3 - Amigas para siempre

Rita y Martina congeniaron enseguida. Para Rita, su responsable compañera de cuarto era el empujón que le hacía falta para dedicarse con ahínco al estudio. Y para Martina, su rubia compañera fue ese soplo de alegría que tanto necesitaba.

Mediado octubre, ambas se hallaban inmersas en la primera tanda de exámenes del semestre. Esa tarde, como acostumbraban al salir de la última clase, hicieron una pausa para un refresco en la pizzería La Casetta, que por estar muy cerca de la universidad de la Sapienza, era punto de encuentro de muchos estudiantes.

—Yo me alegro mucho de que estés en la residencia. Pero reconoce que resulta extraño —comentó Rita, dejando sobre la mesa los dos refrescos de naranja que acababa de recoger de la barra.

—Es mi casa porque la heredé de mis padres —explicó Martina—. Pero es mi tía quien decide. Mientras viva, es como si le perteneciera.

—¿Has hablado con algún abogado?

—¿Para qué? No me apetece lo más mínimo estar allí. Y si ella se encuentra, todavía menos.

Rita ya lo sabía porque le había contado la mala relación con su tía, que disfrutaba de la propiedad en usufructo. Un derecho vitalicio que anulaba cualquier decisión por parte de Martina sobre su propia casa.

—Martina, dime que me calle si te parezco indiscreta. —Dudó; aunque ganó su curiosidad—. Tus padres eran cooperantes, ¿no?

—Sí, eran enfermeros los dos. Se conocieron cuando estudiaban.

—No es que fueran millonarios.

Martina sonrió ante la idea.

—No, desde luego que no.

—Entonces, ¿cómo pudieron comprar un palacete en Roma? Debe de valer una fortuna.

—Con la herencia que recibió mi madre de sus padres y porque les tocó la lotería.

—¿La lotería? ¡Qué suerte!

—Tener una casa preciosa era su ilusión y gracias al azar lograron su sueño. —Reveló; y la sonrisa se le borró de golpe—. Y luego qué poca suerte tuvieron. Ya ves cómo se las gasta la vida.

Martina se quedó callada. Rita al verla tan seria y meditativa, adivinó que su tía Vivi no era el único motivo por el que detestaba vivir en el palacete.

—Ese hombre sabe dónde encontrarte, ¿verdad?

Martina dio un sorbo a su lata de refresco, asediada por los malos recuerdos. Le había contado a Rita que, en el pasado, mantuvo una relación con un hombre casado, que la abandonó a su suerte cuando se quedó embarazada.

—Ya sabes que conocí a Rocco en una fiesta que dio mi tía en casa. Era amigo suyo.

Martina se había enterado de que este y su esposa residían en Holanda; se habían mudado porque Rocco Torelli trabajaba en el negocio de los diamantes. Pero no quería volver a verlo ni por casualidad. Incluso dos años después de lo ocurrido, tenía que seguir evitando sus llamadas; hasta el punto de tener que cambiar su número de móvil. Dos años tardó en dejar de asediarla por teléfono y asumir que no quería saber nada de él. Y como Rita había adivinado, Martina temía que en cualquier momento se presentara en su casa.

—No pienses en él, ese cerdo no merece que pierdas ni un minuto de tu tiempo.

Sin conocerlo, Rita odiaba a aquel tipo. Martina era buena y dulce, no merecía haber pasado por una situación tan terrible. Encinta, con veinte años, y abandonada como un perro en una cuneta; un embarazo que se malogró durante el primer mes, tan complicado que apunto estuvo de morir. Y ese era un trauma que Martina no había superado.

—Arriba ese ánimo que no merece la pena. —Insistió Rita—. Mírame a mí, dos novios y los dos me pusieron unos cuernos más grandes que los de las vacas que cría mi padre.

Martina agradeció que bromeara con sus desengaños para hacerla sonreír. La vio levantarse e ir a la barra de nuevo. Rita era única y se alegraba de tenerla como amiga. Al momento estaba de vuelta con dos paquetes de patatas fritas y ganchitos.

—Por si nos entra hambre esta noche en la habitación.

