patio, sin decoración, ni plantas, sillas ni mesas, aunque sí había dos o tres bancos de piedra dispuestos alrededor de una fuente y un estanque secos.

Mientras miraba por el borde, se oyó un disparo y una bala pasó silbando por su oreja izquierda, lo que le hizo retroceder. No sabía cuántas pistolas tenía de Valois. Si tan sólo era una, calculó que el general tal vez tardaría diez segundos en recargar. Se arrepintió de no tener la ballesta, pero no había nada que hacer al respecto. Guardados en la parte trasera de su cinturón tenía cinco dardos venenosos, pero debía estar bastante cerca para usarlos y no quería hacer nada que pusiera en peligro a Pantasilea.

—¡No te acerques más! —gritó Valois desde abajo—. La mataré si lo haces.

Ezio se asomó y miró hacia el patio, pero su línea de visión estaba limitada por el borde del tejado. No podía ver a nadie, pero sí podía percibir el pánico en la voz de Valois.

—¿Quién eres? —preguntó el general—. ¿Quién te ha enviado? ¿Rodrigo? Dile que es todo un plan de Cesare.

—Será mejor que me cuentes lo que sabes, si quieres regresar a Borgoña de una pieza.

—Si te lo digo, ¿dejarás que me marche?

—Ya veremos. No debes hacerle daño a la mujer. Sal donde pueda verte —ordenó Ezio.

Abajo, de Valois salió con cautela de la columnata que rodeaba el patio y se colocó cerca de la fuente seca. Pantasilea tenía las manos atadas a la espalda y de Valois la sostenía con una brida que estaba sujeta a una soga alrededor del cuello. Ezio se dio cuenta de que había llorado, pero ahora estaba en silencio e intentaba mantener la cabeza bien alta. La mirada que le lanzó a de Valois fue tan fulminante que, si hubiera sido un arma, habría eclipsado todo el armamento del Códice junto.

¿Cuántos hombres había escondidos allí abajo con él?, se preguntó Ezio. Aunque el tono de miedo en su voz sugería que el general se había quedado sin opciones y se sentía acorralado.

—Cesare ha estado sobornando a los cardenales para alejarlos del Papa y ponerlos de su parte. En cuanto tuviera el resto del país bajo el dominio de Roma, se suponía que debía marchar a la capital y apoderarme del Vaticano, así como deshacerme de todo aquel que se opusiera a la voluntad del capitán general.

De Valois agitó su pistola a lo loco y al darse la vuelta, Ezio comprobó que tenía dos más metidas en su cinturón.

—No ha sido idea mía —continuó de Valois—. Estoy por encima de tales maquinaciones.

Un deje de su antigua vanidad volvía a reflejarse en su voz. Ezio se preguntó si debía permitirle tanta libertad. Se movió para que le viera y con atrevimiento saltó hacia el patio y cayó como una pantera.

—¡No te acerques! —gritó de Valois—. O…

—Como le toques un pelo de la cabeza los arqueros que tengo arriba te clavarán más flechas que a San Sebastián —dijo Ezio entre dientes—. Bueno, noble alma, ¿y qué te iba a dar a cambio?

—Como soy de la Casa de Valois, Cesare me dará Italia. Gobernaré aquí como me corresponde por derecho de nacimiento.

Ezio casi se ríe. ¡Bartolomeo no había exagerado —más bien lo contrario— cuando había llamado cerebro de mosquito a aquel presumido! Pero aún tenía a Pantasilea, así que seguía siendo peligroso.

—Bien. Ahora, suelta a la mujer.

—Déjame salir antes. Luego la soltaré.

—No.

—El rey Luis me escucha. Pídeme lo que quieras en Francia y será tuyo. ¿Una finca, tal vez? ¿Un título?

—Ya tengo esas cosas. Aquí. Y nunca vas a gobernarlas.

—Los Borgia han intentado darle la vuelta al orden natural —trató de persuadirle de Valois cambiando de táctica— y yo tengo la intención de volver a ponerlo en su sitio. La sangre real debería gobernar, no la infecta y contaminada sustancia que corre por sus venas. —Hizo una pausa—. Sé que no eres un bárbaro como ellos.

—Ni tú, ni Cesare, ni el Papa, ni nadie que no tenga la paz y la justicia de su lado gobernará Italia mientras mi cuerpo tenga vida —dijo Ezio y avanzó despacio.

