Capítulo 10
Las sedes de un club de béisbol tienen un olor característico. Sudor, polvos para los pies, el perfume de los linimentos, la leve fragancia química de las piscinas y el aroma del café cubriéndolo todo. La mezcla de olores formaba hasta tal punto parte de su vida que Parks no la notó mientras se ponía la camiseta. Lo que sí notó fue la tensión. De ella no podía escaparse. Ni siquiera la batería de bromas que Snyder lanzaba tenazmente lograba romper la cortina de nerviosismo que esa tarde cubría el vestuario. Después de pasar meses juntos (trabajando, sudando, ganando y perdiendo) con un único objetivo, nada podía aplacar el nerviosismo de unos jugadores de béisbol que se enfrentaban al séptimo partido de las series mundiales.
De haber ido en cabeza, el ambiente habría sido muy distinto. Las pequeñas molestias del final de la temporada (las piernas cansadas, los tirones leves) apenas se habrían notado. Pero los Kings habían perdido los dos partidos anteriores ante los Herons. Un deportista profesional sabe que la pericia no es el único factor decisivo a la hora de ganar. El impulso, la suerte, la oportunidad le sirven de contrapeso.
Si los Kings hubieran podido alegar que estaban teniendo una mala racha, el ambiente habría sido más alegre en la sede del club. Pero lo cierto era que sus contrincantes habían jugado mejor que ellos. El número de batazos estaba casi igualado entre ambos oponentes, pero los Herons habían sabido sacarles partido, mientras que los Kings habían perdido carrera tras carrera. Ahora, ambos equipos tenían su última oportunidad. Luego, cuando el campeonato acabara, retomarían su vida normal.
Parks miró a Snyder, que la semana siguiente estaría en su barco, en Florida. Pescando y contando embustes, como decía él, pensó Parks. Kinjinsky, que se estaba aplicando calor en las costillas, estaría jugando en Puerto Rico. Maizor, el primer lanzador, se estaría preparando para ser papá por vez primera cuando su mujer diera a luz en noviembre. Algunos, dependiendo del resultado de aquel partido, frecuentarían el circuito de los programas televisivos y los banquetes conmemorativos. Otros llevarían una vida tranquila hasta que, en febrero, comenzaran los entrenamientos.
Y él haría anuncios, se dijo con una leve mueca. Aquella idea, sin embargo, no le hacía sentirse idiota, como meses antes. Actuar delante de la cámara (aunque Brooke no lo llamaría así) le producía cierto placer. Pero el contrato para posar como modelo fotográfico que le había preparado Lee no le entusiasmaba demasiado.
Sonrió un poco mientras se ponía las zapatillas de tacos. Era todo publicidad, había dicho Brooke, añadiendo sencillamente que formaba parte del juego. Tenía razón, por supuesto. Solía tenerla en aquellas cosas. Pero Parks nunca se sentía del todo a gusto cuando lo miraba con aquella expresión serena y lo resumía con unas pocas palabras escogidas. ¿Acaso enamorarse de una mujer capaz de interpretar con tanta precisión cada una de sus expresiones, cada uno de sus gestos o sus palabras no habría desconcertado a cualquier hombre? «Afróntalo, Jones», se dijo, «podrías haber elegido a una mujer menos compleja». Podría, sí, pero no lo había hecho. Y como era a Brooke Gordon a quien quería, valía la pena esforzarse por conquistarla y conservarla a su lado. No era tan engreído como para pensar que lo había conseguido ya.
Sí, ella lo quería, pero su confianza era muy tenue. Parks tenía la sensación de que estaba esperando a que hiciera un movimiento para tomar la ofensiva. Y así continuaba el partido. Era justo, se dijo. Ambos estaban programados para competir. Él no quería dominarla... ¿o sí? Frunciendo el ceño, sacó un bate de su taquilla y lo examinó con cuidado. A decir verdad, no estaba seguro. Brooke seguía desafiándolo, como había hecho desde el primer momento. Y ahora había tantas emociones mezcladas con su desafío que era difícil separarlas.
Se había enfadado cuando ella se negó a cambiar sus planes para volar al este durante los partidos en el estadio de los Herons. Y ante su enfado ella se había mostrado muy fría. No podía dejar a un lado su trabajo, le había dicho, cuando a él le conviniera, o incluso cuando le conviniera ella, lo mismo que no podía hacerlo él. Aunque lo entendía, Parks se lo había tomado mal. Sólo quería que ella estuviera allí, quería saber que estaba en las gradas para levantar los ojos y verla. Quería saber que ella estaría allí cuando el largo partido acabara. Puro egoísmo, se dijo. Ambos lo tenían de sobra.
