Capítulo 1
1984
—Un jugador de béisbol. Genial —Brooke bebió un largo trago de café solo, se recostó en su silla de cuero, suave como un guante, y frunció el ceño—. Me encanta.
—No hace falta que te pongas sarcástica —contestó Claire suavemente—. Si de Marco quiere utilizar a un deportista para publicitarse, ¿qué más te da a ti? —miró distraídamente el grueso anillo de oro de su mano derecha—. A fin de cuentas —prosiguió en tono seco—, vas a ganar un montón de pasta dirigiendo los anuncios.
Brooke le lanzó una de sus miradas más características. Sus ojos grises, directos e implacables, se clavaron en las pupilas de color azul claro de la más mayor de las dos. Uno de sus mayores talentos, y quizá su arma más eficaz, era su capacidad para mirar fijamente a cualquiera, ya fuera el presidente de una corporación o un actor temperamental. Había desarrollado tempranamente aquella táctica para defenderse de su propia inseguridad, y desde entonces la había refinado hasta convertirla en un arte. Era un arte, sin embargo, que no impresionaba a Claire Thorton. A sus cuarenta y nueve años, Claire dirigía una empresa multimillonaria que ella misma había fundado a base de ingenio y agallas. Hacía las cosas a su manera desde hacía casi un cuarto de siglo, y así pensaba seguir.
Conocía a Brooke desde hacía diez años, desde que, siendo una advenediza de dieciocho años, se las arregló para conseguir un empleo en Thorton Productions. Después la había visto abrirse camino poco a poco, de recadera a jefe de eléctricos, y de jefe de eléctricos a ayudante de cámara, y de allí a directora. Claire nunca se había arrepentido del impulso que la llevó a encargarle su primer anuncio de quince segundos.
La intuición había sido la base de su éxito con Thorton Productions y lo que le había permitido percibir el agudo talento de Brooke Gordon. Además, Claire la conocía, la comprendía como muy pocas personas. Quizá fuera porque compartían dos rasgos básicos: ambición e independencia.
Pasado un momento, Brooke transigió con un suspiro.
—Un deportista —masculló otra vez mientras recorría su despacho con una mirada.
Era una habitación pequeña, de paredes anaranjadas cubiertas de fotos fijas sacadas de sus anuncios. El sofá de dos plazas, retapizado en pana de color chocolate, era lo bastante incómodo como para no alentar largas visitas. La silla, de respaldo acolchado, la había comprado en un mercadillo callejero, junto con una mesa baja que se escoraba ligeramente a la izquierda.
Brooke se sentaba tras un escritorio viejo y rayado cuyo cajón no cerraba del todo. Había sobre él montones de papeles, un flexo y un surtido de bolígrafos desechables y lápices rotos. Los bolígrafos y los lápices estaban embutidos en un jarrón de Sevres. Tras ella, en la ventana, una difenbaquia agonizaba lentamente en un tiesto de barro de factura exquisita.
—Maldita sea, Claire, ¿por qué no puede ser un actor? —Brooke levantó las manos en el único gesto teatral que se permitía y apoyó luego la barbilla en ellas—. ¿Sabes lo difícil que es conseguir que un futbolista o una estrella del rock diga una sola línea sin que se quede rígido o sobreactúe? —soltó un murmullo de fastidio que no admitía comentario alguno y empujó los papeles, formando con ellos un montón semiordenado—. Con una sola llamada a una agencia tendría un centenar de actores cualificados desfilando por aquí, ansiosos por conseguir ese trabajo.
Claire se quitó una mota de pelusa de la manga de su traje de lino rosa.
—Ya sabes que las ventas aumentan si en un anuncio sale un nombre conocido o una cara famosa.
—¿Un nombre conocido? —replicó Brooke—. ¿Quién ha oído hablar de Parks Jones? Qué nombre tan ridículo —masculló para sus adentros.
—Todos los aficionados al béisbol de este país —la suave sonrisa de Claire convenció a Brooke de que era inútil discutir. Así pues, se preparó para seguir discutiendo.
—Queremos vender ropa, no bates de béisbol.
—Ocho Guantes de oro —prosiguió Claire—. Un promedio de tres veinticinco desde que comenzó su carrera. Esta temporada encabeza la lista de los mejores bateadores de la liga profesional. Y ha sido el tercer base del partido de las estrellas ocho temporadas seguidas.
