Capítulo 25
Ya se estaba acostumbrando a las curvas de las paredes exteriores del Castel Sant'Angelo y descubrió que, cuanto más alto subía, más fácil era encontrar puntos de agarre. Pegado como una lapa, con su capa ligeramente hinchada por la brisa, no tardó en estar a la misma altura que el parapeto más alto y en silencio se impulsó hacia él.
No había mucha caída por el otro lado, tan sólo un metro hasta una estrecha pasarela de ladrillo, desde la que bajaban unas escaleras, a intervalos aislados, hasta un jardín de azotea en el centro de lo que era un edificio de piedra, de una planta, con un tejado plano. El edificio tenía amplias ventanas, así que no era una fortificación adicional, y la luz de muchas velas, que brillaba en el interior, revelaba unas habitaciones de gran opulencia y decoradas con buen gusto.
La pasarela estaba desierta, pero el jardín, no. En un banco, bajo un mangle, estaba sentada Lucrezia con recato, cogida de la mano de un joven apuesto que Ezio reconoció como uno de los actores románticos más destacados de Roma, Pietro Benintendi. ¡Cesare no estaría muy contento si se enterara de aquello! Ezio, una mera silueta, reptó por la pasarela hasta acercarse a la pareja lo máximo que se atrevió, agradecido por la luna que ya había salido, no sólo por la luz que daba sino por los focos de sombra confusos y camuflantes.
—Te quiero tanto que quiero cantarlo al cielo —dijo Pietro ardientemente.
Lucrezia hizo que se callara.
—Por favor, debes susurrarlo sólo para tus adentros. Si Cesare se entera, quién sabe lo que podría hacer.
—Pero estás libre, ¿no? Desde luego he oído lo de tu último marido y lo siento muchísimo, pero…
—¡Cállate, tonto! —Los ojos color avellana de Lucrezia brillaron—. ¿No sabes que Cesare mandó asesinar al duque de Bisceglie? ¡Estrangularon a mi marido!
—¿Qué?
—Es cierto.
—¿Qué ocurrió?
—Amaba a mi marido y Cesare se puso cada vez más celoso. Alfonso era un hombre apuesto y Cesare era consciente de los cambios que la Nueva Enfermedad le había producido en su cara, aunque sabe Dios que son leves. Hizo que sus hombres detuvieran a Alfonso y le dieran una paliza. Pero Alfonso no era un títere. Le devolvió el golpe cuando aún se estaba recuperando del ataque y ordenó que sus propios hombres contraatacaran. ¡Cesare tuvo suerte de escapar al destino de San Sebastián! Pero entonces ese hombre cruel hizo que Micheletto da Corella fuera a sus aposentos donde estaba tumbado para recuperarse de sus heridas y le estranguló allí mismo.
—No es posible.
Pietro parecía nervioso.
—Quería a mi esposo. Ahora miento a Cesare para disipar sus dudas, pero es una serpiente; siempre alerta, siempre venenosa. —Miró a los ojos de Pietro—. Gracias a Dios que te tengo para consolarme. Cesare siempre ha tenido celos de a quien le ofrezco mis atenciones, pero eso no debería disuadirnos. Además, se ha marchado a Urbino para continuar su campaña. No hay nada que nos estorbe.
—¿Estás segura?
—Mantendré nuestro secreto, si quieres —dijo Lucrezia apasionadamente. Soltó una mano de entre las suyas para moverla a su muslo.
—¡Oh, Lucrezia —suspiró Pietro—, cómo me llaman tus labios!
Se besaron, con delicadeza al principio, y luego cada vez con más pasión. Ezio cambió un poco de posición y sin querer le dio a un ladrillo suelto, que cayó al jardín. Se quedó inmóvil.
Lucrezia y Pietro se separaron de un salto.
—¿Qué ha sido eso? —dijo—. No se le permite a nadie el acceso a mi jardín ni a mis aposentos sin que yo lo sepa. ¡A nadie!
Pietro ya se había puesto de pie y miraba a su alrededor con miedo.
—Será mejor que me vaya —dijo a toda prisa—. Tengo que prepararme para mi ensayo y medir mis versos para mañana. Debo marcharme. —Se inclinó para darle a Lucrezia un último beso—. Adiós, mi amor.
