19 - La sombra de una duda

—¿Seguro que no te arrepientes de haber dejado la Banca Sanpaolo? —preguntó Rita, apoyada en la ventanilla antes de que arrancara el coche y lo perdiera de vista por otros largos siete días.

Ya hacía dos semanas que había cumplido el plazo de preaviso dado por Enzo a la dirección del banco.

—No podría arrepentirme, tomé una decisión meditando bien los pros y los contras. Es más, creo que es lo más sensato que he hecho en mi vida. Todo esto —señaló con la mano la fachada de la casa— me ha traído la paz.

Rita temía que un hombre como él, acostumbrado al frenesí estresante de la gran ciudad, acabara aburriéndose sin otro horizonte que las vacas chianinas moviendo el rabo, las gallinas poniendo huevos y el gallo dando la murga todas las mañanas con su kikirikí. Él adivinó el motivo de su expresión preocupada y le cogió la barbilla exigiendo un beso más de despedida que Rita añadió a los muchos que ya le había dado antes de ponerse al volante.

—Me harta este noviazgo de fin de semana. —Protestó ella, separándose de la ventanilla con triste conformismo.

Aunque ya no formaba parte de la plantilla, Enzo se brindó a poner al día a su sustituto cuando este, compañero desde hacía mucho, le pidió el favor. Detalle que también agradó a sus antiguos superiores. Enzo era consciente y le convenía que recordaran con agradecimiento su marcha de la entidad ya que, como buen abogado, era partidario de tener amigos hasta en el infierno.

—Yo también odio tenerte tan lejos —aseguró él, cogiéndole la mano para que no se alejara demasiado—. Por suerte, estas separaciones se acabarán muy pronto, —e hizo una pausa antes de seguir—: Llevo pensando en algo… Ya hablaremos de ello cuando me instale aquí definitivamente.

Rita sonrió con malicia. No podía verle los ojos, porque acababa de ponerse las gafas de sol, pero suponía que ese algo que le rondaba la cabeza tenía que ver con el sexo.

—La semana que viene voy a escaparme unos días a Roma. —Anunció parpadeando despacio—. Ahora mismo llamaré a Martina y le diré que vaya preparándome el sofá-cama.

Enzo esbozó una sonrisa sugerente a la vez que ponía en marcha el motor.

—Entonces, ¿nos veremos antes de lo previsto?

—Sí —confirmó Rita.

—Puede que te prepare algo especial —dijo con tono misterioso—. Ciao, bimba bella.

Enzo besó al aire y se tocó el corazón. Rita dio un suspiro cuando lo vio alejarse por el camino. Ya se veía muy pequeño entre las lomas y ella seguía diciéndole adiós con la mano. Bajó el brazo sintiéndose tonta de remate pero feliz. Así era el amor.

***

No había hecho más que entrar en la cocina y sentarse enfrente de Patricia para ayudarla a despuntar judías verdes, cuando se escuchó de nuevo el ruido de un motor. Se levantó para escudriñar por la ventana, pensando que Enzo regresaba porque había olvidado algo. Pero al ver quién conducía el coche que giraba delante de la casa, murmuró una palabrota con fastidio. E instintivamente miró hacia atrás, Iris parloteaba en su trona entretenida con la televisión. Su madre había ido al pueblo a merendar con su grupo de amigas lectoras; como el padre de familia estaba trabajando esa tarde en una de las fincas más alejadas de la casa, había dejado a Rita al cuidado de la pequeña.

Massimo tuvo que regresar a Roma de improviso para presentarse en la base aérea. En cuanto recibió la llamada del mando superior, partió esa misma mañana y dejó a la niña en la hacienda puesto que había acordado con Ada que acudiría allí a recogerla. Rita ya estaba, por lo tanto, avisada de la llegada de esta, pero esperaba no tener que verla y que fuera su madre quien soportara el incómodo momento de recibirla y decirle adiós. Pero, en vista de que en la casa no había nadie más, salvo Patricia, cogió a Iris de la trona y se encaminó hacia el recibidor. Allí cogió la bolsa del bebé de encima de una de las sillas. Cuando salió a la explanada, Ada ya la esperaba junto al coche y con el maletero abierto.

—¡Preciosa mía! —exclamó sonriendo a su hija.

Iris literalmente se lanzó a sus brazos, entusiasmada de volver a ver a su mamá.

—Hola, Ada. —Saludó Rita, a la vez que iba hacia el maletero y dejaba la bolsa de la niña en su interior.

—Espera, no cierres.

