Capítulo 14
Al día siguiente, Ezio se marchó pronto de la posada. Su herida parecía entumecida, pero le dolía menos y podía usar mucho mejor el brazo. Antes de irse, practicó algunos golpes con la hoja oculta y comprobó que podía utilizarla sin dificultad, así como la espada y la daga, que eran más convencionales. Por suerte no le habían disparado en el brazo con el que cogía su arma.
Como no estaba seguro de si los Borgia y sus colegas Templarios sabían que había escapado de la batalla de Monteriggioni con vida, y dado el número elevado de soldados armados con pistolas, que vestían en la oscuridad con las libreas moradas rojizas y amarillas de los Borgia, dio un rodeo para ir al Mausoleo de Augusto, y el sol ya estaba bien alto cuando llegó.
Había menos personas y, tras reconocer el terreno para asegurarse de que ningún guardia vigilaba aquel sitio, Ezio se acercó con cautela al edificio, y se coló por la entrada en ruinas al sombrío interior.
Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, distinguió una figura vestida de negro, apoyada en un peñasco e inmóvil como una estatua. Miró a ambos lados para determinar que había algún sitio donde esconderse detrás, antes de que advirtiera su presencia, pero no había nada más aparte de unas matas de hierba entre unas piedras caídas de unas antiguas ruinas romanas. Decidió que lo mejor era moverse hacia la oscuridad de los muros del Mausoleo y empezó a caminar con rapidez pero en silencio.
Era demasiado tarde. Quienquiera que fuese ya le había visto, probablemente nada más llegar iluminado por la luz de la entrada, y se dirigió hacia él. Al aproximarse, reconoció la figura vestida de negro de Maquiavelo, que colocó un dedo en sus labios al acercarse aún más. Con discreción, le hizo señas para que le siguiera y caminó hacia una zona más oscura en el interior de la tumba del emperador romano, construida hacía casi un milenio y medio.
Por fin se paró y se dio la vuelta.
—Shh —dijo y esperó mientras escuchaba con atención.
—¿Qué…?
—Baja la voz. Habla muy bajo —le reprendió Maquiavelo, que seguía escuchando.
Al final se relajó.
—Vale —continuó—, no hay nadie.
—¿A qué te refieres?
—Cesare Borgia tiene ojos en todas partes. —Maquiavelo se tranquilizó un poco—. Me alegro de verte aquí.
—Pero si me dejaste ropa en casa de la contessa…
—Tenía órdenes de vigilarte a tu llegada a Roma. —Maquiavelo sonrió—. Ah, sí que sabía que vendrías. En cuanto te aseguraras de que tu madre y tu hermana estaban a salvo. Al fin y al cabo, son los últimos miembros que quedan de la familia Auditore.
—No me gusta tu tono —dijo Ezio, que se molestó un poco.
Maquiavelo se permitió sonreír con frialdad.
—Ahora no es momento para tener tacto, querido colega. Sé que te sientes culpable por la familia que has perdido, aunque no eres el responsable de esa gran traición. —Hizo una pausa—. Las noticias del ataque a Monteriggioni han corrido por la ciudad. Algunos de nosotros estábamos seguros de que habías muerto. Le dejé la ropa a nuestra amiga de confianza porque sabía que no te morirías en un momento tan crucial; o por si acaso.
—Entonces, ¿todavía tienes fe en mí?
Maquiavelo se encogió de hombros.
—Cometiste un error garrafal. Una vez. Porque fundamentalmente tu instinto es mostrar misericordia y confianza. Ésos son buenos instintos. Pero ahora tenemos que luchar y golpear fuerte. Esperemos que los Templarios no sepan que sigues vivo.
—Pero ya deben de saberlo.
—No necesariamente. Mis espías me dijeron que hay mucha confusión.
Ezio se detuvo a pensar.
—Nuestros enemigos pronto sabrán que estoy vivo y coleando. ¿A cuántos tenemos que enfrentarnos?
—Ay, Ezio, la buena noticia es que hemos limitado el campo. Hemos eliminado a muchos Templarios por toda Italia y por muchas tierras más allá de nuestras fronteras. La mala noticia es que los Templarios y la familia Borgia ahora se han aliado, son la misma cosa, y lucharán como un león acorralado.
—Cuéntame más.
—Aquí nos encontramos muy aislados. Tenemos que perdernos entre la muchedumbre del centro de la ciudad. Iremos a la corrida de toros.
—¿La corrida de toros?
—Cesare se luce como torero. Al fin y al cabo, es español. De hecho, no es español, sino catalán, y eso resultará un día ser una ventaja para nosotros.
—¿Por qué?
—El rey y la reina de España quieren unificar el país. Son de Aragón y Castilla. Los catalanes son una espina que tienen clavada, aunque todavía son una nación poderosa. Ven, con cuidado. Ambos tenemos que utilizar las habilidades de mimetización que te enseñó Paola hace tanto tiempo en Venecia. Confío en que no las hayas olvidado.
—Ponme a prueba.
Caminaron juntos por la ciudad medio en ruinas que una vez había sido imperial, escondiéndose entre las sombras y perdiéndose entre la multitud como un pez entre los juncos. Al final, llegaron a la plaza de toros y se sentaron en la parte donde había más sombra, la que era más cara y la que estaba más abarrotada de gente, y se quedaron una hora observando cómo Cesare y sus hombres de refuerzo despachaban tres aterradores toros. Ezio contempló la técnica de Cesare: usó las banderillas y los picadores para vencer al animal antes de darle el golpe de gracia tras lucirse un buen rato. Pero no cabía duda de su valor y destreza durante aquel grotesco ritual de muerte, a pesar del hecho de que tenía cuatro diestros para ayudarle. Ezio miró por encima del hombro hacia el palco del presidente de la corrida: allí reconoció el duro pero terriblemente hermoso rostro de la hermana de Cesare, Lucrezia. ¿Habían sido imaginaciones suyas o la había visto morderse el labio hasta sangrar?
De todas maneras, había aprendido algo de cómo Cesare se comportaría en el campo de batalla, y hasta qué punto uno podía fiarse de él en cualquier combate.
Por todos lados, los guardias de los Borgia vigilaban la muchedumbre, tal y como hacían en las calles, todos ellos armados con esas nuevas pistolas de aspecto letal.
—Leonardo… —se le escapó al pensar en su viejo amigo.
Maquiavelo le miró.
