Capítulo 19
De vuelta en Roma, Ezio hizo su primera parada en el burdel que Maquiavelo había mencionado como otra de las fuentes de información. Tal vez venían de allí algunos de los nombres que le mandaba a Pantasilea por paloma mensajera. Tenía que verificar cómo reunían las chicas la información, pero decidió ir de incógnito. Si sabían quién era, quizá le dijeran lo que ellas creían que él quería oír.
Llegó a la dirección y miró el cartel: La Rosa in Fiore. No cabía duda y aun así no parecía la clase de sitio que la nomenklatura Borgia frecuentara, a menos que fueran allí a visitar los barrios bajos. Estaba claro que no tenía ni punto de comparación con el local de Paola en Florencia, al menos por fuera. Además, el negocio de Paola tenía una tienda bastante discreta en la parte delantera. Llamó con recelo a la puerta.
La abrió enseguida una chica rellenita y atractiva de unos dieciocho años, que llevaba un vestido de seda desgastado.
Le dedicó una sonrisa profesional.
—Bienvenido, extraño. Bienvenido a La Rosa in Fiore.
—Salve —dijo, cuando le dejó paso.
El vestíbulo era mucho mejor, pero aun así el lugar tenía un aire de abandono.
—¿Qué tenías pensado hacer hoy? —preguntó la chica.
—¿Serías tan amable de ir a buscar a tu jefa?
Sus ojos se convirtieron en meras rendijas.
—Madonna Solari no está.
—Ya veo. —Hizo una pausa, sin estar muy seguro de qué hacer—. ¿Sabes dónde está?
—Fuera.
Ahora la chica se mostraba claramente menos amistosa.
Ezio le ofreció su sonrisa más encantadora, pero ya no era joven y vio que no cortaba el hielo con ella. Creía que era un oficial de algún tipo. ¡Maldita sea! Bueno, si quería conseguir algo, tenía que fingir ser un cliente. Y si el hecho de fingirlo significaba serlo, pues que así fuera.
Acababa de decidir seguir aquel procedimiento, cuando la puerta de la calle de pronto se abrió de par en par y otra chica entró corriendo, despeinada y con el vestido mal puesto. Estaba consternada.
—Aiuto! Aiuto! —gritó con urgencia—. Madonna Solari… —sollozó, incapaz de continuar.
—¿Qué pasa, Lucía? Cálmate. ¿Qué estás haciendo aquí de vuelta tan temprano? Creía que habías salido con madonna y algunos clientes.
—Esos hombres no eran clientes, Agnella. Nos… nos… dijeron que nos llevaban a un sitio que conocían por el Tíber, pero había un barco y empezaron a abofetearnos y sacaron unos cuchillos. Se llevaron a madonna Solari y la encadenaron.
—¡Lucía! Dio mio! ¿Cómo escapaste?
Agnella rodeó a su amiga con un brazo y la llevó hasta el banco que había junto a la pared. Sacó un pañuelo y lo llevó al verdugón rojo que estaba empezando a hincharse en la mejilla de Lucía.
—Me soltaron para enviarme con un mensaje. Son traficantes de esclavos, Agnella. Dicen que sólo la dejarán libre si la compramos. De lo contrario, la matarán.
—¿Cuánto quieren? —preguntó Ezio.
—Mil ducados.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Esperarán una hora.
—Entonces tenemos tiempo. Espera aquí. La iré a buscar.
«Cazzo! —pensó Ezio—. Esto tiene muy mala pinta. Necesito hablar con esa mujer».
—¿Dónde están?
—Hay un embarcadero, messere. Cerca de isola Tiberina. ¿Conocéis el sitio?
—Muy bien.
Ezio se apresuró. No había tiempo de ir al banco de Chigi y ninguna de sus tres sucursales estaba de camino, así que recurrió a un prestamista, que sabía cómo conseguir lo que quería, pero le sirvió a Ezio para sumar la cantidad que necesitaba. Con todo aquello encima, pero decidido a no desprenderse ni de una moneda si lo podía evitar, y maldiciendo que aquellos cabrones se hubieran llevado justo a la persona con la que más le interesaba hablar, alquiló un caballo y cabalgó de forma temeraria por las calles hacia el Tíber, dispersando a la gente, a las gallinas y a los perros que se agolpaban a su paso.
