Capítulo 13
Qué estúpido había sido al cabalgar tanto rato herido, y tan lejos, parándose tan sólo por el bien del caballo. Un caballo del correo hubiera sido más acertado, pero el corcel zaino era su último vínculo con Mario.
¿Dónde estaba? Recordó un lúgubre barrio de las afueras, destrozado, y luego, cuando ya estaba saliendo, vio un arco de piedra amarillo, que alguna vez había sido majestuoso, una entrada antigua que atravesaba la muralla de la ciudad, que antes había sido espléndida.
El impulso de Ezio había sido reunirse con Maquiavelo para subsanar el error que había cometido al no asegurarse de que Rodrigo Borgia estaba muerto.
Pero, ¡Dios, qué cansado estaba!
Se tumbó en el camastro en el que se encontraba. Podía oler la paja seca y el ligero hedor a estiércol que la acompañaba.
¿Dónde estaba?
Una imagen de Caterina le vino de repente a la cabeza con mucha fuerza. Debía liberarla. Tenían que estar juntos por fin.
Pero tal vez también debía liberarse de ella, pues parte de su corazón le decía que en realidad no era lo que él quería. ¿Cómo podía confiar en ella? ¿Cómo podía un simple hombre entender los sutiles laberintos de la mente femenina? ¡Ay, la tortura del amor por lo visto no disminuía con la edad!
¿Estaba utilizándole?
Ezio siempre había mantenido una habitación interior en su corazón, un sanctasanctórum que siempre tenía cerrado, incluso a sus amigos más íntimos, a su madre (que era consciente de ello y lo respetaba), a su hermana y a su padre y hermanos difuntos.
¿Había logrado entrar Caterina? No había podido evitar que mataran a su padre y a sus hermanos, y por Cristo y la Cruz había hecho todo lo posible por proteger a María y Claudia.
Caterina podía cuidarse sola. Era un libro que mantenía sus tapas cerradas y aun así…, aun así, ¡cuánto anhelaba leerlo!
—Te quiero —le gritó su corazón a Caterina a pesar de lo que sentía.
La mujer de sus sueños, por fin, a aquellas alturas de su vida. Pero su deber iba primero y Caterina… Caterina nunca había enseñado sus cartas. Sus enigmáticos ojos marrones, su sonrisa, el modo en que podía enrollarlo entre sus largos dedos expertos. La proximidad. La proximidad. Pero también el fuerte silencio de su pelo, que siempre parecía oler a vainilla y rosas…
¿Cómo iba a confiar en ella, incluso cuando tenía la cabeza apoyada en su pecho después de hacer el amor apasionadamente y deseaba tanto sentirse seguro?
¡No! La Hermandad. La Hermandad. ¡La Hermandad! Sumisión y su destino.
«Estoy muerto —se dijo Ezio para sus adentros—. Ya estoy muerto en mi interior, pero terminaré lo que tengo que hacer».
El sueño se desvaneció, sus párpados se abrieron y revelaron un escote amplio pero anciano que descendía sobre él; el vestido que llevaba aquella mujer se separó como el mar Rojo.
Ezio se incorporó rápidamente. Ahora tenía la herida bien vendada y el dolor se le había calmado tanto que casi era insignificante. Conforme se le aclaraba la vista, se dio cuenta de que se encontraba en una habitación pequeña con paredes de piedra tosca. Unas cortinas de algodón estampado cubrían las pequeñas ventanas y en un rincón ardía una estufa de hierro, cuyas brasas, al estar abierta, eran la única luz del lugar. La puerta estaba cerrada, pero quienquiera que estuviese con él encendió el cabo de una vela.
Había una mujer de mediana edad, con aspecto de campesina, arrodillada a su lado, dentro de su campo de visión. Tenía una cara compasiva mientras atendía su herida, y cambiaba la cataplasma y el vendaje.
¡Le dolía mucho! Ezio hizo una mueca por el dolor.
—Calmatevi —dijo la mujer—. El dolor acabará pronto.
—¿Dónde está mi caballo? ¿Dónde está Campione?
—A salvo. Descansando. Dios sabe que se lo merece. Estaba sangrando por la boca. Un buen caballo como ése. ¿Qué le has hecho?
La mujer dejó el cuenco de agua que sujetaba y se puso de pie.
