Capítulo 5
Pasaron tres días antes de que Brooke volviera a tener noticias suyas. Era consciente de que los últimos cuatro partidos de la temporada se jugaban fuera de la ciudad. Sabía también, por el vistazo que (según ella con total desinterés) echaba a la sección de deportes, que Parks se había anotado tres carreras más en los dos primeros partidos. Entre tanto, iba repasando el guión gráfico del primer bloque de anuncios.
La habían informado de que el primer anuncio de treinta segundos se grabaría antes de las eliminatorias de la liga, para capitalizar la atención que los medios dedicaban a Parks durante la competición. Brooke disponía, por tanto, de poco tiempo para prepararse, y tenía ya la agenda repleta de grabaciones en estudio y exteriores, labores de edición y reuniones de preproducción. Pero para ella los desafíos eran tan vitales como la comida.
Encerrada en su despacho, con media hora libre por delante antes de tener que irse al estudio, revisó el guión definitivo del primer anuncio para la firma de Marco. Era dinámico y ágil, se dijo, asintiendo. El diálogo era mínimo y el planteamiento sencillo y eficaz: Parks en el terreno de juego, manejando el bate vestido con elegante ropa de sport, y a continuación un lento fundido que daba paso a la siguiente escena, en la que se lo veía vestido con el mismo traje, saliendo de un Rolls con una esbelta morena colgada del brazo.
—Ropa para cualquier momento... para cualquier lugar —masculló Brooke. La sincronía se había comprobado una y otra vez. El sonido ya se estaba grabando, excepto la frase que decía Parks. Lo único que tenía que hacer ella era llevar a Parks de la mano. La efectividad del anuncio dependía de la pericia de ella y del encanto de él. Lo cual era justo, se dijo, y echó mano de su media taza de café frío al tiempo que alguien llamaba a la puerta—. ¿Sí? —volvió a abrir el guión por la primera página para repasar los encuadres.
—Ha llegado esto para ti, Brooke —la recepcionista dejó una caja blanca y alargada sobre su escritorio repleto de cosas—. Jenkins me ha encargado que te diga que lo de Lardner ya está editado. A lo mejor quieres echarle un vistazo.
—Está bien, gracias —Brooke miró la caja de flores con el ceño fruncido, por encima del borde del guión.
De vez en cuando recibía una llamada o una carta de agradecimiento, cuando algún cliente estaba especialmente satisfecho con un anuncio. Pero nunca recibía flores. Bueno, sí, de aquel actor del anuncio de coches, el año anterior, recordó. El que iba por su tercer matrimonio. Aquel tipo le había mandado montones de rosas rojas durante semanas, lo cual le había hecho gracia y al mismo tiempo la había exasperado. Pero hacía ya seis meses que le había convencido de que estaba perdiendo su tiempo y su dinero.
Sería una broma de E.J., se dijo. Seguramente encontraría dentro una docena de ancas de rana. Pero, como no quería amargarle la diversión a nadie, quitó la cinta y levantó la tapa.
Dentro había montones de hibiscos. La caja estaba casi repleta de pétalos blancos y rosas, tersos y fragantes. Tras sofocar una exclamación de sorpresa, Brooke hundió las manos en ellos, cautivada por su textura y su olor puramente femeninos. El despacho olía de pronto como una isla tropical, romántica, exótica y embriagadora. Con un ronroneo de placer, se llenó las manos de flores y se las llevó a la cara para aspirar su olor. En contraste con su denso olor, los pétalos parecían extraordinariamente frágiles. Una tarjetita blanca cayó sobre su mesa.
Brooke dejó que las flores volvieran a caer dentro de la caja, tomó el sobre y lo rasgó.
Pensé en tu piel.
No había nada más, pero Brooke supo de quién era. Se estremeció, y luego se reprendió por comportarse como una adolescente enamorada. Pero leyó la frase tres veces. Nunca nadie la había impresionado tanto con tanta sencillez. Aunque Parks estaba a miles de kilómetros, Brooke sintió sus dedos largos y fuertes deslizarse por su mejilla. La oleada de calor, el destello de deseo que experimentó la convencieron de que no iba a escapar de él. En realidad, nunca había querido hacerlo. Sin darse tiempo para dudar o sentir miedo, levantó el teléfono.
