5 - Entre mujeres
Cada semana que pasaba, Massimo tenía más ganas de regresar a la Toscana. La presencia de Martina en la hacienda de viernes a domingo se había convertido en costumbre y él no pensaba en otra cosa que en volver a verla.
Le agradaba su compañía, disfrutaba viéndola dichosa en aquel entorno sencillo y familiar, donde parecía haber encontrado paz. O afecto, tal vez. Con la espalda apoyada en el quicio de la puerta, observaba cómo jugaba con Iris. Martina, sentada en un sillón de ratán, la hacía saltar sobre sus muslos. Daba gusto ver reír a la niña a carcajadas con cada trote del caballito imaginario en el que Martina le cantaba que iba montada.
El día anterior había conocido a su hija y Martina se enamoró de ella al instante. Massimo no esperaba tanta ternura en su mirada y en sus gestos al cogerla en brazos, al besarla o al reír cuando Iris le tiraba del pelo, fascinada con sus rizos brillantes de color calabaza. Le costaba reconocer en aquella mujer que disfrutaba con su hija en el regazo a la diosa del placer de aquella noche romana, lejana ya en el tiempo pero imposible de olvidar. Como las buenas películas, las canciones que emocionan o los libros con historias valiosas, aquellas pocas horas y la mujer que lo mantuvo rabioso de deseo permanecerían para siempre en su memoria. Pero Massimo ya no se conformaba con el recuerdo dulce y amargo de una noche que, como agua pasada, no ha de volver.
Martina se levantó del sillón e hizo que Iris descansara la cabecita sobre su hombro, agotada de tanto reír y cabalgar. Con ella en brazos, fue hasta donde Massimo se encontraba. Él dio un trago largo de cerveza y dejó la botella sobre el alféizar de la ventana más cercana.
—Ahora no te duermas —dijo a su hija, acariciándole el pelo— que mamá está a punto de venir a por ti.
—¿Cómo es que no la llevas contigo a Roma?
—Ada ha aprovechado para pasar el fin de semana con unos amigos en Florencia. Quedamos en que vendría aquí a recogerla.
Por la cara que puso Massimo y el tono con el que lo dijo, Martina intuyó que no era plato de buen gusto para él recibirla en casa de sus padres, pero que transigía con la decisión de la madre de Iris para evitarse enfados, trifulcas y problemas. Se guardó sus impresiones; no había entre ellos confianza suficiente como para expresar su opinión sobre un asunto que no le concernía. Pero sabía que Massimo era muy intuitivo y sabía también que ella era una negada a la hora de disimular. Para evitar que adivinara lo que estaba pensando, rehuyó su mirada y apoyó los labios sobre el pelo de Iris y se dedicó a contemplar el verde tobogán de los prados hasta el horizonte.
Massimo descansó el brazo sobre sus hombros y Martina supo que reclamaba de alguna manera su atención.
—Qué pena que se marche tan pronto —comentó—. Me gustaría disfrutar más tiempo de ella.
—No sabía que te gustaban tanto los niños.
—Son mi debilidad.
A Massimo le habría gustado saber por qué sonreía y al mismo tiempo sus ojos reflejaban una tristeza infinita. Movido por un impulso, la rodeó con los brazos y en el mismo abrazo las envolvió a las dos. Besó la cabeza de su hija y después la de Martina. Fue un gesto de afecto puro. Cerró los ojos y por un momento apartó de su mente un puñado de preguntas para las que no tenía respuesta. Massimo se centró en sentirla cerca. Odiaba aquel dolor enigmático en sus ojos que no alcanzaba a descifrar. Quería ver su sonrisa de niña, como aquella mañana en Roma cuando despertó a su lado. Respiró hondo, el pelo de Iris olía a dulce aroma de bebé; el de ella olía mejor que las flores frescas. Era una pena no poder dormir una y mil noches abrazado a Martina, despertarla cada día contándole las pequitas claras que salpicaban sus hombros y disfrutar de una existencia tan bonita como los sueños que la hacían sonreír dormida.
