Capítulo 2
Brooke esperaba la llamada: a fin de cuentas, él sabía su nombre, y éste figuraba en el listín telefónico. Pero no esperaba que el teléfono sonara a las seis y cuarto, un domingo por la mañana.
Aturdida, buscó a tientas el teléfono y logró asir el auricular antes de que su base cayera pesadamente al suelo.
—Hola —masculló sin abrir los ojos.
—¿Brooke Gordon?
—Mmm —volvió a apoyarse en la almohada—. Sí.
—Soy Parks Jones.
Brooke abrió los ojos, alerta de inmediato. Estaba amaneciendo, la luz era suave y mortecina, los pájaros más madrugadores empezaban a gorjear. Buscó a tientas el despertador que tenía junto a la cama, miró la hora con el ceño fruncido. Conteniendo un torrente de improperios, dijo con voz suave y malhumorada:
—¿Quién?
Parks se cambió de mano el teléfono y arrugó el ceño.
—Parks Jones, el tercera base. El partido de los Kings, la otra noche.
Brooke bostezó y se puso a ahuecar la almohada tranquilamente.
—Ah —se limitó a decir, pero esbozó una sonrisa maliciosa.
—Mira, quiero verte. Esta tarde tenemos partido en Nueva York, pero volvemos enseguida a Los Ángeles. ¿Qué te parece si nos vemos para cenar? —¿por qué hacía aquello?, se preguntó mientras se paseaba por la pequeña habitación del hotel. ¿Y por qué no lo hacía con un poco más de estilo?
—Para cenar —repitió ella lánguidamente mientras su mente trabajaba a toda velocidad. Aquello era muy propio de hombres como Parks Jones: siempre creían que una no podía tener planes que no pudieran alterarse a su antojo. Su primer impulso fue negarse fríamente, pero un instante después se impuso su sentido del ridículo—. Bueno... —dijo despacio—. Tal vez. ¿A qué hora?
—Te recogeré a las nueve —le dijo Parks, haciendo caso omiso del «tal vez». Hacía tres días que no podía quitarse de la cabeza a aquella mujer y quería saber por qué—. Tengo la dirección.
—Está bien, Sparks, a las nueve.
—Parks —la corrigió él lacónicamente, y cortó la comunicación.
Dejándose caer en la almohada, Brooke se echó a reír.
Seguía estando de buen humor esa noche, cuando se vistió. Pero le parecía una lástima que el archivo que había leído sobre Parks no contuviera más información que un montón de estadísticas deportivas. Unos pocos datos personales le habrían dado alguna ventaja. ¿Qué diría Parks Jones si se enteraba de que iba a invitar a cenar a su futura directora?, se preguntaba. Ignoraba por qué, pero tenía la sensación de que no le haría mucha gracia descubrir que ella había omitido aquel pequeño dato. Pero, en general, la situación era demasiado propicia para perdérsela. Y estaba el hecho de que Parks había disparado en ella algo de lo que quería librarse antes de que empezaran a trabajar juntos.
Envuelta en una toalla de baño, contempló su armario. No solía tener citas. Lo prefería así. Sus experiencias tempranas habían influido en su actitud hacia los hombres. Si eran guapos y encantadores, procuraba mantenerse alejada de ellos.
Tenía sólo diecisiete años cuando conoció al primero de sus guapos hechiceros. Él tenía veintidós y acababa de salir de la universidad. Entró en el restaurante en el que trabajaba ella, hizo alguna broma y fue generoso con la propina. Todo comenzó yendo al cine una o dos veces por semana; luego empezaron a verse por las tardes para ir a merendar al parque. A Brooke no le molestaba que él no trabajara. Clark le dijo que se había tomado el verano libre antes de buscar empleo.
Su familia era de Boston, muy distinguida y bien relacionada. Ello significaba, le explicó Clark con un humor sardónico que la fascinaba, que había muchas propiedades y muy poca liquidez. Tenían planes para él a los que siempre se refería con vaguedades, haciendo gala de juvenil despreocupación. Mencionaba a su familia de vez en cuando (a sus abuelos, a sus hermanas) con un humor que dejaba entrever una intimidad que Brooke envidiaba casi dolorosamente. Era consciente de que Clark podía burlarse de ellos porque era uno de ellos.