Dejó las bolsas de aperitivos sobre la mesa y dio un trago largo de refresco. Martina se acodó en la mesa y apoyó la barbilla en las manos.

—No tenemos suerte con los chicos. Qué pena, con lo monas y simpáticas que somos —dijo, recordando aquel maravilloso polvo de una noche con un hombre que resultó ser un estúpido integral al tomarla por lo que no era.

—A veces pienso que tengo el karma más idiota de toda la galaxia. —Lamentó Rita, enfadada con su mala suerte—. Aldo me la pegó. Vale, yo era una cría y estaba cegada de amor. —Reflexionó chasqueando la lengua—. Pero Salvatore, ¡¡tres años estuvo con otra mientras a mí me juraba que me quería!! Y yo sin enterarme de la película.

No es que fuera divertido el funesto historial amoroso de Rita, pero hablaba de ello con tanto humor que Martina envidiaba su fortaleza para no hacer de ello un drama.

—Los tíos tendrían que venir con una lista de ingredientes —comentó Martina señalando con la cabeza las bolsas de aperitivos—. Como las patatas fritas.

—A mí que me pongan uno que no mienta.

—Cariñoso. —Añadió Martina.

—Leal.

—Atento.

—Que no le importe ver pelis de llorar conmigo en el sofá.

Martina se echó a reír y se levantó mirando el reloj.

—¿Vamos un rato a la sala de estudio?

Cogieron sus bolsos y libros, y juntas salieron de la pizzería sin dejar de fantasear con las cualidades del hombre perfecto.

—Muy importante: que sea atractivo. —Añadió Martina.

—Mmm… Sí. Con una bonita sonrisa y un cuerpazo. ¿Te das cuenta que no hemos mencionado el dinero?

—¿Qué más da que sea rico si te trata como a una piltrafa? —Cuestionó cargada de razón—. No, prefiero uno pobre que me trate como a una princesa.

—De acuerdo, nos conformaremos con una coronita de plástico.

—Que sea divertido.

—Eso es fundamental. —Opinó Rita.

—Tierno, pero que me susurre guarrerías al oído.

—Una fiera en la cama.

—Y que sepa besar. —Añadió Martina relamiéndose los labios.

—Que alguna noche me sorprenda con un polvo rápido y perverso en un parque público, por ejemplo.

—¡Sí! —Aplaudió Martina—. O con una noche de champán, placer y ojos vendados.

—Y que esté bien dotado. Imagínate que reúne todas las cualidades para ser el hombre de tu vida y descubres que tiene una minipolla.

Martina se echó a reír y sacudió las bolsas de aperitivos ante los ojos de Rita.

—Ese es el riesgo. Los hombres son como las bolsas de papas con premio. —Afirmó convencida—. La sorpresa siempre está en el interior del paquete.

***

—Sí, sí, sí,…¡sí!

Martina levantó la vista del portátil al ver entrar a Rita en el dormitorio que compartían dando saltos de alegría y balanceando una hoja de libreta. Hacía un momento se había marchado a la facultad a ver si ya habían colgado en el tablón del departamento de Didáctica la última nota que le faltaba. Y por su alegría era fácil suponer que también había aprobado.

—Mira, Martina, ¡otro cinco!

Ella cogió la cuartilla donde llevaba apuntando sus calificaciones desde el día anterior. Una colección de aprobados, arañados por los pelos, pero Rita estaba más que feliz y Martina se alegraba por ella.

—Está genial. —La felicitó; con todo, no pudo evitar aconsejarla—. Pero sabes que con un poquitín más de esfuerzo tus resultados serían muchísimo mejores.

—Sí, lo sé, al lado de tus notas son una birria. Pero ¡es que las he aprobado todas! —Recordó para justificar su entusiasmo—. Antes me suspendían hasta el recreo.

—No son una birria, son el fruto de tu trabajo y yo me alegro muchísimo. —Aceptó, dándole un abrazo.

Martina sabía que el único objetivo de Rita era obtener la licenciatura como meta personal y sin intención de ejercer, no como ella que sí quería trabajar como asistente social y por ello pretendía sacar el máximo provecho de la enseñanza, no conformándose solo con las calificaciones a pesar de que las suyas eran brillantes.