El ruido del motor lo obligó a abrir los ojos de golpe, alzó el rostro y, al distinguir el vehículo desde lejos, deshizo el abrazo que lo unía a Martina y a su hija.
—Es Ada.
Martina contempló la llegada del Audi por el sendero. Lo conducía un hombre, con gafas de sol, que apoyaba un codo con la camisa arremangada en la ventanilla. Miró sin disimulo a la mujer que viajaba en el asiento del copiloto, también con gafas de sol. Era morena, con el pelo largo y ondulado en las puntas, alta y muy vistosa.
Martina entregó a Iris a su padre para que la cogiera en brazos.
—Voy a ver si puedo echar una mano a tu madre y a Patricia —comentó con una sonrisa que lo decía todo.
Massimo le agradeció con la mirada aquel detalle de discreción, dadas las circunstancias y el mal ambiente que se avecinaba, como siempre que Ada hacía acto de presencia.
—Ya que vas adentro, ¿te importa pedirle a Rita que baje la bolsa con las cosas de Iris?
—Claro que no. Enseguida se lo digo —dijo entrando en la casa.
***
Rita llegó con la bolsa de los pañales, biberones, ropita y todos los cachivaches que cargaba Massimo por precaución siempre que traía a la niña, con intención de dejársela a su hermano y desaparecer. Pero le fue imposible porque Ada se apeó del coche en ese momento y ella se vio obligada a quedarse para saludarla. Rita odiaba la situación; toda la familia en realidad. Detestaban verse sometidos a esa especie de tiranía no escrita cada vez que Ada aparecía. Siempre preocupados, con sonrisas cautelosas y una amabilidad excesiva, como quien camina por un campo de minas, para no contrariar a la madre de la niña. Massimo en especial porque se sentía en cierto modo culpable. Pero así eran las cosas y los Tizzi se guardaban mucho de hacerla enfadar, por experiencia sabían que una mala mirada, una cara larga o un gesto mal interpretado por Ada podían suponer un disgusto que tendría consecuencias. Solo por el miedo a que impidiera que vieran a la niña, ponían todos tanto cuidado en no ofenderla.
Ada Marini rodeó el coche y caminó hacia la entrada a la vez que se quitaba las gafas de sol. El hombre al volante del Audi no hizo lo mismo, permaneció donde estaba y saludó a Massimo con un gesto de cabeza por mera educación. Ada, con su afán controlador, estuvo al tanto del mudo intercambio de saludos entre el padre de su hija y su acompañante y giró la cabeza hacia el que aguardaba con la ventanilla abierta.
—Solo será un minuto, Guido.
Aviso innecesario, ya que antes de detenerse ante la casa ya le había dicho que estarían allí tan poco tiempo que no era preciso que bajara del coche. E inmediatamente se encaró con Massimo con una mirada de desafío que él ya conocía. Pero no le daría el gusto de preguntarle quién era aquel tipo que parecía sacado de un anuncio de Versace. Si eso era lo que Ada deseaba, iba a quedarse esperando.
En vista de que Massimo no despegaba los labios, Ada miró a Rita. Y ella sí se apresuró a responder a su saludo visual.
—Hola, Ada.
—¿Qué tal, Rita? Cuánto tiempo.
—Ya ves, pasando unos días en casa.
—Te veo bien.
—Será el aire del campo y los guisos de mamá —comentó sonriente; se acercó a ella y le tendió la bolsa estampada de ositos que Ada se colgó al hombro, y se inclinó sobre su sobrina—. Adiós, preciosa. Oyyy… —Ronroneó besuqueándola en la mejilla varias veces—. Que tengas buen viaje, Ada.
Dicho esto, se metió en la casa con rapidez y los dejó solos.
—¿Qué tal? —dijo Ada, a modo de saludo.
—Bien. Ha comido como una campeona y todas las noches ha dormido del tirón. Supongo que será el silencio del campo, como nos pasa a todos.