Brooke entornó los ojos.
—¿Cómo sabes tantas cosas? Tú no sigues el béisbol.
—Pero hago mis deberes —una fría sonrisa asomó a la cara redonda e impecable de Claire. Jamás se había hecho un lifting, pero respetaba religiosamente sus visitas a Elizabeth Arden—. Por eso soy una productora de éxito. Ahora, más vale que hagas los tuyos —se levantó lánguidamente—. No hagas planes, tengo entradas para el partido de esta noche. Los Kings contra los Valiants.
—¿Quién?
—Haz tus deberes —le aconsejó Claire antes de cerrar la puerta del despacho.
Exasperada, Brooke soltó un exabrupto y giró la silla para contemplar sus vistas de Los Angeles: edificios altos, cristales relucientes y coches atascados. Había tenido otras vistas de la ciudad durante su ascenso profesional, pero siempre más cercanas al nivel de la calle. Ahora contemplaba Los Angeles desde el piso veinte. La distancia equivalía a éxito, pero Brooke no se detenía a pensar en ello. Hacerlo la habría animado a pensar en el pasado, cosa que evitaba escrupulosamente.
Recostada en la amplia silla, se puso a juguetear con el extremo de su trenza. Tenía el pelo del cálido color rojo con reflejos dorados que los pintores se esforzaban por inmortalizar. Era largo, abundante e indomable. Brooke era lo bastante femenina como para no querer cortárselo y lo bastante práctica como para recogérselo durante las horas de trabajo en una gruesa trenza que ahora le caía por la espalda de la fina blusa de seda, hasta más allá de la cinturilla de los vaqueros azules y desgastados.
Sus ojos tenían una expresión pensativa mientras rumiaba las palabras de Claire. Tenía las pupilas de un gris brumoso, párpados alargados y pestañas del mismo tono sutil de su cabello. Rara vez pensaba en oscurecerlas. Su piel era del delicado tono de rosa marfil que exigía su melena. Su fragilidad, sin embargo, acababa ahí. Su nariz era pequeña y afilada, su boca ancha, su barbilla agresiva. Era una cara inquietante: bella un instante y austera al siguiente, pero siempre implacable. Se había puesto una ligera pincelada de carmín rosa, pendientes de esmalte baratos y una rociada de perfume de a doscientos dólares el frasco.
Pensó en la cuenta de Marco: vaqueros de diseño, ropa deportiva de lujo y suave cuero italiano. Habían decidido sacar sus anuncios de las satinadas páginas de las revistas de moda para llevarlos a la televisión; de ahí que hubieran acudido a Thorton Productions y, por lo tanto, a ella. Era un sustancioso contrato de dos años, con un presupuesto que le permitía toda la libertad artística que pudiera desear. Brooke se decía que se lo merecía: había tres premios Clio en la estantería del rincón, a su derecha.
No estaba mal, se dijo, para una mujer de veintiocho años que había llegado a Thorton Productions con un título de bachillerato, mucha labia y manos sudorosas. Y doce dólares con cincuenta y tres centavos en el bolsillo, se recordó, y enseguida hizo a un lado aquella idea. Si quería la cuenta de Marco (y la quería), tendría que hacer que el jugador de béisbol funcionara. Con una expresión amarga, giró de nuevo la silla para ponerse de cara a la mesa. Levantó el teléfono y marcó dos teclas.
—Tráeme todo lo que tengamos de Parks Jones —ordenó mientras quitaba papeles de en medio—. Y pregúntale a la señora Thorton a qué hora la recojo esta tarde.
A menos de seis manzanas de allí, Parks Jones se metió las manos en los bolsillos y miró con enfado a su agente.
—¿Por qué dejé que me metieras en esto?
Lee Dutton esbozó una sonrisa que dejaba entrever unos dientes ligeramente torcidos y un montón de encanto.
—Porque confías en mí.
—Ése fue mi primer error —Parks observó a Lee: un tipo no muy guapo, de cara redonda, poco pelo e inquietantes ojos negros. Sí, confiaba en él, pensó; incluso le caía bien aquel astuto diablillo, pero...—. Yo no soy modelo, Lee. Soy tercera base.
