4 - Bajo el sol de la Toscana
Los padres de Rita las recibieron con los brazos abiertos. Felices de ver a su hija tras tres semanas de ausencia; y encantados también de que trajera a una amiga a casa. Martina intuía que su compañera de cuarto no era mujer de muchas amistades, a causa de sus problemas para relacionarse que arrastraba desde la adolescencia.
El señor Etore Tizzi abrazó a su hija cuando ella le informó de los buenos resultados de sus exámenes y regresó enseguida al trabajo de revisar las placas solares que alimentaban el pastor eléctrico de los vallados. Rita se empeñó en ayudar a su madre a doblar la colada y, cuando Martina se ofreció a echar una mano, la señora Beatrice se negó en redondo diciéndole que el tiempo que pasara en la hacienda debía dedicarlo a descansar y disfrutar, puesto que era su invitada. Martina intuyó que madre e hija necesitaban también charlar a solas, después de tres semanas sin verse. Así que obedeció el consejo y se dedicó a pasear por los alrededores. La enorme casona de campo triplicaba el tamaño de la entrañable casa con el tejado a dos aguas del abuelo Giuseppe en la que ella creció. Villa Tizzi era una construcción originaria del siglo XVIII a la que se habían ido anexando estancias en épocas posteriores, como era costumbre. Martina pensó que las necesidades de una ganadería, en la que antaño acostumbraban a vivir amos y empleados, eran mucho mayores que las de una pequeña finca de viña y olivos como la que su abuelo tenía en Sicilia. Aunque ya solo conservaba la casa y el huerto como entretenimiento. El abuelo Giuseppe vendió las tierras al jubilarse; su trabajo no iba a tener continuidad al haber fallecido su único hijo y Martina no tenía intención de vivir en la isla ni de ocuparse de ellas.
No muy lejos, se veía otra construcción rectangular, de idéntica piedra tosca, pero más moderna, a juzgar por el brillo de las tejas. Martina caminó por el sendero y, en vista del enorme portón, supuso que era una cuadra. Al llegar allí descubrió que su suposición era errónea, ya que se trataba de un garaje. El polvo en suspensión se veía brillar en los haces de luz que entraban por las ventanas que daban al Este. El espacio era enorme, el techo muy alto con las vigas a la vista y olía a gasoil. Martina observó varios huecos vacíos que debían de ocupar habitualmente los vehículos de la hacienda, supuso por las manchas de aceite recientes en el suelo. Un ruido metálico despertó su curiosidad, e inclinó la cabeza, pero una camioneta preparada para transporte de ganado le impedía ver de dónde provenía. Entró en el garaje y caminó hacia la pared del fondo.
—Perdón —dijo a unas piernas que sobresalían debajo de un Seiscientos de los antiguos—. No sabía que había alguien trabajando.
—Un segundo y salgo de aquí abajo. —Se excusó—. Ahora mismo no puedo soltar los cables de freno o tendré que volver a empezar.
Los vaqueros y las Superga evidenciaban que se trataba de un hombre joven. Por ese motivo Martina decidió tutearlo.
—No te preocupes por mí y sigue con lo que estés haciendo —dijo, cohibida por haberlo interrumpido.
—No, no te marches. —Pidió desde debajo del coche—. Esto ya casi está… —Gimió con esfuerzo—. Tú debes de ser la amiga de Rita. Mi madre me comentó que vendrías con mi hermana.
A Martina le ardieron las mejillas, y dio gracias porque el hermano de Rita no pudiera verla colorada como un tomate, ya que al ver sus vaqueros manchados de grasa lo había confundido con un mecánico.
—Entonces, tú eres Massimo.
—Sí, yo soy Massimo. Perdona, pero me has pillado empeñado en hacer funcionar este cacharro y… ¿Seguro que no has venido antes por aquí? Me suena tu voz.
Martina rio, negando con la cabeza.