—Ya verás mañana cuando se enteren mis padres —comentó Rita con ilusión, con la cuartilla apretada contra su pecho.

—¿Te marchas a casa?

—Ahora que han acabado los exámenes, ¡por supuesto! —Afirmó contenta, ya que hacía tres semanas que no viajaba a la Toscana por no perder tiempo de estudio.

—Yo creo que me quedaré en la residencia.

Rita observó preocupada su gesto de resignación. Sabía que Martina se sentía una mantenida, una auténtica extraña en su propia casa de la que su tía se había adueñado.

—No te apetece nada volver a tu casa.

—No, la verdad.

—Estamos de acuerdo en eso, las dos odiamos nuestra bochornosa vida de adultas protegidas. —Aceptó Rita—. Pero eso es algo temporal, que estamos dispuestas a cambiar y lo vamos a conseguir —dijo agitando la cuartilla con sus notas—. Y para celebrar nuestro exitoso futuro que nos llenará de satisfacción personal, se me ocurre una idea.

—¿Pizza en La Casetta?

—Buena idea. —Convino, aunque no era esa su propuesta—. Y mañana te vienes conmigo a Civitella. Será un fin de semana estupendo. Además, mis padres están deseando conocerte de tanto que les hablo de ti.

Ella también tenía ganas de conocerlos. Rita le había hablado de su familia, de sus padres, su tío fallecido hacía unos meses, y de su hermano mayor. Martina sentía curiosidad por él, era el único del que no había visto fotografías en la web corporativa de la hacienda familiar que la misma Rita había diseñado. Ni de él ni de su hijita. Sabía que el hermano de su compañera de cuarto era piloto de la Fuerza Aérea, pero ni siquiera tenía perfil en las redes sociales. Rita le había contado que decidió eliminarlas el día que la madre de la pequeña lo amenazó con una demanda por difundir una fotografía en una fiesta familiar en la que aparecía la niña, puesto que era menor de edad.

—Y conocerás también a Massimo. —Añadió Rita, refiriéndose precisamente al hombre en el que Martina estaba pensando—. Es una lástima que Iris no esté este fin de semana, hasta el próximo viernes no le toca tenerla.

A Martina la intrigaba el hermano de Rita. Pese a vivir en Roma también, lo veía en contadas ocasiones por culpa de las obligaciones de este por su condición de militar. Ella misma le contó la mala relación que mantenía con la madre de la niña, con la que no quiso casarse. Martina entendía su postura; no se puede obligar a amar, y admiraba su decisión de ser libre. Que paradoja que esa libertad fuera su sometimiento a una mujer llena de rencor. Tiranía que él aguantaba por amor a su hija. Martina recordaba con cariño, e inevitable pesar, que sus propios padres fueron un par de espíritus libres, pero a ella la mantuvieron siempre al margen de sus planes de pareja.

—¿Decidido? ¿Me llevarás en tu coche? —preguntó Rita sacándola de sus pensamientos.

—Decidido. —Concedió sonriente.

Nada le apetecía más que un fin de semana en el campo, como cuando era pequeña y vivía feliz en Sicilia con los abuelos.

***

¿Existe alguna mujer en el mundo que no sueñe con viajar algún día a la Toscana? Con esa pregunta optimista en la cabeza conducía Martina por la autopista A-1. Y con la animosa curiosidad también por conocer una tierra de la que tanto había oído hablar y que, pese a no distar mucho de Roma, nunca había tenido ocasión de visitar. De tanto en tanto fantaseaba con conocer otras culturas, viajar por esos países lejanos que juntos y felices recorrieron sus padres. En cambio, ese día, mientras sujetaba el volante de su Fiat Punto y grababa en su retina el hermoso panorama que tenía al alcance de la vista, reconoció que existen lugares paradisíacos en la propia tierra. Tan cerca y, quizá por ello, tan desconocidos. Al menos, para Martina, la región que se extendía entre el Tíber y el Arno lo era, pero ese era un desacierto al que estaba a punto de poner remedio.

Y así se lo dijo a Rita, que viajaba a su lado más pendiente de los mensajes del teléfono que de la inolvidable mezcla de colores que se divisaba a través del parabrisas.