—No vas a posar —contestó Lee. Al cruzar las manos, el sol brilló en la pulsera de su fino reloj suizo—. Vas a hacer un anuncio. Los jugadores de béisbol llevan haciéndolos desde que se inventó la primera maquinilla de afeitar.
Parks soltó un bufido y empezó a pasearse por el limpio y ordenado despacho de diseño oriental.
—No es un anuncio de maquinillas de afeitar, ni de guantes de béisbol. Es un anuncio de ropa, por el amor de Dios. Me voy a sentir como un imbécil.
«Pero no lo parecerás», pensó Lee mientras sacaba un delgado y fragante cigarrillo. Al encenderlo observó a Parks por encima de la llama. Su cuerpo larguirucho y desgarbado era perfecto para de Marco, lo mismo que su rubio aspecto inconfundiblemente californiano. El rostro flaco y bronceado de Parks, sus ojos azul marino y su cabello ondulado y revuelto lo habían convertido ya en un favorito de las aficionadas al béisbol, al tiempo que su encanto cordial y desenfadado conquistaba a los hombres. Tenía talento, era simpático y grato a la vista. En resumidas cuentas, concluyó Lee, había nacido para aquello. El hecho de que fuera inteligente era a veces, más que una ventaja, un inconveniente.
—Parks, ahora estás en la cima —dijo Lee con un suspiro que ambos sabían calculado—. Pero tienes treinta y tres años. ¿Cuánto tiempo más vas a jugar al béisbol?
Parks respondió con una mirada de enfado. Lee sabía que había jurado retirarse a los treinta y cinco.
—¿Qué tiene eso que ver?
—Hay muchos jugadores, jugadores excepcionales, que caen en el olvido cuando salen del campo por última vez. Tienes que pensar en el futuro.
—Ya he pensado en el futuro —le recordó Parks—. Maui: pescar, dormitar al sol, mirar a las mujeres...
Eso duraría un mes y medio, calculó Lee, pero optó por guardar silencio.
—Lee —Parks se dejó caer en un sillón rojo vivo y estiró las piernas—. No necesito el dinero, así que ¿para qué voy a trabajar este invierno, en vez de tumbarme en la playa?
—Porque va a ser bueno para ti —comenzó a decir Lee—. Y también para el deporte. La campaña mejorará la imagen del béisbol. Y porque has firmado un contrato —añadió con una de sus sonrisas de trasgo.
—Me voy a batear un rato —masculló Parks, levantándose. Cuando llegó a la puerta, se volvió con una sonrisa sospechosamente cordial—. Una cosa. Si hago el ridículo, le rompo las piernas a tu caballo de la dinastía Tang.
Brooke frenó al cruzar la verja accionada por control remoto y tomó el camino bordeado de rododendros que llevaba a la mansión de Claire. En el fondo, consideraba la casa un bello anacronismo. Era enorme, blanca, de distintas alturas y estaba repleta de pilastras. A Brooke le gustaba imaginarse a dos guardias de casco negro, con el rifle al hombro, flanqueando las puertas labradas. La finca había pertenecido originalmente a una estrella del cine mudo que, según se decía, vistió las habitaciones con sedas y rasos de tonos pastel. Quince años atrás, Claire se la compró a un magnate de los perfumes y procedió a redecorarla conforme a su pasión por el arte oriental.
Brooke pisó bruscamente el freno de su Datsun y se detuvo con un chirrido de neumáticos delante de la blanca escalinata de mármol. Conducía a dos velocidades: parar y marchar. Al salir del coche sintió el olor a vainilla y jazmín que exhalaba el jardín exótico; subió luego los peldaños con paso rápido y desenvuelto, resultante de la combinación de sus largas piernas y su nerviosismo. Entre una multitud, su paso hacía volver la cabeza a los hombres, pero Brooke ni se fijaba en ello, ni le daba importancia.
Llamó enérgicamente a la puerta y un momento después giró el picaporte con impaciencia. Al ver que estaba abierto, entró en el espacioso vestíbulo de color verde menta y gritó:
—¡Claire! ¿Estás lista? Me muero de hambre —una mujercilla de aspecto pulcro, con uniforme gris bien cortado, apareció por una puerta de la izquierda—. Hola, Billings —Brooke le sonrió y se echó la trenza por encima del hombro—. ¿Dónde está Claire? No tengo fuerzas para buscarla por este laberinto.