—Ven aquí, amor —dijo cogiendo a la niña de brazos de su padre, que se abrazó a ella, loca de alegría de volver a ver a su mamá.
Después de besar y achuchar a su hija, preguntándole cómo lo había pasado sin ella, Ada ojeó hacia la derecha y vio el coche de Enzo aparcado.
—¿Tenéis invitados?
—Sí.
Massimo se abstuvo de decirle que Enzo estaba allí porque Ada lo conocía. Y no quería brindarle la excusa para que se empeñara en saludarlo. Porque entonces Ada demoraría su marcha, su madre por cortesía los invitaría a quedarse a cenar a ella y su acompañante, y la madre de su hija disfrutaría jugando a ser esa familia idílica que no eran.
La parca respuesta de Massimo a ella no le sentó nada bien.
—¿Quién es la chica pelirroja que estaba contigo hace un momento?
—Una amiga de Rita que ha venido a pasar el fin de semana.
—¿De Roma? —Señaló el coche de Enzo con la cabeza, a la vista de la matrícula.
—Sí.
Segundo monosílabo que irritó a Ada tanto o más que el primero y Massimo, que lo intuía, no tardó en constatarlo.
—¿Esa chica por qué llevaba a mi hija en brazos?
Massimo le sonrió, con actitud conciliadora.
—Porque le gustan los niños, ¿por qué va a ser? —comentó acercándose para darle a Iris un beso de despedida—. ¿Llevas la silla?
—Qué pregunta —dijo chasqueando la lengua—. Ya sabes que no la quito nunca.
—No lo he dicho para molestarte, Ada —se disculpó sin necesidad—. Pero yendo de viaje, podía ser que la hubieses dejado en Roma para contar con un asiento más y en tal caso te habría dejado la que llevo yo en el coche.
Ella pareció calmarse con la explicación. Y Massimo se alegró de no tener que desmontar la silla de bebé, puesto que costaba un infierno anclarla al asiento y una vez bien asegurada, más valía no tocarla.
—Gracias, pero no hace falta —dijo Ada.
—Buen viaje y cuidado con la carretera.
Ada giró en redondo pero no había andado ni cuatro pasos cuando volvió la cabeza. Massimo puso los ojos en blanco; era bellísima, saltaba a la vista, un monumento de mujer, pero ellos dos ya se tenían muy vistos. No hacía falta que se contoneara ante sus ojos como si caminara por la pasarela de Milán.
—¿Vendrás el miércoles? —preguntó mostrándole su mejor perfil.
—Todavía no sé si tengo la tarde libre. En cuanto lo sepa, te avisaré.
—De acuerdo. Ya me llamas. Si no puedes ese día, ven el jueves —dijo con tono magnánimo—. Cariño, di adiós a papá.
Iris movió la manita y Massimo le lanzó un beso al aire.
El hombre al volante salió del coche para ayudarla. Le cogió la bolsa y mientras Ada sentaba a Iris en su sillita y abrochaba el cinturón de seguridad, él metió las cosas de la niña en el maletero. Después de cerrar el capó, el hombre se despidió de Massimo con la mano y un escueto «ciao».
Él agitó la mano al aire, pensando en la semana siguiente. Ada se empeñaba en hacerlo ir a su casa para que viera a Iris la tarde establecida por el juez además de los fines de semana alternos. Una manera de demostrar su hegemonía en lo tocante a la niña. Negarse, la mayoría de las veces, a que Massimo la llevara de paseo o donde le apeteciera, sin dar más explicaciones, era un estúpido juego. Un truco más de Ada para incordiarlo. Pero así eran las cosas. Y aunque Enzo le aconsejaba que no se dejara manipular, estar presente en la vida de su hija era su prioridad. El miércoles se tragaría su orgullo. Iría a casa de Ada y jugarían juntos a la absurda fantasía de la pareja feliz con una hijita. Como cada semana hasta que Ada se cansara de jugar.