—Quédate, Pietro. Estoy segura de que no ha sido nada.
—No, es tarde. Debo irme.
Con una expresión melancólica, se escabulló del jardín y desapareció por una puerta que había en la pared del otro extremo.
Lucrezia esperó un momento, luego se levantó y chasqueó los dedos. Detrás del refugio de unos altos arbustos que crecían por allí cerca, uno de sus guardias personales salió e hizo una reverencia.
—He oído toda la conversación, mia signora, y puedo dar fe de ella.
Lucrezia frunció la boca.
—Bien. Cuéntaselo a Cesare. Veremos cómo se siente ahora que se han cambiado las tornas.
—Sí, signora.
El guardia hizo otra reverencia y se retiró.
Una vez que se quedó a solas, Lucrezia cogió una margarita de un macizo de flores que crecía por allí y comenzó a quitarle los pétalos uno a uno.
—Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere…
Ezio se escabulló por la escalera más cercana y se acercó a ella. Se había vuelto a sentar y le miró al ver que se aproximaba, pero no mostró ningún miedo, tan sólo cierta sorpresa. Bueno, si tenía más guardias escondidos en el jardín, Ezio se desharía de ellos.
—Por favor, continúa. No pretendía interrumpirte —dijo Ezio, que le hizo una reverencia, aunque en su caso era con ironía.
—Vaya, vaya, Ezio Auditore da Firenze. —Le ofreció su mano para que se la besara—. Qué alegría conocerte por fin como es debido. He oído hablar mucho de ti, sobre todo últimamente. Bueno, me imagino que no hay nadie más responsable de los pequeños disgustos que hemos vivido en Roma. —Hizo una pausa—. Es una pena que Cesare ya se haya marchado. Hubiera disfrutado mucho con esto.
—No tengo nada personal en contra de ti, Lucrezia. Libera a Caterina y me retiraré.
Su voz se endureció un poco.
—Me temo que es imposible.
Ezio extendió las manos.
—Entonces no me dejas otra opción.
Salvó las distancias entre ambos, pero con cautela. Aquella mujer tenía las uñas largas.
—¡Guardias! —gritó y dejó al instante de ser una aristócrata para convertirse en una arpía con la intención de arañarle los ojos, pero él la agarró a tiempo por las muñecas.
Sacó un trozo de cuerda de su bolsa de cuero y le ató rápidamente las muñecas a la espalda antes de tirarla al suelo y colocarle con firmeza un pie sobre un pliegue de su vestido para que así no pudiera levantarse y salir corriendo. Después, desenvainó su espada y su puñal, sin ceder terreno, preparado para enfrentarse a los cuatro o cinco guardias que venían corriendo desde las estancias. Por suerte para Ezio, apenas iban armados y tampoco eran muy corpulentos, ni siquiera llevaban cota de malla. Aunque no pudo cambiar de posición, puesto que por encima de todo no podía permitir que Lucrezia se escapara, aunque estuviera tratando de morderle el tobillo a través de la bota, se agachó bajo la hoja oscilante del primer guardia y le cortó al hombre en su costado desprotegido. Uno menos. El segundo guardia fue más precavido, pero al ser consciente de que Lucrezia gruñía en el suelo, avanzó para atacar a Ezio. Arremetió contra el pecho de Ezio, pero éste esquivó el golpe, bloqueando las dos hojas de los guardias, y con su mano izquierda, la del puñal, le cortó la cabeza. Dos menos. El último, que quería aprovecharse de que las dos hojas de Ezio estaban ocupadas, salió disparado hacia delante. Ezio retiró el brazo derecho con fuerza y envió en espiral la hoja clavada en el segundo guardia hacia su nuevo enemigo. El último guardia tuvo que levantar su espada para desviar el golpe, pero fue demasiado tarde porque la hoja voladora le alcanzó el bíceps. Hizo una mueca de dolor y volvió a arremeter con la espada. Ezio había recuperado su posición, desvió el ataque con el puñal y se libró de la espada para acuchillar brutalmente al hombre en el torso. Se había acabado. Los guardias estaban muertos a su alrededor y Lucrezia permanecía en silencio por primera vez. Ezio, que respiraba con dificultad, puso de pie a su cautiva.