—Se está vistiendo, señorita Gordon —la asistenta, que hablaba con modulada entonación británica, respondió a su sonrisa con una inclinación de cabeza—. Enseguida bajará. ¿Le apetece beber algo?
—Sólo agua de Perrier, fuera hace mucho bochorno —Brooke la siguió al salón y se dejó caer en el diván—. ¿Te ha dicho dónde vamos?
—A un partido de béisbol, ¿no, señorita? —Billings puso hielo en un vaso y añadió el agua con gas—. ¿Le pongo lima?
—Sólo un chorrito. Vamos, Billings —la brumosa voz de contralto de Brooke adoptó un tono cómplice—. ¿Tú qué opinas?
Billings estrujó cuidadosamente la lima sobre el agua burbujeante. Había sido el ama de llaves de lord y lady Westbrook en Devon antes de que la reclutara Claire Thorton. Al aceptar el puesto, había hecho votos de no americanizarse jamás. Edna Billings tenía sus principios. Pero nunca se resistía a contestar a Brooke. Una década antes había pensado que aquella jovencita era una impertinente, y no había cambiado de idea desde entonces. Tal vez por eso le tenía tanto cariño.
—Yo prefiero el criquet —dijo con calma—. Un deporte mucho más civilizado —le dio el vaso a Brooke.
—¿Te imaginas a Claire sentada en las gradas de sol? —preguntó Brooke—. ¿Rodeada de fanáticos chillones y sudorosos, viendo a una panda de hombres hechos y derechos lanzarse una pelotita y dar vueltas en círculo?
—Si no me equivoco —dijo Billings lentamente—, no se trata sólo de eso.
—No, claro, está también la lista de los mejores bateadores, el promedio de carreras conseguidas, el de juegos terminados sin anotar carrera y el de asistencias —Brooke exhaló un largo suspiro—. ¿Qué demonios es un «toque de bola de sacrificio»?
—Créame, no tengo ni la menor idea.
—No importa —Brooke se encogió de hombros y bebió un trago de Perrier—. A Claire se le ha metido en la cabeza que al ver a ese tipo en acción se me ocurrirá alguna idea —pasó la punta de un dedo por un jarrón de color naranja brillante—. Lo que de verdad necesito es comer.
—Puedes comprarte un perrito caliente y una cerveza en el estadio —anunció Claire desde la puerta.
Brooke levantó la mirada y soltó una carcajada. Claire iba impecablemente vestida con pantalones de lino de color beis, blusa estampada y mocasines de piel de cocodrilo.
—Vas a un partido de béisbol —le recordó Brooke—, no a un museo. Y odio la cerveza.
—Es una lástima —Claire abrió su bolso de cocodrilo y revisó su contenido antes de volver a cerrarlo—. Vamonos, entonces. Conviene que no nos perdamos nada. Buenas noches, Billings.
Brooke apuró el resto del agua con gas, se levantó de un salto y corrió tras ella.
—Podríamos parar a comer algo por el camino —sugirió—. No es que vayamos a perdernos el primer acto de una ópera, y he tenido que saltarme la comida —probó con su mirada de huérfana desamparada—. Ya sabes que me pongo de muy mal humor si no como.
—Vamos a tener que empezar a ponerte delante de la cámara, Brooke. Cada día actúas mejor —miró el Datsun con el ceño ligeramente fruncido antes de meterse dentro. Sabía que la obsesión de Brooke por comer regularmente se remontaba a su flaca adolescencia—. Dos perritos calientes —dijo mientras se abrochaba el cinturón de seguridad—. Se tardan cuarenta y cinco minutos en llegar al estadio —se atusó el pelo moreno y lacado—. Lo que significa que tenemos que estar allí dentro de veinticinco.
Brooke masculló un exabrupto y puso el coche en marcha. Menos de treinta minutos después iba a la caza y captura de un aparcamiento frente al estadio de los Kings.