—Obligaron a Leonardo a trabajar para Cesare bajo amenaza de muerte (y hubiera sido una muerte muy dolorosa). Es un detalle, un terrible detalle, pero no deja de ser un detalle. La cuestión es que su corazón no está con su nuevo señor, que nunca tendrá la inteligencia o la facilidad de controlar la Manzana al completo. O al menos eso espero. Debemos ser pacientes. La recuperaremos y también lograremos que Leonardo vuelva con nosotros.
—Ojalá estuviera tan seguro.
Maquiavelo suspiró.
—Tal vez seas prudente al tener dudas.
—España ha tomado Italia —dijo Ezio.
—Valencia se ha apoderado del Vaticano —contestó Maquiavelo—, pero podemos cambiarlo. Tenemos aliados en el Colegio Cardenalicio y algunos de ellos son poderosos. No todos son perritos falderos. Y Cesare, a pesar de toda esa ostentación, depende de los fondos de su padre Rodrigo. —Le lanzó a Ezio una mirada penetrante—. Por eso tendrías que haberte asegurado de la muerte de este Papa entrometido.
—No lo sabía.
—Yo tengo la misma culpa que tú. Te lo tenía que haber contado. Pero como has dicho, tenemos que ocuparnos del presente y no del pasado.
—Estoy de acuerdo.
—Amén.
—Pero ¿cómo pueden permitirse todo esto? —preguntó Ezio cuando se desplomó otro toro, que cayó bajo la certera y despiadada espada de Cesare.
—El Papa Alejandro es una mezcla extraña —contestó Maquiavelo—. Es un gran administrador e incluso ha beneficiado a la Iglesia, pero su lado maligno siempre supera al bueno. Durante años fue el tesorero del Vaticano y encontró maneras de amasar una fortuna. La experiencia le ha resultado muy útil. Vende sombreros de cardenales, lo que le ha garantizado tener de su lado a montones de ellos. Incluso ha perdonado a criminales, siempre y cuando tuvieran suficiente dinero para librarse de la horca.
—¿Cómo lo justifica?
—Muy sencillo. Predica que es mejor para un pecador vivir y arrepentirse que morir y privarse de ese dolor.
Ezio no pudo evitar reírse, aunque su risa fuera amarga. Su mente regresó a la reciente celebración del año 1500, el Gran Año del Medio Milenio. Cierto, había habido flagelantes deambulando por el país, esperando el Juicio Final y ¿acaso aquella superstición no había engañado al monje loco Savonarola, que tuvo el control de la Manzana por poco tiempo y que él mismo había derrotado en Florencia?
En el año 1500 había habido un gran jubileo. Ezio recordaba que miles de peregrinos esperanzados se habían dirigido a la Santa Sede desde todas las partes del mundo. Aquel año se había celebrado en los pequeños puestos de avanzada que había en mares lejanos hasta el oeste, en las Nuevas Tierras descubiertas por Colón y, unos años más tarde, por Américo Vespucio, que confirmó su existencia. El dinero había entrado en Roma cuando los fieles compraron indulgencias para redimirse y que les perdonaran sus pecados antes de que Cristo volviera a la tierra para juzgar a los vivos y a los muertos. También había sido el momento en que Cesare había salido a someter la ciudad estado de la Romaña, y cuando el rey de Francia tomó Milán, había justificado sus acciones diciendo que era el legítimo heredero, el bisnieto de Gian Galeazzo Visconti.
El Papa había convertido entonces a su hijo, Cesare, en el capitán general de las fuerzas papales, y gonfaloniere de la Sagrada Iglesia Romana en una gran ceremonia la mañana del cuarto domingo de Cuaresma. Cesare fue recibido por unos niños vestidos de seda y por cuatro mil soldados que llevaban su librea personal. Su triunfo parecía completo: el año anterior, en mayo, se había casado con Carlota de Albret, la hermana de Juan, el rey de Navarra; y el rey Luis de Francia, con quien los Borgia estaban aliados, le dio el ducado de Valencia; no era de extrañar que la gente le llamara Valentino.
Ahora aquella víbora estaba en la cúspide de su poder.
¿Cómo iba a poder Ezio derrotarle?
Compartió esos pensamientos con Maquiavelo.
—Al final, utilizaremos su propia vanagloria para hundirlos —dijo Nicolás—. Tienen un talón de Aquiles. Todo el mundo lo tiene. Sé cuál es el tuyo.
—¿Y cuál es? —soltó Ezio, al que le había fastidiado aquel comentario.
—No hace falta que diga su nombre. Ten cuidado con ella —replicó Maquiavelo, pero luego cambió de tema para continuar—: ¿Recuerdas las orgías?
—¿Aún existen?
—Pues claro. ¡Con lo que a Rodrigo (me niego a llamarle Papa) le gustan! Tienes que reconocer el mérito que tiene con setenta años. —Maquiavelo se rio con ironía y de pronto se puso más serio—. Los Borgia se ahogarán en sus propios excesos.
Ezio se acordaba muy bien de las orgías. Había estado presente en una. El Papa había celebrado una cena en sus aposentos al estilo Nerón, dorados y sobrecargados, a la que habían asistido cincuenta de las mejores prostitutas de la ciudad. A ellas les gustaba llamarse cortesanas, pero no eran más que putas. Cuando se terminó de comer —¿o debería decirse «alimentarse»?—, las chicas bailaron con los criados que estaban presentes. Al principio iban vestidas, pero más tarde se despojaron de sus prendas. Los candelabros que habían estado sobre las mesas se colocaron sobre el suelo de mármol, y se tiraron castañas asadas entre los invitados más nobles. Les dijeron a las prostitutas que se pusieran a cuatro patas como si fueran ganado, con las nalgas bien hacia arriba, para recoger las castañas. Para entonces casi todos se habían unido ya a ellas. Ezio recordaba con desagrado cómo Rodrigo, junto con Cesare y Lucrezia, se había quedado mirando. Al final se dieron los premios a los hombres que habían tenido relaciones sexuales con el mayor número de prostitutas que caminaban a gatas: capas de seda, botas de piel fina, de España, por supuesto; gorros de terciopelo morado y amarillo con diamantes incrustados; anillos, pulseras, bolsas brocadas que contenían cada una cien ducados; dagas, consoladores de plata; cualquier cosa que pudiera imaginarse… Y los miembros de la familia Borgia, que se acariciaban entre sí, habían sido los principales jueces.
Los dos Asesinos se marcharon de la plaza de toros y se hicieron invisibles entre la muchedumbre que atestaba las calles por la tarde.
—Sígueme —dijo Maquiavelo, con un tono apremiante en su voz—. Ahora que has tenido la oportunidad de ver a tu principal oponente en acción, estaría bien comprar el equipo que te falte. Y procura no atraer demasiado la atención.
