Capítulo 11

¿Qué iba a hacer? Presa del pánico, Brooke se miraba fijamente en el espejo de cuerpo entero. ¿Cómo podía estar sucediendo todo tan deprisa? ¿Cómo era posible que las cosas se le hubieran ido de las manos de aquella forma? Un año antes (no, seis meses antes), ni siquiera sabía que Parks Jones existía. Y en menos de una hora estaría casada con él. Comprometida. De por vida. Para siempre.

Desde el fondo de su cerebro, una vocecilla angustiada la instaba a huir. No se dio cuenta de que se había movido hasta que la hicieron volver al presente sin contemplaciones.

—Estese quieta, señorita Gordon —ordenó Billings con firmeza—. Hay por lo menos dos docenas de estos botones tan pequeños —hablaba en tono quejoso, pero en el fondo consideraba muy inspirada la elección de Brooke: un vestido de raso color marfil, con el corpiño ceñido y la falda de vuelo. Un vestido de boda tradicional y de buena calidad, se dijo, no uno de esos trajes pantalón casi transparentes, ni esas minifaldas en color fucsia o escarlata. Siguió abrochando la fila de minúsculos botones de nácar de la espalda del vestido—. No se mueva —ordenó de nuevo al ver que Brooke se removía.

—Billings —dijo Brooke débilmente—, creo que voy a vomitar.

El ama de llaves la miró en el espejo. Estaba pálida y sus ojos parecían enormes, oscurecidos por un levísimo toque de sombra de color gris pizarra. En opinión de Billings, una novia debía parecer a punto de desmayarse.

—Tonterías —dijo enérgicamente—. Sólo son los nervios.

—Los nervios —repitió Brooke, arrugando el ceño—. Yo nunca me pongo nerviosa. Eso es ridículo.

La inglesa sonrió fugazmente cuando Brooke cuadró los hombros.

—Nervios, hormigueos, cosquillas en el estómago... Todas las mujeres los tienen el día de su boda.

—Pues yo no —contestó Brooke, notando que le temblaban los músculos del estómago.

Billings soltó un soplido mientras acababa de abrochar los botones.

—Ya está, éste es el último.

—Menos mal —masculló Brooke, y se dirigió a una silla antes de que Billings lograra detenerla.

—No, no, no, nada de eso. No pienso permitir que se arrugue la falda.

—Por el amor de Dios, Billings...

—Una tiene que sufrir de vez en cuando.

Brooke respondió con un exabrupto. Billings levantó las cejas y agarró el cepillo del tocador.

—Bonita forma de hablar para una novia virginal.

—Yo no soy una novia virginal —Brooke se apartó antes de que pudiere pasarle el cepillo—. Tengo veintiocho años —continuó mientras se paseaba por la habitación—. Debo de estar loca, debo de estar absolutamente chiflada. Ninguna mujer en su sano juicio acepta casarse con un hombre en una hamburguesería.

—Va a casarse en el jardín de la señora Thorton —puntualizó Billings—. Y hace un día precioso.

Su tono práctico hizo fruncir el ceño a Brooke.

—Tampoco debí dejarme convencer por Claire.

—¡Ja! —Brooke levantó las cejas al oír su exclamación. Billings la señaló amenazadoramente con el cepillo—. ¡Ja! —dijo otra vez, y Brooke cerró la boca—. Nadie la ha convencido de nada. Es usted una cabezota, terca y obstinada, y está temblando de miedo porque ahí abajo hay un joven tan cabezota, tan terco y obstinado como usted que va a hacerle sudar tinta.

—Yo no estoy temblando de miedo —repuso Brooke, ofendida. Billings vio que se ponía colorada.

—Está muerta de pánico.

Brooke puso los brazos en jarras.

—Parks Jones no me da ningún miedo.

—¡Ja! —repitió Billings, acercando un taburete. Subiéndose a él, empezó a cepillarle el pelo—. Seguramente tartamudeará y le saldrá un gallito cuando diga «sí, quiero», como a una boba que no sabe lo que quiere.

—Yo no he tartamudeado en toda mi vida —Brooke enunció puntillosamente cada palabra y miró con enojo el reflejo de ambas en el espejo—. Y nada hace que me salgan gallitos.