—...y el niño lo hizo a la perfección en la primera toma —prosiguió alegremente mientras esquivaba coches con el tesón de un torero—. Los dos actores adultos lo liaron todo y la mesa se derrumbó, así que tuvimos que hacer catorce tomas, pero el crío lo bordó cada vez —lanzó un grito de guerra al ver un espacio vacío, se metió en él adelantándose por poco a otro coche y paró el motor con una brusca sacudida—. Quiero que eches un vistazo a la película antes de editarla.
—¿Por qué? —Claire salió por la puerta con cierta dificultad, embutiéndose entre el Datsun y el coche aparcado a unos centímetros de distancia.
—Estás haciendo el casting de ese telefilm, Familia en declive —Brooke cerró la puerta y se inclinó sobre el capó—. No creo que tengas que buscar a nadie para el papel de Buddy. Ese crío es buenísimo.
—Le echaré un vistazo.
Siguieron a la multitud que pululaba en torno al estadio. Olía a asfalto recalentado, a aire denso y a humanidad húmeda: Los Angeles en agosto. Allá arriba, el cielo se iba oscureciendo y los focos del estadio proyectaban hacia lo alto un resplandor blanco y brumoso. Al entrar pasaron junto a los puestos que vendían banderines, carteles y programas. Brooke notó el olor de las palomitas y la carne asada, el tufo de la cerveza. Su estómago respondió como cabía esperar.
—¿Sabes a donde vas? —preguntó.
—Yo siempre sé a donde voy —contestó Claire, y tomó un pasillo que bajaba.
Salieron al estadio iluminado como si fuera pleno día y atestado de gente. Por encima de la música enlatada (un rock suave) se oía el zumbido constante de miles de voces. Los vendedores ambulantes llevaban bandejas de comida y bebida apoyadas al hombro. Reinaba la expectación. Brooke sentía llegar su electricidad en oleadas. Su apatía se disolvió al instante, reemplazada por una ávida curiosidad. La gente era su obsesión, y allí había miles de personas apretadas en torno a un círculo, alrededor de un campo de hierba verde y tierra marrón.
Dentro de ella empezó a agitarse algo que ya no era hambre.
—Míralos, Claire —murmuró—. ¿Siempre es así? Qué cosa tan extraña.
—Esta temporada, los Kings están en racha. Encabezan su división por tres partidos, tienen dos lanzadores excepcionales y un tercer base que batea todo lo que se le pone por delante —miró a Brooke levantando una ceja—. Te dije que hicieras los deberes.
—Mmm-hmm —pero Brooke estaba concentrada en la gente. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿De dónde venían? ¿Adónde iban cuando acababa el partido?
Había dos hombres mayores que, sentados en el borde de sus asientos, con las manos entre las rodillas, discutían sobre el partido que estaba por empezar. «¡Ay, quién tuviera una cámara!», pensó Brooke al ver que dos niños de cinco años con gorras de los Kings miraban embobados a aquellos artríticos forofos. Siguió lentamente a Claire por las escaleras, dejando que sus ojos lo registraran todo. Le gustaba el tamaño del campo, su ruido, el olor a cuerpos húmedos y apretados, el color. La gente agitaba los banderines blanquiazules de los Kings, los niños se metían algodón de azúcar rosa en la boca. Un adolescente hacía aspavientos delante de una rubita muy guapa que se hacía la desinteresada.
Brooke se detuvo de pronto y posó la mano en el hombro de Claire.
—¿Ése no es Brighton Boyd?
Claire miró a la izquierda y vio al oscarizado actor comiendo cacahuetes que extraía de una bolsita de papel blanco.
—Sí. A ver, éste es nuestro palco —entró y antes de sentarse saludó al actor levantando cordialmente la mano—. Aquí estaremos muy bien —comentó inclinando la cabeza, satisfecha—. Estamos bastante cerca de la tercera base.
Brooke se dejó caer en su asiento. Seguía mirándolo todo al mismo tiempo. En el Coliseo de Roma, pensó, debía de haber el mismo ambiente antes de que salieran los gladiadores. Si tuviera que hacer un anuncio de béisbol, no lo haría sobre el juego, sino sobre la multitud. Una panorámica con el sonido bajo. Ir aumentando el volumen al tiempo que se cerrara el plano. Y luego ¡zas! Pleno volumen, efecto total. Trillado o no, era cien por cien americano.
—Aquí tienes, querida —Claire interrumpió sus cavilaciones para darle un perrito caliente—. Invito yo.