Fue hacia ella con la niña en brazos y cogió un biberón de agua que sobresalía de uno de los bolsillos. Rita dio dos pasos atrás para que cerrara el capó, a la vez que se decía en silencio que las madres tenían una cabeza más eficaz que un disco duro de Apple. A ella ni se le había ocurrido que la niña necesitaría beber durante el viaje. Todavía examinaba a Ada con disimulo, preguntándose cómo era capaz de conducir con aquellos tacones, cuando esta la sorprendió con una pregunta que jamás habría esperado.

—¿Ese rubio que me he cruzado antes del desvío era Enzo Carpentiere?

—Sí, era él. Qué casualidad, ¿no me digas que os conocéis? —preguntó por preguntar, puesto que ya sabía por Enzo que se conocían de los tiempos en que ella estaba con Massimo y se quedó embarazada.

—¿Qué hacía aquí? —preguntó Ada por toda respuesta.

—Trabaja aquí.

—No me lo puedo creer. Así que ese picaflor sin escrúpulos ha cambiado la ciudad por el campo.

—Ese picaflor sin escrúpulos ahora es mi novio.

Ada se entretuvo en sentar a Iris en su sillita del asiento trasero. Cuando ya la hubo asegurado, giró hacia Rita sacudiéndose un inexistente polvo de las manos.

—Qué listo, además ha cazado a la hija del amo.

Rita no le dio el gusto de replicarle con malos modos. Si lo que pretendía era sacarla de sus casillas, se iba a quedar con las ganas. No imaginaba que su silencio avivaría el veneno de Ada.

—¿Tu novio iba a Roma?

—Para volver. —Masculló, obligándose a no perder la serenidad.

—Él allí y tú aquí —comentó con maldad, a la vez que abría la puerta del coche—. Y tú eres tan tonta que crees que en Roma permanecerá fiel a tu recuerdo.

—Desde luego.

Ada se sentó al volante, cerró la puerta de un golpe seco y se abrochó el cinturón de seguridad con cuidado de no arrugarse la blusa de seda.

—Sigues siendo la misma tonta inocente de siempre, bonita. No me extraña que todos los hombres te la peguen.

Rita odió en ese momento que aquella mujer estuviera al tanto de su vida sentimental, algo inevitable teniendo que soportarla en la familia como un incordio. Ada no era un apéndice de los Tizzi, era la mismísima apendicitis.

—Te equivocas con Enzo, Ada. Él no es así.

—Eres tú quien se equivoca. Mientras tú lo esperas, él está hoy con una y mañana con otra; pondría la mano en el fuego y no me quemaría.

—¿Has acabado de soltar veneno, Ada? —preguntó con cordial antipatía.

Esta la miró de refilón.

—Los seductores sin escrúpulos no cambian. Hazme caso, que yo lo conozco mucho mejor que tú y sé cómo se las gasta cuando se le ponen a tiro un par de tetas.

—Que tengáis buen viaje, Ada —dijo sin responder a su puya—. Yo vuelvo dentro; Patricia y yo tenemos mucho que hacer.

Esa vez no se despidió de Iris con un beso como siempre hacía. Giró talones y caminó deprisa hacia la casa.

***

Roma, bellísima Roma. Qué triste llega a ser la ciudad eterna cuando el corazón no está por ver lo hermosa que es.

Un par de días después del desencuentro con Ada, caminaba a pie y cuesta arriba. Una tortura que para Rita constituía la mejor manera de hacer ejercicio. Por eso decidió regresar a pie de su periplo por las tiendas de via Nazionale. Al menos allí encontraba ropa bonita sin dejar la tarjeta de crédito temblando como le ocurría cada vez que pisaba las elegantes boutiques de via Veneto, e incluso las menos caras pero igual de tentadoras que abarrotaban corso Vittorio Emmanuele.

Pero el rato de compras resultó un fracaso. Del montón de prendas que se probó, ninguna le encajaba. O no le gustaba cómo le quedaba puesto, o no le gustaba el color, o el modelo no era el que buscaba… Un desastre total y absoluto. Una vez en República, Rita cruzó a la altura del Hotel Boscolo y miró hacia las nubes. El cielo gris barruntaba un chaparrón inminente. Tal cual se sentía ella por dentro.

Y ese estado tormentoso tenía la culpa de que no hubiese disfrutado de su tarde de tiendas. No tenía el ánimo para modelitos cuando en la cabeza le retumbaban como un runrún desazonador las palabras de Ada. Rita creía en Enzo. Él no era de esa clase de cerdos. Él no era como Salvatore, se repetía una y mil veces. Se negaba a creer que fuera capaz de traicionarla, y aún más: se prohibía a sí misma pensar que hubiese sido capaz de tropezar de nuevo con la piedra traicionera de elegir a un hombre capaz de engañarla.