Necesitaba un poco de libertad, decía, unos meses de asueto después de la disciplina universitaria. Quería estar en contacto con el mundo real ante de elegir la profesión ideal.
Joven y hambrienta de afectos, Brooke se empapó de cuanto le decía, le creyó a pies juntillas. Él la deslumbró con una educación que ella anhelaba y que nunca había podido conseguir. Le decía que era dulce y preciosa, y luego la besaba como si fuera cierto. Pasaron tardes en la playa con tablas de surf alquiladas que pagó ella sin apenas darse cuenta. Y cuando le entregó su virginidad con una especie de nerviosismo avergonzado y temeroso, él pareció complacido. Se rió de su candido azoramiento y fue delicado. Brooke pensó que jamás había sido tan feliz.
Cuando Clark sugirió que vivieran juntos, ella se apresuró a aceptar, deseosa de cocinar y limpiar para él, de despertarse y dormir a su lado. No se le pasó por la cabeza que tendrían que vivir los dos de su exiguo salario y del dinero que sacaba de las propinas. Clark hablaba de boda del mismo modo que hablaba de su trabajo: vagamente. Esas cosas pertenecían al futuro, eran asuntos prácticos en los que las personas enamoradas no se detenían a pensar. Brooke le daba la razón, entusiasmada con el que ella consideraba su primer hogar verdadero. Algún día tendrían hijos, pensaba. Chicos tan guapos como Clark, chicas con sus grandes ojos marrones. Niños con abuelos bostonianos que siempre sabrían quiénes eran sus padres y dónde estaba su casa.
Durante tres meses trabajó como una loca, reservando parte de su pequeño sueldo para ese futuro del que Clark siempre hablaba mientras continuaba lo que él llamaba sus estudios y rechazaba sistemáticamente, por inconvenientes, todos los trabajos que se le presentaban. Brooke sólo podía estar de acuerdo. Para ella, Clark era demasiado listo para realizar cualquier trabajo manual, demasiado importante para ocupar un empleo vulgar. Cuando surgiera el empleo perfecto, sabía que lo aceptaría y que luego, sencillamente, llegaría a lo más alto.
A veces, él parecía inquieto y malhumorado. Como ella siempre había tenido que luchar por tener un poco de intimidad, le dejaba tranquilo. Y cuando salía de aquellos accesos de mal humor, siempre parecía lleno de energía y rebosante de planes. Vamos aquí y allá. Ahora, hoy mismo. Para Clark, el mañana siempre quedaba a años de distancia. Para Brooke, por primera vez en sus diecisiete años, el hoy era un día especial. Tenía algo, alguien, que le pertenecían.
Entretanto trabajaba horas y horas, cocinaba para Clark y guardaba sus propinas en un frasco de botica, en una estantería de la cocina.
Una noche volvió tarde del trabajo y descubrió que Clark se había ido, llevándose su pequeño televisor en blanco en negro, su colección de discos y su frasco de botica. En su lugar había una nota.
Brooke:
Me han llamado de casa. Mis padres me están presionando. No sabía que empezarían tan pronto. Debería habértelo dicho antes, pero supongo que pensaba que al final no pasaría nada. Es una vieja tradición familiar: tengo que casarme con una prima tercera. Parece arcaico, lo sé, pero así es como funciona mi familia. Shelley es buena chica, su padre y el mío son parientes. Llevo un par de años comprometido con ella, más o menos, pero ella estaba aún en Smith, así que no le daba mucha importancia. El caso es que voy a entrar en la empresa de su familia. Como adjunto a la dirección, con posibilidades de llegar a director general en unos cinco años. Imagino que confiaba en mandarles a paseo cuando llegara el momento, pero no puedo. Lo siento.
Nena, no tiene sentido oponerse a tu familia, a su dinero y a su rígido pragmatismo de Nueva Inglaterra, sobre todo cuando se empeñan en recordarte que eres su heredero. Quiero que sepas que hacía mucho tiempo que no respiraba tan tranquilo como estos últimos meses. Supongo que no volveré a hacerlo en mucho tiempo.