—¿Acaso lo he hecho? —Ezio se molestó aún más por los comentarios del joven. Maquiavelo no era el líder de la Hermandad (tras la muerte de Mario, no se había designado a nadie) y aquel interregno tendría que terminar pronto—. De todos modos, tengo mi hoja oculta.
—Y los guardias tienen sus pistolas. Esas cosas que Leonardo ha creado para ellos (sabes que no puede controlar su don) se recargan muy rápido, como ya has visto, y además tienen cañones colocados de forma estratégica para que disparen con más exactitud.
—Encontraré a Leonardo y hablaré con él.
—Puede que tengas que matarle.
—Nos es más útil vivo que muerto. Tú mismo has dicho que su corazón no está con los Borgia.
—He dicho que es lo que espero. —Maquiavelo se detuvo—. Mira. Aquí tienes dinero.
—Grazie —dijo Ezio y cogió la bolsa que le ofreció.
—Mientras estés en deuda conmigo, atiende a razones.
—En cuanto oiga que tú también tienes sentido común.
Ezio se alejó de su amigo para dirigirse a la zona de los armeros, donde adquirió un peto nuevo, unos grilletes de acero, una espada y un puñal más equilibrado y de mayor calidad que los que ya tenía. Sobre todo echaba de menos su vieja muñequera del Códice, hecha de un metal secreto, que había evitado muchos golpes que de otro modo habrían sido mortales. Pero era demasiado tarde para arrepentirse. Tenía que confiar en su ingenio y su entrenamiento. Nadie, tampoco ningún accidente, podría arrebatárselos.
Volvió a reunirse con Maquiavelo, que estaba esperándole en la posada, tal y como habían quedado.
Lo encontró bastante irritable.
—Bene —dijo Maquiavelo—. Ahora podrás sobrevivir al viaje de vuelta a Firenze.
—Tal vez. Pero no voy a volver a Florencia.
—¿No?
—A lo mejor deberías hacerlo tú, puesto que tú sí perteneces a la ciudad. Yo ya no tengo casa allí.
Maquiavelo extendió las manos.
—Es cierto que tu antiguo hogar fue destruido. No quería decírtelo. Pero estoy seguro de que tu madre y tu hermana están a salvo. Es una ciudad que está al margen de los Borgia. Mi señor, Piero Soderini, la vigila bien. Allí podrás recuperarte.
Ezio se estremeció al confirmar sus peores miedos, pero se calmó y dijo:
—Me quedo aquí. Tú mismo lo has dicho, no tendremos paz hasta que nos alcemos contra la familia Borgia al completo y los Templarios que les sirven.
—¡Qué valiente! Sobre todo después de lo ocurrido en Monteriggioni.
—Qué mal gusto por tu parte, Nicolás. ¿Cómo iba a saber que me encontrarían tan rápido? ¿O que iban a matar a Mario?
Maquiavelo habló con seriedad, cogiendo a su compañero por los hombros.
—Mira, Ezio, pase lo que pase, tenemos que prepararnos a conciencia. No debemos atacar por un brote de ira. Estamos luchando con scorpioni. Peor aún, ¡serpientes! Pueden enrollarse en tu cuello y morderte los ojos en un solo movimiento. No distinguen entre el bien y el mal; tan sólo conocen su objetivo. Rodrigo se rodea de serpientes y asesinos. Incluso ha convertido a su hija Lucrezia en una de sus armas más arteras: sabe todo lo que se ha de saber sobre el arte del envenenamiento. —Hizo una pausa—. Sin embargo, no es nada comparada con su hermano Cesare.
—Él de nuevo.
—Es el ser más ambicioso, despiadado y cruel que puedas imaginar, ¡gracias a Dios! Las leyes del hombre no significan nada para él. Asesinó a su propio hermano, el duque de Gandía, para abrirse camino hacia el poder absoluto. No se detendrá ante nada.
—Yo le bajaré los humos.
—Siempre que no te precipites. No te olvides de que tiene la Manzana. ¡Que Dios nos ayude si aprende cómo funciona!
Ezio enseguida pensó en Leonardo, que entendía tan bien la Manzana…
—No conoce el peligro ni el cansancio —continuó Maquiavelo—. Los que no caen por su espada claman por unirse a sus filas. Ya ha hundido a las poderosas familias Orsini y Colonna, que se han rendido a sus pies, y el rey Luis de Francia está a su lado. —Maquiavelo hizo una pausa, meditabundo—. Pero al menos el rey Luis sólo seguirá siendo su aliado mientras le sea útil…
—Subestimas a ese hombre.
Al parecer Maquiavelo no le había oído; estaba perdido en sus propios pensamientos.
—¿Qué pretende hacer con todo ese poder y el dinero? ¿Qué tira de él? Todavía no lo sé. Pero, Ezio —añadió, clavando la mirada en su amigo—, Cesare ha puesto el ojo en Italia y a este paso, la conseguirá.
Ezio vaciló, horrorizado.
—¿Es… es admiración lo que oigo en tu voz?
A Maquiavelo se le tensó la cara.
—Sabe cómo ejercer su voluntad (una extraña virtud hoy en día) y es el tipo de hombre que puede someter al mundo a esa voluntad.
—¿A qué te refieres exactamente?
—A esto: la gente necesita a alguien a quien admirar, incluso adorar. Puede ser Dios, o Cristo, pero es preferible alguien a quien puedan ver, que no sea tan sólo una imagen. Rodrigo, Cesare, hasta un actor o una cantante, siempre y cuando estén bien vestidos y tengan fe en sí mismos. El resto viene de forma bastante lógica. —Maquiavelo bebió un poco de vino—. Es parte de nosotros, ¿ves? No nos interesa ni a ti ni a mí, ni a Leonardo, pero hay gente ahí fuera ansiosa por que les sigan, y son los peligrosos. —Acabó su bebida—. Por suerte, personas como yo también pueden manipularlos.
—O personas como yo pueden destruirlos.
Se quedaron sentados en silencio durante un buen rato.
—¿Quién estará al frente de los Asesinos ahora que Mario ha muerto? —preguntó Ezio.
—¡Menuda pregunta! Estamos en desorden y hay pocos candidatos. Es importante, desde luego, y se hará la elección cuando llegue el momento. Mientras tanto, vamos. Tenemos trabajo que hacer.
—¿Vamos a caballo? Puede que esté medio derruida, pero Roma sigue siendo una ciudad grande —sugirió Ezio.