—Ponme con Parks Jones —dijo rápidamente—. Prueba con Lee Dutton, él tendrá el número —colgó antes de que pudiera cambiar de idea y volvió a hundir las manos entre las flores.
¿Cómo sabía Parks qué teclas tocar?, se preguntaba. Y entonces descubrió que de momento no le importaba. Le bastaba con sentirse seducida... y con estilo. Tomó una flor y se la pasó por la mejilla. La notó tersa y húmeda sobre la piel, como el primer beso de Parks.
El ruido del teléfono la sacó de su ensoñación.
—¿Sí?
—Parks Jones por la línea dos. Dentro de diez minutos te esperan en el estudio.
—Está bien. Búscame un jarrón con un poco de agua, ¿quieres? —volvió a mirar la caja—. Que sean dos jarrones —con la flor todavía en la mano, pulsó la tecla de la línea dos—. ¿Parks?
—Sí. Hola, Brooke.
—Gracias.
—De nada.
Ella vaciló; luego dijo lo primero que había pensado.
—Me siento como una adolescente a la que han regalado flores por primera vez.
Parks se dejó caer de espaldas en la cama, riendo.
—Me gustaría verte con una de esas flores en el pelo.
Ella se acercó una a la oreja, indecisa. «Qué poco profesional», pensó con un suspiro, y se contentó con olerla.
—Tengo que estar en el estudio dentro de unos minutos. No creo que los focos les vayan bien.
—Tienes tu lado práctico, ¿eh, Brooke? —Parks flexionó el hombro, ligeramente dolorido, y cerró los ojos.
—Es necesario —masculló, pero no dejó la flor en la caja—. ¿Cómo estás? No sabía si iba a encontrarte.
—Volví hace media hora. Nos ganaron cinco a dos. Yo no anoté.
—Vaya —frunció el ceño. No sabía muy bien qué decir—. Lo siento.
—Parecía que me había quedado sin ritmo. Pero se me pasará —antes de las eliminatorias, añadió para sus adentros—. He estado pensando en ti, quizá demasiado.
Brooke sintió una extraña punzada de placer difícil de ignorar.
—No quisiera que por mi culpa cayeras en una depresión. Sobre todo teniendo en cuenta que sé cómo ponerle remedio —la risa de Parks sonó débil y fatigada—. ¿Estás cansado?
—Un poco. Estos últimos partidos tendrían que haber sido de rutina. Pero el de anoche tuvo once entradas.
—Lo sé —podría haberse mordido la lengua—. Vi los titulares de las noticias —dijo rápidamente—. Bueno, te dejo que duermas. Sólo quería darte las gracias.
Él esbozó una sonrisa, pero no se molestó en abrir los ojos. Con ellos cerrados, no le costaba imaginarse su cara.
—¿Te veré cuando vuelva?
—Claro. El viernes grabamos el primer segmento, así que...
—Brooke —la interrumpió él con firmeza—. ¿Te veré cuando vuelva?
Ella titubeó. Luego miró el montón de hibiscos rosas y blancos que había encima de su mesa.
—Sí —se oyó decir. Y acercándose una flor a la mejilla, suspiró—. Creo que voy a cometer un gran error.
—Bien. Nos vemos el viernes.
Brooke siempre había creído que, para ser un buen realizador, había que ser preciso sin ser demasiado técnico, enérgico sin perder la empatia con los demás, y dividirse en pedacitos para estar en todas partes al mismo tiempo. Ella había desarrollado tempranamente aquel talento (en el trabajo), a pesar de carecer de la formación reglada de la mayoría de sus compañeros de oficio. Quizá porque había trabajado en muchos otros aspectos relacionados con el rodaje de películas (desde la sincronía al guión, pasando por la iluminación y las mezclas de sonido) era ferozmente puntillosa. Nada escapaba a su vista. Sabía que los actores eran a menudo inseguros o trabajaban demasiado, y tal vez por ello nunca había dejado de comprenderlos, ni siquiera cuando se ponía furiosa porque eran incapaces de decir bien una frase. Y su experiencia de juventud sirviendo mesas la había enseñado a moverse con tal rapidez que a veces parecía estar en dos lugares al mismo tiempo.