***
—Que no te extrañe que te haya mirado mal —le explicó Rita—. Yo creo que a fuerza de tanto perdonar la vida con la mirada ha olvidado lo que significa mirar sin matar. A excepción de Iris, ¡menos mal!
Martina y ella habían salido por la parte trasera y daban un paseo por el camino que conducía al bosque.
—No sé —comentó ella; sacó un paquete de chicles del bolsillo de la sudadera y le ofreció a Rita—. ¿Qué pretende? ¿Espantar a todas las chicas que se acercan a Massimo?
—Ada no es tonta y sabe que mi hermano no va a permanecer toda la vida célibe como un monje. Pero delante de ella, al parecer, intenta evitar que se le acerque ninguna.
—Como si fuera de su propiedad. —Adivinó.
—Eso es lo que a ella le gustaría. Y me parece que es feliz creyéndose su propia mentira.
—Actuar así es como hacer trampas jugando al solitario. La más perjudicada será ella. Más le valdría asumir la realidad y tirar hacia delante con su vida.
Se metió un chicle en la boca para obligarse a callar. Le era difícil no opinar, aunque la vida de Massimo, de la niña y de la madre de esta no la incumbieran. Y más complicado le resultaba si Rita no dejaba de hablar de ello. A Martina le dio la impresión de que su amiga necesitaba desahogarse. Toda la familia parecía sufrir en silencio el «síndrome Ada», pero callar por prudencia o por miedo aumentaba el peso interior de los problemas. Ella bien lo sabía.
—El funcionamiento de la cabeza de Ada es un misterio. Te lo digo yo. No me interesa en absoluto descifrar el porqué de sus reacciones. Pero yo que la he sufrido… Porque a Ada no se la soporta, se la sufre y con angustia.
—Rita, que nos conocemos y a veces tienes tendencia a exagerar. —La recriminó, con el afecto y la confianza de una amiga de las de verdad.
Llegaron a los pastos y Rita se apoyó con ambos brazos en el vallado, invitando a Martina a que la secundara. A esa hora de la tarde, desde allí se divisaba una vista magnífica a punto de esconderse el sol tras la línea del horizonte.
—No te puedes imaginar lo mal que lo pasamos cuando Massimo la trajo a vivir aquí. —Martina la dejó explayarse, era obvio que lo necesitaba—. No debería contarte esto, tendría que ser mi hermano quien lo hiciera, si es que quiere hacerlo.
—No tiene por qué contarme su vida.
Rita le echó una mirada muy significativa.
—Se nota que entre vosotros dos hay mucha química. Pero tranquila. —Rectificó al escuchar el rebufo de Martina—, no me va el papel de casamentera. Mira, te lo voy a contar y si algún día Massimo te habla de ello, haz ver que no sabes nada y listo.
—Como si no me hubieras dicho nada —aseguró; lo cierto era que cada vez sentía más curiosidad por conocer las circunstancias que rodeaban a Massimo.
—Todo empezó porque ellos dos empezaron a salir, nada serio. Ada siempre aseguró que los anticonceptivos fallaron y mi hermano fue tan tonto que confió en ella. Los hombres a veces son de una ingenuidad que asombra. Se quedó embarazada y creyó que mi hermano correría a ponerle un anillo en el dedo, como se suele hacer.
—Eso se hacía antes, ahora nadie se casa para guardar las apariencias.
—Yo sospecho. —Confesó mientras soltaba aire—, y mi padre, y mi madre… Y Massimo no habla de ello pero supongo que también. Creemos que Ada se quedó embarazada adrede para cazarlo y la jugada le salió mal. Ella era modelo, aún lo es pero una de las excusas que puso ante el juez a la hora de estipular la manutención fue que se vio obligada a dejar el trabajo para cuidar a la niña. A la hora de hacerse la víctima, no hay quien la supere.
—Por eso me sonaba su cara —comentó Martina, con la imagen en mente de la mujer espectacular que apenas había visto durante medio minuto.