Sonriendo amargamente, pasó la mano por el terso bate. Brooke le había dicho que no sería fácil. Llevaba mucho tiempo sola antes de que él entrara por la fuerza en su vida. Las circunstancias la habían convertido en lo que era, aunque todavía no le hubiera aclarado del todo cuáles eran esas circunstancias. Pero, pese a todo, era de ella, de aquella mujer fuerte, vulnerable, práctica y reservada, de quien él se había enamorado. A veces, sin embargo, no podía dominar las ganas de zarandearla y decirle que iban a hacer aquello a su manera.
Imaginaba que lo que mejor ejemplificaba la situación en aquel momento era cómo habían dispuesto sus vidas. Él prácticamente se había mudado a casa de Brooke, aunque no habían hablado de ello. Pero sabía que Brooke consideraba la casa suya. Así pues, él estaba viviendo con ella, pero no vivían juntos. Parks no estaba seguro de tener paciencia suficiente para romper esa última y fina barrera sin dejar el agujero de entrada un poco mellado.
Masculló una maldición, sacó de la taquilla un guante de bateo y se lo guardó en el bolsillo de atrás. Si tenía que usar un poco de dinamita, se dijo, lo haría.
—Eh, Jones, vamos a entrenar un poco.
—Sí —agarró su guante y deslizó la mano en su interior suave. Iba a aclarar las cosas con Brooke, se dijo. Pero primero tenía que ganar un trofeo.
Brooke avanzaba por el aparcamiento en busca de un sitio vacío, maldiciendo y tamborileando con los dedos sobre el volante alternativamente.
—Sabía que deberíamos haber salido antes —masculló—. Tendremos suerte si encontramos sitio a menos de dos kilómetros del estadio.
Recostado en su asiento, EJ. interrumpió sus murmullos malhumorados el tiempo justo para comentar:
—Todavía queda un cuarto de hora para que empiece el partido.
—Cuando alguien te consigue una entrada gratis —dijo Brooke puntillosamente—, lo menos que puedes hacer es estar listo cuando van a recogerte. ¡Ahí hay uno! —aceleró y se metió entre dos coches aparcados. Apenas quedó espacio libre entre uno y otro coche. Pisó el freno y miró a su compañero—. Ya puedes abrir los ojos, E.J. —dijo con sorna.
Él abrió los ojos cautelosamente, uno tras otro.
—Está bien... —miró al coche que había a su lado—. ¿Y ahora cómo salimos?
—Abre la puerta y contén la respiración —le aconsejó ella mientras salía a duras penas por su lado—. Y date prisa, ¿quieres? Quiero estar allí cuando salgan al campo.
—He notado que tu interés por el béisbol ha aumentado mucho este verano, jefa —dando gracias por estar tan flaco, E.J. salió del Datsun.
—Es un juego interesante.
—¿Sí? —E.J. sonrió, uniéndose a ella.
—Cuidado, E.J., todavía tengo tu entrada. Podría venderla veinte veces antes de que lleguemos a la puerta.
—Vamos, Brooke, puedes decirle a un amigo lo que ya ha salido en los periódicos.
Ella frunció el ceño y se metió las manos en los bolsillos. Desde hacía más de una semana salían fotografías de Parks y ella en todos los periódicos que había mirado, acompañadas de pequeños artículos e insinuaciones. En Los Angeles, los chismorreos volaban. Y un famoso jugador de béisbol y su atractiva directora daban para muchos chismorreos.
—Hasta se habla de ello en el gremio —continuó E.J., ignorando las nubes de tormenta que aparecieron en los ojos de Brooke—. Se dice que tal vez Parks se dedique al... negocio del espectáculo —dijo, lanzándole otra sonrisa—, más en serio.
—Claire tiene un papel para él, si lo quiere —contestó Brooke, obviando su doble intención—. Es un papel pequeño, pero interesante. No quiero hablar de ello con Parks en profundidad hasta que acaben las series. Ya tiene suficientes cosas en las que pensar.
—Sí, yo diría que desde hace algún tiempo tiene la cabeza muy ocupada.
—E.J.... —comenzó a decir Brooke en tono de advertencia mientras entregaba sus entradas.
—¿Sabes? —continuó él mientras se abrían paso por entre el gentío del interior del estadio—, siempre me he preguntado cuándo aparecería alguien capaz de zarandearte un poco.
—¿Ah, sí? —no quería reírse, así que se puso las gafas de sol para ocultar su mirada de regocijo—. ¿Y crees que ese alguien ha aparecido?
—Cariño, no puede uno acercarse a menos de diez pasos de vosotros sin notar el humillo de la pasión. He estado pensando... —se tocó la pechera de la camiseta como si se enderezara una corbata—... que, como amigo íntimo y compañero tuyo, tal vez debería preguntarle al señor Jones cuáles son sus intenciones.
—Inténtalo, E.J., y te rompo todas las lentes —entre divertida y molesta, Brooke se dejó caer en su asiento—. Siéntate e invítame a un perrito caliente.
Él hizo una seña al vendedor.
—¿Con qué lo quieres?
—Con todo lo que haya.
