9 - Un regalo para ella

—¿Cómo está Iris?

Eso fue lo primero que quiso saber Martina, tras el beso leve en los labios que le dio como recibimiento cuando se sentó a su lado en la terraza donde lo esperaba.

—¿Hoy sí?

—Hoy no tengo prisa. Y es un piquito de amigos. —Sonrió con malicia.

Massimo empezó a sospechar que Martina tenía una seria afición a decidir cuándo y cómo. Y a decir la última palabra.

—Iris está estupendamente —respondió a su pregunta—. Creciendo cada día más. Llamé a Ada en cuanto te fuiste y ese mismo día vino a recogerla.

Habían quedado en una cafetería enfrente del Panteón. A pesar de lo feliz que lo hacía comprobar el cariño que le tenía a su hija, a Massimo le irritó un poco que se interesara por Iris antes que por él. Cada día que pasaba deseaba más y más convertirse en la prioridad de Martina.

Como vio que ya le habían servido un macchiato, pidió otro para él, haciendo señas al camarero que aguardaba en la puerta de plantón. El camarero preguntó si también deseaba que le trajera una crêpe con frambuesas y nata como la que acababa de comerse Martina, que Massimo rehusó.

—¿Sigues empeñada en no cobrarme? —preguntó, mirándola, cuando el camarero los dejó solos.

Una arruguita en el entrecejo de Martina evidenció su contrariedad ante aquella sugerencia. Aún recordaba lo tajante que se mostró negándose a aceptar una suma simbólica por cuidar de Iris.

—Ya te dije que no. Disfruté muchísimo cuidando de tu hija. ¿Te gustó la Nutella?

—Sabes que sí —dijo dándole un ligero golpecito en la nariz—. Y el detalle mucho más.

Sacó un sobre alargado del bolsillo y se lo puso delante.

—Espero que, al menos, aceptes esto. —Ofreció sonriente al ver sus ojos de sorpresa—. Es un regalo, me enfadaré si lo rechazas.

Martina abrió el sobre, mordiéndose el labio por tanta intriga. Y gritó de alegría al ver que se trataba de un bono por dos noches en un hotel de Venecia; los vuelos para dos personas desde Roma también venían incluidos en el regalo.

—¡Ay, gracias! —exclamó cogiéndole la mano por encima de la mesa—. Es increíble que tengas un gesto tan bonito a cambio de nada.

—A cambio de mucho. —Rebatió.

El hecho de poder confiarle a su hija con la absoluta seguridad de que velaría por ella como él mismo lo haría, no había regalo que pudiera pagarlo.

—Gracias otra vez, me hace muchísima ilusión. —Reiteró—. Yo ya estuve una vez en Venecia, hace años con unos amigos. Pero siempre he querido volver y nunca veía el momento.

A Massimo se le escapó una pregunta que le rondaba por la cabeza desde el momento en que entró en la agencia de viajes.

—¿Ya has decidido con quién irás?

Martina bajó la vista durante un segundo; cuando volvió a mirarlo a los ojos, sonreía de una manera que irradiaba cariño. O añoranza quizá.

—Sí —murmuró sin dejar de sonreír.

Massimo la observaba cada vez más intrigado. Y molesto también, porque en ningún momento había sugerido que la acompañara en ese viaje. Una invitación que le habría gustado escuchar en cuanto Martina abrió el sobre.

—¿No vas a decirme a quién vas a llevar contigo? —Incidió, fingiendo un tono casual para disimular su decepción por no ser el escogido.

Massimo removió el azúcar con la cucharilla, sin ninguna esperanza. Ya conocía lo hermética que podía llegar a mostrarse Martina cuando se cerraba en banda.

—No —dijo, tal como él esperaba—. Pero no te imaginas lo importante que es este regalo —afirmó tomando el sobre con ambas manos como si fuera una joya muy valiosa—. Por muchas veces que te dé las gracias, nunca te lo agradeceré bastante.

***

Como no logró sonsacarle el nombre de su misterioso acompañante, ni aún presionando a Rita, Massimo decidió averiguarlo por su cuenta. Pretextó un viaje relámpago al Véneto por un doble motivo: presentarse ante el mando superior de los Flechas Tricolores para agradecerle en persona el honor que le hicieron al proponerlo como candidato a ingresar en la más elitista de las patrullas aéreas del ejército italiano; y con la intención de propiciar un encuentro casual en Venecia con Martina y ver de paso si los celos que no lo dejaban dormir tenían fundamento.