—Nunca. De hecho es la primera vez que vengo a la Toscana. Bueno, en Florencia sí estuve una vez, pero hasta hoy solo conocía la región a través de la ventanilla de un tren.
Cruzada de brazos, dio un repaso visual al viejo Seiscientos color crema. Tenía sus años pero por fuera estaba en muy buen estado. Después miró a conciencia las largas piernas del hermano de Rita, fijándose mucho en los muslos tensos bajo la tela de los vaqueros, ya que él no podía verla.
—Yo creo que eres demasiado grande para un coche tan pequeño.
—Yo también. —Martina lo oyó reír—. Pero resulta que este fue el primer coche que tuvo mi padre y yo aprendí a conducir con él. Lo estoy arreglando con idea de que algún día mi hija lo conduzca.
Martina sonrió, ya que Rita le había contado que su sobrinita aún no había cumplido un año.
—Una especie de tradición. —Dedujo.
—Más o menos —masculló como si estuviera haciendo un gran esfuerzo; después se oyó un chirrido y una palmada sobre metal—. Bueno, creo que ya está —dijo, e inmediatamente Martina lo vio reptar para salir de debajo del coche—. Creo que no podré darte la mano, porque…
Ocurrió en una décima de segundo. El hermano de Rita levantó la cabeza y la miró como si tuviera delante a una aparición.
—Joder, pelirroja, esto sí que es una sorpresa…
A Martina se le atascaron las palabras en la garganta, incapaz de casar conceptos tales como «hermano de Rita» con «aquella noche», «padre entregado» con «ojos azules» y «valiente militar» con «el cerdo de los doscientos euros».
—¿Tú? ¿Qué coño haces aquí? —Barbotó.
Él alzó una ceja porque la respuesta a esa pregunta sobraba.
—Entonces… —Continuó cada vez más encendida—. ¿Tú eres Massimo? ¡¿Tú?! ¿Tú eres el hermano mayor de Rita? ¿El piloto de la Fuerza Aérea? ¿El padre de su sobrina Iris?
—Ese mismo. —Aceptó poniéndose de pie.
Oyeron pasos y los dos miraron hacia la puerta.
—Llevo un buen rato buscándote —dijo Rita, apareciendo detrás de la camioneta. Martina agradeció su llegada, que evitó la inminente discusión—. Pero bueno, ¿otra vez liado con el minicoche? —comentó mirando a Massimo con los brazos en jarras.
—¿Ese es todo el saludo que me merezco?
Rita se apresuró a darle dos besos y él la abrazó, con cuidado de no mancharla con las manos grasientas. Agarrada a la cintura de Massimo, se dirigió a su amiga que contemplaba la escena sin intervenir.
—Martina, este es mi hermano Massimo. ¿A que es guapo?
Él la sacudió en broma para que cerrara la boca.
—Acabamos de conocernos. —Mintió Martina.
De ninguna manera quería que Rita supiera que ellos dos se conocieron dos meses atrás y en otras circunstancias, debido a que el mundo es mucho más pequeño de lo que solemos suponer.
***
Después de las innecesarias presentaciones, Rita regresó a ayudar a su madre y los dejó solos.
Martina se limitó a mirarlo con hostilidad. Muy enojada, salió también por la puerta. Él agarró un trapo de encima del capó y la siguió limpiándose las manos.
—Espera, por favor. —Rogó al verla tan poco dispuesta a dialogar—. Al menos escúchame.
—No hay nada de que hablar. Y no te preocupes que no voy a montarte ninguna escena. —Aclaró alzando la mano con gesto tajante—. Voy a quedarme a pasar la tarde por no hacerles un feo a tus padres y a tu hermana, pero antes de que se haga de noche, me inventaré cualquier pretexto para regresar a Roma y tú y yo no nos volveremos a ver.
Massimo tiró el trapo a un lado y le puso las manos sobre los hombros.
—No tienes por qué marcharte —dijo suplicándole con los ojos que fuera razonable—. Es más, no quiero que te marches.