—Es más fácil decirlo que hacerlo. Puesto que aumentan las conquistas de Cesare en la Romaña, y ahora controla la mayor parte de la región, y los Borgia cada vez tienen más poder, se han quedado con las mejores zonas de la ciudad. Ahora estamos en una rione Borgia. Aquí no podremos coger caballos de los establos.
—Entonces ¿la voluntad de los Borgia es la única ley que hay aquí ahora?
—Ezio, ¿qué estás insinuando? ¿Qué me parece bien?
—No te hagas el tonto conmigo, Nicolás.
—No me hago el tonto con nadie. ¿Tienes un plan?
—Improvisaremos.
Se dirigieron a donde estaban situados los establos con los caballos en alquiler y caminaron por las calles donde, según advirtió Ezio, muchas de las tiendas que deberían estar abiertas, tenían echados los postigos. ¿Qué pasaba? En efecto, cuanto más se acercaban, más numerosos y amenazadores eran los guardias vestidos con libreas moradas y amarillas. Ezio se percató de que Maquiavelo cada vez se estaba poniendo más nervioso.
No pasó mucho tiempo antes de que un fornido sargento, al frente de unos doce matones uniformados, de aspecto bravucón, les bloqueara el paso.
—¿Qué haces aquí, amigo? —le dijo a Ezio.
—¿Ha llegado el momento de improvisar? —susurró Maquiavelo.
—Queremos alquilar unos caballos —le contestó Ezio al sargento, sin alterarse.
El sargento soltó una carcajada.
—No, aquí no, amigo. Por ahí.
Señaló por donde habían venido.
—¿No está permitido?
—No.
—¿Por qué no?
El sargento desenvainó su espada y los guardias hicieron lo mismo. Sostuvo la punta de su hoja contra el cuello de Ezio y empujó ligeramente hasta que apareció una gota de sangre.
—Sabes lo que le hizo la curiosidad al gato, ¿verdad? ¡Pues vete a tomar por culo!
Con un movimiento casi imperceptible, Ezio sacó su hoja oculta y cortó los tendones de la muñeca que sujetaba la espada, que cayó haciendo ruido al suelo. El sargento dio un fuerte grito y se dobló sujetándose la muñeca. Al mismo tiempo Maquiavelo saltó hacia delante y rajó con su espada a los tres guardias más cercanos con un amplio movimiento. Todos se tambalearon hacia atrás, asombrados ante el repentino atrevimiento de los dos hombres.
Ezio retiró la hoja oculta de inmediato y con un fluido movimiento desenfundó la espada y el puñal. Sus armas quedaron a la vista y preparadas justo a tiempo de matar a los dos primeros atacantes que, después de recuperar parte de su compostura, habían dado un paso adelante para vengar a su sargento. Ninguno de los hombres de Borgia era rival para Ezio o Maquiavelo en el manejo de las armas, puesto que el entrenamiento de los Asesinos era de una clase totalmente distinta. Aun así, los dos aliados tenían pocas posibilidades ya que les superaban en número. No obstante, la inesperada ferocidad de su ataque bastó para darles una ventaja incuestionable.
Casi totalmente desprevenidos y al no estar acostumbrados a salir mal parados en ningún encontronazo, los doce hombres no tardaron en ser despachados. Pero el alboroto de la refriega había levantado la alarma y pronto llegaron más soldados de los Borgia, dos docenas de hombres en total. Maquiavelo y Ezio fueron casi arrollados por su gran número y por el esfuerzo de intentar luchar contra tantos a la vez. Sustituyeron las florituras de las que eran capaces por un manejo de espada más rápido y eficiente: el ataque en tres segundos, donde basta un único golpe. Ninguno de los dos hombres cedió terreno, con una sombría determinación en sus rostros, y al final todos sus enemigos habían salido huyendo, estaban heridos, muertos o moribundos a sus pies.
—Será mejor que nos demos prisa —dijo Maquiavelo, respirando con dificultad—. Sólo porque hayamos enviado a unos cuantos esbirros de Borgia a su Creador no significa que consigamos tener acceso a los establos. La gente normal sigue teniendo miedo. Por ese motivo hay tantas tiendas cerradas.
—Tienes razón —estuvo de acuerdo Ezio—. Tenemos que enviarles una señal. Espera aquí.
Había un fuego encendido en un brasero cercano. De allí cogió una tea y saltó a la pared del establo, donde la bandera Borgia con el toro negro en un campo dorado ondeaba en la suave brisa. Ezio le prendió fuego y mientras ardía, una o dos tiendas abrieron con cautela, y también se abrieron las puertas de los establos.
—¡Eso está mejor! —gritó Ezio. Se volvió para dirigirse al pequeño pero dudoso grupo que se había reunido—. No temáis a los Borgia. No estéis a su servicio. Sus días están contados y se acerca el día del Juicio Final.
Aparecieron más personas y comenzó la ovación.
—Volverán —dijo Maquiavelo.
—Sí, pero les hemos demostrado que no son los tiranos tan poderosos que pretenden ser.
Ezio saltó de la pared hacia el patio de las cuadras, donde se le unió Maquiavelo. Rápidamente, eligieron dos robustos caballos y los ensillaron.
—Volveremos —prometió Ezio al encargado de las cuadras—. Puede que quieras limpiar este sitio un poco, ahora que vuelve a pertenecerte, como es justo.
—Lo haremos, mi señor —dijo el hombre, pero seguía estando temeroso.
—No te preocupes. No te harán daño ahora que les has visto vencidos.
—¿Cómo lo sabéis, mi señor?
—Te necesitan. No pueden conseguirlo sin ti. Demuéstrales que no te intimidan y manéjalos, y tendrán que camelarte para que les ayudes.
—Nos colgarán o algo peor.
—¿Queréis pasar el resto de vuestras vidas bajo su yugo? Alzaos contra ellos. Tendrán que escuchar las peticiones razonables. Hasta los tiranos ceden si hay bastantes personas que se niegan a obedecerles.
Maquiavelo, ya en su caballo, sacó un pequeño bloc de notas negro y escribió algo en él, mientras sonreía distraídamente para sus adentros. Ezio subió a su montura.
—Creía que habías dicho que teníamos prisa —dijo Ezio.
—Y la tenemos. Tan sólo estaba tomando nota de lo que has dicho.
—Supongo que debería sentirme halagado.
—Oh, claro. Vamos. —Mientras cabalgaban continuó diciendo—: Eres experto en abrir heridas, Ezio. Pero también las cierras.