En un plato o en un estudio se sentía completamente dueña de la situación. Normalmente, nadie ponía en cuestión su autoridad, porque ésta surgía de manera espontánea. Ella nunca pensaba en tomar el mando, ni sentía la necesidad de recordárselo a otros. Sencillamente, era quien mandaba.
Con una copia del guión en una mano, supervisó los últimos ajustes de luces y reflectores. Enseguida había notado que el terreno de juego parecía completamente distinto desde una de las bases que desde las gradas. Era como estar en una isla resguardada entre las altas montañas de los asientos, con un elevado muro verde a la espalda. Desde aquella perspectiva, la distancia entre la base y la valla parecía aún más formidable. Brooke se preguntó cuántos hombres con un bate en la mano serían capaces de lanzar una bola por encima de aquel último obstáculo.
Sintió el olor de la hierba recién cortada, el aroma acre de la tierra secada por el sol y una ráfaga de la fuerte colonia de hombre que usaba E.J.
—Dame luz —ordenó al director de iluminación mientras miraba las gruesas nubes que cubrían el cielo—. Quiero una tarde soleada.
—Eso está hecho.
Los focos brillaron. Brooke se colocó detrás de la cámara uno para ver cómo caían las sombras sobre la base.
Parks se quedó un momento a la entrada del túnel de vestuarios, observándola. Aquélla mujer era distinta a la que había cenado con él en un bar mexicano. Incluso era distinta a la que él había abrazado en la fiesta de los de Marco. Su cabello, recogido en una larga trenza, no se parecía a la melena de gitana que estaba acostumbrado a ver. Llevaba vaqueros descoloridos, una sencilla camiseta del color de los huevos revueltos, zapatillas de tenis polvorientas y relucientes zafiros en las orejas.
Pero no era su atuendo, ni su peinado, lo que denotaba la diferencia. Era su aplomo. Parks lo había percibido en otras ocasiones, pero siempre de manera soterrada. Ahora, Brooke parecía cargada de confianza en sí misma, gesticulaba y daba órdenes mientras hombres y mujeres se esforzaban por darle exactamente lo que pedía. Nadie la contradecía. Y saltaba a la vista que ella no lo habría permitido, se dijo Parks. Haciendo una mueca, se tiró de la manga de la fina camisa de seda que llevaba. ¿Quién demonios jugaría al béisbol con aquella ropa?, se preguntó, mirando sus pantalones de color crema, en los que no se veía ni una sola arruga. Pero era Brooke quien marcaba las normas en aquel juego, se dijo, y salió a la luz de los focos.
—Bigelow, asegura estos cables antes de que alguien se rompa una pierna. Libby, a ver si encuentras un poco de agua con hielo, vamos a necesitarla. Está bien, ¿dónde está...? —en ese momento se volvió y vio a Parks—. Ah, estás ahí —si se alegraba de verlo, lo disimulaba muy bien, pensó Parks con sorna mientras ella se volvía para gritar una orden a su ayudante—. Quiero que te coloques en la base para que comprobemos las luces y los encuadres.
Parks obedeció sin decir palabra. «Más vale que te vayas acostumbrando», se dijo. «Vas a pasarte dos años llevando la ropa de otro». Se metió las manos en los bolsillos, maldijo a Lee de pasada y se situó en la caja de bateo. Alguien le acercó un fotómetro a la cara.
—¿Vais a barrer a los Valiants en las semifinales? —preguntó el técnico.
—Ése es el plan —contestó Parks tranquilamente.
—He apostado cincuenta pavos a vuestro favor.
Esta vez, Parks sonrió.
—Intentaré recordarlo.
—Detrick —Brooke movió la cabeza, ordenando al técnico que se apartara mientras se acercaba a Parks—. Bueno, ésta es la parte fácil —comenzó a decir—. No hay diálogo, y vas a hacer lo que mejor se te da.
—¿Que es...?