—Venga, Brooke —buscó un par de billetes en su bolsillo y los cambió por dos perritos calientes y un par de refrescos fríos—. De colega a colega, ¿la cosa va en serio?
—No vas a darte por vencido, ¿eh?
—Es que me interesa.
Brooke lo miró. Él sonreía, pero su sonrisa no era socarrona, como la que tan a menudo veía en su cara, sino sencilla y amistosa. Era, tal vez, la única arma contra la que ella no podía defenderse.
—Estoy enamorada de él —dijo en voz baja—. Supongo que eso es bastante serio.
—Superserio —contestó él—. Enhorabuena.
—¿Es normal que me sienta como si caminara por el borde de un precipicio? —preguntó ella, sólo a medias en broma.
—No lo sé —E.J. dio un mordisco a su perrito caliente, pensativo—. Nunca he estado en esa situación.
—¿Nunca te has enamorado, E.J.? —Brooke se recostó en su asiento y sonrió—. ¿Tú?
—No. Por eso paso tanto tiempo buscando —lanzó un suspiro profundo—. Es un asunto difícil, Brooke.
—Sí —se quitó su gorra y le dio con ella—. Me juego algo a que sí. Ahora cállate: van a anunciar la alineación.
«Un asunto difícil», pensó de nuevo. E.J. no iba descaminado, aunque hablara en broma. Buscar el amor era una ocupación muy solitaria, una dedicación a la que ella había renunciado (o eso creía) años antes. Encontrarlo (o haberse visto asaltada por él) era aún más complejo. Cuando lo encontrabas, se quedaba contigo por más que intentaras sacudírtelo de encima. Pero no era eso lo que intentaba ella, se dijo. Sólo intentaba hacer algunos arreglos para que le sentara como un guante. La tela del traje, sin embargo, cambiaba constantemente.
—Con el número veintinueve, Parks Jones.
La multitud vociferante pareció enloquecer cuando Parks salió trotando al terreno de juego para ocupar su lugar en la fila. Al colocarse junto a Snyder, dejó que sus ojos vagaran por el estadio. Se clavaron en los de Brooke. Con una sonrisa, se tocó la gorra, como solía. Era un gesto para la multitud, pero Brooke sabía que iba dirigido a ella personalmente. Parks no volvería a fijarse en ella hasta que el partido acabara. Y ella no esperaba otra cosa.
—Hoy voy a marcar más tantos que tú, hombre de hielo —le advirtió Snyder mientras sonreía al público—. Así Brooke se dará cuenta de que está cometiendo un error.
Parks no apartó los ojos de ella.
—Va a casarse conmigo.
Snyder se quedó boquiabierto.
—¿En serio? Pero oye...
—Sólo que no lo sabe todavía —añadió Parks con un murmullo. Chocó las manos con el exterior derecha, que batearía el quinto—. Pero lo hará.
Brooke detectó un cambio en su sonrisa, una alteración sutil, pero inconfundible. Entornando los ojos, intentó descifrarla.
—Está tramando algo —masculló.
E.J. ajustó la lente de su pequeña cámara fotográfica.
—¿Qué?
—Nada —Brooke meció su bebida y los cubitos de hielo chocaron entre sí—. Nada.
Una cantante de blues muy conocida se acercó al micro para cantar el himno nacional. Los jugadores de las dos filas se quitaron las gorras. El público se puso en pie y se quedó callado por primera y única vez hasta que acabara el partido, dos horas después. La tensión era tan palpable que Brooke pensó que podría alargar la mano hacia el cálido aire de octubre y asir un puñado de nervios. Creció y creció hasta estallar en vítores, gritos y silbidos cuando sonó la última nota del himno. Los Kings ocuparon sus puestos en el campo.
Los comentaristas deportivos gustan de decir que el séptimo partido de las series mundiales es el acontecimiento deportivo supremo: la prueba final del trabajo en equipo y el esfuerzo individual. Aquél no fue una excepción. En la primera entrada, Brooke vio que el exterior central de los Kings se abalanzaba hacia una bola, estirándose hacia delante para atraparla a la carrera y aferrarse luego a ella mientras el impulso lo hacía rodar hacia delante. Vio al parador en corto de los Herons lanzarse en cuerpo y alma tras una bola para impedir que pasara por el hueco y se tradujera en un tanto sencillo. Al final de la cuarta entrada, los equipos estaban igualados a una carrera.
Brooke había visto a Parks defender su posición en la tercera base, robar (como habría dicho Lee) dos sencillos seguros e iniciar la ejecución de una doble jugada. Mientras lo observaba, se dio cuenta de que jugaba a aquel juego como a todos los demás: con total concentración, con firmeza y tenacidad. Si estaba nervioso, si en algún lugar de su mente se agitaba la idea de que aquél era el partido, no se le notaba. Cuando se preparó para batear, Brooke se apoyó en la barandilla.