—Intento curar la enfermedad que está en el corazón de nuestra sociedad, no tan sólo tratar los síntomas.
—Unas palabras muy atrevidas. Pero no hace falta que discutas conmigo, no olvides que estamos en el mismo bando. Tan sólo estoy ofreciendo otro punto de vista.
—¿Es esto una prueba? —Ezio estaba suspicaz—. En tal caso, hablemos abiertamente. Creo que la muerte de Rodrigo Borgia no habría resuelto nuestro problema.
—¿De verdad?
—Bueno, mira esta ciudad. Roma es el centro del gobierno de los Borgia y los Templarios. Lo que le acabo de decir al hombre de los establos es cierto. El hecho de matar a Rodrigo no cambiará nada. Si le cortas la cabeza a un hombre, se muere seguro. Pero nos estamos enfrentando a Hidra.
—Entiendo a lo que te refieres. Es como el monstruo de siete cabezas que Hércules tuvo que matar. Pero incluso entonces las cabezas volvieron a crecer hasta que descubrió el truco de cómo impedir que esto sucediera.
—Exacto.
—Entonces ¿sugieres que recurramos al pueblo?
—Quizá. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Perdóname, Ezio, pero el pueblo es veleidoso. Confiar en él es como construir sobre arena.
—No estoy de acuerdo, Nicolás. Sin duda nuestra confianza en la humanidad está en el corazón del Credo de los Asesinos.
—¿Y es lo que quieres añadir a la prueba?
Ezio estaba a punto de responder, pero justo en ese instante un joven ladrón pasó corriendo a su lado y, con un cuchillo, con rapidez y seguridad, cortó las cuerdas de piel que unían la bolsa de dinero de Ezio a su cinturón.
—¡Qué…! —gritó Ezio.
Maquiavelo se rio.
—Debe de ser de tu círculo de confianza. ¡Mira cómo corre! Puede que hasta le hayas entrenado tú mismo. Anda, ve a recuperar lo que te ha robado. Necesitamos ese dinero. Me reuniré contigo en la Campidoglio, en la Capitolina.
Ezio dio la vuelta con su caballo y salió galopando para perseguir al ladrón. El hombre bajaba corriendo por callejones demasiado estrechos para el caballo y Ezio tuvo que dar la vuelta, preocupado por si perdía a su presa, pero a la vez consciente de que, para su disgusto, el joven le dejaría atrás si iba a pie. Era casi como si se hubiera entrenado con los Asesinos. Pero ¿cómo podía ser?
Por fin le acorraló en un callejón sin salida y utilizó el cuerpo del caballo para clavarlo contra la pared del fondo.
—Devuélvemelo —dijo sin alterarse y sacó la espada.
El hombre aún parecía decidido a escapar, pero cuando vio que era imposible, se desplomó y, sin decir nada, alzó la mano que sujetaba la bolsa. Ezio la cogió rápidamente y la puso a buen recaudo. Pero al hacerlo, dejó que el caballo se retirara un poco y en un abrir y cerrar de ojos el hombre escaló sin dificultad la pared a una velocidad extraordinaria y desapareció por el otro lado.
—¡Eh! ¡Vuelve! ¡Todavía no he acabado contigo! —gritó Ezio, pero lo único que obtuvo como respuesta fue el sonido de unas pisadas alejándose.
Suspiró, ignoró al grupo que se había formado a su alrededor y condujo al caballo hacia la Colina Capitolina.
Ya estaba anocheciendo cuando se volvió a reunir con Maquiavelo.
—¿Recuperaste el dinero que te robó tu amigo?
—Sí.
—Una pequeña victoria.
—Se sumarán —dijo Ezio—. Y con el tiempo y trabajo, tendremos unas cuantas más.
—Esperemos conseguirlo antes de que Cesare nos descubra y nos venza otra vez. Lo consiguió en Monteriggioni. Bueno, ya nos las arreglaremos.
Maquiavelo espoleó a su caballo.
—¿Adónde vamos?
—Al Coliseo. Tenemos una cita con un contacto mío, Vinicio.
—¿Y…?
—Espero que me traiga algo. Vamos.
Mientras cabalgaban por la ciudad hacia el Coliseo, Maquiavelo comentó con sequedad los nuevos edificios que se habían levantado durante la administración del Papa Alejandro VI.
—Mira todas esas fachadas disfrazadas de edificios del gobierno. Rodrigo es muy listo al mantener este lugar activo. Engaña con bastante facilidad a tu amigo el «pueblo».
—¿Cuándo te has vuelto tan cínico?
Maquiavelo sonrió.
—No soy cínico en absoluto. Tan sólo describo cómo es Roma hoy en día. Pero tienes razón, Ezio, tal vez estoy un poco amargado y soy un poco negativo a veces. Puede que no se haya perdido todo. Las buenas noticias son que tenemos aliados en la ciudad. Los conocerás. Y el Colegio Cardenalicio no está dominado al completo por Rodrigo, como a él le gustaría, aunque le falta poco.
—¿Para qué?
—Para el éxito supremo.
—Podemos intentarlo. Si desistimos seguro que no lo conseguiremos.
—¿Quién ha dicho nada de desistir?
Continuaron cabalgando en silencio hasta que llegaron a los lúgubres restos del Coliseo en ruinas, un edificio sobre el que, para Ezio, aún pendían los horrores recordados de los Juegos que habían tenido lugar allí hacía cientos de años. Enseguida atrajo su atención un grupo de guardias de los Borgia con un mensajero papal. Con las espadas desenvainadas, las alabardas amenazantes y sosteniendo antorchas encendidas, empujaban a un hombrecillo de aspecto nervioso.
—Merda! —exclamó en voz baja Maquiavelo—. Es Vinicio. Le han visto antes que nosotros.
En silencio, los dos hombres aflojaron el paso de sus caballos y se acercaron al grupo con la máxima cautela posible para lograr el mayor factor sorpresa. Al aproximarse, captaron algunos trozos de la conversación.
—¿Qué llevas ahí? —le estaba preguntando un guardia.
—Nada.
—Estás intentando robar correspondencia oficial del Vaticano, ¿eh?
—Perdonatemi, signore. Debe de ser una equivocación.
—No es ninguna equivocación, ladronzuelo —dijo otro guardia, que pinchó al hombre con su alabarda.
—¿Para quién trabajas, ladro?
—Para nadie.
—Bien, entonces a nadie le importará lo que te pase.
—Ya he oído suficiente —dijo Maquiavelo—. Tenemos que salvarle y coger la carta que lleva.