—Ya veremos —muy satisfecha de sí misma, Billings le atusó la hermosa melena suelta. Después prendió en ella una delicada guirnalda de hibiscos blancos y rosas. Se había quejado de que unos lirios del valle o unos capullos de rosa serían más apropiados, pero en el fondo pensaba que aquellas flores exóticas eran maravillosas—. Bueno, ¿dónde están esos preciosos pendientes de perlas que le regaló la señora Thorton?

—Allí —enfurruñada todavía, Brooke señaló el pequeño joyero que contenía el regalo de Claire.

Deberían haberse escapado, como había sugerido Parks, pensó. ¿Qué le había hecho pensar que quería todas aquellas complicaciones? ¿Por qué había creído que quería casarse? Mientras los nervios empezaban a agitarse otra vez, sorprendió la mirada irónica de Billings. Levantó la barbilla.

—Pues póngaselos —ordenó el ama de llaves con las perlas rosadas en la palma de la mano—. El señor Jones ha sido muy listo enviándole flores a juego con ellos.

—Si tanto le gusta, ¿por qué no se casa usted con él? —masculló Brooke mientras se ponía los pendientes con dedos temblorosos.

—Porque supongo que va a hacerlo usted —contestó Billings enérgicamente, y tragó saliva. Tenía un nudo en la garganta—. Aunque no tenga velo, ni cola como Dios manda —tenía ganas de darle un beso en la mejilla, pero sabía que si lo hacía sólo conseguiría que ambas se debilitaran—. Vamos, pues —dijo—. Es la hora.

«Todavía puedo arrepentirme», se dijo Brooke mientras dejaba que Billings tirara de ella por el pasillo. «Todavía hay tiempo. Nadie puede obligarme a pasar por esto». El hormigueo de nerviosismo que sentía en el estómago se había convertido en una especie de calambre. «No puedo salir a ese jardín de ninguna manera». ¿Cómo era el dicho?, se preguntó. «Cásate con prisas y tendrás todo el tiempo del mundo para arrepentirte». Ella iba a casarse con prisas, no había duda.

Hacía sólo cuatro días que Parks se lo había pedido. Cuatro días. Tal vez el mayor error había sido decírselo a Claire. Santo cielo, nunca había visto a nadie moverse tan deprisa. Llegó a la conclusión de que debía de estar en estado de shock cuando permitió que Claire la arrastrara a hacer planes y preparativos. Una ceremonia íntima en su jardín, un banquete con champán. ¿Escaparse? Claire había desdeñado aquella idea con un solo ademán. Escaparse era cosa de adolescentes estúpidos. ¿Y acaso no sería precioso casarse con traje de novia? Brooke se había descubierto atrapada en su red. Y allí seguía.

Pero no, se dijo cuando Billings y ella llegaron al pie de las escaleras. Lo único que tenía que hacer era dar media vuelta y salir por la puerta. Podía meterse en su coche y marcharse, sencillamente. Como hacían los cobardes.

Cuadrando los hombros, rechazó aquella idea. No huiría; saldría al jardín y explicaría con mucha calma que había cambiado de opinión. Sí, con eso bastaría. «Lo siento mucho», pensó, ensayando para sus adentros, «pero he decidido no casarme». Hablaría con mucha calma y mucha firmeza.

—¡Ah, Brooke! Estás preciosa —y allí estaba Claire, vestida en seda azul clara, con una pátina de lágrimas en los ojos.

—Claire...

—Absolutamente preciosa. Ojalá hubieras dejado que tocaran la marcha nupcial.

—No, yo...

—No importa, mientras tú seas feliz —pegó su mejilla a la de Brooke—. Es una bobada, pero me siento como una madre. Imagínate, sentir por primera vez el instinto maternal a mis años.

—Oh, Claire...

—No, no, no voy a ponerme llorona ni sentimental, porque se me estropearía el maquillaje —se apartó, sollozando—. No todos los días soy dama de honor.

—Claire, quiero que...

—Están esperando, señora Thorton.

—Sí, sí, claro —apretó rápidamente la mano de Brooke y salió a la terraza.

—Ahora usted, señorita Gordon.

Brooke se quedó donde estaba, preguntando si no preferiría, después de todo, tomar el camino de los cobardes. Billings le puso una mano en la espalda con firmeza y la empujó. Brooke se descubrió en la terraza, cara a cara con Parks.

Él tomó su mano. Se la llevó a los labios con firmeza. Brooke se fijó en sus ojos, seguros, sonrientes. Parks llevaba un traje gris perla, más formal que cualquier otro que le hubiera visto Brooke. Sus ojos, en cambio, tenían la misma intensidad que Brooke veía en ellos cuando esperaba un lanzamiento. Se descubrió caminando con él por el centro de la terraza rodeada de flores y árboles ornamentales, capricho de Claire.