—Ada quería lucir a mi hermano a toda costa. Una belleza como ella necesita una compañía de altura. Se enamoró del uniforme de piloto, más que del hombre que lo lleva puesto, me parece. Entonces debía creerse una princesa…
—… y descubrió que la vida no es una película de Walt Disney. —Opinó Martina.
—Imagínate el panorama. Mi hermano, que se negaba a encadenarse a una mujer de la que no estaba enamorado. Mis padres aceptando a la fuerza el embarazo sin boda, cuando soñaban con ver a su hijo vestido de novio con el uniforme de gala. La fantasía rosa chicle se les fue al garete. —Recordó escupiendo a lo lejos el que ella llevaba en la boca.
—No hace falta que me lo cuentes, si te duele recordar todo esto, Rita.
Ella sacudió con la cabeza y le cogió la mano para que no la interrumpiera, dándole a entender que llevaba demasiado tiempo callándoselo y necesitaba soltarlo todo del tirón.
—Ada es huérfana de madre desde que era muy pequeña. Con su padre no se habla desde que se volvió a casar, vive en el extranjero pero no sé ni dónde. Y tiene una hermana con la que apenas mantiene relación —continuó como si todo aquello la fatigara—. La cuestión es que mi madre se compadeció de aquella chica, embarazada, rechazada por el novio, sin madre ni familia, e insistió en cuidarla. Y además, con la barriga, no podía trabajar. Todo un drama. Insistió en que Massimo la trajera a casa, al menos hasta que naciera la niña. Mi hermano aceptó, aún no sé porqué.
—Cargo de conciencia.
—Supongo. El caso es que Ada se instaló aquí y ese día empezó nuestra pesadilla. Massimo le había dejado claro que cumpliría con su responsabilidad como padre pero que, de casarse, nada de nada. Ella aceptó, imagino que creyendo que con el tiempo lo convencería y cambiaría de opinión. Como él entonces ya estaba destinado en Pratica di Mare, solo venía aquí cuando le daban permiso. Así que Ada, acostumbrada al ambiente de las pasarelas, se vio metida en este campo perdido, cada día más gorda y con la familia del hombre que no quería ser su marido. Para matar el aburrimiento, decidió usarnos a todos como víctimas de su mal humor.
—Rita, no hables así. Entiendo que no debió ser agradable, pero trata de ponerte en su lugar.
—Cómo se nota que tú no conviviste con esa bruja. Se comportaba como si ella fuera la reina y nosotros sus criados. A mí llegó a ordenarme que le pusiera las botas porque estaba embarazada, como si eso fuera excusa para tener lacayos. Nada de lo que hacíamos le parecía bien, si había tallarines para comer, no le apetecían; si había ragú, el olor le daba asco. No te imaginas lo que fue vivir bajo su tiranía. Siempre con el corazón en la garganta por miedo a contrariar a la reina de los mares. Menos mal que mi padre fue nuestro faro en la tormenta. Los hombres del sur tienen el genio muy vivo, pero cuando hay que mostrar serenidad… Gracias a la templanza de mi padre no acabó la cosa peor, se tragó la rabia y, como siempre, fue quien se encargó de poner paz y evitar discusiones. Lo que más me dolió fue ver llorar a escondidas a mi madre, solo ella sabe las lágrimas que debió derramar por miedo a no conocer a su nieta.
—¿Iris nació aquí? En Arezzo, quiero decir.
—No. Ada no aguantó. Durante el octavo mes, Massimo y ella tuvieron una trifulca terrible porque él le recalcó que dejará de creerse su novia porque no lo era. Y que asumiera de una vez que lo único que tendrían en común el resto de sus vidas era la hija que estaba a punto de nacer. Ada hizo las maletas y se largó. Iris nació en Roma un mes después. Mi hermano quiso enmendar la irresponsabilidad del embarazo no deseado volcándose en su papel de padre y Ada usó esa debilidad suya a su favor. Desde entonces, la niña es su arma de poder sobre él.
—No es justo.
—No, no lo es, porque mi hermano es bueno y honesto con sus sentimientos.