—¿La carta?
—¡Vamos!
Maquiavelo clavó los talones en las ijadas de su caballo y el sorprendido animal echó a correr mientras Maquiavelo tiraba fuerte de las riendas. La bestia se puso a dos patas y al golpear violentamente la sien del guardia Borgia más cercano, hundió el casco en su cráneo. El hombre cayó como una piedra. Entretanto, Maquiavelo había girado a la derecha y se había inclinado mucho en la silla. Estiró el brazo y rajó brutalmente el hombro del guardia que estaba amenazando a Vinicio. El hombre dejó caer su alabarda al instante y se derrumbó por el dolor que le quemaba el hombro. Ezio espoleó al caballo para que avanzara, pasó a toda velocidad por delante de otros dos guardias y con el pomo de su espada golpeó con tanta fuerza en la cabeza al primer hombre que lo mató y al segundo le dio en los ojos con la cara de la hoja. Sólo quedaba un guardia. Trastornado por el ataque repentino, no se dio cuenta de que Vinicio había agarrado el asta de su alabarda y de pronto notó que tiraban de él. El puñal de Vinicio le estaba esperando y atravesó la garganta del hombre. Oyó un escalofriante sonido de gárgaras cuando la sangre inundó los pulmones. Una vez más el elemento sorpresa les había dado ventaja a los Asesinos; los soldados de los Borgia sin duda no estaban acostumbrados a una resistencia tan eficaz ante su intimidación. Vinicio no perdió el tiempo y señaló hacia la calle principal que llevaba a la plaza central. Se vio un caballo alejarse de la plaza, el mensajero se colocó firme sobre los estribos y espoleó a su corcel.
—Dame la carta. ¡Rápido! —ordenó Maquiavelo.
—Pero yo no la tengo, la tiene él —gritó Vinicio y señaló al caballo que huía—. Me la quitaron.
—¡Ve a por ella! —le gritó Maquiavelo a Ezio—. Cueste lo que cueste, coge esa carta y llévamela a Terme di Diocleziano a medianoche. Estaré esperando.
Ezio salió cabalgando en su busca.
Fue más fácil que pillar al ladrón anterior. El caballo de Ezio era mejor que el del mensajero y el hombre al que perseguía no era un luchador. Ezio le bajó del caballo sin problemas. No quería matar al hombre, pero no podía permitir que se marchara y levantara la alarma.
—Requiescat in pace —dijo en voz baja al cortarle el cuello.
Guardó la carta cerrada en la bolsa de su cinturón y enganchó la brida del caballo al suyo para llevarse consigo el corcel del mensajero. Después se subió a su propia montura y se dirigió a las ruinas de las Termas de Diocleciano.
Estaba negro como la boca del lobo, salvo por donde alguna antorcha esporádica ardía con luz parpadeante en los apliques de la pared. Para llegar a las termas, Ezio tuvo que cruzar un tramo considerable de tierra baldía y a medio camino su caballo se encabritó y relinchó de miedo. El otro caballo hizo lo mismo y Ezio se ocupó de calmarlos. De repente oyó un sonido espeluznante, como el aullido de los lobos, pero diferente. Incluso peor. Sonaba más bien como unas voces humanas imitando a los animales. Dio la vuelta con el caballo en la oscuridad y soltó el corcel del mensajero. En cuanto quedó libre, salió al galope hacia la noche. Ezio esperó que regresara a casa entero.
No tuvo mucho tiempo de pensar en eso cuando llegó a las termas desérticas. Maquiavelo aún no había llegado. Sin duda, estaba otra vez en una de sus misteriosas misiones privadas en la ciudad. Pero entonces…
De entre los montículos y las matas de hierba que crecían sobre los restos de la antigua ciudad de Roma, aparecieron unas figuras que le rodearon. Eran unas personas de aspecto salvaje, apenas parecían humanas. Caminaban erguidas, pero tenían orejas largas, hocico, garras y cola, y estaban cubiertas de un pelo gris áspero. Sus ojos parecían tener un brillo de color rojo. Ezio exhaló un fuerte suspiro. ¿Qué demonios eran aquellas criaturas infernales? Miró enseguida hacia las ruinas que le circundaban y se dio cuenta de que estaba rodeado por al menos una docena de hombres lobo. Ezio desenvainó su espada una vez más. Aquél no iba a resultar uno de los mejores días de su vida.
Con gruñidos y aullidos semejantes a los lobos, las criaturas cayeron sobre él. Al acercarse, Ezio vio que en realidad sí eran hombres como él, sólo que parecían estar locos, como seres en alguna especie de trance sagrado. Sus armas eran unas largas garras afiladas de acero, cosidas firmemente a las puntas de unos guantes gruesos, con las que intentaban acuchillar sus piernas y las ijadas para derribarlo.
Fue capaz de mantenerlos a raya con la espada y, como sus disfraces no parecían tener cota de malla u otra protección bajo las pieles de lobo, pudo herirles con la punta afilada de su espada. A una de las criaturas le cortó el brazo por el codo y se escabulló, aullando de forma horrible, en la oscuridad. Aquellos extraños seres por lo visto eran más agresivos que hábiles, y sus armas no igualaban a la punta de la brillante hoja de Ezio. Continuó adelante, a otro le abrió el cráneo y a un tercero le atravesó el ojo izquierdo. Ambos hombres lobo cayeron al suelo, heridos de muerte por los golpes de Ezio. Para entonces los demás parecían haberse pensado mejor si seguir su ataque y desaparecieron en la oscuridad o en los huecos y las cuevas que se habían formado en las ruinas llenas de maleza, que rodeaban las termas. Ezio fue tras ellos y le abrió el muslo a uno de sus agresores en potencia, mientras que otro cayó bajo los cascos del caballo y acabó con la espalda rota. Ezio adelantó a un sexto, se inclinó y le abrió el estómago, haciendo que sus tripas se derramaran y el hombre cayera sobre ellas y muriera.
Finalmente todo quedó en silencio.
Ezio calmó al caballo, se puso sobre los estribos mientras trataba de ver en medio de la oscuridad y oír alguna señal que sus ojos no podían ver. En aquel momento, creyó distinguir el sonido de una respiración agitada no muy lejos, aunque no veía nada. Espoleó al caballo y, con cuidado, se dirigió hacia el lugar de procedencia de aquel ruido.
Parecía venir de la negrura de una cueva poco profunda, formada por el saliente de un arco caído y adornada con enredaderas y hierbajos. Desmontó, ató el caballo firmemente a un tocón, frotó la hoja de la espada con tierra para que no brillara y revelara su localización, y avanzó con cuidado. Por un breve instante creyó ver el parpadeo de una llama en las entrañas de la cueva.