—Y yo no quiero pasar dos días disimulando delante de todos, incómoda y a disgusto.
A pesar del mal recuerdo que llevaba dentro desde la mañana en que encontró aquel dinero sobre la cama, algo le decía a Martina que el hermano bondadoso, leal e íntegro del que tanto le había hablado Rita era imposible que se hubiera comportado con ella como un auténtico impresentable.
—En cuanto aclaremos este malentendido, no habrá necesidad de fingir y tendremos el agradable fin de semana de relax que hemos venido buscando los dos. —Alegó Massimo sin permitir que lo interrumpiera—. Busqué al taxista; en cuanto comprendí que habías sacado conclusiones equivocadas por culpa de esos malditos doscientos euros que se me resbalaron de la cartera sin querer, removí Roma entera hasta dar con el taxi en el que saliste corriendo. Y créeme que me costó una odisea localizarlo.
Esa confesión sorprendió a Martina tanto como para seguir escuchando sus explicaciones.
—Por desgracia, tuve menos suerte que tú —continuó con sus disculpas—. El tipo se negó en redondo a decirme dónde te había llevado así que te perdí la pista.
Eso la hizo sonreír. Se notaba que estaba siendo sincero.
—Eso es porque no sabes mirar con ojitos de pena capaces de derretir a un taxista maduro. Ventajas de ser chica.
—Ya me di cuenta de que no tengo éxito con el gremio del taxi. Aquel día tuve que marcharme porque recibí una llamada y no quería que el móvil te despertara. Al coger la cartera con prisas, el dinero se me cayó sin darme cuenta, te lo prometo. Por cierto, gracias por devolvérmelo.
—Hasta hace un minuto creía que me tomaste por una prostituta.
—Eso supuse cuando te marchaste en aquel taxi sin darme tiempo a pedirte disculpas. Si te hubieses quedado un minuto más, no te habrías llevado esa estúpida idea en la cabeza durante estos meses.
—Me dolió, me dolió mucho. Fue muy humillante.
—No sabes cómo lo lamento, porque yo guardo muy buenos recuerdos de esa noche. —Confesó y su mirada se hizo más íntima—. Tú jamás podrías pasar por una puta, Martina. Las profesionales no besan como tú.
Puede que fuera la sinceridad de su expresión, pero a Martina le gustó que la mirara del mismo modo que aquella noche ya lejana.
—¿Y tú cómo lo sabes?
Massimo estrechó la mirada.
—Un caballero no debe responder a eso. Y una dama no debe hacer esa pregunta.
Rita le había contado que era militar de élite y los países en conflicto a los que había sido destinado. Su evasiva hizo que Martina asociara la soledad, la tensión y el riesgo de muerte con la necesidad de evasión durante las misiones en zonas de guerra; y no quiso pensar más en ello.
—Ahora resulta que somos un caballero y una dama.
—Así lo creo, nunca te he tenido por menos que eso. —Reiteró.
La honestidad de su voz hizo descartar a Martina la falsa idea que tanto la hirió al creer que la había confundido con una furcia. El hermano mayor de Rita empezaba a resultarle más simpático, e incluso más interesante, que el atractivo desconocido de aquella noche loca.
—No haré más preguntas indiscretas si tú no me dejas con la intriga. Dime cómo beso yo.
—Con ganas. Y con ternura, fue como besar a un ángel.
Martina notó un calorcillo en las mejillas, y le dio rabia ser tan transparente. Disimuló el efecto que Massimo le causaba con una broma.
—Pues, como puedes ver, no llevo alas.
—Qué pena, porque a mí me apasiona volar y te llevaría conmigo. Ya te lo habrá contado mi hermana.
Ella asintió, fijándose en el pelo castaño algo rebelde cuyo tacto recordaba tan bien. Ni se le pasó por la cabeza asociar a Rita con el desconocido de los ojos azules; la chica había heredado los rasgos finos y el tono rubio de la madre. Él tenía la mandíbula cuadrada, los hombros anchos y el cabello castaño del padre.