Antes de entrar en la caja de bateo, Parks pasó la mano arriba y abajo por su bate, como si buscara alguna astilla. Esperaba la calma, no la calma del público vociferante, sino la calma interior. Imaginó a Brooke apoyada en la barandilla, con el pelo cayéndole sobre los hombros y la mirada fría y directa. El nudo de su estómago se deshizo.
Al entrar en la base, su idea predominante era hacer avanzar al corredor. Con Snyder en primera base, tendría que lanzar la bola muy lejos del cuadro interior. Además, iban a lanzarle con mucho cuidado. Las dos veces que había salido a batear, había logrado colar un sencillo por el hueco entre la tercera base y el parador en corto.
Se colocó en posición y miró fijamente a los ojos del lanzador. Lo vio lanzar, vio avanzar la bola hacia él, cambió de postura y probó su swing. La bola se escapó por la esquina. Bola uno.
Parks salió de la caja y golpeó los tacos de sus zapatillas con el bate para sacudirles la tierra. Sí, iban a tener mucho cuidado con los lanzamientos. Pero podía conseguir que Snyder llegara a segunda con bastante facilidad. El problema era que la segunda base no era una buena posición para que Snyder anotara.
El segundo lanzamiento, bajo y oblicuo, fue fallido. Parks comprobó la señal del entrenador de tercera base. No dejó que sus ojos se deslizaran hasta donde estaba sentada Brooke. Sabía que cualquier contacto, por breve que fuera, echaría por tierra su concentración.
La siguiente bola se precipitó sobre él, le dio casi en los nudillos y rebotó fuera. El público exigió que se diera el bateo por bueno. Parks miró a Snyder y volvió a situarse en la caja.
Confiando en igualar el marcador, el lanzador intentó otra curva rápida. En esa fracción de segundo, Parks cambió de postura. Bateó con las muñecas rígidas, dejando que fueran sus caderas las que movieran el bate. Tuvo la satisfacción de oír cómo la bola salía despedida del bate antes de que la multitud se pusiera en pie y empezara a chillar.
La bola sobrevoló el centro del campo y, aunque tres hombres intentaron darle caza, ninguno logró atraparla antes de que se estrellara en la tierra de la zona de atención y rebotara, muy alta, pasando por encima del muro. Mientras los aficionados rugían en todo el estadio, Parks se conformó con un doble. El sudor le corría por la espalda, pero apenas lo notaba. Pensó en cierto momento que, si hubiera lanzado la bola un poco a la derecha, habría anotado dos tantos. Luego se olvidó de ello.
Con Snyder en tercera, no podía conseguir una ventaja importante, de modo que se contentó con poner cerca de un metro entre el saco y él. Las probabilidades de que Farlo lanzara un toque de sacrificio para marcarle un tanto a Snyder eran escasas. El exterior podía lanzar una bola a cualquier área, pero no era un bateador potente. Parks se agachó y sacudió los brazos para aflojar los músculos.
Farlo se quedó atrás rápidamente. Falló dos lanzamientos y enfadó al público. Parks se negaba a pensar en la posibilidad de volver a quedar encallado en la base. Los jugadores del cuadro interior les estaban apretando las tuercas. Buscaban una bola baja que pudieran convertir en una doble jugada.
Parks vio el lanzamiento, pensó que sería una curva baja y se tensó. Farlo enseñó los dientes y bateó hacia el cuadro exterior derecho. Parks echó a correr por instinto antes de decirles conscientemente a sus pies que se pusieran en marcha. El entrenador de la tercera base le hacía señas de que siguiera. Parks dobló la tercera a toda velocidad y se dirigió a su base de destino sin vacilar. Vio agazapado al receptor, listo para recibir la bola, defendiendo la base como una muralla humana. Antes de lanzarse a la base deslizándose con los pies por delante y levantar una nube de polvo, Parks pensó fugazmente que el exterior derecha de los Herons era famoso por su brazo y su precisión. Sintió un fogonazo de dolor al chocar con el receptor, oyó el soplido de su contrincante al acusar el golpe y vio que el guante se tragaba la bolita blanca.
Eran un amasijo de cuerpos y dolor cuando el arbitro estiró los brazos.
—¡Quieto!
El gentío enloqueció, los desconocidos se abrazaron, la cerveza se derramó. E.J. agarró a Brooke y se puso a bailar con ella. Su cámara se clavó en el pecho de Brooke, pero ella tardó unos segundos en darse cuenta.
—¡Ese es mi hombre! —gritó E.J., empujándola con una pirueta hacia el espectador de su derecha, que lanzó al aire su caja de palomitas.
«No», pensó ella sin aliento. «Es mi hombre».
En la base, Parks no se concentró en los gritos de júbilo del gentío, sino en introducir en sus pulmones aire suficiente para volverse a levantar. La rodilla del receptor le había golpeado con fuerza las costillas. Se levantó, se sacudió el uniforme con energía y se dirigió al banquillo, donde lo esperaban sus compañeros de equipo. Esta vez, dejó que sus ojos buscaran los de Brooke. Ella estaba de pie, abrazando a E.J., pero su cara se suavizó con una sonrisa dirigida sólo a él.