—Vamos —dijo— y no chilles. Si lo haces, me veré obligado a cortarte la lengua.
La arrastró hacia la puerta por la que Pietro se había marchado y, una vez en el pasillo, medio a empujones y medio a rastras, Lucrezia volvió a la torre, en dirección a las celdas.
—¿Ahora te dedicas a rescatar princesas de castillos? ¡Qué romántico! —soltó Lucrezia.
—Cállate.
—Supongo que crees que estás consiguiendo grandes cosas atacando, creando el caos y matando a quien te da la gana, ¿no?
—He dicho que te calles.
—Pero ¿tienes algún plan? ¿Qué crees que vas a conseguir? ¿No sabes lo fuertes que somos?
Ezio vaciló ante una escalera que llevaba al piso de abajo.
—¿Por dónde? —le preguntó.
Ella se rio y no contestó.
Ezio la zarandeó.
—¿Por dónde?
—A la izquierda —respondió con resentimiento.
Se quedó callada un rato y luego volvió a empezar. Esta vez Ezio dejó que divagara. Ahora estaba seguro de dónde se encontraban. La mujer se retorció para intentar soltarse, pero él estaba concentrado en dos cosas: sujetarla con fuerza y estar alerta por si hubiera una emboscada de los guardias del castillo.
—¿Sabes qué fue de los restos de la familia Pazzi en Florencia en cuanto los pusisteis de rodillas? Tu querido amigo Lorenzo, al que llamaban Magnífico, les quitó todas sus posesiones y los metió en la cárcel. ¡A todos! Incluso a aquellos que no formaban parte de la conspiración contra él.
A regañadientes, Ezio recordó la venganza de Caterina tras la rebelión de Forli en su contra. Sus medidas habían sobrepasado las de Lorenzo; de hecho, las hacían parecer suaves a su lado. Sacudió la cabeza para deshacerse de aquel pensamiento.
—Se prohibió casarse a las mujeres y se borraron las lápidas de la familia —continuó Lucrezia—. Se eliminaron de los libros de historia. ¡Puf! ¡Así como así!
Pero no les torturaron ni les mataron, pensó Ezio. Bueno, era posible que Caterina creyera entonces que sus acciones estaban justificadas. Aun así, su crueldad le había costado parte de la lealtad con la que siempre había contado antes, y tal vez por ese motivo Cesare por fin se hizo con Forli.
Aunque todavía era una importante aliada y eso era lo que Ezio debía recordar. Y tenía que contener los sentimientos —reales o imaginados— que pudiera tener hacia ella.
—Tú y tus amigos Asesinos ignorasteis las consecuencias de vuestras acciones. Estabais contentos de poner las cosas en movimiento, pero nunca las llevasteis a cabo. —Lucrezia hizo una pausa para recuperar el aliento y Ezio tiró de ella con fuerza, pero no la detuvo—. A diferencia de ti, Cesare terminará lo que empezó y traerá la paz a Italia. Mata por un propósito superior. Como ya he dicho, sois muy distintos.
—El ignorante y el pasivo se convierten en fáciles objetivos —replicó Ezio.
—Di lo que quieras —contestó Lucrezia al darse cuenta de que le había puesto el dedo en la llaga—. De todos modos, estoy malgastando saliva, ipocrita.
Ya habían llegado a las celdas.
—Recuerda —dijo Ezio y sacó su puñal—, si intentas avisar a tus guardias, te cortaré…
Lucrezia respiró con dificultad, pero en silencio. Atento, Ezio avanzó lentamente. Los dos guardias nuevos estaban sentados a la mesa, jugando a las cartas. Tiró a Lucrezia al suelo, delante de él, saltó hacia ellos y los despachó antes de que les diera tiempo a reaccionar. Después, se dio la vuelta y fue a por Lucrezia, que se había puesto de pie y había echado a correr por donde habían venido mientras gritaba en busca de ayuda. La alcanzó con dos brincos, le puso una mano sobre la boca y la atrajo hacia él con el otro brazo para hacerla dar la vuelta y dirigirse hacia la celda de Caterina. La mujer mordió y rasgó la mano enguantada que le tapaba la boca y al ver que no podía hacer nada, pareció rendirse y relajó los músculos.