—Me dijo que eres una especie de pájaro. ¿Naciste con alas y las tienes escondidas?
Massimo le guiñó un ojo.
—Las llevo plegadas y ocultas a la espalda, como el demonio. Pero solo soy peligroso en contadas ocasiones. —Martina se echó a reír—. ¿Me has perdonado?
—No hay nada que perdonar, fue una desagradable confusión. Dejémoslo estar.
—Muy bien. Aclarado esto, es hora de que empecemos de nuevo. ¿Te parece?
—¿Y cómo haremos para no estar incómodos?
Él entendió que se refería a la intimidad compartida en Roma.
—¿Tú lo estás?
—Un poco. —Se sinceró—. Me resulta difícil mirarte y no acordarme de todo lo que hicimos.
Massimo sonrió, a él también le era imposible no recordar, cuando su subconsciente se empeñaba en no olvidar ni un solo segundo de aquella noche.
—¿Te arrepientes?
Martina tomó aire antes de responder. Le habría gustado decir que sí, pero era absurdo mentirle a él y mentirse a sí misma.
—No. —Reconoció—. No me arrepiento en absoluto.
—A pesar de no estar acostumbrada al sexo esporádico.
Ella ladeó la cabeza con gesto curioso.
—No me conoces.
Massimo la miró a los ojos pensando en cómo explicárselo. Él sí sabía lo que era un polvo ocasional; ninguna mujer que solo busca sexo acababa abrazándose como una gatita perezosa necesitada de caricias.
—Es algo que se nota. —Afirmó sin más explicación—. Mi propuesta de empezar de nuevo sigue en pie.
Martina se recordó que eran dos adultos consecuentes con sus actos, la incomodidad estaba de más. Sonriente, le tendió la mano.
—Hola, me llamo Martina.
En lugar de estrechársela, él se la llevó a la boca para besarle los nudillos.
—Hola, soy Massimo. Es un placer, Martina, y a partir de hoy espero conocerte de verdad.
Se escuchó el rumor de un motor, mitigado por la distancia. Massimo soltó la mano de Martina e hizo visera para otear a lo lejos, suponiendo que el coche que se acercaba era de la persona que estaba esperando.
—¿Vienes? Así te presento a Vincenzo. Aunque ya lo conoces, era el que estaba conmigo el día aquel que prefiero no recordar.
—¿El chico guapo de las gafas?
—Lo dices de una manera que me hace sentir el más feo de los dos.
Martina no le hizo ni caso. De sobra sabía él que no lo era, y tampoco pensaba alimentarle el ego masculino con halagos.
—Rita no me dijo que teníais invitados este fin de semana —comentó, preocupada por si su presencia en la casa podía resultar una molestia.
Massimo entendió su expresión de reparo y, cogiéndola por los hombros de manera amistosa, la invitó a ir hacia la casa.
—Tenemos habitaciones de sobra y a mi madre no hay cosa que le guste más que cocinar para mucha gente.
Martina observó que un coche se detenía cerca de la entrada y que de él se apeaba el mismo chico que ya vio una vez. En verdad era muy atractivo, de los que obligan a girar la cabeza a su paso. El recién llegado los saludó con la mano desde lejos: Massimo hizo lo mismo.
—¿Es amigo tuyo? —Indagó Martina, al ver su sonrisa.
—Un buena amigo. —Puntualizó—. Le pedí ayuda y aquí está para salvarnos.
***
Cuando llegaron a la explanada frente a la entrada de la casa, Enzo ya había levantado a Beatrice del suelo con un abrazo de oso y saludado con palmadas en la espalda al señor Etore. El matrimonio recibió al recién llegado con la inmensa alegría de volverlo a ver, puesto que hacía años que no iba de visita por la finca.