Pero a pesar de tanta prohibición y de todos los pensamientos positivos que le enviaba la mitad sensata de su cerebro, la otra, la tendente al pesimismo, estaba ganándole la partida gracias a la insidia de Ada. Acababa de emprender el camino entre los árboles, dispuesta a sortear los puestos de souvenirs que abarrotaban la plazoleta, cuando se le escapó un suspiro cansino. Puede que las dudas la consumieran por dentro, pero algo sí tenía claro como el cristal: las mujeres como Ada no eran buena compañía, con su continua siembra de discordia y malos augurios. A las personas dañinas como ella, cuanto más lejos las mantuviera, mejor que mejor. Y a esa mujer en especial, lo más conveniente para su paz interior era tenerla a kilómetros de ella. Ojalá fuera posible. Pero era la madre de su única sobrina, un hecho que la mantenía cerca de ella y de su familia le gustase o no.

Justo ante la última parada de recuerdos, se quedó petrificada. Quizá había sido demasiado severa al juzgar a Ada porque esa vez había acertado en sus predicciones. A Rita se le encogió el estómago hasta el punto de la náusea, porque el coche que acababa de detenerse ante la misma puerta de la estación Termini era el de Enzo. Sí, aquel era su Lancia Ypsilon, no le cabía la menor duda. Rita se mordió los labios al observar que no iba solo. Su mente se repetía a gritos qué hacía precisamente ahí y quién era esa rubia que bajaba por la puerta del copiloto. Con las sienes palpitándole como un tam tam, se parapetó detrás del expositor de imanes para espiarlos sin ser vista. Y para mayor mortificación, constató que ese día estaba más guapo que de costumbre, el muy puerco. O eso le pareció a ella, en pleno desvarío celoso.

—¿Cuál gusta? —Oyó que decía el vendedor.

Ella miró al hindú de soslayo, que le señalaba una infinidad de colgantes de cristal y, sin hacerle el menor caso, retornó la vista a los dos que acababan de apearse del Lancia. Enzo acababa de sacar una maleta fin de semana del maletero y, tras estirar del asa para alargarla, se lanzó a la rubia que lo aguardaba con los brazos abiertos. Rita bajó la vista al verlos abrazados y apretó los párpados. Su dignidad le impedía seguir contemplando aquella nueva muestra de su propio fracaso.

—Auténtico cristal de Murano —dijo el hindú de los colgantes fabricados en Taiwan.

—Ya —masculló mirándolo furiosa.

Otro espécimen del género masculino que quería engañarla.

—Bonito un corazón. Uno, tres euros, dos corazones, cinco euros.

—Pues no, no quiero. —Bramó con malos modos—. Los corazones se rompen, ¿sabes?

Inmediatamente se arrepintió de haberse mostrado tan antipática con el pobre nombre, que no tenía culpa de nada. Con las lágrimas asomándole en los ojos, cogió un corazoncito de cristal con volutas color violeta, sacó tres euros del monedero y se los puso en la mano. Y sin pararse a escuchar al vendedor que le daba las gracias, a la vez que le ofrecía una cajita de regalo para guardarlo, giró en redondo hacia via Solferino, para evitar que Enzo y aquella mujer la vieran y se alejó a toda prisa para llegar cuanto antes al apartamento de Martina.

A mitad de camino, se dio cuenta que aún llevaba en el puño el pequeño corazón y, pensando en el suyo propio que acababa de romperse en pedazos, lo tiró a una papelera.

***

Después de dar varias vueltas por los alrededores, Enzo encontró un sitio para aparcar al lado de los muros del cementerio Campo di Verano. Justo cuando cerraba el coche, lo que empezó como gotitas sueltas se convirtió en una lluvia tan fina como inmisericorde. Oscureció de repente. Enzo alzó la vista y maldijo aquel aguacero que parecía lanzar agujas desde el cielo, sutiles pero que golpeaban con violencia. Precisamente esa tarde que tenía que lucir un sol radiante. Tantas horas preparando aquella sorpresa para Rita y tenía que dársela pasada por agua.

Como no veía ni a un palmo de distancia con las gafas mojadas, se las quitó para secarlas. Iba a rodear el coche para subir a la acera cuando escuchó el derrape a su espalda.

—¡Aparta, mamón!