Brooke levantó una ceja al oír aquella pregunta cargada de intención, pero añadió suavemente:
—Manejar el bate. El entrenador de lanzadores ha aceptado lanzarte unas cuantas pelotas, así que estarás cómodo.
—¿Alguna vez has estado en la caja sin casco? —replicó él.
—No te iría con el traje —contestó ella. Lo miró lentamente, con deliberación: sus ojos subieron, luego bajaron y volvieron a subir—. Y te queda muy bien.
—A mí también me gusta el tuyo —su sonrisa fue rápida y peligrosa—. Me va a encantar desatarte el pelo.
—¡Maquillaje! —gritó ella de repente—. Ponle unos polvos, va a tener brillos.
—Espera un momento —comenzó a decir Parks, sujetando hábilmente la muñeca de la maquilladora.
—En cámara no se suda —dijo Brooke tranquilamente, complacida con su reacción—. Lo único que quiero que hagas es lo que sueles hacer cuando vas de uniforme. Ponte en la postura de costumbre —continuó—. Prueba a mover el bate un par de veces. Y después de golpear la bola, quiero una de esas sonrisas y que tires el bate a un lado.
—¿Qué sonrisas? —Parks soltó de mala gana la muñeca de la maquilladora y soportó que le pusiera los polvos.
Con un brillo de regocijo en los ojos, Brooke le lanzó una sonrisa singularmente dulce.
—Una de esas sonrisas de ligón de playa. Rápida, con muchos dientes y arrugas en las comisuras de los ojos.
Él los entornó peligrosamente.
—Me las vas a pagar por esto.
—Procura no pasarte con los strikes —continuó ella sin inmutarse—. Cada strike es una toma. No hace falta que saques la bola del estadio, sólo que lo parezca. ¿Entendido?
—Sí, entendido —irritado, saludó con la cabeza al entrenador de lanzamientos cuando pasó a su lado.
—Estás guapísimo, Jones.
—Intenta apuntar a la base —replicó Parks—. ¿Puedo usar un bate? —le preguntó a Brooke con aspereza—. ¿O sólo tengo que fingir que lo tengo?
A modo de respuesta, Brooke se dio la vuelta y le gritó algo a su ayudante.
—Vamos a concentrarnos en el bate, E.J.. ¿Estás listo? Limítate a filmar. No hagas barridos, ni enfoques, ni tomes primeros planos. Recuerda que lo que tenemos que vender es la ropa.
—Esto es aluminio.
Brooke se volvió hacia Parks, distraída.
—¿Qué?
—Este bate es de aluminio.
Cuando se lo tendió, Brooke lo agarró automáticamente.
—Sí, eso parece —volvió a dárselo, pero Parks sacudió la cabeza.
—Yo uso bate de madera. Un A 277.
Ella hizo amago de replicar, pero se detuvo. Si a algo estaba acostumbrada, era a los caprichos.
—Traedle al señor Jones el bate que prefiera —le dijo a su ayudante, lanzándole el de aluminio—. ¿Algo más?
Él la miró fijamente un momento.
—¿Es que todos saltan cuando tú lo dices?
—Pues sí. Recuérdalo durante las próximas dos horas y no tendremos problemas.
La mirada de Parks se afiló.
—Mientras la cámara esté grabando —contestó en voz tan baja que sólo ella lo oyó.
Ella se dio la vuelta y se situó tras la cámara. E.J. retrocedió automáticamente para que pudiera comprobar el encuadre. Con el ceño fruncido, Brooke miró a Parks a través de la lente mientras su ayudante le daba otro bate.
—Está bien, Parks, ¿puedes ponerte en posición? —arrugó aún más el ceño cuando él se inclinó ligeramente, con los pies separados, las rodillas flexionadas y los hombros alineados. Luego su ceño se disipó—. Bien —dijo, y se apartó para que E.J. ocupara su lugar.
—Diez pavos a que la lanza al centro izquierda.
Brooke aceptó la apuesta con una breve inclinación de cabeza.