Una vez dio las gracias en la comandancia de Udine, y explicó de viva voz los motivos personales que lo obligaron a rechazar una propuesta considerada en la Fuerza Aérea como una alta distinción, cogió el primer tren y fue directo a la ciudad de los canales. De camino, avisó a Martina de su llegada, llamada que ella recibió con gran alegría y sin hacer más preguntas que las provocadas por la lógica sorpresa de aquel encuentro inesperado a tantos kilómetros de casa. Cuando el sol lo cegó a las puertas de la estación, ella ya lo estaba esperando. Massimo hizo visera con la mano y bajó los escalones observando al hombre que la acompañaba. Era alto y tenía el pelo blanco. Massimo achacó a los setenta años que aquel caballero aparentaba el hecho de que fuera vestido como Vitorio Gasman en las películas antiguas, ya que era el único hombre con traje oscuro y corbata, entre el gentío que entraba y salía de la estación de Santa Lucía. Martina, en cambio, sí vestía como una turista al uso, con unas bailarinas aptas para grandes caminatas, falda vaquera, jersey y gafas de sol a modo de diadema.

Ella le hizo señas agitando la mano al aire y Massimo la saludó con una sonrisa. Sin dilación, fue hacia ella y el hombre que le había robado el puesto como compañero de viaje.

—¡Qué sorpresa! —exclamó Martina dándole dos comedidos besos en las mejillas que a Massimo le supieron a poco—. Cuando me has llamado esta mañana, no sabía si creer o no que estabas aquí también.

Él le acarició la barbilla y le guiñó un ojo. Y tendió la mano al caballero de cuyo brazo se cogía Martina.

—Massimo Tizzi.

—Giuseppe Falcone. —Correspondió con un firme apretón—. Ya tenía ganas de conocerlo, joven. Mi nieta no hace otra cosa que hablar de usted.

A Massimo le costó asimilar que Martina hubiera decidido compartir con su abuelo un regalo que cualquier mujer habría asociado con una escapada romántica. Observó que miraba al anciano con un cariño infinito. Jamás habría imaginado que una chica de su edad fuera capaz de llevarse a un septuagenario como compañero de viaje.

—Massimo, te presento a mi abuelo. Ha sido un valiente al venir desde Sicilia —reconoció; aunque la explicación sobraba, dado el marcado acento isleño del anciano—. Había jurado que nunca montaría en avión y por primera vez en su vida lo ha hecho.

El hombre rio un poco apurado.

—Por complacer a mi única nieta, me armé de valor.

—Y por conocer Venecia, confiésalo. —Lo achuchó, contenta de tenerlo a su lado.

—Tenías razón, bellina. Ahora puedo afirmar que es una ciudad única y que merece la pena verla, al menos una vez en la vida —reconoció contemplando el trasiego de lanchas, góndolas y vaporetti que discurría por el Canal Grande; luego miró a Massimo y se encogió de hombros—. Y al final, el mal trago de volar no fue para tanto.

—En cuanto uno se acostumbra, es como montar en bicicleta. —Opinó Massimo.

—Me ha contado Martina que es usted piloto de guerra. Capitán, si no recuerdo mal —comentó, mirándolo con mucho interés.

Massimo asintió, y disimuló lo poco que le gustaba ese nombre en desuso. Propuso subir a un taxi acuático, pero Martina prefirió cruzar el puente e ir paseando en dirección a San Marco para no perder detalle de cada callejón de la ciudad.

Por el camino, Massimo le explicó al anciano Giuseppe las peculiaridades de su rango militar como piloto especialista en aviones de caza. Martina interrumpió la conversación antes de que se convirtiera en un relato de acciones bélicas. Y mientras ella le detallaba con entusiasmo los lugares de la ciudad que ya habían visitado, Massimo la miraba sin dejar de repetirse en silencio que el hombre misterioso que le avivó los celos durante días no era otro que su abuelo. Y esa certeza le hizo sonreír por fuera y por dentro.

***

Massimo insistió en invitarlos a cenar, dado que no tenía previsto pernoctar allí y deseaba compartir con ellos dos sus últimas horas en Venecia. Les explicó su planes de coger un tren nocturno con destino a Roma, para cumplir con la obligación ineludible de presentarse en Practica di Mare a primera hora de la mañana.