Encontró la barca, más bien un barco pequeño, sin dificultad, gracias a Dios, y desmontó, corrió hacia el final del embarcadero donde estaba amarrado y gritó el nombre de madonna Solari.
Los que la retenían estaban preparados. Había dos hombres ya en la cubierta y le apuntaban con pistolas. Ezio entrecerró los ojos. ¿Pistolas? ¿En manos de unos granujillas baratos como aquéllos?
—No te acerques más.
Ezio retrocedió, pero mantuvo el dedo sobre el dispositivo que soltaba la hoja oculta.
—Has traído el puto dinero, ¿verdad?
Ezio, con la otra mano, sacó lentamente la bolsa que contenía los mil ducados.
—Bien. Veamos si el capitán está de buen humor para no cortarle el puto cuello.
—¡El capitán! ¿Quién coño os creéis que sois? ¡Sácala! ¡Sácala ya!
La cólera en la voz de Ezio dominó al traficante de esclavos que había hablado. Se dio la vuelta ligeramente y llamó a alguien que estaba bajo cubierta. Debían de estar oyendo la conversación porque había dos hombres subiendo por la escalera de cámara y llevaban consigo a una mujer de unos treinta y cinco años. Su maquillaje estaba muy corrido, tanto por las lágrimas como por el maltrato, y tenía unos morados horribles en la cara, en los hombros y en los pechos, al descubierto al haberle roto el vestido lila que llevaba y descubrir el corpiño. Había manchas de sangre en su vestido, más abajo, e iba esposada de pies y manos.
—Aquí está el pequeño tesoro —dijo con sorna el traficante que había hablado antes.
Ezio respiró profundamente. Aquélla era una curva solitaria del río, pero podía ver la isla Tiberina a tan sólo 50 metros de distancia. Ojalá pudiera decirle algo a sus amigos. Si hubieran oído algo, habrían supuesto que se trataba tan sólo de un puñado de marineros borrachos; todo el mundo sabía que había bastantes por toda la ribera, y si Ezio alzaba la voz o pedía ayuda, la Solari estaría muerta al instante, y él también, a menos que los pistoleros no tuvieran mucha puntería, puesto que la distancia era insignificante.
Cuando los ojos desesperados de la mujer se encontraron con los de Ezio, un tercer hombre, vestido de cualquier forma con los tristes restos de la chaqueta de un capitán naval, subió por la escalera. Miró a Ezio y luego a la bolsa de dinero.
—Lánzala —dijo con voz ronca.
—Primero entrégamela y quítale esas esposas.
—¿Estás sordo? Tira la puta bolsa. ¡El dinero, joder!
Ezio avanzó involuntariamente. Al instante, las pistolas se elevaron de forma amenazadora, el capitán sacó una falcata y los otros dos sujetaron con fuerza a la mujer, que se quejó con expresión de dolor.
—No te acerques más. Acabaremos con ella si lo haces.
Ezio se detuvo, pero no retrocedió. Calculó con la vista la distancia que le separaba de la cubierta. Su dedo tembló sobre el botón que accionaba la hoja oculta.
—Tengo el dinero, está todo aquí —dijo, mostrando la bolsa y acercándose un paso más sin quitarle los ojos de encima.
—Quédate dónde estás. No me pongas a prueba. Como des un paso más, la mato.
—Entonces no tendréis el dinero.
—¿Ah, no? Somos cinco contra uno. No creo que pongas ni un puto dedo a bordo antes de que mis amigos te disparen en la boca y en las pelotas.
—Entrégamela antes.
—Mira, ¿eres imbécil o qué? ¡Nadie se va a acercar a este puto barco a menos que quieras a esta puttana muerta!
—Messere! Aiutateme! —gimoteó la desdichada.
—¡Cállate de una puta vez, zorra! —soltó uno de los hombres que la sujetaban y la golpeó en los ojos con el mango de su puñal.