—Gracias —tras dar un buen mordisco, Brooke prosiguió con la boca llena—: ¿Quién hace la publicidad del equipo, Claire?
—Tú concéntrate en la tercera base —le aconsejó Claire antes de beber un sorbo de cerveza.
—Sí, pero...
El gentío rugió cuando el equipo local saltó al campo. Brooke vio a los jugadores ocupar sus posiciones, vestidos de blanco deslumbrante, con gorra azul marino y medias de béisbol. No estaban ridículos, se dijo mientras los aficionados seguían vitoreándolos. Parecían héroes, más bien. Se concentró en el de la tercera base.
Parks estaba de espaldas a ella. Sus pies habían levantado un poco de polvo alrededor de la base. Brooke no se esforzó en verle la cara. De momento, no lo necesitaba: le bastaba con ver su envergadura. Uno ochenta y cinco, calculó, un poco sorprendida por su altura. No pesaba más de setenta y cinco kilos, pero no era flaco. Brooke apoyó los codos en la barandilla y la barbilla en las manos.
«Es larguirucho», se dijo. «Lucirá bien la ropa». Parks se agachó a recoger una bola baja y la devolvió en corto. Los pensamientos de Brooke se dispersaron un instante. Algo se coló en su mirada profesional, y se apresuró a hacerlo a un lado. Su forma de moverse, pensó. ¿Era felina? No. Sacudió la cabeza. No. Era todo un hombre.
Esperó, conteniendo el aliento sin darse cuenta mientras él recogía otra bola bala. Se movía con soltura, sin esfuerzo aparente, pero Brooke advertía en él un tenso dominio de sí mismo al adelantar el pie, al inclinarse, al pivotar. Era un movimiento fluido: pies, piernas, caderas, brazo. Un bailarín exhibía aquella misma perfección espontánea tras ensayar un número durante años. Mientras lograra que se moviera, se dijo Brooke, daría lo mismo que fuera incapaz de decir su propio nombre delante de una cámara.
Había una sexualidad inesperada en cada uno de sus gestos. Se percibía incluso cuando se quedaba quieto, esperando a que le lanzaran otra bola de entrenamiento. Quizá funcionara después de todo, pensó Brooke mientras recorría su cuerpo con la mirada, acariciando los rizos rubios que rodeaban los laterales y la parte de atrás de su gorra. Tal vez...
Entonces él se volvió. Brooke le vio la cara de lleno. Era larga y enjuta, como su cuerpo, y recordaba un poco a los gladiadores en los que había estado pensando poco antes. Estaba concentrado y su boca carnosa y apasionada no sonreía. Sus ojos, casi del mismo tono que la gorra que les daban sombra, tenían una expresión pensativa. Parecía feroz, casi hostil: decididamente peligroso. Fuera lo que fuese lo que esperaba Brooke, no era aquel rostro duro e implacablemente sensual, ni el efecto que surtió sobre ella.
Alguien lo llamó desde las gradas. Él sonrió, transformándose de pronto en un hombre cordial y accesible, con una aureola de encanto natural. Los músculos de Brooke se relajaron.
—¿Qué te parece?
Un poco aturdida, Brooke se recostó en el asiento y masticó distraídamente su perrito caliente.
—Podría funcionar —murmuró—. Se mueve bien.
—Por lo que me han dicho —dijo Claire con sorna—, no has visto nada aún.
Como siempre, Claire tenía razón. En la primera vuelta, al borde del último out, Parks recogió una bola lanzándose de cabeza a la línea de la tercera base. Bateó el cuarto, lanzando al campo izquierdo una larga sencilla que convirtió en doble. Jugaba, pensó Brooke, con el entusiasmo de un niño y con la diabólica determinación de un veterano. No hacía falta conocer nada del juego para saber que aquella combinación era imparable.
Era un placer verle en movimiento. Relajada ya tras disiparse la impresión inicial, Brooke comenzó a sopesar las posibilidades. Si tenía tan buena voz como cuerpo..., se dijo. Pero eso aún estaba por ver. Tras comerse otro perrito, volvió a apoyarse en la barandilla. Los Kings ganaban por dos a uno en la quinta entrada. El gentío estaba fuera de sí. Brooke decidió usar algunas tomas de Parks en acción a cámara lenta.