Al acercarse lentamente, unos murciélagos bajaron en picado, pasaron sobre su cabeza y salieron hacia la noche. Aquel sitio apestaba a sus excrementos. Insectos que no se veían, y sin duda otras criaturas, hicieron un ruido tan fuerte como un trueno al escapar de él correteando y les maldijo, pero la emboscada —si es que había alguna— todavía no había aparecido.
Entonces volvió a ver la llama y oyó lo que habría jurado que era un débil gimoteo. Comprobó que la cueva era más profunda de lo que el arco caído sugería y el pasillo se curvaba ligeramente y se estrechaba para ir a parar a una oscuridad mayor. Al continuar la curva, el titileo de la llama que antes había alcanzado a ver resultó ser una pequeña hoguera junto a lo que parecía ser una figura encorvada.
El aire allí era un poco más fresco. Debía de haber algún respiradero en el techo que no podía verse. Sería la razón por la que el fuego se mantenía. Ezio se quedó quieto y observó.
La criatura gimoteó, extendió su flacucha mano izquierda, mugrienta y huesuda, y tiró de la punta de una barra de hierro, que estaba al fuego. Su otro extremo estaba al rojo vivo, y la criatura, temblando, lo retiró, se abrazó y se colocó ese extremo en el muñón sangriento de su otro brazo. Contuvo un alarido al hacerlo, en un intento de cauterizar la herida.
Era el hombre lobo al que Ezio había mutilado.
En el momento en el que la atención del hombre lobo estaba centrada en el dolor de la herida y el trabajo que tenía entre manos, Ezio avanzó. Casi fue demasiado tarde porque la criatura fue rápida y estuvo a punto de escapar, pero el puño de Ezio se cerró enseguida sobre su brazo bueno. Fue difícil, puesto que el miembro estaba resbaladizo por la grasa y el hedor que la criatura despedía al moverse era insoportable, pero Ezio le agarró con firmeza. Aguantó la respiración, alejó de una patada la barra de hierro y dijo:
—¿Qué coño eres tú?
—Urgh —fue la respuesta que obtuvo.
Ezio golpeó al hombre en la cabeza con su otra mano, que aún estaba cubierta con un guante de malla. La sangre salió a chorros cerca del ojo izquierdo y la criatura gimió de dolor.
—¿Qué eres? ¡Habla!
—Ergh.
Al abrir la boca, mostró unos dientes rotos y grisáceos, y el olor que salió de ella hizo que el aliento de una puta borracha pareciera dulce.
—¡Habla!
Ezio llevó la punta de su espada hacia el muñón y la giró. No tenía tiempo de entretenerse con aquella ruina de persona. Estaba preocupado por su caballo.
—¡Aargh! —Emitió otro grito de dolor y después una voz ronca casi incomprensible salió como un gruñido inarticulado en un buen italiano—. Soy un seguidor de la Secta Luporum.
—¿La Secta de los Lobos? ¿Qué demonios es eso?
—Ya lo averiguarás. Lo que has hecho esta noche…
—Oh, cállate.
Ezio le sujetó más fuerte y avivó el fuego para obtener más luz y observar a su alrededor. Vio que se hallaba en una cámara abovedada, que posiblemente habían vaciado. No había mucha cosa, salvo un par de sillas y una mesa basta con un puñado de papeles encima, sujetos con una piedra.
—Mis hermanos no tardarán en regresar y entonces…
Ezio lo arrastró hasta la mesa y señaló con su espada los papeles.
—¿Y esto? ¿Qué es esto?
El hombre le miró y escupió. Ezio colocó de nuevo la punta de su espada cerca del muñón sangriento.
—¡No! —gimió el hombre—. ¡Otra vez no!
—Pues dímelo.
Ezio miró los papeles. Llegaría el momento en que tendría que bajar la espada, aunque tan sólo un instante, para recogerlos. Había algo escrito en italiano, algo más en latín, pero había otros símbolos, que parecían escritura, pero no sabía descifrarlos.
Luego oyó un crujido que procedía de donde él había venido y los ojos del hombre lobo brillaron.
—Nuestros secretos —respondió.
En aquel preciso momento, dos criaturas más entraron en la habitación, rugiendo y dando zarpazos al aire con sus garras de acero. El prisionero de Ezio se liberó y se habría unido a ellos si Ezio no le hubiera separado la cabeza de los hombros para mandársela rodando a sus amigos. Se echó hacia el otro lado de la mesa, cogió los papeles y lanzó el mueble contra sus enemigos.
La lumbre se atenuó. Debía atizarse el fuego otra vez o añadirle más combustible. Ezio forzó la vista para distinguir a los dos hombres lobo que quedaban. Eran como sombras grises en la habitación. Retrocedió en la oscuridad, escondió los papeles en su túnica y esperó.
Puede que los hombres lobo tuvieran la fuerza de un loco, pero no eran muy hábiles, salvo en el arte, quizá, de darle un susto de muerte a alguien. Era evidente que no podían estar callados o moverse en silencio. Ezio usó más el oído que la vista y se las arregló para rodearles, pegado a la pared, hasta que supo que estaba detrás de ellos, mientras ellos creían que estaba aún en medio de la oscuridad donde le habían encontrado.
No había tiempo que perder. Enfundó su espada, soltó la hoja oculta, se acercó en silencio como un lobo de verdad, agarró a uno de ellos desde atrás, con firmeza, y le cortó el gaznate. Murió de inmediato y en silencio, y Ezio acompañó el cuerpo hasta el suelo, sin hacer ruido. Consideró capturar al otro, pero no había tiempo para interrogatorios. Puede que hubiera más de ellos y Ezio no estaba seguro de si tenía bastante fuerza para seguir luchando. Percibió el pánico del otro hombre, que se confirmó cuando dejó su imitación y, preocupado, llamó a su amigo en el silencio de la oscuridad.
—¿Sandro?
Fue entonces sencillo localizarle y de nuevo el cuello al descubierto fue el objetivo esperado de Ezio. Esta vez, sin embargo, el hombre se dio la vuelta, y arañó el aire con sus garras, desesperado. Pudo verle, pero entonces Ezio recordó que aquellas criaturas no llevaban malla bajo su disfraz. Retiró la hoja oculta y con su puñal, más largo y sutil, que tenía la ventaja de tener la hoja dentada, abrió el pecho del hombre. El corazón y los pulmones al descubierto brillaron bajo la lumbre mortecina cuando el último hombre lobo cayó, con la cara en el fuego. Un olor a carne y pelo quemados amenazó con superar a Ezio, pero saltó hacia atrás y salió de allí lo más rápidamente que pudo, venciendo el miedo, hacia el benévolo aire nocturno del exterior.