La moto pasó rozándole y culeó unos cuantos metros hasta que la vio detenerse. El tipo de la moto se apeó y, medio borroso, Enzo lo vio aproximarse. Cuanto más cerca lo tenía, más grande le parecía.

—¿Tú que te has creído, listo?

—Perdona, te juro que…

La mole se plantó delante de él y se quitó el casco. Enzo aguzó la mirada porque aún andaba secando los cristales de las gafas con una punta de la chaqueta. Entonces fue cuando empezó a asustarse, porque el tipo, además de ancho como una casa, tenía las pupilas muy dilatadas. Debía llevar en el cuerpo un cóctel de sustancias ilegales que no auguraban nada bueno.

—Casi me caigo por tu culpa. —Bramó inclinando la cara sobre la suya con gesto amenazante, tanto que lo obligó a echar la cabeza hacia atrás—. ¿De qué vas, de rey de la calle?

—Lo siento, tío, es que sin las gafas no veo nada —explicó, mostrándoselas.

El otro fue rápido y se las arrebató de la mano.

—Así que la culpa la tienen estas gafitas de pijo —dijo afilando la mirada—. Pues mira lo que hago con ellas.

Las tiró al suelo y las aplastó de un pisotón. Enzo se enfureció al escuchar el crujir bajo su bota y, en un arranque de indignación, lo agarró por el cuello de la camiseta.

—¡¿Pero qué haces, gilipollas?! —Gritó a un milímetro de su cara.

Ocurrió en un visto y no visto. Enzo no había acabado de decirlo y ya sintió la punta de la navaja en la garganta.

—¿Cómo me has llamado, mierdecilla?

—Tranquilo, tranquilo, tranquilo… —Rogó alzando las manos.

—Quítate los zapatos.

—¿Q… Qué?

—Además de cegato, sordo —dijo con una risa que a Enzo le dio muy mala espina—. ¡Qué te quites los zapatos!

Con la navaja punzándole el cuello, a la pata coja y con cuidado de no enfurecer más a aquel energúmeno, se quitó el derecho y se lo dio. El tipo se lo arrancó de la mano y lo lanzó por encima de la tapia del cementerio. Enzo se quitó el zapato izquierdo, que no tardó en seguir el mismo camino.

—El móvil y la cartera. —Exigió—. ¡Rápido!

Enzo sacó ambas cosas de los bolsillos y se los dio. Cuando el otro los tuvo en la mano, caminó de espaldas sin dejar de amenazarlo navaja en mano.

Se subió en la moto y, pese a que Enzo estuvo tentado de correr y lanzársele sobre la espalda, su cordura le aconsejó quedarse quieto y no enfrentarse a un tipo que llevaba un arma blanca.

—¡Qué te jodan, cuatro ojos!

Fue lo último que Enzo escuchó antes de perderlo de vista.

***

Una vez solo, descalzo y sin dinero ni teléfono, bramó mil maldiciones y juramentos. Aún conservaba las llaves del coche, pero sin gafas y lloviendo era un peligro conducir. Por fortuna estaba cerca de casa de Martina y Rita estaba allí, en cuanto la recogiera, subirían a un taxi y la llevaría al lugar tan especial que había planeado con tanto afán.

Notó los calcetines empapados, pero estaba más cerca de casa de Martina que de la suya, así que caminó por via Tiburtina hasta que llegó al portal que, para variar, tenía la cerradura rota y estaba entreabierto. Subió las escaleras con un bochorno creciente, le avergonzaba verse en esa situación. Era la primera vez que lo atracaban y podía dar gracias, pero lo de quitarle los zapatos y romperle las gafas le había vapuleado el orgullo.

Por fin llegó al rellano del primero y tocó el timbre. Unos segundos después, fue Rita quien abrió la puerta. Enzo se alegró, porque prefería que fuera ella quien lo viera en ese estado humillante antes que Martina.

—Cielo, no te vas a creer lo que me acaba…

Rita le impidió la entrada poniéndole la mano abierta en el pecho.

—Fuera de aquí.

—¿Pero qué dices?

Un portazo en sus mismas narices, que resonó en todo el edificio, fue la única respuesta que obtuvo. Aquello sacó a Enzo de sus casillas. Aporreó la puerta con el puño hasta que oyó a Rita gritar desde el otro lado qué quería.

—¡Qué me abras! ¿Qué otra cosa voy a querer?

—Y yo lo que quiero es que te vayas al infierno. Tú y la otra. ¡Los dos!

Enzo no podía creer que aquel numerito fuera un ataque de celos.

—¿Quién es esa otra? ¿Te has vuelto loca?