—Parks, cuando diga «acción», quiero que vuelvas a ponerte en posición y que hagas unos ensayos con el bate. Mantén la mirada fija en el lanzador. No mires a cámara. Olvídate de que estamos aquí —con la primera sonrisa que Parks había visto esa mañana, Brooke se volvió hacia el entrenador—. ¿Está preparado, señor Friedman?
—Sí, cariño. Intentaré no rebasarte, Jones.
Parks soltó una risa.
—A ver si llega a la base —se señaló la cabeza descubierta—. Y no la tires muy alta.
Brooke lanzó una última mirada a su alrededor para asegurarse de que todos estaban en sus puestos.
—Vamos a hacer una toma para controlar el tiempo. ¿Listos? —levantó la mano, esperando que se hiciera un silencio absoluto—. Acción.
Vio que Parks agachaba y movía dos veces el bate. La seda azul oscura de su camisa reflejaba la luz, realzando el movimiento de sus músculos. Con las manos en las caderas, Brooke contó los segundos y esperó. Parks cambió de postura cuando la pelota se dirigió hacia él, tensó los músculos al mover el bate. La pelota se estrelló en la valla almohadillada, detrás de él.
Brooke controló a duras penas el impulso de ponerse a maldecir.
—Corten —se acercó a él, intentando refrenar su enfado—. ¿Hay algún problema, Parks?
—El lanzamiento iba fuera.
—¡Y un cuerno! —gritó Friedman desde su posición—. Ha dado en la esquina.
El equipo se dividió inmediatamente, tomando partido por uno o por otro. Brooke prefirió ignorarlos y fijó su atención en Parks.
—No estamos al final de la novena entrada. Se supone que sólo tienes que dar a la bola. Habrás notado —prosiguió, señalando tras ella—, que no hay centrales, ni público, ni prensa.
Parks apoyó el bate en el suelo y se inclinó sobre él.
—¿Quieres que batee un mal lanzamiento?
Brooke miró fijamente sus ojos azules y divertidos.
—La calidad del lanzamiento es irrelevante —replicó mientras la discusión seguía a su espalda—. Limítate a golpear la bola.
Él se encogió de hombros y volvió a levantar el bate.
—Tú mandas... de momento.
Brooke le sostuvo la mirada un instante con aire desafiante antes de volverse hacia su equipo.
—Toma dos —anunció, zanjando el debate.
Esta vez Parks no ensayó el bateo: lanzó la pelota a la línea de falta de la tercera base. Sin mirar a E.J., Brooke le tendió la mano.
—Tiempo —dijo mientras E.J. le ponía un billete de diez dólares en la mano.
Parks se fijó en una morena bajita provista de un cronómetro y un portafolios.
—Doce segundos y medio, Brooke.
—Bien. Bueno, vamos allá.
—Ésta se irá por encima de la valla —auguró E.J. en voz baja—. ¿Nos apostamos diez pavos?
—¡Toma tres! —gritó ella, asintiendo con la cabeza—. ¡Acción! —una sonrisa satisfecha asomó a sus labios mientras observaba a Parks. O se estaba ambientando, o su espíritu competitivo se había apoderado de él. En todo caso, a ella le valía. Su expresión cuando se agachó era exactamente la que ella quería: aquella intensidad fija que rayaba la fiereza. Era una pena que no pudiera trabajar con planos cortos, se dijo, y olvidó aquella idea cuando Parks sacudió el bate.
Potencia. Aquella palabra la recorrió como una oleada cuando él golpeó la bola. Vio que la camisa se tensaba sobre sus hombros, notó que los músculos de sus piernas se flexionaban bajo la tela suave y cara. No le hizo falta seguir la trayectoria de la bola para saber adonde había ido. Se dio cuenta de que la sonrisa de Parks no tenía nada que ver con sus instrucciones. Era una sonrisa de puro placer. Siguió filmando mientras él seguía la bola con los ojos fuera del estadio. Sin dejar de sonreír, Parks se volvió hacia ella y se encogió de hombros con aire de disculpa.
Brooke debería haberse enfadado porque mirara a cámara, pero su expresión, su actitud, eran perfectas. Mientras se metía la mano en el bolsillo para sacar los diez dólares de E.J., decidió guardar la toma.