—¿Dónde estoy?
—En Roma, cariño. Messer Maquiavelo te encontró desmayado en tu silla, con tu caballo echando espuma por la boca, y os trajo aquí. No te preocupes, nos ha pagado a mí y a mi marido para que os cuidemos a los dos. Y nos ha dado unas cuantas monedas más para que seamos discretos. Pero ya sabes que a messer Maquiavelo no se le puede contrariar. De todos modos, ya habíamos hecho este tipo de trabajo para tu organización.
—¿Dejó algún mensaje?
—Ah, sí. En cuanto te recuperes, tienes que reunirte con él en el Mausoleo de Augusto. ¿Sabes dónde está?
—Es una de las ruinas, ¿no?
—Exacto. Aunque hoy en día no es más ruina que esta horrible ciudad. ¡Y pensar que una vez fue el centro del mundo! Mírala ahora, es más pequeña que Florencia; la mitad de Venecia. Pero tenemos que fanfarronear.
Se rio con socarronería.
—¿A qué te refieres?
—Tan sólo cincuenta mil pobres almas viven en esta ciudad de chabolas que una vez tuvo el orgullo de llamarse Roma; y siete mil de ellas son prostitutas. Eso tiene que ser un récord. —Volvió a reírse un poco más—. No me extraña que todo el mundo esté infectado con la Nueva Enfermedad. No te acuestes con nadie de aquí —añadió—, si no quieres acabar con la sífilis. Hasta los cardenales la tienen, y dicen que el mismo Papa y su hijo también la sufren.
Ezio recordaba Roma como si fuera un sueño. Ahora era un lugar extraño, cuyas antiguas y podridas murallas habían sido diseñadas para abarcar un millón de habitantes pero que en esos momentos había cedido su espacio a los agricultores.
También recordaba el páramo en ruinas que en la antigüedad había sido el Gran Foro, pero donde ahora pastaban las cabras y las ovejas. La gente había robado el antiguo mármol labrado y los pórfidos, tirados de cualquier manera sobre la hierba, para construir pocilgas o para molerlos y conseguir cal. Y aparte de la desolación de las barriadas y de las sucias calles sinuosas, estaban los nuevos y grandes edificios que los Papas Sixto IV y Alejandro VI habían levantado indecentemente, como pasteles de boda en una mesa donde no había nada más que comer salvo pan.
El engrandecimiento de la Iglesia estaba confirmado, había vuelto por fin tras el exilio papal a Aviñón. El Papa, la figura más importante del mundo internacional, superaba no sólo a reyes sino al mismísimo sagrado emperador romano Maximiliano, que antes había tenido su sede en Roma.
¿Qué habría ocurrido si el Papa Alejandro VI, a su gran juicio, no hubiera separado en el continente sur de los Nuevos Americanos a los países colonizados de España y Portugal con su Tratado de Tordesillas en 1494? Había sido el mismo año en el que la Nueva Enfermedad había estallado en Nápoles, Italia. La llamaban la enfermedad francesa, morbus gallicus, pero todos sabían que había llegado del Nuevo Mundo con los marinos genoveses de Colón. Era un mal desagradable. Los rostros y los cuerpos de las personas bullían llenos de pústulas y furúnculos, y sus caras a menudo no se reconocían en las últimas fases.
En Roma los pobres se las apañaban con cebada y tocino, cuando podían conseguir tocino, y las sucias calles albergaban tifus, cólera y la Peste Negra. En cuanto a los ciudadanos, por un lado estaban los ricos con ostentación, y por otro lado, el resto, que parecían pastores de ganado y vivían igual de mal.
Menudo contraste con la dorada opulencia del Vaticano. La gran ciudad de Roma se había convertido en un montón de basura de historia. Por los callejones mugrientos que intentaban ser calles, donde vivían ahora los lobos y los perros asilvestrados, se pudrían los palacios desiertos que le recordaron al hogar de su familia en Florencia, probablemente en ruinas.
—Tengo que levantarme. Tengo que encontrar a messer Maquiavelo —dijo Ezio, sacando con urgencia aquellas imágenes de su mente.
—Todo a su tiempo —respondió la enfermera—. Te ha dejado ropa nueva. Póntela cuando estés preparado.