«Todavía hay tiempo», pensó Brooke cuando el sacerdote comenzó a hablar con voz pausada y clara. Pero no pudo abrir la boca para detener lo que estaba ocurriendo.

Siempre recordaría aquellos olores. El perfume a jazmín y vainilla, el dulce aroma de los alhelíes. No veía las rosas, en cambio, porque sus ojos estaban fijos en los de Parks. Él repetía las palabras del sacerdote, aquellas palabras repetidas incontables veces por incontables parejas. Ella, sin embargo, las oía como si hubieran sido pronunciadas por primera vez.

Amor, honor, entrega.

Sintió que el anillo se deslizaba en su dedo. Lo sintió, pero no lo vio, porque no podía apartar los ojos de los de Parks. Un pájaro empezó a trinar entre las ramas de un cerezo.

Oyó su propia voz, fuerte y segura, repitiendo las mismas promesas. Y su mano colocó el símbolo de sus votos en el dedo de Parks, sin temblor alguno.

Un compromiso, una promesa, un regalo. Luego sus labios se juntaron para sellarlo.

«Iba a huir», recordó.

—Te habría atrapado —murmuró Parks contra su boca.

Atónita y molesta, Brooke se apartó. Él le sonreía con las manos aún entre su pelo. Para desconcierto de los invitados que ocupaban el apacible y fragante jardín, Brooke lanzó una maldición y le echó los brazos al cuello, riendo.

—¡Eh! —Snyder dio a Parks un firme empujón—. ¡Deja sitio!

La idea que tenía Claire sobre una reunión íntima ejemplificaba a la perfección hasta qué punto era capaz de quedarse corto un productor. Aunque no se molestó en contar cabezas, Brooke calculó que había más de cien invitados «absolutamente imprescindibles». En realidad descubrió que no le molestaba: la fiesta era su regalo para Claire. Había una fuente de champán burbujeante, una tarta rosa y blanca de cinco pisos y bandejas de plata llenas de comida por las que, por una vez, Brooke no mostró ningún interés. Lo cual fue una suerte, porque se vio arrastrada de un invitado al siguiente y recibió besos, abrazos y felicitaciones hasta que todo se convirtió en un torbellino de colores y sonidos.

Conoció a la madre de Parks, una mujer menuda y exquisita que la besó en la mejilla y rompió a llorar. Su padre le dio un fuerte abrazo y murmuró que ahora que se había casado, Parks se dejaría de bobadas y entraría en la empresa. Brooke descubrió que había heredado una familia entera de golpe: una familia grande y bulliciosa que no se amoldaba en absoluto a las fantasías de su infancia.

Entre toda aquella confusión, sólo vio de lejos a Parks mientras pasaba de primo en primo para ser medida, sopesada y debatida como una nueva y fascinante adquisición.

—Dejad a la chica un momento —una mujer recia, de cabello plateado, apartó a los demás con ademán imperioso—. Estos Jones son una panda de bobos —suspiró y luego miró a Brooke de arriba abajo—. Soy tu tía Lorraine —dijo, y le tendió la mano.

Brooke aceptó el apretón y comprendió de manera instintiva que aquel gesto era más sincero y más íntimo que todos los besos que había recibido. Luego, de pronto, se acordó.

—La moneda de oro.

Lorraine sonrió, complacida.

—Te lo ha contado, ¿eh? En fin, es un buen chico... más o menos —levantó una ceja recta y severa—. No te tratará mal, ¿verdad?

Brooke sacudió la cabeza, sonriendo.

—No, señora, en absoluto.

Lorraine asintió y le dio una palmadita en la mano.

—Bien. Espero que vayáis a visitarme dentro de seis meses. Una pareja necesita ese tiempo para resolver los primeros problemillas. Ahora, si yo fuera tú, agarraría a mi marido y me largaría cuanto antes de esta jaula de grillos —con aquel consejo, se alejó.

Brooke sintió una primera punzada de afecto por su nueva familia.

Aun así, pareció que pasaban horas antes de que pudieran escaparse. Brooke tenía intención de subir a cambiarse, pero, viendo una oportunidad, Parks la llevó fuera, la montó en su coche y arrancó.

Al detenerse ante la puerta de la casa de Brooke, suspiró.

—Lo conseguimos.