—Corten.
Se oyeron aplausos espontáneos, junto con algunos silbidos.
—Buen lanzamiento, Friedman —comentó Parks.
El entrenador lanzó otra bola al aire.
—Quiero hacerte quedar bien, Jones. Los lanzadores de los Valiants no serán tan amables.
Brooke se pasó la muñeca por la frente húmeda.
—Me gustaría grabar un par de tomas más, si es posible. ¿Cuánto ha durado ésta?
—Catorce segundos.
—Está bien. La luz está cambiando, comprobad los marcadores. Señor Friedman, me gustaría grabar un par de lanzamientos más.
—Lo que usted diga, preciosa.
—Parks, necesito que batees como hace un momento. Da igual donde vaya la bola, tú mira para arriba y hacia fuera. Y no te olvides de sonreír.
Él se apoyó el bate en el hombro.
—Sí, señora —dijo con sorna.
Brooke se dio la vuelta sin hacerle caso.
—¿Y las luces?
El técnico acabó de hacer los ajustes y asintió con la cabeza.
—Listas.
Aunque la tercera toma le pareció casi perfecta, Brooke grabó otras tres. Editado, aquel segmento del anuncio duraría doce segundos y medio. El hecho de que sólo hubiera tardado tres horas en preparar el escenario y grabar demostraba que trabajaba contrarreloj.
—Hemos acabado. Gracias —añadió al aceptar el vaso de agua fría que le dio su ayudante—. Nos vemos delante del restaurante dentro de... —miró su reloj—... dos horas. Fred, asegúrate de que el Rolls y la modelo lleguen a tiempo. E.J., yo llevaré la película a montaje —mientras hablaba, se acercó al puesto del lanzador—. Señor Friedman —con una sonrisa, le tendió la mano—, gracias.
Friedman notó que le daba la mano con firmeza, a pesar de su mirada suave.
—Ha sido un placer —riendo, dejó caer una bola en su guante—. ¿Sabe?, en mis tiempos los jugadores de béisbol anunciaban cuchillas de afeitar o cerveza. Promocionábamos bates y guantes de béisbol —lanzó una mirada a Parks, que estaba firmando una bola para un técnico—. A nosotros ningún diseñador nos habría pedido que anunciáramos su ropa.
Brooke miró a Parks. Él se reía y sacudía la cabeza mientras hablaba con E.J. La ropa le sentaba bien, igual que el bate oscuro que llevaba en la mano.
—No quisiera que él se enterara de que he dicho esto, señor Friedman —comentó Brooke al volverse hacia el entrenador—, pero Parks tiene un don natural para esto.
Friedman soltó una breve carcajada y le dio una palmada en la espalda.
—Por mí no lo sabrá, preciosa. Lo último que necesitan mis lanzadores es que al tercera base se le suban los humos a la cabeza. Una cosa más —añadió antes de que Brooke se alejara—, he visto cómo maneja las cosas —le lanzó una amplia sonrisa que dejaba al descubierto su excelente dentadura postiza—. Sería usted un entrenador estupendo.
—Gracias —satisfecha por el cumplido, Brooke se acercó a Parks—. Lo has hecho muy bien.
Él miró divertido su mano extendida, pero la aceptó.
—¿Para ser un novato? —preguntó.
Ella empezó a apartar la mano, pero Parks la sujetó con firmeza, pasando un dedo por el interior de su muñeca, suavemente. Tuvo la satisfacción de sentir cómo se aceleraba su pulso.
—No esperaba ningún problema. Sólo ibas a hacer de ti mismo —tras ella, los técnicos desmontaban las luces y enrollaban los cables. Oyó a E.J. describir a la mujer con la que estaba saliendo en términos deslumbrantes, aunque exagerados. Haciendo un esfuerzo, Brooke se concentró en el ruido de fondo en lugar de sentir cómo se movía el dedo de Parks por su piel—. La próxima escena será bastante fácil. Esta tarde la ensayaremos in situ. Si tienes alguna pregunta...
—Sólo una —la interrumpió Parks—. Ven aquí un minuto —sin esperar respuesta, la llevó hacia el banquillo, entró en él y cruzó la puerta que conducía a los vestuarios.