—¡Vale! —gritó Ezio cuando vio que salía sangre a borbotones de la cara de la mujer—. Ya basta. Soltadla. Ya.
Le lanzó la bolsa de dinero al capitán para que cayera a sus pies.
—Eso está mejor —dijo el traficante de esclavos—. Ahora terminemos este asunto.
Antes de que Ezio pudiera reaccionar, colocó la hoja de su espada en el cuello de la mujer y se la clavó profundamente, separándole prácticamente la cabeza del cuerpo.
—Si tienes alguna objeción, pídele cuentas a messer Cesare —dijo con sorna el capitán, mientras el cuerpo se desplomaba sobre la cubierta bajo una fuente de sangre.
Casi de manera imperceptible, les hizo una señal a los dos hombres armados con pistolas.
Ezio sabía lo que venía a continuación y estaba preparado. Como un rayo, esquivó ambas balas y en el mismo instante en el que saltó al aire, accionó la hoja oculta. Con ella apuñaló en el ojo izquierdo al primero de los hombres que había estado sujetando a la prisionera. Incluso antes de que el hombre hubiera caído al suelo, Ezio esquivó un golpe oscilante de la falcata del capitán y, desde abajo, hundió la hoja en la barriga del otro hombre, desgarrándosela con la fuerza de su empujón. La hoja no estaba diseñada para cortar y si se torcía un poco, rasgaba más que otra cosa, pero no importaba.
Los siguientes serían los pistoleros. Tal y como esperaba, estaban intentando desesperadamente recargar sus armas, pero el pánico les hacía más torpes. Enseguida retiró la hoja y desenfundó su pesado puñal. La pelea era demasiado próxima como para poder usar la espada y necesitaba la punta en sierra que tenía aquel potente puñal. Cortó la mano que sujetaba el arma de uno de los pistoleros y luego le clavó con fuerza la punta en el costado. No le dio tiempo a terminar la faena porque el otro pistolero se le acercó por detrás y le golpeó con la culata de su pistola. Por suerte el golpe no alcanzó su objetivo y Ezio, que sacudió la cabeza para aclarársela, se dio la vuelta y llevó su puñal hasta el pecho del hombre mientras levantaba los brazos para intentar golpearle de nuevo.
Miró a su alrededor. ¿Dónde estaba el capitán?
Ezio le vio caminando a trompicones por la ribera, agarrando la bolsa bien fuerte para que no se cayeran las monedas.
«¡Qué tonto! —pensó Ezio—. Debería haber cogido el caballo».
Salió corriendo tras él y le alcanzó con facilidad puesto que la bolsa pesaba mucho. Agarró al capitán por el pelo y le dio una patada en las piernas para obligarle a arrodillarse con la cabeza echada hacia atrás.
—Ahora vas a probar tu propia medicina —dijo, y le cortó la cabeza al capitán exactamente igual que él había hecho con madonna Solari.
Dejó que el cuerpo cayera al suelo, recogió la bolsa y de vuelta al barco, buscó las monedas que se habían caído. El traficante de esclavos herido se retorcía en la cubierta. Ezio le ignoró y se dirigió abajo para saquear el diminuto camarote, donde enseguida localizó una pequeña caja fuerte, que abrió con la hoja ensangrentada de su puñal. Estaba llena de diamantes.
—Esto servirá —dijo Ezio para sus adentros.
Se metió la caja debajo del brazo y subió de nuevo corriendo por la escalerilla. Colocó la bolsa del dinero y la caja de diamantes en las alforjas de su caballo, junto a las pistolas, luego volvió al hombre herido, y casi se resbaló con la sangre en la que se deslizaba el traficante de esclavos. Ezio se agachó y cortó uno de los ligamentos de la corva del hombre mientras le tapaba la boca con una mano para que dejara de dar alaridos. Eso debería ralentizarlo. Para siempre.
Acercó la boca al oído de aquel hombre.
—Si sobrevives —dijo— y vuelves a ver a ese canalla sifilítico al que llamas tu señor, dile que todo esto ha sido gentileza de Ezio Auditore. Si no, requiescat in pace.