—Hemos sido muy groseros —dijo ella.

—Sí.

—Y muy listos —inclinándose, lo besó—. Sobre todo porque has conseguido traer una botella de champán.

—Soy muy rápido con las manos —explicó él al salir del coche.

Brooke se rió, pero sintió un nuevo hormigueo de intranquilidad mientras subían por el camino. Parks le había dado la mano. Ella sentía en la piel la leve y extraña presión del anillo de boda.

—Hay un problema —comenzó a decir, haciendo a un lado aquella sensación—. Me has sacado de la fiesta sin mi bolso —miró a la puerta y luego a Parks—. No tengo llaves.

Parks se metió la mano en el bolsillo y sacó la suya. Un leve ceño frunció la frente de Brooke cuando recordó que ahora él tenía la llave de la puerta. La llave de su vida. Aunque notó su reacción, él no dijo nada, se limitó a meter la llave en la cerradura. La puerta se abrió sin hacer ruido. Parks levantó a Brooke en brazos, ella se echó a reír y aquel sutil desencuentro quedó olvidado.

—No sabía que estuvieras tan chapado a la antigua —murmuró ella, besándole el cuello—, pero... —se interrumpió al oír un ladrido agudo y chillón. Asombrada, miró hacia abajo y vio que un perrillo marrón con el hocico negro correteaba alrededor de los pies de Parks y de vez en cuando se abalanzaba hacia sus tobillos—. ¿Qué es eso? —logró preguntar.

—Tu regalo de boda —él apartó con el pie al cachorro, haciéndolo rodar por la alfombra—. ¿Te parece suficientemente feo?

Brooke miró la cara chata del perrillo.

—Oh, Parks... —susurró, casi llorando—. Qué tonto eres.

—E.J. debió de traerlo hace una hora, si ha cumplido el horario previsto. El tipo de la perrera me tomó por loco cuando le dije que quería uno lo más feo posible.

—¡Te quiero! —Brooke le apretó con fuerza el cuello y luego se desasió de sus brazos. Con su vestido de boda de raso, se arrodilló en el suelo para jugar con el cachorro.

Parecía muy joven, pensó Parks mientras ella hundía la cara en el pelo del perrillo, demasiado joven. ¿Por qué se empeñaba él en dejar al descubierto sus debilidades si luego no estaba seguro de cómo manejarlas? Había mucha dulzura en ella, y sin embargo ¿se sentía él más a gusto cuando se mostraba arisca? Era a la mezcla, pensó al arrodillarse a su lado, a aquella mezcla fascinante a lo que no podía resistirse.

—Nuestro primer hijo —Brooke se rió cuando el cachorro se tumbó, exhausto, sobre la alfombra.

—Tiene tu nariz.

—Y tus pies —replicó ella—. Va a ser enorme, a juzgar por lo grandes que son.

—A lo mejor puedes sacarlo en algún anuncio de comida para perros —comentó él, haciéndola levantarse. La besó suavemente en la mejilla y después pasó los labios por su mandíbula, hasta el otro lado de la cara. Sintió el súbito temblor de su aliento en la piel—. El champán se está calentando —murmuró.

—No tengo sed.

Parks la llevaba lentamente hacia las escaleras mientras seguía depositando leves besos en su cara, sin tocar sus labios ardientes y ávidos. Empezaron a subir sin prisas y Parks fue desabrochando aquella larga hilera de botones.

—¿Cuántos hay? —murmuró contra su boca.

—Docenas —respondió Brooke y le aflojó la corbata cuando llegaron a mitad de la escalera.

Los dedos de Parks eran hábiles. Antes de que llegaran a la puerta del dormitorio, le había bajado el vestido hasta la cintura. Brooke le quitó la chaqueta y, mientras mordisqueaba su cuello, le sacó la camisa de la cinturilla de los pantalones.

—¿Vas a besarme de una vez? —preguntó, jadeante.

—Mmm-hmm —pero él se limitó a hacerla enloquecer pasando los labios por su hombro mientras apartaba el vestido de raso. Luego se lo quitó, pasando lentamente las manos por su cuerpo hasta que quedó convertido en un montón de tela blanca a sus pies. Jugueteó con las prendas de encaje que llevaba ella: prendas minúsculas y transparentes, diseñadas para atormentar a los hombres. Intentaba dominarse mientras se dejaba atormentar. Siempre había aquella última pugna por conservar el control, antes de perderse en ella.