Parks se tocó la gorra y desapareció en el banquillo. El masajista tenía listo un spray frío para sus costillas.
Parks se había olvidado de sus molestias mucho antes de ocupar su posición defensiva al comenzar la novena entrada. Los Herons habían reducido su ventaja a una carrera en la séptima manga del partido, a fuerza de sangre y agallas. Desde entonces, ambos equipos se mantenían firmes como rocas. Pero ahora Maizor estaba en apuros.
Con sólo un hombre eliminado, tenía un corredor en segunda y un bateador potente acercándose a la caja. «Podríamos intentar eliminarlo», se dijo Parks mientras, de camino al montículo para hablar con su compañero, el receptor se echaba la máscara hacia atrás. Pero los Herons tenían otros buenos bateadores y algunos anotadores a los que no debía subestimarse. Parks se acercó tranquilamente al montículo y notó que Maizor estaba tenso como una cuerda.
—¿Vas a ir a por él? —le preguntó mientras el receptor mascaba un chicle del tamaño de una pelota de golf.
—Sí. Maizor va a encargarse de él, ¿verdad, Slick?
—Claro —daba vueltas a la bola en su mano, una y otra vez—. Todos queremos dar una vuelta en el deportivo nuevo de Jones.
Parks se encogió de hombros al oír aquella mención al premio al mejor jugador del año. Todavía les quedaban dos outs, y los tres lo sabían.
—Una cosa —se ajustó la gorra—. No dejes que la lance hacia mí.
Maizor masculló una maldición, sonrió y se relajó visiblemente.
—Vamos a jugar.
Miró por encima del hombro al corredor de segunda base. Satisfecho con su ventaja, disparó la bola hacia la caja de bateo. Parks casi oyó la ráfaga de viento cuando el bate se movió justo por encima de la bola. Kinjinsky le gritó que le pusiera más brío y lo intentara de nuevo. Lo hizo, pero esta vez el bateador golpeó la bola con fuerza. Como si alguien hubiera pulsado un botón, Parks fue a por ella, lanzándose hacia un lado mientras Kinjinsky corría a cubrirlo. Sólo dispuso de unos segundos para calcular la altura y la velocidad. Mientras dejaba caer su cuerpo hacia la bola, sintió que el corredor pasaba junto a él, camino de la tercera base. Aterrizó de rodillas y atrapó la bola en el bote corto. Sin pararse a ponerse en pie, disparó la bola hacia la tercera. Kinjinsky la atrapó y se mantuvo firme cuando el corredor se deslizó hacia él.
—Sigues empeñándote en hacer que las jugadas fáciles parezcan complicadas —comentó el parador en corto cuando se cruzaron. Estaban los dos cubiertos de polvo y sudor—. Una más, chaval, sólo una más.
Parks dejó que el rugido de la multitud lo bañara al agacharse en tercera base. Su semblante permanecía impasible.
La carrera del empate se disputaba en primera base. Para cuando el marcador se puso tres a dos, estar en el cuadrángulo de juego era como estar en el ojo de un huracán. El ruido y las turbulencias procedentes de las gradas giraban a su alrededor como un torbellino. En el terreno de juego reinaba un silencio sepulcral.
La bola salió disparada, voló fuera. Parks salió tras ella mientras volaba hacia las gradas. Corría a toda velocidad, como si el muro no se levantara delante de él. Podía atraparla, sabía que podía... si algún aficionado no alargaba el brazo y la agarraba.
Con la mano libre, se agarró a la barandilla y levantó el guante. Sintió el impacto de la bola al cerrar el cuero a su alrededor. Mientras el público comenzaba a gritar, se descubrió mirando a los ojos a Brooke. La bola había estado a punto de caer en su regazo.
—Buena recepción —inclinándose, ella le dio un beso en la boca.
Entonces uno de sus compañeros de equipo lo agarró por la cintura, y el resto fue un delirio.
Le habían echado por encima más champán del que podía beberse. El champán se mezcló con el sudor y se llevó parte de su suciedad. Snyder se había colocado encima de una taquilla y desde allí vació dos botellas sobre cualquiera que se le puso a tiro, periodistas y directivos incluidos. Acusado de fanfarronear, Parks fue arrojado con toda la ropa a la bañera de hidromasaje. Se desnudó y se quedó allí tranquilamente, con media botella de champán. Desde allí concedió entrevistas mientras el agua calmaba sus dolores y a su alrededor se desataba el caos.