El ocaso aún teñía las aguas de la laguna Véneta de brillos naranja y celeste cuando se sentaron a la mesa. Cerca de San Zacarías, disfrutaron de unas deliciosas tagliatelle ai frutti di mare, acompañadas de unas venecianas sardinas con cebolla, elección muy del gusto del abuelo, acostumbrado a la gastronomía siciliana, propia de gente del mar. Cenaron en agradable charla, a la vez que admiraban la vista de Santa María la Mayor, erguida como una blanca centinela entre la isla de la Giudecca y el Gran Canal.

Terminada la cena, el abuelo Giuseppe se empeñó en corresponder a la cortesía de Massimo con un café en un lugar mítico que solo conocía gracias al cine. Durante el corto paseo hasta el palacio ducal se encendieron las farolas. Martina aprovechó para contar al anciano la historia del puente de los Suspiros a la vez que pedía a Massimo que les sacara una fotografía de recuerdo.

Se sentaron ante el cuarteto que ameniza la terraza, entre protestas de Martina, que lo consideraba un capricho tonto y caro. Pero su abuelo se empeñó en no marchar de Venecia sin tomarse un café con doble de azúcar en Florián, aunque por cada taza le soplaran diez escandalosos euros como recargo por la música en directo.

Dada la hora y puesto que no era temporada alta para el turismo, no había mucha gente en plaza San Marcos. Ni una décima parte de las multitudes que la poblaban por las mañanas durante el horario de apertura de la Basílica y el Campanile. Vacío que alegró a Massimo, puesto que ningún bullicio fastidiaba el disfrute de la melodía del cuarteto de cuerda y piano.

El abuelo Giuseppe preguntó a Massimo si prefería tomar otra cosa.

—Un café también para mí. —Aprobó la elección del anciano—. Me mantendrá despierto en el tren.

—Nosotros, los del Sur, tomamos tanto y a todas horas que ya somos inmunes a los efectos de la cafeína.

—No hace falta que me lo diga. —Convino Massimo—. Mi padre también es un hombre del sur, aunque lleva desde niño en Civitella. Es napolitano.

Al viejo Giuseppe le agradó saber que por las venas de Massimo corría sangre como la suya al cincuenta por ciento.

—Eso explica que no me mire usted con cara de susto.

Massimo sabía a qué se refería y trató de quitar hierro al asunto.

—A lo mejor es porque llevo años de un lado para otro, de Norte a Sur.

—Recorriendo el país entero, eso está bien.

—En realidad, solo vuelo de nido en nido, como los pájaros. —Aclaró, haciendo un símil puesto que sus destinos se ceñían a unas pocas bases aéreas militares.

El abuelo Giuseppe redirigió la conversación hacia su comentario de hacía un momento.

—Ya sabe que por aquí arriba no todo el mundo nos recibe con los brazos abiertos —dijo, con la indiscreción de quien se halla en una edad que le permite no callarse lo que piensa.

Massimo no pudo evitar una sonrisa.

—¿No piensa tutearme? Por favor, ya le he dicho que me resulta muy raro que me trate de usted.

—Viejas costumbres. Tutear a todo un capitán de la fuerza aérea…

—Haga un esfuerzo, se lo ruego. —Pidió una vez más—. En cuanto a lo otro, yo me fijo en las personas, no en su lugar de nacimiento. Y por suerte existe mucha gente en el Norte que carece de prejuicios.

—Yo siempre digo que, si a Garibaldi le costó tanto unificar los reinos, ¿con qué derecho nos andamos a estas alturas con tópicos y pamplinas?

Martina, que los escuchaba sin intervenir, se sintió muy orgullosa de su abuelo y de su llana filosofía, la de un hombre humilde con la sabiduría que da la tierra y la vida.

El abuelo cambió el rumbo de la conversación, ensalzando la importancia de las acciones humanitarias del ejército en tiempo de paz. Massimo, algo incómodo de que lo alabara como a un héroe, afirmó que el deber de las fuerzas armadas no era otro que el de servir a la sociedad.

Los músicos, por pacto cortés, aguardaban sin tocar hasta que acabaran los músicos de Café Quadri, su competidor del otro lado de la plaza. Por suerte para Massimo, les llegó de nuevo el turno y la emprendieron con una nueva pieza. Con los primeros acordes, el abuelo Giuseppe dejó de glosar sus méritos como militar que tanto le incomodaban. Se levantó de la silla y, con aire galante, le tendió la mano a Martina.