Siento lo del televisor y todo eso, pero no tenía dinero para el billete de avión y no era momento de decirles a mis padres que ya me había gastado mis ahorros. Te lo devolveré en cuanto pueda.
Confiaba en que no tuviera que ser así, pero estoy contra la espada y la pared. Ha sido genial, Brooke. De verdad, genial. Que seas feliz,
Clark
Brooke leyó la nota dos veces antes de comprender lo que decía. Clark se había ido. Sus cosas no le importaban, pero él sí. Clark se había ido y ella estaba sola (otra vez), porque no había estudiado en Smith, ni tenía familia en Boston, ni un padre que pudiera ofrecerle al chico al que quería un trabajo cómodo para que se quedara con ella. Nadie se quedaba nunca con ella.
Lloró hasta quedarse sin lágrimas, incapaz de creer que sus sueños, su confianza y su futuro se hubieran hecho añicos en un instante.
Luego maduró deprisa, olvidándose de su idealismo por el camino. Nadie volvería a aprovecharse de ella. Nunca volvería a competir con mujeres que tenían todas las de ganar, ni trabajaría como una esclava en un restaurante de mala muerte por un sueldo que apenas le llegaba para vivir en un piso de una sola habitación y paredes mugrientas.
Rompió la nota en pedazos y se lavó la cara con agua fría hasta borrar todo rastro de sus lágrimas.
Mientras caminaba por la calle con el poco dinero que le quedaba en el bolsillo, se descubrió delante de Thorton Productions. Entró con agresividad, casi con beligerancia, consiguió convencer a la recepcionista y llegar al despacho de personal. Salió con un empleo nuevo. Ganaba poco más que sirviendo mesas, pero estaba llena de ambición. Iba a ser alguien. Lo único que le había enseñado la traición de Clark era que sólo había una persona en la que pudiera confiar: en sí misma. No volvería a hacerse ilusiones con nadie. Nadie volvería a hacerla llorar.
Diez años después, Brooke sacó un ceñido vestido negro de su armario: un traje severo y sofisticado que había comprado para los cócteles que acompañaban inevitablemente a su trabajo. Tocó la seda y asintió. Era perfecto para su cita con Parks Jones.
Mientras circulaba por las colinas que se alzaban sobre Los Ángeles, Parks reconsideraba sus actos. Por primera vez en su carrera deportiva había permitido que una mujer lo distrajera durante un partido. Y ella ni siquiera se lo había propuesto. Por primera vez había llamado a una perfecta desconocida para invitarla a salir, estando al otro lado del país, y ella ni siquiera sabía quién demonios era él. Por primera vez planeaba salir con una mujer que lo ponía furioso sin haber dicho más que un par de palabras. Y de no ser por los partidos que siguieron a aquella noche en el estadio de los Kings, la habría llamado mucho antes. Había buscado su número en el aeropuerto, al ir a tomar el vuelo hacia Nueva York.
Tomó una curva y redujo la marcha para subir por la pendiente. Durante el vuelo de regreso no había hecho otra cosa que pensar en Brooke Gordon, intentando encasillarla. Actriz o modelo, fue su conclusión. Tenía físico para ello: no era extraordinariamente guapa, pero sí única. Su voz era una especie de susurro entre capas y capas de humo. Y esa mañana, por teléfono, no le había parecido muy despierta, se dijo con una mueca al pisar el acelerador. No había ninguna ley según la cual la inteligencia y una cara interesante tuvieran que ir de la mano, pero algo en sus ojos esa noche... Parks se sacudió la impresión de que había sido estudiado, medido y sopesado.
Un conejo saltó a la carretera y se detuvo ante él, hipnotizado por los faros. Parks pisó el freno, dio un volantazo y masculló una maldición al derrapar hacia el arcén. Su padre nunca había entendido su debilidad por los animales pequeños. Claro que su padre apenas entendía a un chico que prefería jugar al béisbol a asumir un puesto muy lucrativo en Parkinson Chemicals.
Parks aminoró la marcha para comprobar la dirección y enfiló el camino a oscuras que llevaba a la bonita casa de madera de Brooke Gordon. La casa (su lejanía, el sonido melodioso de los grillos) le gustó al instante. Era un trocito de campo a treinta y cinco minutos de Los Angeles. Quizá no fuera tan corta de entendederas, después de todo. Aparcó su MG detrás del Datsun de Brooke y miró a su alrededor.