—Yo creo que es mejor que Iris crezca con unos padres que la quieren, aunque no convivan, que en el ambiente hostil de un hogar lleno de discusiones.
—Yo lo siento mucho por él. Lo que daría yo por encontrar un hombre tan noble como mi hermano.
Martina la abrazó, al verle los ojos brillantes por las lágrimas que Rita pugnaba por no derramar.
—Arriba ese ánimo, que te quiero demasiado para verte triste.
—Es una suerte tenerte como amiga, lo digo en serio. ¿Por qué no te casas con Massimo, así seríamos cuñadas?
Cogiéndola por la cintura, Martina le dio una sacudida cariñosa.
—Y decías que no eras casamentera.
—Es broma —dijo, sorbiendo por la nariz—. Pero si llegara a ocurrir, recuérdame que no te regale una cubertería de plata con vuestras iniciales. M y M, ¡qué espanto!
—¿Qué tienes tú contra la M?
—¡Me gastaría una fortuna y todo el mundo creería que te habría tocado en un concurso de M & M’s!
A Martina le entró una risa incontrolable.
—Tienes cada cosa, Rita —dijo, recobrándose—. Puedes estar tranquila que no habrá problemas con las iniciales.
—Eso no lo sabes.
Martina bromeó poniéndose muy seria.
—Por supuesto que lo sé. Solo me casaré con Giulio Berruti.
Entonces fue Rita la que se echó a reír, al escucharla mencionar al irresistible «ojitos azules» de la telenovela que volvía locas a todas las mujeres de nueve a noventa y nueve años.
—¡Loba, Giulio es mío!
—Pues tendrás que compartirlo, avariciosa. —Bromeó poniendo cara de pelea.
—Mi madre debe haber grabado los capítulos. ¿Te apetece un atracón de Rivombrosa? —Sugirió.
—¡Sí! ¡Ritorno a Rivombrosa!
Nada como un buen culebrón para olvidar las preocupaciones. Ni nada que le apeteciera más que sentarse en el sofá en compañía de una buena amiga, ante el hombre más sexy de Italia, para babear juntas delante de la pantalla.
***
Un rato después, Rita se hallaba con Enzo en el despacho. Se había sentado a su lado en el escritorio para revisar la información que ofrecía la web de la hacienda, diseñada por ella. Valoraba mucho la opinión de Enzo. Y tenía que reconocer que era una gozada compartir ideas y esfuerzos para el negocio de la familia con alguien con quien congeniaba tan bien. Rita trataba de acallar sus propios impulsos, no quería saber nada de castigadores con encanto. De ese plato ya había tomado suficiente ración. No quería entre Enzo y ella más que una relación de compañeros. Él estaba en la hacienda para echarles una mano y ella estaba decidida a brindarle cuanta ayuda precisara. Pero no podía evitar que le gustara mucho la forma en que la miraba.
—Ya sabes que la gente atractiva vende, no tienes más que ver los anuncios de las revistas.
Ella le estaba explicando el origen de algunas fotografías que hizo a un grupo de turistas que fueron de visita, cuando tomaban la última copa de vino. Enzo le había preguntado quiénes eran y si los conocía. A Rita le gustó tanto la imagen que daban, contentos a última hora de la tarde, que les pidió permiso para colocar las fotografías de ese día en la página web.
—¿Te dieron su autorización? —preguntó Enzo, en previsión de posibles reclamaciones legales por derechos de imagen.
—De palabra. Si algún día se quejan, las quitamos y ya está.
—No, las cosas hay que hacerlas bien. Mañana sin falta ponte en contacto con la agencia de viajes que organizó la excursión. Ellos sabrán cómo localizarlos, no está de más pedir su conformidad aunque sea por e-mail.
—Piensas en todo —comentó mirándolo admirada.
—Bella, para eso me paga tu padre. —Le recordó—. ¿Qué miras?
—Cuando te conocí no llevabas gafas.
Enzo giró para verla de frente.