—¿Me haría el honor de concederme este baile, bella señorita?

Martina aceptó sonriente y, sin importarles si los miraban o no, comenzaron a girar al ritmo de la música. Massimo reconocía la melodía, era el tema principal de La vida es bella; lo recordaba bien porque gran parte de la película se rodó en Arezzo y toda la comarca acudió al estreno. Muchos conocidos, entre ellos dos empleados de su padre, actuaron como extras.

Massimo no imaginaba que Martina supiera bailar tan bien como sus propios padres, que eran la admiración del pueblo las noches de verbena. Esa elegancia acompasada era propia de otra generación. Se sintió un patoso sin remedio, ante tanta destreza. Viéndolos bailar, Massimo pensó que la vida puede llegar a ser muy amarga, pero la sonrisa de Martina y la felicidad en el rostro de Giuseppe le devolvían la esperanza. La vida también estaba llena de instantes muy bellos, como el de ver girar y girar en la noche de Venecia a una nieta en brazos de su abuelo.

Al acabar la canción, esa vez, los ocupantes de las otras mesas aplaudieron más a los bailarines que a los músicos. Martina y Giuseppe regresaron a sus asientos, exultantes.

—Mi abuelo es mi pareja de baile desde que tenía doce años. —Confesó con un brillo presumido en la mirada, orgullosa de su maestría.

El anciano cubrió la mano derecha de Martina con la suya.

—A nuestro lado, Ginger y Fred, un par de principiantes.

Martina se echó a reír y Massimo sonrió al verla tan contenta.

—Ahora que ya te atreves a montar en avión —dijo Martina a su abuelo—, no tienes excusa para venir a Roma a pasar conmigo largas temporadas. A ver si Massimo logra convencerte de que se trata de un medio de transporte rápido y seguro. Fíate de él, que es un experto en la materia.

El anciano negó con una risa grave.

—Yo soy como los olivos; si los arrancas y los trasplantas en una tierra que no es la suya, se marchitan en dos días.

Martina dio un trago de café, sabiendo que aquella era una batalla perdida. A pesar de ello, mantenía la esperanza de poder convencerlo para que viviera con ella algún día.

—Ya sabía yo que pondrías otra excusa. —Renegó, antes de apurar su café.

—Sabes cuidarte muy bien. —Alegó el abuelo—. Confío en ti, porque sé que eres una chica sensata y responsable.

Martina calló de repente y bajó la vista. Pero enseguida se repuso y enderezó la espalda como si nada hubiera sucedido. A Massimo no le pasó por alto y no supo a qué achacar su momentáneo cambio de actitud. Pero el abuelo Giuseppe intervino de nuevo, sacándolo de aquel pensamiento.

—Y ahora no tengo motivos para preocuparme. —Añadió lanzándole a Massimo una mirada elocuente—. Porque sé que alguien más vela por ti.

Massimo miró a Martina; luego miró al abuelo a los ojos.

—Puede regresar tranquilo a Sicilia. Le prometo que cuidaré de ella.

***

Sin prisas, disfrutando de la noche, pasearon hasta campo Manin. Una vez atravesaron la estrecha «L» que imitaba la calle donde se encontraba el hotel, y ya en la puerta, el abuelo Giuseppe se despidió de Massimo. Aún disponía de tiempo hasta la salida de su tren y propuso que podían acercarse a ver la famosa escalera del Bobolo del Palazzo Contarini, que según les explicó se consideraba el palacio más pequeño de Venecia. El abuelo rechazó la idea; un detalle de gentil discreción con la pareja.

—Ve tú, bellina. —Animó a su nieta—. Y ya me la enseñarás mañana, cuando haga sol.

—¿Seguro que no te apetece?

—Ya es muy tarde para alguien acostumbrado a acostarse temprano como yo. —Adujo—. Y mañana quiero madrugar para ver cómo despierta Venecia, las barcas de reparto, la barcaza de la basura, las de las obras… ¡lo que en el resto del mundo son camiones aquí son barcas! Hasta existe la góndola de los muertos, ¿cómo va a haber coches fúnebres? —Narró entusiasmado; se cohibió ante la obviedad de lo que estaba diciendo, dado que las vías eran canales, y miró a Massimo—. Seguro que suena provinciano para un hombre que ya ha visto todo esto.

Massimo sonrió divertido.