—¿Qué ocurre, Parks? —preguntó Brooke—. Tengo que meterme en la sala de edición antes de que volvamos a grabar.
—¿Hemos acabado aquí por ahora?
Con un suspiro impaciente, Brooke señaló el equipo casi recogido.
—Obviamente, sí.
—Bien —Parks la empujó suavemente contra la puerta y se apoderó de su boca.
Fue un beso apasionado, con un deje de violencia. Parks dio por fin rienda suelta a sus frustraciones de las últimas horas. Estaba irritado por desearla; por haber estado alejado de ella durante días; por estar tan cerca y no poder tocarla. Se sentía exasperado por el tratamiento frío y profesional que le había dispensado Brooke mientras él intentaba refrenar su deseo creciente. Y estaba furioso por verse obligado a recibir órdenes de una mujer que dominaba sus pensamientos y negaba su físico.
Pero, más que tranquilizarlo, apretarse contra su cuerpo suave sólo consiguió inquietarlo más aún. Brooke le colmaba: su olor exótico, el sabor maduro de su boca, la piel sedosa de su cara de facciones afiladas... Casi con desesperación, se apretó contra ella. No quería que lo llenara. Encontraría aquel rincón, aquel lugar secreto que la abriría para él y le permitiría poseerla al fin, en cuerpo y alma. Para ello necesitaba dominarse a sí mismo y dominarla a ella. La fortaleza de Brooke lo convertía en un desafío. Su propio deseo, en una necesidad.
—Eh, Brooke, ¿quieres que te lleve a...? ¡Uf! —E.J. se asomó al banquillo y enseguida se retiró. Cuando Parks dejó de besarla, ella oyó alejarse al cámara silbando alegremente. Furiosa por haber perdido la noción del tiempo y del lugar donde se hallaba, dio un empujón a Parks.
—¡Suéltame!
—¿Por qué?
Al parecer, su mirada gélida le hizo gracia, más que herirlo.
—No te atrevas a volver a hacer algo así mientras estoy trabajando —siseó, empujándolo de nuevo.
—Te he preguntado si habíamos acabado —le recordó Parks, y volvió a apretarla contra la pared.
—Cuando rodamos —dijo Brooke con firmeza—, yo soy la directora y tú el producto —él entornó los ojos al oírla, pero ella continuó sin detenerse—: Harás exactamente lo que te diga.
—La cámara no está grabando, Brooke.
—No voy a permitir que mi equipo empiece a especular, ni que corran habladurías que dañen mi autoridad o mi credibilidad.
Parks se enfadó, pero el deseo equilibró perfectamente su enfado. Brooke le parecía más excitante cuanto más lo desafiaba.
—¿Pesa más tu miedo que el placer que te produce que te toque? ¿No te pone furiosa que, cuando te beso, te importe un bledo quién esté al mando? —inclinó la cabeza hasta que sus labios estuvieron separados sólo por un suspiro—. Ha estado dándome órdenes toda la mañana, señorita Gordon. Ahora me toca a mí.
La mirada directa de Brooke no vaciló mientras aquellas palabras susurradas aleteaban sobre sus labios. Él trazó la forma de su boca con la lengua, disfrutó de su sabor y de la pasión reprimida de Brooke. El deseo vibraba en el aire: ambos lo sentían, ambos intentaban alzarse por encima de él, luchando por imponerse. Sabían, sin embargo, que al final sería el deseo el que acabara conquistándolos a ambos. Los labios de Parks rozaron los suyos, sin presión, ni fuerza, retándola a que le ordenara que se detuviera, desafiándola a resistirse a su propio deseo. Seguían con los ojos abiertos, fijos en el otro. Sus pupilas se enturbiaron mientras la pasión los tentaba a rendirse.
—Esta tarde volveremos a rodar —logró decir Brooke, intentando que no le temblara la voz.
—Cuando estemos rodando, haré lo que me digas —la besó de nuevo, rápidamente, con dureza—. Esta noche —añadió mientras intentaba refrenar el ardor de su sangre—, ya veremos.