En el campo hacía calor y el aire estaba inmóvil. Una brisa espasmódica agitaba la bandera y refrescaba a los espectadores de lo alto de las gradas, pero allá abajo, bajo los focos, el aire era denso. Parado en la hierba del cuadro interior, Parks sentía cómo el sudor le corría por la espalda. Hernández, el lanzador, iba rezagado respecto al bateador. Parks sabía que Rathers pegaba hacia la izquierda y era un buen anotador. Ocupó su posición y esperó. Vio el tiro (una bola rápida, a la altura de la cintura), oyó el crujido del bate. En esa décima de segundo, tuvo dos opciones: atrapar la pelota que volaba hacia él o acabar con un agujero en el pecho. La atrapó y sintió vibrar su energía en todo su cuerpo antes de oír los gritos de la multitud.
Una parada rutinaria, diría la mayoría. Pero a Parks le sorprendió que la bola no lo sacara del estadio.
—¿Te queda algo de cuero en el guante? —le preguntó el parador en corto mientras volvían al banquillo. Parks le lanzó una sonrisa antes de dejar que su mirada vagara por las gradas. Sus ojos se toparon con los de Brooke y ambos se sobresaltaron.
Parks aminoró un poco el paso. Una cara así no se veía todos los días, se dijo. Parecía casi una aristócrata del siglo XVIII, con su cabellera salvaje y su cutis de rosa inglesa. Parks sintió una tensión inmediata en el estómago. Aquella cara emanaba sexualidad fresca y prohibida. Pero los ojos... No dejó de mirarlos mientras se acercaba al foso del banquillo. Eran grises, muy claros, y directos como una flecha. Ella lo miraba sin pestañear ni sonrojarse; sin sonreír, como hacían las aficionadas si eran atrevidas, ni apartar la mirada, como hacían cuando eran tímidas. Sencillamente lo miraba, pensó Parks, como si estuviera diseccionándolo. Sintiendo al mismo tiempo una punzada de irritación y otra de curiosidad, entró en el foso.
Pensó en ella mientras estaba sentado en el banquillo. Allí, la atmósfera era tensa y silenciosa. Cada partido era importante si querían conservar el liderato y ganar el banderín de la división. Parks sufría la presión añadida de tener la oportunidad de marcar un promedio de cuatrocientos bateos esa temporada. Intentaba no pensar en ello, pero la prensa se lo recordaba constantemente. Vio salir al bateador principal y pensó en la pelirroja del palco de detrás de la tercera base.
¿Por qué lo había mirado así? Como si se preguntara qué aspecto tendría en una vitrina para trofeos. Mascullando una maldición, se levantó y se puso el casco de batear. Más valía que se olvidara del bombón de las gradas y se concentrara en el juego. Hernández estaba perdiendo comba, y los Kings necesitaban algunas carreras de refuerzo.
El segundo bateador lanzó una bola a la izquierda, muy baja, y marcó. Parks se puso en guardia. Estiró los brazos por encima de la cabeza, una mano en la empuñadura y la otra en el fuste. Se sentía listo y relajado. Sus ojos se vieron irresistiblemente atraídos hacia su izquierda. Desde aquella distancia no veía claramente a Brooke, pero sentía sus ojos clavados en él. Volvió a sentir fastidio. Cuando el bateador salió corriendo, se acercó al área.
¿Qué le pasaba a aquella mujer?, se preguntó mientras movía el bate para probar su pegada. Habría sido más sencillo si hubiera podido catalogarla como a la típica forofa del béisbol, pero aquella cara no tenía nada de típico. Ni lo tenían aquellos ojos. Plantó los pies, se inclinó y esperó el lanzamiento. Fue alto y dulce. Parks lo atajó antes de que la bola cayera.
Salió tranquilamente del área y se ajustó el casco antes de volver a ponerse en posición de batear. La bola siguiente erró la esquina e igualó el marcador. La paciencia era el núcleo duro del talento de Parks. Incluso estando bajo presión sabía esperar el tiro adecuado. Así que esperó, golpeó otra bola y la lanzó hacia el cuadro interior. La muchedumbre gritaba, le suplicaba un tanto sencillo, pero él seguía concentrado en el lanzador.