Los dedos de Brooke se deslizaron por sus costillas desnudas y rozaron su tripa antes de que encontrara el botón de sus pantalones. Ella oyó que contenía el aliento bruscamente. Luego, sus manos se volvieron más exigentes. Ansiosa, se tumbó en la cama arrastrándolo consigo.

¿Por qué había tanta desesperación, ahora que estaban tan firmemente unidos el uno al otro? Aunque ninguno de los dos lo comprendía, ambos sentían lo mismo. El ansia de tocar, de saborear. De poseer. Abandonaron la ternura y una pasión ávida y primitiva ocupó su lugar. Los besos provocativos se detuvieron bruscamente cuando sus bocas se encontraron con ardiente dureza. Las manos de Brooke buscaban debilidades con la misma pericia que las de Parks. Cada gemido producía un nuevo estremecimiento de excitación, cada suspiro aumentaba el deseo torturante, hasta que ninguno de ellos supo ya si aquellos sonidos eran de placer o de desesperación. Y ambos se negaban a sucumbir al fuego.

Parks encontró sus pechos tensos y firmes. Los buscó ansiosamente con la boca y una punzada desgarradora de placer atravesó a Brooke. Mientras gemía, vencida, lo atrajo hacia sí y comenzó a moverse sinuosamente bajo su cuerpo, hasta que Parks se perdió en su sabor.

Piel con piel, el ritmo se aceleró. Se hizo cada vez más rápido, hasta que estuvieron jadeantes. Y sin embargo no se rindieron aún. Brooke pasó las manos por su espalda húmeda, por los músculos tensos que acentuaban su extraordinaria fortaleza. Pero la fortaleza física carecía de significado en las arenas movedizas de la pasión, de las que era imposible escapar. Estaban ambos atrapados en ellas, ambos incapaces de liberarse.

Ella se movió con súbita fuerza y quedaron entrelazados, uno junto al otro. Brooke se apoderó de su boca, la devoró con la misma ansia con que era devorada, se apropió de ella tan ciegamente como Parks de la suya. Su melena caía sobre ellos, cubriendo sus caras. Parks no podía respirar sin respirarla a ella. Si hubiera podido pensar, se habría imaginado absorbido por ella. Pero ninguno de los dos pensaba, y el deseo se había vuelto demasiado grande para seguir resistiéndose a él.

Brooke se dejó llevar cuando Parks la cambió de postura y, sin dejar de besarla, la penetró con algo próximo a la violencia. Luego sólo hubo velocidad y calor, y una fuerza que los impulsaba a ambos más allá de todo, salvo de ellos dos.

—¿Es normal que te desee cada vez más? —preguntó Brooke en voz alta.

—Mmm —Parks no quería apartarse del cálido confort de su cuerpo. Yacía bajo él, apretada contra el colchón—. Por favor, no dejes de hacerlo.

Estaba oscureciendo. La luz que se colaba por las ventanas era suave. Pronto sería de noche. Su noche de bodas. Y sin embargo Brooke seguía sintiéndose como una amante. ¿Cómo sería sentirse como una esposa? Levantó la mano y miró el anillo de su dedo. Tenía incrustados diamantes y zafiros que brillaban suavemente a la luz del crepúsculo.

—No quiero que mañana sea distinto —pensó en voz alta—. No quiero que esto cambie.

Parks levantó la cabeza.

—Todo cambia. Te enfadarás si uso toda el agua caliente para ducharme. Y yo me enfadaré si tú te bebes todo el café.

Brooke se echó a reír.

—Tienes un talento especial para simplificar las cosas.

—Son los inconvenientes cotidianos de una relación de pareja, señora Jones —dijo él, y la besó.

Los ojos que habían empezado a cerrarse para el beso se abrieron como platos.

—Jones —repitió—. Había olvidado ese detalle —se quedó pensando un momento—. Me recuerda a tu madre... Aunque fue muy amable, claro.

Parks sofocó la risa.

—No te preocupes. Y recuerda que vive a cinco mil kilómetros de aquí.

Brooke se tumbó encima de él.

—Tienes una familia estupenda.

—Sí, y no conviene que nos mezclemos con ellos más de lo necesario.

—Bueno... —Brooke apoyó la cabeza sobre su pecho—. No. Al menos, de momento —añadió, pensando en su tía. Se relajó de nuevo cuando él empezó a acariciarle el pelo lánguidamente—. Parks...

—¿Hmm?