Ezio se levantó, pero cuando lo hizo, le dio vueltas la cabeza. La sacudió para aclararse la mente y luego se puso el traje que Maquiavelo le había dejado. Era nuevo y estaba hecho de lino, con una capa de lana suave que acababa en pico, como el de un águila. Había unas botas y unos guantes fuertes y suaves de cuero español. Se vistió, luchó con el dolor del esfuerzo, y cuando terminó, la mujer le guio hasta un balcón. Ezio se dio cuenta entonces de que no estaba en un tugurio, sino en lo que quedaba de lo que una vez había sido un gran palacio. Debía de estar en el piano nobile. Respiró hondo mientras contemplaba los desolados restos de la ciudad que se extendía a sus pies. Una rata correteó con atrevimiento por encima de su bota y él le dio una patada.
—Ah, Roma —dijo irónicamente.
—Lo que queda de ella —respondió la mujer y volvió a reírse de manera estridente.
—Gracias, madonna. ¿A quién le debo…?
—Soy la contessa Margherita deghli Campi —contestó y bajo la luz tenue Ezio distinguió por fin los finos rasgos del que una vez había sido un hermoso rostro—. O lo que queda de ella.
—Contessa —dijo Ezio, intentando alejar la tristeza de su voz mientras hacía una reverencia.
—El Mausoleo está por allí —dijo, señalándolo con una sonrisa—. Es donde tienes que ir.
—No lo veo.
—En esa dirección. Por desgracia, no se puede ver desde mi palazzo.
Ezio entrecerró los ojos en la oscuridad.
—¿Y desde la torre de la iglesia?
Ella se le quedó mirando.
—¿Desde Santo Stefano? Sí. Pero está en ruinas. Las escaleras que suben a la torre se han derrumbado.
Ezio se rodeó el cuerpo con los brazos. Tenía que llegar a su lugar de reunión sano y salvo, tan rápido como fuera posible. No quería que lo retrasaran los mendigos, las fulanas ni los atracadores que infestaban las calles día y noche.
—No debería ser un problema —le dijo a la mujer—. Vi ringrazio di tutto quello che avete fatto per me, buona contessa. Addio.
—Eres más que bien recibido —contestó con una sonrisa irónica—. Pero ¿estás seguro de que estás en condiciones para irte tan pronto? Creo que deberías ver a un médico. Te recomendaría uno, pero ya no puedo permitírmelos. He limpiado y vendado tu herida, pero no soy una experta.
—Los Templarios no esperarán y yo tampoco puedo hacerlo —respondió—. Gracias de nuevo y adiós.
—Ve con Dios.
Saltó desde el balcón a la calle, hizo un gesto de dolor por el impacto y cruzó corriendo la plaza, dominada por el palacio que se desmoronaba, en dirección a la iglesia. Perdió de vista la torre dos veces y tuvo que volver sobre sus pasos. Le abordaron tres veces los mendigos leprosos y se enfrentó una vez a un lobo, que se escapó por un callejón con lo que parecía un niño muerto entre sus fauces. Por fin estuvo en el espacio abierto ante la iglesia. Estaba cerrada con tablas y los santos de piedra caliza que adornaban su portal estaban deformados por el abandono. No sabía siquiera si podía confiar en la podrida mampostería, pero no le quedaba otro remedio; tenía que trepar.
Lo consiguió, aunque perdió el equilibrio en varias ocasiones y una vez incluso sus pies se separaron de un alféizar que se derrumbó bajo ellos y le dejó colgado de la punta de sus dedos. Todavía era un hombre fuerte, a pesar de sus heridas, y se las apañó para subir y salir del peligro hasta que por fin llegó a la cumbre de la torre, que estaba colgada de su tejado principal. La cúpula del Mausoleo brillaba débilmente bajo la luz de la luna, a unas manzanas de distancia. Iría hasta allí y esperaría a que Maquiavelo llegara.
Se colocó bien la hoja oculta, la espada y la daga, y estaba a punto de dar un salto de fe a un carro de heno aparcado en la plaza, cuando su herida le hizo doblarse de dolor.
«La Contessa me vendó bien el hombro, pero tenía razón, debo ver a un médico», dijo para sus adentros.