El lanzamiento de su doble había sido una bola rápida y hacia el exterior. Sí, su deslizamiento al tocar base había sido arriesgado, teniendo en cuenta el brazo del exterior derecha, pero llevaba bastante ventaja. Siguió contestando preguntas cuando Snyder, con el uniforme empapado de champán, fue arrojado a la bañera con él. Parks se hundió un poco más en el agua y bebió directamente de la botella. Sí, la pelirroja de las gradas era Brooke Gordon, la realizadora de los anuncios de Marco. Parks sonrió cuando Snyder logró distraer al reportero. Los compañeros de equipo podían pincharse y meterse en los asuntos de los demás, pero se protegían unos a otros.
Parks cerró los ojos un momento, sólo un momento. Quería revivir el instante en que Brooke se inclinó y lo besó en los labios. Aquella fracción de segundo, aquel momento triunfal, lo había intensificado todo. Parks había creído oír cada grito del público. Había visto brillar el sol en la pintura descascarillada de la barandilla, había sentido el calor abrasador del metal al cerrar la mano sobre él. Luego había visto los ojos de Brooke, cerca, delicados, bellísimos. Su voz suave le había transmitido euforia, regocijo y amor en dos palabras. Cuando se besaron, sus labios le habían parecido cálidos y tersos, y por un momento no había sentido nada más que eso. Sólo la textura sedosa de su boca. Ni siquiera había oído gritar el último out. Cuando sus compañeros de equipo lo llevaron a rastras al terreno de juego, ella se limitó a apoyar la barbilla en la barandilla y le sonrió. «Más tarde». Parks había oído lo que pensaba tan claramente como si lo hubiera dicho en voz alta.
Pasaron dos horas antes de que el último periodista saliera de la sede del club. Los jugadores empezaban a calmarse. El primer arrebato de euforia del triunfo había pasado, sustituido por una sensación dulce que pronto se convertiría en nostalgia. La temporada había acabado. No habría más entrenamientos, más viajes de noche en avión con partidas de cartas y ronquidos. En aquel mundo, el hoy pasaba vertiginosamente y el mañana requería todos sus esfuerzos. Ahora, sin embargo, no había mañana, sino año siguiente.
Algunos se habían sentado en los bancos del vestuario y hablaban tranquilamente. Mientras tanto, Parks se vestía. Miró a uno de los receptores, un muchacho de apenas diecinueve años que estaba acabando su primera temporada en primera división. Sostenía en las manos sus espinilleras como si no quisiera separarse de ellas. Parks guardó su guante en su macuto y de pronto se sintió viejo.
—¿Qué tal tus costillas? —preguntó Kinjinsky cuando se echó el saco al hombro.
—Bien —Parks señaló al muchacho del banco—. El chico apenas tiene edad de votar.
—Sí —Kinjinsky, que tenía treinta y dos años, sonrió—. Es un fastidio, ¿eh? —se echaron los dos a reír mientras Parks cerraba su taquilla por última vez esa temporada—. Nos vemos en primavera, Jones. Mi mujer me está esperando.
Parks cerró la cremallera de su bolsa mientras pensaba con una sensación de calidez que él también tenía una mujer, y que tardarían media hora en llegar a las montañas.
—Hola, Parks —Snyder lo alcanzó antes de que llegara a la puerta—. ¿De verdad vas a casarte con ella?
—En cuanto consiga convencerla.
Snyder asintió con la cabeza sin cuestionar su afirmación.
—Llámame cuando tengáis fecha. El padrino soy yo.
Con una sonrisa, Parks le tendió la mano y estrechó la suya.
—Por supuesto que sí, George —salió al pasillo, cerrando la puerta del vestuario y de la temporada.
Cuando salió a la calle había oscurecido. Sólo quedaban algunos aficionados, pero les firmó autógrafos y les dedicó el tiempo que querían. Mientras firmaba la gorra de un chico de doce años, pensó vagamente en llevarse una botella de champán para Brooke y para él. Champán, un fuego en la chimenea y velas. Parecía un buen decorado para pedirle que se casara con él. Iba a ser esa noche, porque esa noche sentía que no podía perder.
El aparcamiento estaba prácticamente desierto. Las farolas parpadeaban mientras anochecía. Entonces la vio. Estaba sentada en el capó de su coche, iluminada por la luz de una farola, con el pelo alrededor de la cara de facciones fuertes y piel delicada como una orla de fuego. El amor lo embargó, un amor posesivo que lo dejó sin aliento. Brooke no se movió; sólo sus labios se curvaron. Parks comprendió entonces que llevaba observándolo un rato. Luchó por dominar sus músculos antes de acercarse a ella.
—Si hubiera sabido que estabas esperándome, habría salido antes —sintió de nuevo el dolor de sus costillas, pero no por el golpe. Era el dolor de un anhelo al que todavía no estaba acostumbrado.
—Le dije a E.J. que se llevara mi coche. No me importaba esperar —alargó los brazos y le puso las manos sobre los hombros—. Enhorabuena.
Parks dejó su bolsa sobre el asfalto, muy despacio, y hundió las manos en su melena. Se miraron a los ojos un momento, infinitamente, antes de que él agachara la cabeza para tomar lo que necesitaba.