—Entonces, te gusta la Toscana.

—Lo que veo, me fascina. —Confesó, contenta—. No me extraña que sea tierra de artistas.

Se refería a Miguel Ángel, Leonardo y tantos y tantos genios que habían nacido en aquellos parajes.

—Aquí hay de todo y para todos los gustos. Un día tenemos que ir a las playas de Rosignano, son blancas como las del Caribe.

Con cada dato nuevo que Rita le descubría, Martina se iba enamorando un poco más de aquel territorio que hasta entonces había ignorado. Y ante la contemplación de aquellos trigales inmensos de suave amarillo, entre laderas de viñedos que ascendían hacia las lomas hasta convertir el horizonte en un sube y baja que parecía dibujado por la mano de un niño, comprendió por qué muchos viajeros de paso por aquel edén para la vista, Siena, Arezzo o Asís, se sentían enfermos de belleza al llegar a Florencia.

—Está mal que yo lo diga, pero lo mejor te espera en mi casa. —Anunció Rita.

—¿Es que existe algo mejor? —Cuestionó sonriente—. Yo tengo la impresión de que estoy atravesando el cielo.

Rita propuso desviarse un trecho para que Martina viera mucho más de lo que ofrecía la ruta surcada por la autopista. Tomaron la salida de Montepulciano y en Pienza Rita bajó a comprar un par de bocadillos en un bar y dos latas de Coca Cola. Fue un improvisado cambio de planes que se encargó de comunicar a su madre por teléfono para que no las esperaran a comer. Al llegar a la capilla de Vitaleta, salieron a estirar las piernas. Comieron a la sombra de uno de los cipreses que escoltaban el pequeño santuario. Martina agradeció la decisión de su amiga. Contemplando el prado salpicado de amapolas pensó que nunca había admirado un paisaje como aquel. Pero lo mejor era el silencio, allí se respiraba paz.

—¿Qué te parece ahora la Toscana?

—Que me has traído a la tierra de la felicidad.

Rita se echó a reír y se dedicó a coger unas cuantas piedrecitas con las que escribió su nombre en el suelo.

—En eso te doy la razón, aunque para mí no lo sea.

Martina lamentó que asociara su Civitella con los malos recuerdos. A ella también le sucedía, en Roma no era dichosa. La ciudad eterna, símbolo de amor para muchos, solo significaba para ella angustia y malestar. En cambio, todo a su alrededor era de una armonía increíblemente acogedora. Tanto le había hablado Rita de su familia que la envidiaba por tenerlos. A Martina le habría gustado ir cada mañana a revisar el ganado con el señor Etore, como un peón más, y aprender también de la señora Beatrice a hacer la pasta fresca, el punto justo de la salsa de tomate, a recoger los huevos del gallinero y todas esas cosas que se aprenden al lado de una madre. Todo aquello que ella no llegó a hacer con la abuela, en la casa de campo de Trapani, porque era muy niña cuando murió y los dejo solos al abuelo Giuseppe y a ella. Sencillos tesoros que nos acompañan durante la vida a los que Rita no daba importancia porque no le faltaban.

—No juzgues al mundo por la insidia de unos pocos. —Aconsejó a Rita, y a sí misma—. Leí una vez en Twitter que una casa se convierte en hogar cuando en ella habitan las personas que amas.

Rita reflexionó sobre el contenido romántico de lo que Martina acababa de decirle y se puso de pie con una mueca incrédula. Si el hombre de su vida tenía que ser alguno de sus antiguos compañeros de escuela, que se burlaban de su cuerpecito rechoncho, se haría vieja durante la espera.

—Difícil lo veo, pero quién sabe. —Dudó.

Martina se sacudió las manos y recogió los restos del almuerzo campestre en la bolsa de plástico de los bocadillos. Había entendido a Rita, y su respuesta nada tenía que ver con el amor familiar al que ella se refería. Pero tuvo que reconocer que la interpretación de su amiga que aludía en exclusiva a los hombres encerraba también una gran verdad.

—Nada es imposible —dijo extendiendo el brazo para que la ayudara a levantarse del suelo.