Caterina ya estaba en la reja y Ezio descorrió el pestillo.
—Salute, Lucrezia —dijo Caterina y sonrió de manera desagradable—. Cuánto te he echado de menos.
—Vaí a farti fottere, troia. ¡Que te den, puta!
—Tan encantadora como siempre —dijo Caterina—. Ezio, acércamela. Yo cogeré la llave.
Alargó la mano y Ezio obedeció sus órdenes. Advirtió que Caterina acariciaba los pechos de Lucrezia mientras buscaba entre ellos y sacaba la llave, que colgaba de un cordón negro de seda.
Caterina le pasó la llave a Ezio, que enseguida abrió la puerta. La misma llave servía para el candado de las cadenas —después de todo, no habían encadenado a Caterina a la pared—, y mientras Caterina se las quitaba, Ezio empujó a Lucrezia al interior de la celda.
—¡Guardias! ¡Guardias! —gritó Lucrezia.
—¡Cállate! —ordenó Caterina, que cogió un trapo sucio de la mesa de los guardias y lo usó para amordazar a su enemiga.
Luego Ezio cogió algo más de cuerda y ató los tobillos de Lucrezia antes de cerrar la puerta con llave para asegurarse de que no escapaba.
Ezio y Caterina se miraron el uno al otro.
—Mi héroe —dijo con sequedad.
Ezio la ignoró.
—¿Puedes caminar?
Caterina lo intentó, pero dio un traspié.
—No creo que pueda. Los grilletes que me han puesto han debido de hacerme daño.
Ezio suspiró y la cogió en brazos. Si los guardias los sorprendían, tendría que dejarla tirada como un saco para poder usar sus armas enseguida.
—¿Por dónde? —preguntó Caterina.
—Vamos primero a los establos y luego por el camino más rápido para salir de aquí.
—¿Por qué me has salvado, Ezio? En serio. Ahora que se han quedado Forli, no te sirvo de nada.
—Aún tienes familia.
—No es tu familia.
Ezio continuó andando. Recordaba dónde debían de estar los establos. Era una suerte que al parecer Caterina fuera la única prisionera en aquella zona, por lo que no había más guardias por allí. Aun así, caminó con cuidado y se movió deprisa, pero no tan rápido como para caer en una trampa. De vez en cuando se paraba y escuchaba. Caterina no pesaba y a pesar del encarcelamiento, su pelo todavía olía a vainilla y rosas, y le recordaba la época feliz que habían pasado juntos.
—Escucha, Ezio, aquella noche en Monteriggioni, cuando… nos bañamos juntos…, tenía que asegurar tu alianza. Para proteger Forli. Le interesaba tanto a la Hermandad de los Asesinos como a mí, pero… —Se interrumpió—. ¿Lo entiendes, Ezio?
—Si hubieras querido tenerme como aliado, lo único que tenías que hacer era pedirlo.
—Te necesitaba a mi lado.
—Mi lealtad y mi espada de tu parte no eran suficiente. También querías asegurarte de que mi corazón estuviera contigo. —Ezio siguió caminando y se la cambió de lado—. Pero é la política. Claro, lo sabía. No hace falta que me des explicaciones.
Era como si su corazón hubiera caído en un pozo sin fondo. ¿Cómo podía tener aún los cabellos perfumados?
—Caterina, ¿te…? —preguntó con la garganta seca—. ¿Cesare te…?
Ella percibió, aunque débilmente, lo que él sentía y sonrió; pero él se dio cuenta de que sólo era con los labios, no con los ojos.
—No pasó nada. Mi nombre aún tiene algo de valor. No me… mancillaron.
Habían llegado a la puerta principal de los establos. No estaba vigilada, pero sí bien cerrada. Ezio bajó a Caterina.
—Intenta caminar un poco. Tienes que devolverles la fuerza a tus tobillos.
Miró a su alrededor, buscando cómo abrir la puerta, que no tenía pestillo ni pomo. Tenía que haber un modo…
—Prueba por ahí —dijo Caterina—. ¿No es una palanca de algún tipo?