El señor Etore comentaba extrañado su vestimenta informal, al verlo con zapatos de sport, vaqueros y la camisa arremangada.
—No pretenderá que venga hoy con el traje de trabajar. —Se reía Enzo.
—Ahora te has convertido en todo un abogado de la Banca Sanpaolo.
—Cuando lo traía por aquí ya había acabado la carrera —comentó Massimo estrechándole la mano con una amistosa sacudida que Enzo correspondió con una palmada en el hombro.
Massimo le presentó a Martina, y a Rita, que llegaba en ese momento. No le pasó por alto la mirada de interés de su amigo hacia su hermana menor.
La conversación derivó hacia aquellos fines de semana en los que Massimo y sus amigotes se plantaban en la finca y se les hacía de día en Arezzo o desayunaban en cualquier bar de carretera, yendo de fiesta en fiesta.
—Abogado. —Insistía el señor Etore, orgulloso de lo que había prosperado aquel tarambana simpático.
Al ver que lo miraba de arriba abajo, Enzo bromeó de nuevo sobre la manera de vestir.
—Si tanta ilusión le hace, me pondré la corbata el día que vuelvan los tipos de Hacienda. Y me la pondré negra, para meterles miedo.
—Ni me los nombres. —Ordenó Etore con tono lúgubre—. ¿Quieres que revisemos la documentación?
—Más tarde, papá. —Intervino Massimo—. Ahora, mejor nos llevas a dar una vuelta por la finca y así Martina conocerá todo esto también.
—Estupendo, tiempo tendremos para revisar todo ese papeleo. Y no se preocupe —comentó Enzo al señor Etore—, seguro que no es para tanto.
El hombre le respondió con una cara de inquietud, propia de quien teme al fisco más que a la muerte.
La señora Beatrice se excusó porque Patricia, la chica que le echaba una mano, la aguardaba en la cocina y aún les quedaba bastante trabajo.
—¿Quieres que os ayude, mamá? —Se ofreció Rita.
—No, cielo, ve con ellos.
El señor Etore abrió camino hacia los vallados de las vacas a punto de parir. Enzo caminaba a su lado mientras Massimo y las chicas los seguían a pocos pasos.
—Ya te habrá contado mi hijo —comentó el hombre—. Mi cuñado, que en gloria esté el pobre, se ocupaba de todo con la rectitud de un contable de los de antes. Y yo soy un desastre para estas cosas, lo voy dejando, y al final no sé ni por donde empezar.
—Vamos a poner en orden ese despacho antes de lo que imagina.
—Pero los impuestos y la multa… —Lamentó, resoplando.
A Enzo no le preocupaba gran cosa, un retraso u omisión por parte de un honrado y modesto ganadero no era un fraude fiscal de los que salían en las primeras planas de los periódicos.
—Piense en los peces gordos que tienen trapos sucios del tamaño de una sábana y no los pescan. —Aconsejó Enzo.
—Eso es precisamente lo que me preocupa, que Hacienda siempre trinca a los peces pequeños.
—No hay nada que no tenga solución, confíe en mí que estoy cansado de ver fregados más turbios —aseguró—. ¿Esos corrales son nuevos? No los recuerdo.
Desde que no iba por allí, se habían construido nuevos pabellones para las vacas parideras, para los terneros y para cobijar al resto del ganado durante el invierno. El señor Etore los invitó a entrar y Martina casi se cae redonda de la impresión cuando vio el tamaño de aquellas vacas.
—Son la raza más grande del mundo —le explicó Rita—. Los etruscos ya criaban reses chianinas.
—Sabes mucho de ganado, ¿no? —preguntó Enzo.
—Un poco —dijo Rita esquivando su mirada curiosa.