—Me alegro de que decidiéramos venir aquí en lugar de irnos de viaje.

—En Navidad iremos a Maui un par de semanas. Quiero que veas mi casa.

Brooke pensó en su agenda si decidía dirigir la película para televisión, como quería Claire. De un modo u otro conseguiría esas dos semanas de vacaciones.

—Te quiero.

La mano de Parks se detuvo un momento. Luego la apretó con más fuerza. Brooke no decía a menudo aquellas dos palabras.

—¿Te he dicho ya lo guapa que estabas cuando Billings te sacó a empujones a la terraza?

Brooke levantó la cabeza.

—¿Lo viste?

Parks sonrió mientras seguía el contorno de su oreja con un dedo.

—Es curioso, no esperaba que estuvieras tan aterrorizada como yo.

Brooke lo miró un momento. Luego una sonrisa curvó sus labios.

—¿De veras estabas aterrorizado?

—Media hora antes de la boda, hice una lista de razones por las que debía suspenderla.

Ella levantó una ceja.

—¿Y eran muchas?

—Perdí la cuenta —contestó él, pero no hizo caso al ver que ella entornaba los ojos—. Sólo se me ocurría una buena razón para seguir adelante.

—¿Ah, sí? —levantó la barbilla y sacudió la cabeza—. ¿Y cuál era?

—Que te quiero.

Brooke apoyó la frente en la suya.

—Conque sí, ¿eh?

—Es la única que se me ocurría —pasó una mano por su cadera—. Aunque se me están ocurriendo dos o tres más.

—Mmm. Como que será bueno para la campaña —comenzó a frotar la nariz justo detrás de su oreja.

—Oh, claro. Esa es la primera razón de mi lista —Parks gruñó al sentir un primer estremecimiento—. La segunda es que así tendré a alguien que me ordene los calcetines.

—De ésa puedes olvidarte —murmuró Brooke mientras se deslizaba hacia su hombro—. Claro que así tendrás mejor sintonía con el director cuando hagas esa película para la tele.

—Aún no he decidido hacerla —sus piernas se enredaron con las de ella cuando cambiaron de postura—. ¿Tú sí?

—Todavía no —sus ideas comenzaron a zozobrar cuando Parks tocó sus pechos—. Pero tú deberías hacerlo.

—¿Por qué?

Ella abrió los ojos perezosamente.

—No debería decírtelo.

Intrigado, Parks se apoyó en el codo y se puso a juguetear con su pelo.

—¿Por qué no?

Ella suspiró un poco y se encogió de hombros.

—Lo último que necesitas es alguien que alimente tu ego.

—Adelante —la besó en la nariz—. Puedo soportarlo.

—Maldita sea, Parks, eres bueno.

Él se detuvo cuando iba a enrollarse un mechón de su pelo en el dedo y la miró fijamente.

—¿Qué has dicho?

Brooke volvió a cambiar de postura.

—Bueno, no quiero decir que puedas actuar —comenzó a decir—. No empieces a hacerte ilusiones.

Él sonrió al ver que Brooke levantaba una ceja con ironía.

—Eso está mejor.

—Tienes buena presencia ante la cámara —continuó ella—. ¿Tienes idea de cuántas estrellas se mantienen en la cima únicamente haciendo de sí mismas? —Parks gruñó algo, más interesado en la curva de su cuello—. Tú sabes sacarte partido, Parks —insistió Brooke, apartándolo un momento—. Y si durante un tiempo al menos sólo haces papeles que se amolden a tu carácter... en fin, cuando estés listo para retirarte del béisbol podrías dedicarte a actuar.

Él empezó a reírse, pero se detuvo al ver su mirada.

—¿Lo dices en serio?

Brooke lo miró fijamente. Luego soltó un largo suspiro.

—Dentro de un par de semanas, cuando tenga que dirigirte, voy a odiarme, pero sí: eres muy, muy bueno, y deberías pensártelo. Y si te das aires de grandeza cuando te diga que repitas una toma doce veces, te...

—¿Qué harás? —la desafió él.

—No sé —contestó ella, amenazante—. Pero será algo despreciable.

Él le lanzó una sonrisa maliciosa.

—¿Me lo prometes?

Como no podía parar de reír, Brooke le hizo rodar y acabó tumbada otra vez sobre él.

—Sí. Y ahora voy a hacerte el amor hasta que se te disuelvan los huesos.

—¿Eso está en mi contrato? —preguntó él.

—Desde luego que sí.