Sus emociones estaban más a flor de piel de lo que imaginaba. El placer de la victoria, el cansancio de conseguirla, los posos de la euforia y la tensión emergieron a la superficie y se vieron arrastrados por un deseo que lo abarcaba todo. Brooke. ¿Cómo iba a saber que aquella mujer acabaría por serlo todo para él? Un poco alterado por la intensidad de sus sentimientos, se apartó de ella. No podía uno ganar, si le temblaban las piernas. Pasó los nudillos por su mejilla, esperando ver la turbiedad leve y excitante de sus ojos.
—Te quiero.
Al oírlo, Brooke apoyó la cabeza en su pecho y respiró hondo. Parks olía a ducha, a un jabón de perfume sutil que traía a la imaginación gimnasios y vestuarios habitados sólo por hombres. Por alguna razón, aquello hizo que se sintiera intensamente femenina. La luz fue disipándose mientras permanecían allí abrazados, en silencio.
—¿Demasiado cansado para celebrarlo? —murmuró ella.
—Aja —él besó su pelo.
—Bien —Brooke se apartó de él y se bajó del capó—. Te invito a cenar —abrió la puerta del copiloto y sonrió—. ¿Tienes hambre?
Hasta ese momento, Parks no se había dado cuenta de que estaba hambriento. Lo poco que había comido antes del partido lo habían devorado los nervios.
—Sí. ¿Puedo elegir el sitio?
—El cielo es el límite.
Quince minutos después, Brooke recorrió con la mirada el interior chabacano del Hamburguer Heaven.
—¿Sabes? —dijo mientras observaba las luces del techo, en forma de panecillos de sésamo—, había olvidado que tienes debilidad por la comida basura.
—Cien por cien pura ternera —respondió Parks, levantando una enorme hamburguesa de dos pisos.
—Si crees eso, es que eres capaz de creer cualquier cosa.
Él sonrió y le ofreció una patata frita.
—Eres una cínica.
—Si empiezas a insultarme, no te leo las páginas de deportes —puso la mano sobre el periódico doblado que acababan de comprar—. Y entonces no te enterarás de los elogios que te dedica la prensa —viendo que él se encogía de hombros, indiferente, abrió el periódico—. Pues yo sí quiero oírlo —con una mano en su batido, comenzó a pasar páginas—. Aquí está... Vaya —se detuvo de pronto y frunció el ceño.
—¿Qué pasa? —Parks se inclinó hacia delante. En la primera página había dos fotografías, una al lado de la otra. La primera era de su espectacular recogida en la final. La segunda, del impulsivo beso de Brooke. El pie de foto decía: Jones marca... por partida doble.
—Muy bonito —dijo Parks—, teniendo en cuenta que no marqué, sino que atrapé un globo —volvió la cabeza para leer por encima el artículo que resumía los momentos cruciales del encuentro: las críticas y los elogios—. Hmm... «Y Jones puso el punto final dándose una carrera hasta la valla y atrapando la larga bola de Hennesey sobre las gradas en una de las mejores jugadas de la tarde. Como de costumbre, el mejor jugador del campeonato hace que lo imposible parezca cuestión de rutina. Recibió su recompensa de una atractiva pelirroja...» —aquí lanzó una breve mirada a Brooke—. «...Brooke Gordon, una afamada directora de spots publicitarios a la que se ha visto con el tercer base dentro y fuera del plato de rodaje».
—Odio estas cosas —dijo Brooke con tal vehemencia que Parks la miró con sorpresa.
—¿Qué cosas?
—Que mi fotografía circule así por ahí. Y esas... esas especulaciones improvisadas. Esto, y esa estupidez que salió en el Times hace un par de días.
—¿Ese artículo en el que te describían como una gitana cimbreña y de tizianesca cabellera con ojos del color del humo?
—No tiene gracia, Parks —Brooke alejó de sí el periódico.
—Tampoco es una tragedia —contestó él.
—Deberían ocuparse de sus asuntos.
Parks se echó hacia atrás y mordisqueó una patata.
—Seguramente tú serías la primera en decirme que vivir delante del ojo público te convierte en propiedad pública.
Brooke frunció el ceño, consciente de que ésas habían sido exactamente sus palabras cuando discutieron el asunto del contrato para posar como modelo.
—Eres tú quien vive expuesto a las miradas de todo el mundo —replicó—. Es así como te ganas la vida. Yo no. Yo trabajo detrás de la cámara y tengo derecho a mi intimidad.
—¿Alguna vez has oído mencionar él concepto de «culpable por complicidad»? —sonrió antes de que ella pudiera contestar. En lugar de un comentario cortante, ella dejó escapar un largo suspiro—. Por lo menos no van descaminados —añadió él—. A mí a menudo me recuerdas a una cíngara.
Brooke tomó su hamburguesa con queso, arrugó el ceño y le dio un mordisco.