Animado por Massimo, su padre explicó a Enzo y Martina su teoría sobre los efectos benéficos de la música en la vacada. Cuando Rita propuso a sus padres una nueva manera de rentabilizar la hacienda, recibiendo visitas de grupos turísticos, el señor Etore colocó en el alero del tejado un altavoz para amenizar con sonatas de Vivaldi el refrigerio que ofrecían tras el recorrido por las instalaciones. Viendo lo contentos que marchaban los turistas, quiso experimentar si una melodía producía el mismo efecto relajante o estimulante en el ganado, según el ritmo escogido.
—Esto no lo he inventado yo, que existen estudios americanos que lo confirman. He leído mucho sobre el tema en internet.
Rita encogió un hombro.
—Mi padre está convencido de que la música relaja a las vacas antes de someterlas a la inseminación artificial.
—Y los resultados me dan la razón. La música pone tiernas a las hembras y las vuelve más dispuestas.
Bien lo sabía él, reflexionó. Su propia esposa se derretía con las baladas de Massimo Ranieri, desde los tiempos en que forraba la carpeta de la escuela con fotografías suyas. Tal era su atontamiento que le puso su nombre al primogénito. Y él, como amante esposo, consentía esa especie de traición por tres razones: porque era un caprichillo juvenil, porque era algo platónico y porque el odioso Ranieri al menos era de Nápoles.
—¿Baladas para preñarlas? —Aventuró Enzo, como si le leyera el pensamiento.
—No, no. —Rechazó con la mano—. La música melódica las duerme.
El hombre disfrutaba explayándose ante los jóvenes, se notaba que estaba en su elemento. Y a Enzo, escéptico urbanita, le divertía cada vez más aquella teoría.
—Las ponen más cachondas los ritmos latinos. —Supuso con guasa—. Ya sabe, «devórame otra ves, devórame otra vesssss». —Canturreó en español.
El señor Etore chistó para hacerlo callar.
—¿Quieres que les recuerde que van a acabar en el matadero? Para eso las crío, ¡para que las devore la gente! —Contradijo bajando la voz como si las vacas fueran a entenderlo—. Para sacarlas a pastar a los prados, Lady Gaga y Rafaella Carrá. Las rubias las animan mucho; hay que ver cómo mueven el rabo. Para parir, Andrea Bocelli, que las relaja como ninguno. Para el celo, Georges Michael, Justin Bieber… —Enumeró con los dedos—. Tizziano Ferro nunca falla…
Enzo y Massimo disimularon la sonrisa, mientras Rita los reñía con la mirada porque, en el fondo, estaba convencida de que el experimento melódico de su padre daba óptimos resultados. A Martina, neófita en temas ganaderos, le interesó mucho.
—Es fascinante. —Opinó.
Massimo la cogió del brazo.
—Ven conmigo y te enseñaré la cuadra del semental. Ya verás el incentivo sexual que usa mi padre con él.
Salieron de las cuadras y la llevó hasta el edificio anexo. El tamaño del toro, más alto que ella, le puso los pelos de punta. Cuando Massimo pulsó el botón del equipo de música, Martina se echó a reír al escuchar Don’t stop me now.
—¿No pares, no pares, uh, uh, uh…? —Redundó entre risas el estribillo.
Massimo la cogió por la cintura, como algo casual.
—Este no tiene que relajarse, hay que animarlo. Ya sabes, go, go, go…
Martina le agarró las manos para que el abrazo no fuera más allá.
—Me parece que Queen empieza a hacerte más efecto a ti que a ese de ahí —dijo señalando con la cabeza al enorme semental.
A Massimo le gustaba verla cómoda. Habían disfrutado como fieras en la cama. Punto. Andarse con tonterías y miradas embarazosas estaba de más. Cogió a Martina por los hombros como gesto amistoso y la invitó a salir de la cuadra. Él estaba acostumbrado, pero a ella no debía olerle precisamente a perfume francés.
—¿Quieres que te enseñe el gallinero?
—De pequeña, cuando vivía en Sicilia, me divertía correr para asustar a las gallinas de mi abuela.
—Así que también eres una chica de campo.