El miedo parecía haber dejado paralizado al general francés. La mano que ahora sostenía la pistola contra la sien de Pantasilea temblaba, y no se retiraba. Evidentemente estaban a solas en sus dependencias, a menos que los otros ocupantes fueran criados que habían tenido el juicio de esconderse. Oyeron un ruido fuerte y constante como si dieran unos golpes lentos e intencionados, y las puertas exteriores de las dependencias vibraron. Bartolomeo debía de haber derrotado a los franceses y subía con un ariete.

—Por favor… —dijo con voz trémula el general, al que le había desaparecido toda sofisticación—. La mataré.

Alzó la vista hacia la abertura en el techo para tratar de vislumbrar a los arqueros imaginarios de Ezio, pero ni siquiera se le ocurrió, como Ezio había temido que podría hacer la primera vez que los mencionó, que tal soldadesca había sido sustituida en la guerra moderna, aunque el arco aún fuera más rápido de recargar que una pistola o un mosquete.

Ezio dio otro paso hacia delante.

—Te daré todo lo que quieras. Aquí hay dinero, mucho; es para pagar a los hombres, pero puedes llevártelo todo. Y yo… yo… haré todo lo que quieras.

Ahora estaba suplicando y le hacía parecer tan patético que Ezio apenas podía contener su desprecio. ¿Aquel hombre de verdad se veía como el rey de Italia?

Casi no merecía la pena ni matarlo.

Ezio ahora estaba cerca de él y los dos hombres se miraron a los ojos. Ezio primero cogió la pistola y luego la brida de las manos débiles del general. Con un quejido de alivio, Pantasilea renqueó hacia atrás para quitarse de en medio y observó la escena con los ojos muy abiertos.

—Yo… yo sólo quería respeto —dijo el general débilmente.

—Pero el auténtico respeto se ha de ganar —respondió Ezio—, no se hereda ni se compra. Y tampoco se puede ganar a la fuerza. Oderint dum Metuant debe de ser uno de los dichos más estúpidos que jamás se hayan acuñado. No me extraña que Calígula lo adoptara: «Que me odien, mientras me teman». Tampoco me extraña que nuestro Calígula moderno diga lo mismo. ¡Y tú le sirves!

—Yo sirvo a mi rey, Luis XII. —De Valois parecía alicaído—. Pero tal vez tengas razón. Ahora lo veo claro. —La esperanza brilló en sus ojos—. Necesito más tiempo…

Ezio suspiró.

—¡Ay, amigo, te has quedado sin él!

Desenvainó su espada mientras de Valois comprendía lo que sucedía y por fin actuaba con dignidad al arrodillarse y bajar la cabeza.

Requiescat in pace —dijo Ezio.

Con un fuerte estrépito, las puertas exteriores de las dependencias de Valois se astillaron, cayeron al suelo y al otro lado apareció Bartolomeo, cubierto de sangre y polvo, pero ileso, al frente de una tropa de sus hombres. Se acercó corriendo a su mujer y la abrazó tan fuerte que la dejó sin respiración antes de ponerse a quitarle la soga del cuello, con los dedos tan nerviosos y torpes que al final Ezio tuvo que hacerlo por él. Le quitó los grilletes de los pies con dos potentes golpes de Bianca y tras calmarse un poco, le desató las cuerdas que le ataban las muñecas.

—Oh, Pantasilea, mi amor, mi corazón, mi vida. No te atrevas a desaparecer así otra vez. Estaba perdido sin ti.

—No es cierto. Me has salvado.

—Ah. —Bartolomeo parecía avergonzado—. No. Yo no… ¡Ha sido Ezio! Vino con un…

Madonna, me alegro de que estés a salvo —interrumpió Ezio.

—Mi querido Ezio, ¿cómo podré agradecértelo? Me has salvado.

—No he sido más que un mero instrumento, tan sólo una parte del brillante plan de tu marido.

Bartolomeo miró a Ezio con una expresión de confusión y gratitud en su rostro.

—¡Mi príncipe! —exclamó Pantasilea, abrazando a su esposo—. ¡Mi héroe!

Bartolomeo se sonrojó y le guiñó el ojo a Ezio.

—Bueno, si soy tu príncipe —dijo—, será mejor que me gane ese título. Ya sabes que no ha sido todo idea mía.

Al darse la vuelta para marcharse, Pantasilea pasó rozando a Ezio y le susurró:

—Gracias.