—He estado varias veces en Venecia, pero desconozco todo eso que cuenta porque no se me ocurriría levantarme a las seis de la mañana para verlo.

Al abuelo le complació su respuesta, que lo hizo sentirse menos ridículo.

—No llames a mi puerta para darme las buenas noches —indicó a su nieta—. Porque cuando subas seguro que estaré dormido como un tronco.

Martina le cogió las manos y se despidió con dos besos hasta el día siguiente. El abuelo tendió la mano a Massimo.

—Gracias por habernos regalado a mí nieta y a mí estos días espléndidos, joven. Un detalle muy generoso.

—No tiene por qué darlas —aseguró estrechándole la mano—. Ha sido un verdadero placer conocerle.

—El placer, sin duda, ha sido mío.

—Déjeme decirle que tiene una nieta extraordinaria.

El abuelo Giuseppe asintió y miró orgulloso a Martina, a la vez que empujaba la puerta de cristal.

—Lo sé.

Lo vieron dirigirse al mostrador donde aguardaba un recepcionista de pelo rubio, remota herencia transalpina muy común en el Veneto y el Piamonte. Massimo cogió a Martina por los hombros y juntos doblaron la esquina.

—¿Qué te ha parecido mi abuelo?

—Un viejo hombre del Sur, elegante hasta para quitarse de en medio.

A pocos pasos atravesaron un callejón, tan angosto que obligó a Massimo a soltarla y cederle el paso, que conducía a un patio interior de modestas dimensiones, multiplicando así el impacto visual de la escalera exterior del palacio que ascendía hacia el cielo estrellado como una espiral de arcadas blancas.

—Ahí la tienes. Impresiona, ¿verdad? —preguntó él a su espalda.

Martina se recostó en él y Massimo aprovechó para abrazarla por detrás. ¡Por fin! Llevaba horas deseando tocarla.

—Parece increíble que esta maravilla esté tan escondida —dijo, girando la cabeza para verle los ojos.

—Hay tesoros que pasan desapercibidos. Cuesta encontrarlos tanto como a una mujer especial.

La hizo girar y le rodeó la cintura de nuevo estrechando el cerco para tenerla pegada a él. Martina respondió a su inicio de seducción con una mirada directa.

—¿Qué tengo yo de especial?

—Todo. —La calma desafiante de Martina avivaba su deseo—. He tardado treinta y tres años en hallarte. Un pasado en el que no quiero pensar. Al menos esta noche, quiero que todo lo que no seamos nosotros se quede al otro lado de ese callejón —indicó con la cabeza hacia su derecha.

—Suena bonito.

—¿Qué tienes aquí dentro? —Exigió Massimo rozándole la frente con los labios.

Volvió a retirarse unos centímetros para contemplar su rostro a la luz de los focos que embellecían la delicada columnata del Bobolo.

—Tú y yo, nada más.

—Quería dejar la decisión en tus manos. Pero no puedo marcharme esta noche sin tenerte otra vez. Quiero un poco de la chica sin nombre que me hizo recobrar la ilusión —murmuró acercándose a su boca—. Y quiero mucho más de la mujer que conozco y me ha devuelto la esperanza.

Martina se aferró a sus hombros y unió la boca a la suya, vibrante de deseo contenido y al fin satisfecho. Massimo la saboreó con los ojos cerrados, enredó la lengua en la suya con codicia. Se entregaron y reclamaron la entrega del otro, perdidos en un goce exquisito como la seda y ardiente como el fuego.

—Si no tuvieras que coger ese tren, esta noche te subiría a mi habitación —dijo acariciándole los labios con los suyos.

—Ya estarías debajo de mí —aseguró, cogiéndole las nalgas para pegarla a su bragueta abultada.

—Prefiero que te marches ahora, ¿sabes? —Él frunció el ceño—. Te deseo, pero no quiero ser tu chica de los revolcones de emergencia.

—En la chica de las emergencias no se piensa a todas horas, por la mañana, por la tarde, por la noche… Me vuelves loco, Martina.

Volvió a besarla con ansia exigente hasta que sintió los gemidos de ella ahogarse en su boca.

—No quiero despedirme de ti —musitó ella apretando los labios sobre los de Massimo para retener el calor y su sabor; un ruego absurdo, porque sabía que debía marchar.

—Este beso de despedida es también un comienzo, bella. —Advirtió él antes de tomar su boca otra vez.