Con mucho dolor, bajó de la torre a la calle. No tenía ni idea de dónde encontrar un médico, así que se dirigió a una posada, donde obtuvo la información a cambio de un par de ducados, y también le dieron una taza de asqueroso Sanguineus, lo que alivió su dolor de algún modo.
Cuando llegó a la consulta del doctor, ya era tarde. Tuvo que llamar varias veces a la puerta, y con fuerza, antes de que se oyera una respuesta apagada desde el interior; luego abrieron un poco la puerta y apareció un hombre gordo con barba de unos sesenta años, que llevaba unas gruesas gafas. ¡Lo que faltaba! Ezio podía oler que había bebido y tenía un ojo más grande que otro.
—¿Qué quieres? —preguntó el hombre.
—¿Es el dottore Antonio?
—¿Y si lo soy…?
—Necesito vuestra ayuda.
—Es tarde —respondió el médico, pero había centrado su mirada en la herida que Ezio tenía en el hombro y sus ojos, aunque con cautela, se volvieron más compasivos—. Te costará un poco más.
—No estoy en condiciones de discutir.
—Bien. Entra.
El doctor le quitó el pestillo a su puerta y se apartó a un lado. Ezio, agradecido, entró con dificultad en el vestíbulo, de cuyas vigas colgaba una colección de potes de cobre y ampollas de cristal, y murciélagos, lagartos, serpientes y ratones secos.
El médico le condujo a una habitación interior en la que había un enorme escritorio descuidado, cubierto de papeles, una cama estrecha en un rincón, un armario cuyas puertas abiertas revelaban más ampollas, y un estuche de piel, también abierto, que contenía una selección de escalpelos y sierras en miniatura.
El médico siguió la mirada de Ezio y soltó una breve carcajada.
—Los medici no somos más que unos mecánicos presuntuosos —dijo—. Túmbate en la cama y te echaré un vistazo. Antes de que lo hagas, son tres ducados, por adelantado.
Ezio le dio el dinero.
El doctor le quitó la venda a la herida, y empujó y tiró hasta que Ezio prácticamente se desmayó del dolor.
—¡Estate quieto! —gruñó el médico.
Husmeó un poco más, echó en la herida un líquido punzante de un frasco, le dio unos toquecitos con un poco de algodón, sacó unas vendas limpias y lo envolvió con firmeza otra vez.
—Alguien de tu edad no puede recuperarse de una herida como ésta tan sólo con medicinas. —El doctor hurgó en el armario y sacó una ampolla con algo meloso—. Pero aquí tienes algo para aliviar el dolor. No te lo bebas todo de golpe. Son otros tres ducados, por cierto. Y no te preocupes, te curarás con el tiempo.
—Grazie, dottore.
—Cuatro de cada cinco doctores hubieran sugerido sanguijuelas, pero no han demostrado ser eficaces con este tipo de heridas. ¿Qué te pasó? Si no fueran tan raras, diría que lo causó la bala de una pistola. Vuelve si te hace falta. O puedo recomendarte varios colegas de la ciudad.
—¿Cuestan tanto como vos?
El doctor Antonio le miró con desdén.
—¡Por Dios santo, con lo barato que te ha salido!
Ezio salió a la calle pisando fuerte. Había empezado a caer una ligera lluvia y las calles ya estaban cubriéndose de barro.
—«Alguien de tu edad» —refunfuñó Ezio—. Che sobbalzo!
Volvió a la posada, pues antes había advertido que alquilaban habitaciones. Se alojaría allí, comería algo y se dirigiría al Mausoleo por la mañana. Después tan sólo tendría que esperar a que apareciera su compañero Asesino. Maquiavelo podría haberle dicho a la contessa que se encontraran a alguna hora en concreto. Aunque Ezio estaba al tanto de la obsesión de Maquiavelo por la seguridad. Sin duda acudiría al lugar señalado todos los días, a intervalos regulares. Ezio no tendría que esperar demasiado.
Retomó su camino por aquellas espantosas calles y callejones, ocultándose como una flecha en la oscuridad de los portales cada vez que pasaba patrullando un Borgia, fácilmente reconocible por su librea morada y amarilla.
Era ya medianoche cuando llegó a la posada. Tomó un trago de la ampolla de oscuro líquido (estaba bueno) y dio un golpe en la puerta con el pomo de su espada.