—Sigue sin gustarme —masculló—. Creo que... —se encogió de hombros. No sabía si iba a parecer una idiota—. Siempre he sido muy susceptible con mi intimidad, y ahora... Lo que ocurre entre nosotros me importa demasiado como para querer compartirlo con todo el que tenga cincuenta centavos para comprar un periódico.
Parks volvió a inclinarse hacia ella y la tomó de la mano.
—Eso es muy bonito —dijo suavemente.
El tono de su voz hizo emocionarse a Brooke.
—No quiero que nos encerremos como un par de ermitaños, Parks, pero tampoco quiero que cada cosa que hagamos salga en las noticias de la noche.
Con más despreocupación de la que sentía en ese momento, él se encogió de hombros y se puso a comer otra vez.
—El amor es noticia... Y también el divorcio, cuando implica a gente famosa.
—Esto no va a mejorar con la campaña de Marco, ni si decides aceptar ese papel en la película —Brooke sacó otra patata frita de su cucurucho y la miró con enfado—. Cuanto más famoso seas, más atención te prestará la prensa. Es como para volverse loco.
—Podría romper mi contrato —sugirió él.
—No seas ridículo.
—Hay otra solución —dijo él, y vio a Brooke tragarse la patata frita y tomar otra.
—¿Cuál?
—Podríamos casarnos. ¿Quieres sal para las patatas?
Brooke se quedó mirándolo. Luego descubrió que le faltaba la voz.
—¿Qué has dicho?
—Te he preguntado si querías sal —Parks le ofreció un sobrecito de papel—. ¿No? —dijo al ver que ella no contestaba ni se movía—. También he dicho que podíamos casarnos.
—¿Casarnos? —repitió Brooke estúpidamente—. ¿Tú y yo?
—La prensa se calmará pasado un tiempo. Las parejas tranquilamente casadas no son noticia. Las de novios, sí. Así es la naturaleza humana —apartó su hamburguesa y se inclinó hacia ella—. ¿Qué te parece?
—Me parece que estás loco —logró decir Brooke con un murmullo—. Y no me hace gracia.
Parks la agarró del brazo al ver que empezaba a levantarse del taburete.
—No es broma.
—¿Quieres... quieres casarte para que nuestra foto no salga en el periódico?
—A mí me importa un bledo que nuestra foto salga en el periódico. Es a ti a quien le importa.
—Entonces quieres casarte para... para que no me enfade —dejó de resistirse a que la agarrara del brazo, pero sus ojos estaban llenos de furia.
—Nunca ha sido esa mi intención —contestó él—. No podría aplacarte ni aunque dedicara mi vida a ello. Quiero casarme porque estoy enamorado de ti. Voy a casarme contigo —puntualizó, enfadado de pronto—, aunque tenga que llevarte a rastras, chillando y pataleando.
—¿Ah, sí?
—Sí, lo que oyes. Más vale que vayas haciéndote a la idea.
—Puede que yo no quiera casarme —Brooke apartó la comida que tenía delante—. ¿Qué te parece eso?
—Es una lástima —Parks se recostó en el asiento y la miró con la misma furia con que lo miraba ella—. Porque yo sí quiero casarme.
—Y con eso basta, ¿no?
—Para mí, sí.
Brooke cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró con enfado.
—¿Chillando y pataleando?
—Si así quieres que sea...
—También puedo morder.
—Igual que yo.
El corazón le palpitaba con fuerza contra las costillas, pero Brooke se dio cuenta de que no era por rabia. No, aquello no tenía nada que ver con la rabia. Parks estaba allí sentado, al otro lado de una mesa laminada cubierta de comida que parecía sacada de las fantasías de un niño de doce años, diciéndole que iba a casarse con ella le gustara o no. Brooke descubrió, para su asombro, que aquello le encantaba. Pero no estaba dispuesta a ponérselo fácil.
—Puede que ganar las series mundiales se te haya subido a la cabeza, Parks. Vas a necesitar algo más que una rabieta para conseguir que me case contigo.
—¿Y qué quieres? —preguntó él—. ¿Velas y música suave? —enfadado por echar por tierra sus propios planes, volvió a inclinarse hacia ella y la agarró de las manos—. Tú no eres de esas mujeres que necesitan un decorado, Brooke. Sabes lo fácil que es montarlo y lo poco que significa. ¿Qué demonios quieres?
—Toma dos —contestó ella con calma—. Te sabes bien el texto —comenzó a decir con su fría voz de directora—, pero esta vez baja un poco el tono y prueba a mostrarte un poco más sutil. Pregunta —sugirió, mirándolo a los ojos—, no afirmes.
Parks sintió que el enfado (o el miedo, quizá) escapaba de él. Sus manos se aflojaron.
—Brooke —le levantó una mano y se la llevó a los labios—, ¿quieres casarte conmigo? —sonrió por encima de sus manos unidas—. ¿Qué tal ahora?
Ella entrelazó los dedos con los suyos.
—Perfecto.