En cuanto estuvo fuera, vio que los hombres lobo no habían tocado su caballo. Tal vez estaban demasiado seguros de que lo atraparían y no se habían molestado en matarlo o ahuyentarlo. Lo desató y se dio cuenta de que temblaba demasiado para montar. Así que lo cogió de la brida y volvió a las Termas de Diocleciano. Más valía que Maquiavelo estuviera allí y que fuera bien armado. Por Dios, ojalá tuviera su pistola del Códice, o uno de aquellos artefactos que Leonardo había creado para su nuevo señor. Al menos Ezio tenía la satisfacción de saber que aún podía ganar peleas usando su ingenio y entrenamiento, dos cosas de las que no podían privarle hasta el día en que le cogieran y le torturaran hasta morir.
Se mantuvo totalmente alerta en el breve trayecto de vuelta a las termas, donde se sobresaltó ante alguna que otra sombra, algo que no le habría pasado siendo más joven. La idea de llegar sano y salvo no le consolaba. ¿Y si le esperaba otra emboscada? ¿Y si aquellas criaturas habían sorprendido a Maquiavelo? ¿Estaba el mismo Maquiavelo al tanto de la Secta Luporum?
¿Y cuáles eran las lealtades de Maquiavelo?
Buscó seguridad en las extensas y oscuras ruinas, un monumento a una época perdida, cuando Italia dominaba el mundo. No había señales de vida, pero entonces Maquiavelo apareció detrás de un olivo y le saludó con seriedad.
—¿Qué te ha retenido?
—He llegado aquí antes que tú. Pero luego me… distrajeron.
Ezio miró a su colega sin alterarse.
—¿A qué te refieres?
—Unos tipos disfrazados. ¿Te suenan?
Maquiavelo le miró con interés.
—¿Iban vestidos de lobos?
—Ah, entonces los conoces.
—Sí.
—¿Y por qué has sugerido que nos reunamos aquí?
—¿Estás diciendo que yo…?
—¿Qué otra cosa voy a pensar?
—Querido Ezio —Maquiavelo dio un paso adelante—, te aseguro, por la Santidad de nuestro Credo, que no tenía ni idea de que estarían aquí. —Hizo una pausa—. Pero tienes razón. Busqué un lugar lejos de los hombres, sin pensar en que ellos puede que también eligieran un sitio parecido.
—A menos que les hayan dado el chivatazo.
—Si estás poniendo en duda mi honor…
Ezio hizo un gesto de impaciencia.
—Oh, olvídalo —dijo—. Tenemos mucho que hacer como para ponernos a pelear. —La verdad era que Ezio sabía que de momento tendría que confiar en Maquiavelo. Y hasta ahora no tenía ningún motivo por el que no hacerlo. Aunque la próxima vez sería más reservado—. ¿Quiénes son? ¿Qué son?
—La Secta de los Lobos. A veces se hacen llamar los Discípulos de Rómulo.
—¿No deberíamos marcharnos de aquí? Logré llevarme unos papeles suyos y puede que vuelvan a recogerlos.
—Antes que nada, dime si has recuperado la carta y cuéntame deprisa qué más te ha pasado. Parece que vengas de la guerra —dijo Maquiavelo.
Después de que Ezio contestara a sus preguntas, su amigo sonrió.
—Dudo mucho que vuelvan esta noche. Los dos somos hombres armados y entrenados, y por lo visto les has dado una buena paliza. Aunque eso tan sólo habrá indignado a Cesare. Verás, no hay muchas pruebas todavía, pero creemos que estas criaturas están al servicio de los Borgia. Son un grupo de falsos paganos que llevan meses aterrorizando la ciudad.
—¿Con qué propósito?
Maquiavelo extendió las manos.
—Política. Propaganda. La idea es que la gente se anime a ponerse bajo la protección del pontificado y a cambio se les exige cierta lealtad.
—¡Qué práctico! Pero aun así, ¿no deberíamos marcharnos?
Ezio de pronto se sintió agotado, lo que no era de sorprender. Le dolía hasta el alma.
—No volverán esta noche. No menosprecies tu destreza, Ezio, los hombres lobo no son luchadores, ni siquiera asesinos. Los Borgia los utilizan como intermediarios de confianza, pero su función principal es asustar. Son unas pobres almas engañadas a las que los Borgia han lavado el cerebro para que trabajen para ellos. Creen que sus nuevos señores les ayudarán a reconstruir la antigua Roma desde el principio. Los fundadores de Roma fueron Rómulo y Remo, que de bebés fueron amamantados por una loba.
—Recuerdo la leyenda.
—Para los hombres lobo, los pobres, no es ninguna leyenda. Pero son una herramienta bastante peligrosa en manos de los Borgia. —Hizo una breve pausa—. Bueno, ¿y la carta? Enséñame también esos papeles que dices haber cogido de la guarida de los hombres lobo. Bien hecho, por cierto.
—Si es que sirven de algo.
—Ya lo veremos. Dame la carta.
—Aquí la tienes.
Maquiavelo rompió el sello del pergamino a toda prisa.
—Cazzo —masculló—, está codificado.
—¿A qué te refieres?
—Se suponía que era un texto sencillo. Vinicio es (o era) uno de mis topos entre los Borgia. Me dijo que venía de una buena fuente. ¡Qué tonto! Están transmitiendo la información en código. Sin las equivalencias no tenemos nada.
—Tal vez los papeles que he cogido nos sirvan de ayuda.
Maquiavelo sonrió.
—¡Cielos, Ezio! A veces doy gracias a Dios por estar en el mismo bando que tú. Echemos un vistazo.
Rápidamente ojeó las hojas con las que se había hecho Ezio y su cara dejó de reflejar preocupación.
—¿Es bueno?
—Creo… tal vez… —Continuó leyendo y su frente volvió a arrugarse—. ¡Sí! ¡Por Dios, sí! ¡Creo que lo tenemos!
Le dio una palmada a Ezio en el hombro y se rio.
Ezio se rio también.
—¿Ves? A veces la lógica no es el único modo de ganar una guerra. La suerte también puede contribuir. Andiamo! Antes has dicho que tenemos aliados en la ciudad. Vamos, llévame hasta ellos.
—Sígueme.