—Ya se me ha pasado la edad de la tontería. Y las lentillas son una tortura. ¿No te gustan los tíos con gafas?
—Algunos sí.
Enzo miró por encima del hombro de Rita y señaló con la cabeza la ventana del despacho.
—¿Ese de ahí te gusta?
Rita miró hacia donde le indicaba y se echó a reír al ver pasar a Tomassino con una pala al hombro. Era uno de los peones que trabajaba en la hacienda, de la edad de su padre y con sus características gafas de pasta negra y cristales de culo de botella. Rita le tenía un cariño enorme, pero como ideal masculino le congelaba la libido.
—Ese no.
—¿Y yo?
—Tú le gustas a muchas y lo sabes —dijo, volviendo la cabeza para mirarlo—. Y resulta que a mí ya me han roto el corazón dos veces.
—Yo soy de la opinión de que hay que vivir todas las experiencias antes de encontrar a la mujer definitiva. Y yo fui quemando todos los cartuchos hasta que me aburrí.
—Eso dicen todos.
—¿Has hecho una encuesta?
Rita se apartó el pelo de la cara a la vez que chasqueaba la lengua, antes de mirarlo de frente.
—Sé cómo os las gastáis y dudo que exista un hombre joven y guapo capaz de asumir un compromiso.
Enzo se mostró engañosamente impasible antes de lanzarle el dardo.
—¿Tú me hablas de compromiso? ¿Tú que, con tus años, sigues perdiendo el tiempo y viviendo a costa de papá y mamá?
Rita lo acribilló con una mirada agria.
—Eso ha cambiado. —Aseveró con tono airado—. Estoy estudiando mucho. Me he comprometido a ayudar en el negocio y eso hago, no sé si te has dado cuenta.
—Y lo haces muy bien, por cierto.
—Pues no es necesario que me ataques.
—No te ataco. Aclaro las cosas para establecer los límites, ya que desde que llegué a esta finca no has dejado de mostrarte arisca conmigo y quiero que nos llevemos bien. Mucho más que bien. —Enfatizó.
Las últimas palabras hicieron mella en Rita. Y tuvo que reconocer que Enzo tenía razón.
—Todos podemos cambiar —murmuró.
—Todos. —Recalcó—. Yo también.
Rita no era de las que se avergonzaban por decir la verdad.
—Después de tantos desengaños, opté por la venganza como disfrute. —Confesó con la barbilla alta—. Hasta que…
—Hasta que te diste cuenta que el sexo no es suficiente. —Completó Enzo, para hacerle entender que a él le había ocurrido lo mismo—. ¿Me crees si te digo que llevo más de dos años casado con el banco?
En lugar de darle la respuesta que deseaba, Rita se colocó la melena detrás de la oreja y alzó las cejas.
—¿Y ahora mismo que estás haciendo? ¿Un KitKat?
A Enzo le molestó su nuevo ataque de ironía.
—No. Estoy cagándome en los muertos de todos los que te llamaban «Rita la gordita» por convertirte en una escéptica, ya que por su culpa estoy pagando yo las consecuencias.
Rita pestañeó un par de veces, impresionada por su firme carácter.
—¿Sí?
—Con lo maravillosas que sois las mujeres con curvas arriba y abajo —murmuró fijando la vista en sus pechos.
Rita enderezó la espalda, le encantaba sentirse atractiva. Y no es que fuera ignorante: atraía las miradas masculinas. La etapa infantil de la niña rolliza había dado paso a una mujer muy vistosa. Se repetía cada día que sus dos novios no la traicionaron por falta de atractivo sino por su incapacidad para ser fieles a una sola mujer.
—Para mí, Rita rima mejor con bonita —dijo Enzo acercándose poco a poco—. Con conejita —dijo besándola con suavidad.
Rita entreabrió los labios y él profundizó el beso con lenta seducción.
—Esto no estaba previsto —musitó Rita.
—Esto tampoco. —Ronroneó Enzo acariciándole los labios; y la besó de nuevo con unas ganas infinitas.