La bola le llegó a ciento cincuenta kilómetros por hora, pero Parks había intuido su trayectoria. Aquél era el tiro que esperaba. Golpeó la bola con la parte más gruesa del bate. Supo que la había lanzado en cuanto oyó el crujido de la madera. Y también lo supo el lanzador, que vio cómo su tiro salía volando del campo.
Parks recorrió las bases al trote mientras rugía el gentío.
Agradeció la palmada del entrenador de primera base con una rápida sonrisa. Nunca había perdido la alegría infantil que le causaba lanzar un tiro largo. Al doblar la segunda base, miró automáticamente a Brooke. Estaba sentada, con la barbilla apoyada en la barandilla, mientras la gente saltaba y gritaba a su alrededor. Sus ojos tenían aquella misma intensidad serena y callada: no había en ellos placer, ni brillo de euforia. Irritado, Parks intentó obligarla a apartar la mirada al doblar la tercera base. Pero ella siguió mirándolo fijamente mientras volvía a su base de salida. Cruzó el área vitoreado por el jugador que ocupaba la base y enfurecido por una desconocida.
—¿No es maravilloso? —Claire sonrió a Brooke—. Es su carrera número treinta y seis esta temporada. Un joven con muchísimo talento —hizo una seña a un vendedor ambulante para que le llevara otra bebida—. Te estaba mirando.
—Mmm-hmm —Brooke no quería admitir que se le había disparado el pulso al encontrarse con la mirada de Parks. Conocía a los hombres como él: guapos, con éxito y sin corazón. Los veía todos los días—. Quedará bien en cámara.
Claire se rió con el cómodo regocijo de una mujer próxima a los cincuenta.
—Quedaría bien en cualquier parte.
Brooke contestó encogiéndose de hombros mientras comenzaba la séptima entrada del partido. No prestaba atención al marcador, ni a los demás jugadores; sólo miraba fijamente a Parks con los pies cruzados, los brazos sobre la barandilla, la barbilla apoyada en las manos. Aquel hombre tenía algo, se dijo; algo aparte de su atractivo evidente, de su sexualidad elemental. Era la desenvoltura de movimientos que recubría su disciplina. Eso era lo que ella quería plasmar. Aquella mezcla no sólo vendería la ropa de la firma de Marco: se convertiría en su seña de identidad. Lo único que tenía que hacer era llevar de la mano a Parks Jones.
Le haría mover un bate vestido con ropa de sport sofisticada e impecable. Y tal vez montar a caballo por la playa con vaqueros de Marco. Planos atléticos: para eso estaba hecho. Y si conseguía extraer de él algún destello de humor, algo con mujeres. No quería las miradas de adoración o las expresiones insinuantes habituales, sino algo más imaginativo y divertido. Siempre y cuando a los guionistas se les ocurriera algo y Jones se dejara dirigir. Brooke, sin embargo, se negó a pensar en los posibles condicionantes y se dijo que conseguiría que todo saliera bien. En menos de un año, todas las mujeres desearían a Parks Jones y todos los hombres lo envidiarían.
La pelota subió hasta muy alto y se salió del campo. Parks fue tras ella. Llegó corriendo hasta los asientos antes de que la bola cayera entre la gente, cuatro filas más allá. Brooke se descubrió cara a cara con él, tan cerca que sintió el olor levemente almizcleño de su sudor y lo vio correr por un lado de su cara. Sus ojos volvieron a encontrarse, pero ella no se movió, en parte porque aquello le interesaba y en parte porque estaba paralizada. Lo único que mostraban sus ojos era una suave curiosidad. A su espalda se oían gritos de júbilo: alguien había encontrado la pelota.
Rabioso, Parks la miró con dureza.
—¿Tu nombre? —preguntó en voz baja.
Volvía a tener aquella expresión fiera y peligrosa. Brooke contestó con premeditada calma:
—Brooke.
—Entero, maldita sea —masculló él. Andaba falto de tiempo y estaba furioso consigo mismo. Vio que ella levantaba una de sus finas cejas y sintió el impulso de sacarla a rastras de las gradas.
—Gordon —le dijo Brooke suavemente—. ¿Ha acabado el juego?
Parks entornó los ojos antes de alejarse. Brooke le oyó decir en voz baja:
—Acaba de empezar.