Rita guardó silencio al otro lado de la puerta.

—Mira, no estoy para gilipolleces. —Insistió cada vez más furioso—. Me lo han robado todo, me han roto las gafas y me han quitado los zapatos. No puedo conducir así, voy en calcetines y está lloviendo a mares. ¡Joder, Rita, abre de una vez!

La puerta se abrió por fin.

—Ay, nena, menos mal…

No tuvo tiempo de decir más, porque Rita le lanzó dos bolsas de supermercado y volvió a cerrar.

—Ahí tienes, para los pies. —Gritó antes de oírse un segundo portazo.

Enzo recordó la sorpresa tan especial que le había preparado para esa noche. Y sin entender el porqué de los celos de Rita, bajó las escaleras con cuatro palabras escritas en la mente: vaya mierda de día.

***

Rita estaba en el sofá, mordiéndose las uñas con la mirada fija en el televisor. Carlo Conti, el presentador de La Ghigliottina, ponía de los nervios a los concursantes cuando Martina salió del baño envuelta en una toalla.

—¿Dónde está Enzo? Me ha parecido escuchar su voz desde la ducha.

—No lo he dejado entrar. ¡No quiero volver a verlo en mi vida!

Martina continuó secándose el pelo con la toalla de mano, sin entender qué estaba ocurriendo, mientras la musiquilla del concurso seguía sonando en la tele.

—¿Os habéis peleado? ¿Justo hoy? Yo creía…

Rita la miró con gesto altivo y furioso.

—Lo he visto con otra, ¿sabes? Me la ha pegado como a una idiota. ¡Todos los hombres son unos cerdos! Yo confiaba en él, le entregué mi corazón y mi alma…

—Pero Rita…

—En la puerta de la estación, delante de todo el mundo, el muy sinvergüenza. Cuando lo he visto abrazar a esa rubia he vuelto a morir por dentro. ¡Todo se repite, peor esta vez ha sido peor porque yo…! Yo lo amo y no puedo evitarlo… —Sollozó.

Martina dio un golpe con la toalla que llevaba en la mano en el brazo del sofá para que la escuchara y dejara de decir estupideces. O mucho se temía, o su amiga acababa de cometer una inenarrable metedura de pata.

—Yo no creo que Enzo sea capaz de algo así.

—Los he visto. —Afirmó señalándose un ojo y luego el otro.

—En lugar de montar esta película en tu cabeza, cuando lo has encontrado en la estación ¿por qué no te has acercado a él para que te la presentara?

—¿Tú estás de broma?

Martina perdió la paciencia, porque su actitud denotaba que su autoestima aún cojeaba.

—Pues no, no bromeo. —La regañó—. Ayer me comentó con una ilusión que ni te imaginas que te había preparado algo para que esta noche fuera inolvidable para los dos.

—¿Algo?

—No me lo quiso decir, pero lo vi muy emocionado. Y además, óyeme bien, me contó que tenía que acompañar a la estación a la novia de su hermano, el que es médico, porque él tenía guardia y la chica iba a visitar a sus padres a Perugia.

Rita se puso de pie de golpe y se mordió la uña del pulgar con tanta ansia que se hizo sangre.

—Su cuñada. La rubia es su cuñada. La mujer de su hermano. Por eso le dio un abrazo de despedida. —Recapacitó frotándose el dedo con cara de dolor.

—Sí te hubieses acercado a saludarlos, que es lo correcto, lo sabrías. Seguro que era ella y ese fue el motivo de que Enzo estuviera en la estación.

—Y yo acabo de echarlo… Descalzo…

—¿Cómo que descalzo?

Rita bajó la vista, a punto de echarse a llorar.

—Creo que lo han atracado. —Confesó compungida.

—¡Rita!

—Le han roto las gafas… —Lloriqueó.

Martina se acercó a ella, la agarró por los hombros y le dio una sacudida.

—Llorar no sirve de nada —la increpó—. Sin gafas no puede conducir y sin dinero no puede coger un taxi. Dios mío, tendrá que ir caminando hasta su casa con esta lluvia.

—Y en calcetines. —Añadió con un murmullo culpable—. ¿Qué puedo hacer?

Martina era mucho más resolutiva. Cogió el mando a distancia e hizo callar a Carlo Conti de un golpe de pulgar. Agarró a Rita de la mano y tiró de ella hacia su cuarto.

—Tengo que vestirme rápido. Yo te diré lo que vamos a hacer, salir corriendo a buscarlo —rebufó con aire apresurado—. Y quiero ver con mis propios ojos cómo le pides perdón.