—Espera —dijo Ezio.
—Como si me quedara otra opción.
Fue hacia la palanca y, al acercarse, advirtió un hueco cuadrado en el suelo con una trampilla abierta encima. Por el olor de abajo, debía de haber sido alguna clase de almacén de grano. Y al echar un vistazo, distinguió un gran número de sacos y también de cajas, cajas de lo que parecía pólvora.
—Deprisa —dijo Caterina.
Cogió la palanca con las manos y tiró de ella. Al principio estaba rígida, pero bajo la presión de sus músculos cedió, primero lentamente, después se movió sin problema al mismo tiempo que se abría la puerta.
Había un par de guardias en el establo, que se dieron la vuelta al oír las bisagras de la puerta y corrieron hacia ella mientras desenvainaban sus espadas.
—¡Ezio! Aiuto!
Salió como una flecha hacia Caterina, la cogió en brazos y la llevó hacia el agujero del suelo.
—¿Qué estás haciendo?
La sostuvo sobre el agujero.
—¡No te atreverás!
La tiró allí abajo y fue incapaz de contener una risita al oír su grito de pánico. No era muy hondo y le dio tiempo a ver cómo caía a salvo sobre unos sacos blandos antes de volverse hacia los guardias. La pelea fue corta e intensa puesto que los guardias estaban agotados y les habían pillado por sorpresa. No podían igualar las técnicas de Ezio con la espada. Uno de ellos se las apañó para darle de refilón, pero tan sólo cortó la tela de su jubón y no llegó a la carne. El mismo Ezio se estaba cansando.
Cuando acabó, Ezio se agachó y sacó a Caterina del agujero.
—Figlio di puttana —le insultó mientras se sacudía el polvo—. Nunca vuelvas a hacerme algo así.
Se dio cuenta de que parecía caminar al menos un poco mejor.
Rápidamente, eligió los caballos y no tardaron en tenerlos ensillados y preparados. La ayudó a subirse a uno y él saltó a la silla del otro. Un arco salía de los establos y al otro lado veía la puerta principal del Castel. Estaba custodiada, pero abierta. Se acercaba el alba y sin duda esperaban que los comerciantes de la ciudad hicieran sus entregas.
—Cabalga como el viento —le dijo Ezio—, antes de que les dé tiempo a darse cuenta de lo que está sucediendo. Cruza el puente y sigue hasta la isla Tiberina. Allí estarás a salvo. Encuentra a Maquiavelo. El me estará esperando.
—Pero tenemos que huir de aquí los dos.
—Yo te seguiré. Pero de momento debo quedarme para ocuparme de los guardias restantes, distraerlos, retrasarlos… algo.
Caterina estiró de las riendas del caballo para que se pusiera a dos patas.
—Vuelve de una pieza —dijo—. ¡O nunca te perdonaré!
Ezio deseó que lo dijera de verdad mientras contemplaba cómo espoleaba al caballo para salir al galope. Pasó a toda velocidad junto a los guardias de la puerta principal y los dispersó. En cuanto vio que estaba fuera de peligro, volvió con su caballo al establo, al almacén de grano y pólvora, y al pasar cogió una antorcha de su aplique. La lanzó en el agujero, se dio la vuelta y salió al galope por donde había venido, con la espada desenvainada.
Los guardias habían formado un cordón y le estaban esperando, con las alabardas levantadas. Ezio no conocía al caballo, pero sabía lo que hacer: cabalgó recto hacia la hilera de guardias y en el último momento estiró fuerte de las riendas y al inclinar la silla hacia delante, clavó sus talones. Al mismo tiempo que el caballo avanzaba al galope, hubo un estallido tremendo cerca del establo. Tenía razón, era pólvora. El suelo tembló de la explosión y los guardias se agacharon por instinto. El caballo, que también se quedó estupefacto por el ruido, estaba aún más decidido a saltar. Voló por los aires y saltó por encima de la fila de guardias con tanta facilidad como si hubiera saltado una valla.
Dejó el pánico y la confusión atrás y cabalgó en dirección al sol naciente. Se le hinchó el corazón en su interior. ¡Había salvado a Caterina!