La hierba estaba demasiado crecida, pero realzaba el encanto rural de la casa, un edificio pequeño, con tejado a dos aguas, montones de cristal y porche circular. Parks oyó el tintineo del agua del arroyo que había detrás de la casa. Había un olor a verano (a flores grandes y maduras cuyo nombre desconocía) y un halo de quietud inexplicable. Se descubrió deseando no tener que volver a la ciudad, a un restaurante atestado de gente, entre luces brillantes. Un perro comenzó a ladrar a lo lejos, frenéticamente, y el eco de sus ladridos agudizó la sensación de estar en campo abierto.
Parks salió del coche preguntándose qué clase de mujer elegía una casa tan lejos de las comodidades de la gran ciudad.
A la derecha de la puerta había una vieja aldaba de bronce con forma de cabeza de jabalí. Le hizo sonreír al llamar. Cuando ella abrió la puerta, Parks olvidó las dudas que le habían atormentado durante el trayecto por las colinas. Esta vez le pareció una seductora hechicera: su piel blanca contrastaba con el vestido negro, y un pesado amuleto de plata colgaba entre sus pechos. Su pelo, recogido a la altura de las sienes con dos peines, caía luego libremente hasta sus caderas. Sus ojos eran tan brumosos como el humo del infierno, y una sombra sutil y brillante oscurecía sus párpados. Llevaba la boca desnuda. Parks sintió una ráfaga de perfume que le hizo pensar en los harenes de la India, en sedas blancas y aterciopeladas risas de mujer.
—Hola —Brooke le tendió la mano. Tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo para completar aquel gesto despreocupado. ¿Cómo iba a saber que se le aceleraría el corazón al verlo? Era una estupidez, porque ya se había imaginado qué aspecto tendría con ropa elegante. No le había quedado más remedio: a fin de cuentas, pensaba grabarle para un anuncio. Sin embargo, su cuerpo parecía más fibroso y atlético, incluso más viril con americana y pantalones de sport. Y su cara era aún más atractiva a la media luz del porche. Su plan de invitarlo a entrar para tomar una copa se fue al traste. Cuanto antes se mezclaran con la gente, tanto mejor.
—Estoy muerta de hambre —dijo cuando los dedos de Parks se cerraron alrededor de los suyos—. ¿Nos vamos? —sin esperar respuesta, cerró la puerta a su espalda.
Parks la condujo al coche; luego se dio la vuelta. Con tacones, le llegaba casi a los ojos.
—¿Quieres que suba la capota?
—No —Brooke abrió la puerta—. Me gusta que me dé el aire.
Se recostó en el asiento y cerró los ojos mientras él ponía rumbo a la ciudad. Conducía deprisa, pero con el mismo estudiado dominio de sí mismo que Brooke había percibido en él desde el principio. Dado que la velocidad era una de sus debilidades, se relajó y disfrutó del viaje.
—¿Qué hacías en el partido la otra noche?
Brooke sintió que una sonrisa asomaba a su boca, pero contestó suavemente:
—Una amiga tenía entradas. Pensó que quizá lo encontraría interesante.
—¿Interesante? —Parks sacudió la cabeza—. ¿Y fue así?
—Oh, sí, aunque esperaba aburrirme.
—No te vi especialmente entusiasmada —comentó Parks, recordando su mirada serena y directa—. Que yo recuerde, no te quedaste hasta la novena entrada.
—No me hacía falta —contestó ella—. Ya había tenido suficiente.
Parks le lanzó una mirada rápida.
—¿Por qué me mirabas tan fijamente?
Brooke se quedó pensando un momento. Después optó por decirle la verdad.
—Estaba admirando tu constitución —se volvió hacia él con una media sonrisa. El viento le echaba el pelo en la cara, pero ella no se molestaba en apartarlo—. Es excelente.
—Gracias —Brooke vio en sus ojos un destello de humor que le gustó—. ¿Por eso has aceptado cenar conmigo?
Brooke sonrió más ampliamente.
—No. Es que me gusta comer. ¿Por qué me invitaste tú?