—A medias. Nací en Roma, pero mis padres pasaban largas temporadas en el extranjero. Así que me llevaron a vivir a Trapani con mis abuelos.
—Mmm… ¿Sicilia? Ahora entiendo ese leve acento que aún te queda. Cuéntame todas esas fechorías que hacías de pequeña.
Massimo observó sus ojos traviesos y su sonrisa que invitaba a besarla. Las pequitas le daban un aire adolescente que contrastaba mucho con su actitud madura, propia de los veintiséis años que tenía. Rita le había asegurado que era de su misma edad. La chica de los rizos que lo volvió loco aquella noche empezaba a resultarle mucho más interesante a la luz del día.
***
Era el típico romano. Eso pensó Rita, esperando a que Enzo la acompañara, ya que se había quedado rezagado hablando con su padre. Ella se había comprometido a explicarle las novedades introducidas por sus padres en el negocio que, a instancias de ella, se explotaba también como visita turística. Una actividad a la que estaban sacando más rendimiento económico del esperado. En parte, gracias a la página web, también diseñada por ella, que para la ganadería Tizzi supuso como abrir una ventana al mundo.
Cruzada de brazos, Rita lo vio despedirse de su padre y caminar hacia ella por el sendero. Romano de pies a cabeza, se repitió; seductor de nacimiento. Rita los conocía bien y el amigo de su hermano no era una excepción, con esos ademanes de irresistible heredero de una ciudad que fue un imperio. Rita lo caló en cuanto lo vio aparcar el pequeño Lancia en el patio. Roma está llena de utilitarios porque un romano no necesita un Ferrari para sentirse importante ni para seducir; las chicas, cuando montan a su lado, no presumen del modelo, sino del hombre que lo conduce. Los hombres de Roma son elegantes, da igual que vistan de Armani, con harapos o con sotana de cura. Ninguno sonríe con tanta gracia castigadora, ninguno como ellos muerde con la mirada. Nadie como un romano hace temblar a una mujer cuando le susurra al oído una dulce mentira del estilo «tú eres la más bella del mundo».
Pero ella ya estaba herida y curada de seducción a la romana, se repitió en silencio, no fuera a ser que se le olvidara, cuando el rubio de andares patricios llegó por fin hasta ella.
—Me alegro de que seas tú quien me explique todo lo referente al negocio —dijo con una sonrisa tan acariciadora que la hizo ponerse en guardia.
—Los asuntos ganaderos ya te los explicará mi padre, que es el entendido.
—Sí, ya me he dado cuenta. Pero el que seas tú quien me cuente el resto me da la oportunidad de estar contigo.
Rita lo miró con un escepticismo más que evidente.
—Qué curioso, hace unos años cuando venías por aquí me sentía invisible, porque ni me mirabas.
—Porque tú no te dejabas ver. Te escondías por los rincones como una criatura triste y vergonzosa.
Ella dio un tropezón y él la sujetó para que no cayera.
—Vergonzosa no, triste sí. —Matizó—. Mucho. Un asqueroso al que llamaba novio acababa de ponerme unos cuernos más grandes que aquellos —explicó, señalando con un gesto vago de la mano hacia las vacas que pacían en la lejanía.
Enzo, que no le había soltado los hombros desde el traspiés, le dio un apretón cariñoso.
—Una suerte para ti. Te diste cuenta a tiempo de que te engañaba.
—Eres muy optimista. —Farfulló molesta—. Después de ese hubo un segundo traidor. Ya ves qué ojo tengo para elegir novio.
Enzo la hizo detenerse y le colocó las manos sobre los hombros.
—Mejor que mejor. Te libraste de ellos a tiempo. —Reiteró con firmeza—. Esos imbéciles no te merecían.
Rita no dijo nada, se limitó a observarlo. Además de guapo, el abogado de las gafas de empollón era un encanto.
—Pero déjame que te vea. —Pidió Enzo, deslizando las manos por sus brazos, hasta agarrar las suyas que levantó para contemplarla a gusto; Rita lo dejó hacer—. Estás más…
—¿Delgada? —Aventuró con una mirada irónica.
—Más bonita. —La corrigió—. Qué manía tenéis las mujeres con la delgadez.
—Si a ti te hubieran llamado durante años «Rita la gordita», quizá serías igual de maniático.
Él respondió con un sube y baja de hombros, sin darle la menor importancia.
—¿Cuánto hace de eso? Porque los años se han portado muy bien contigo —comentó, estudiando con deleite su silueta llena de curvas.
—Muchos —reconoció—. Pero no he olvidado lo mal que lo pasé.
—Pues deberías haberlo enterrado para siempre. —Aconsejó—. Tonterías de chavales.
Incómoda al recordar unos hechos pasados que aún la mortificaban, miró hacia otra parte.
—Mírame. —Pidió Enzo, ella lo hizo—. Estás hablando con «Cuatro ojos, capitán de los piojos».
Rita bajó la cabeza, para disimular un tonto ataque de risa, y Enzo la sacudió cogida por las manos como la tenía, para verla reír. Fue entonces cuando se fijó en sus uñas romas y recomidas; síntoma de ansiedad o de lo poco contenta que estaba consigo misma. Acostumbrada a vérselas así toda la vida, Rita creyó que miraba sus dedos tiznados.
—Es que he estado pelando alcachofas —explicó a modo de excusa.
A Enzo, cansado de divas endiosadas, acabó de conquistarle con su sencillez.
—Mmm… ¿Alcachofas para la cena?
—A la Toscana, es una receta tradicional. ¿Te gustan? —preguntó, sonriente.
—Las odio. Pero si las has pelado tú, me las tragaré feliz.
Rita chasqueó la lengua, ante aquella salida de seductor de pacotilla. Trató de soltarse pero él le cogió las manos con más fuerza para impedirlo.
—No sé cuándo entenderéis las tías que a los hombres nos gusta que haya chicha donde agarrarse —dijo para convencerla de lo atractiva que era a ojos de un hombre.
Por su cara, adivinó que Rita era más que consciente. De tonta no tenía un pelo la hermanita de Massimo.
—No me vengas con esas, que os conozco, conquistador de sangre romana.
—¿Conoces a todos los hombres de Roma, niña lista de sangre etrusca? —Rita asintió, aunque no era cierto ni de lejos—. Y no te gustamos, por lo que deduzco. —Ella volvió a asentir—. ¿Cómo te gustan los hombres?
—Divertidos y, por encima de todo, leales.
—Acabas de describirme.
—¡Lo sabía! —Ironizó—. Y a ti, ¿cómo son las mujeres que te gustan?
—Divertidas, leales, y a ser posible con un buen culo.
Rita le plantó cara con una sonrisa y un suspiro.
—Qué suerte la mía. Porque heredé el de mi madre… —dijo antes de retomar el camino.
Enzo la dejó caminar unos pasos para contemplarla bien por detrás.
—Un culo magnífico, sí señor.
Y aceleró el paso para alcanzarla.
***
El señor Etore, que caminaba un trecho por detrás de la pareja, escuchó retazos de la conversación. «Hombres, mujeres, ¿chicha? ¿Culo? ¡Estos jóvenes!», meditó con un hondo suspiro. Rita parecía contenta y el muchacho era buena persona. A lo mejor era eso lo que la niña necesitaba para animarse. Estaban en la edad de pensar en fantasías eróticas y juegos calientes, buena cosa era que disfrutaran cuando aún estaban a tiempo. «Porque luego llegan los años y se enfría el asunto», se dijo apesadumbrado. Entre la muerte de Gigio y las preocupaciones por culpa del lío que tenían con los impuestos, su mujer no le hacía ni caso. «Impuestos del demonio, 1; sexo, 0», maldijo con la boca cerrada, usando un símil futbolístico. No iba a confesar sus desvelos maritales delante de los chicos.