—Porque me gustó tu cara. Y no todos los días me mira una mujer como si fuera a ponerme en un marco y a colgarme en la pared.
—¿De veras? —parpadeó con expresión candorosa—. Yo creía que era lo típico en tu profesión.
—Puede ser —apartó los ojos de la carretera el tiempo justo para mirarla—. Pero tú no eres muy típica, ¿no?
Brooke levantó una ceja. ¿Sabía él que acababa de dedicarle el que ella consideraba el mayor de los cumplidos?
—Puede que no —murmuró—. ¿Por qué lo dices?
—Porque yo tampoco lo soy, Brooke Gordon —salió del bosque y entró en la autopista.
Brooke pensó que le convenía andarse con pies de plomo. El restaurante era griego. Había comida especiada, olores sabrosos y violines. Mientras Parks le servía la segunda copa de ouzo, Brooke escuchaba al camarero que, ataviado con un delantal manchado de grasa, cantaba apasionadamente al tiempo que les servía el souvlaki. Como siempre, el ambiente la sedujo. Lo observaba todo absorta mientras comía con apetito.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Parks. Los ojos de Brooke, de franqueza desconcertante y seductora suavidad, se clavaron en él.
—Que éste es un lugar feliz —le dijo—. Es fácil imaginarse a una gran familia al frente. El padre y la madre en la cocina, atareados con las salsas, la hija embarazada troceando verduras y el yerno atendiendo el bar. Y el tío Stefos sirviendo las mesas.
Aquella imagen le hizo sonreír.
—¿Eres de familia numerosa?
La luz se apagó inmediatamente en los ojos de Brooke.
—No.
Parks sintió que pisaba terreno peligroso y prefirió esquivarlo.
—¿Qué pasará cuando la hija dé a luz?
—Dejará al bebé en una cuna, en un rincón, y seguirá troceando verduras —Brooke partió un trozo de pan por la mitad y le dio un pequeño mordisco.
—Qué eficiente.
—Una mujer de éxito tiene que serlo.
Parks se echó hacia atrás y dio vueltas a su bebida.
—¿Tú eres una mujer de éxito?
—Sí.
Él ladeó la cabeza, vio cómo la luz de las velas danzaba sobre su piel.
—¿En qué?
Brooke bebió un sorbo. Disfrutaba del juego.
—En mi profesión. ¿Tú eres un hombre de éxito?
—De momento, sí —Parks esbozó una sonrisa: aquella sonrisa que daba a su cara un encanto juvenil y bastante afable—. El béisbol es una profesión poco segura. Una pelota bota mal, un lanzador te anota un par de tantos... Nunca sabe uno cuándo empieza una mala racha. Ni por qué, lo cual es aún peor.
Brooke pensó que así era la vida.
—¿Y tú has tenido muchas?
—Con una es más que suficiente —encogiéndose de hombros, dejó la copa en la mesa—. Y yo he tenido más de una.
Brooke se inclinó hacia delante, llena de curiosidad.
—¿Qué haces para salir de ellas cuando tienes una?
—Cambiar de bates, cambiar de postura de bateo —volvió a encogerse de hombros—. Cambiar de dieta. Probar a mantenerme casto.
Ella se rió con un sonido cálido y líquido.
—¿Qué funciona mejor?
—Una buena pegada —él también se echó hacia delante—. ¿Quieres probar?
Cuando ella volvió a arquear la ceja, Parks levantó un dedo para seguir su forma. Brooke sintió que un estremecimiento la recorría de la cabeza a los pies.
—Creo que paso.
—¿De dónde eres? —murmuró él. Su dedo se deslizó por su mejilla y trazó la línea de su mandíbula. Sabía que su piel tendría aquel tacto. Suave como la leche.
—De ningún sitio en particular —Brooke hizo ademán de tomar su copa, pero la mano de Parks se cerró sobre la suya.
—Todo el mundo es de algún lugar.
—No —contestó ella. Su palma era más dura de lo que había imaginado. Sus dedos, más fuertes. Y su contacto más suave—. Todo el mundo, no.
Parks comprendió por su tono que estaba diciendo la verdad tal y como la veía. Acarició su muñeca con el pulgar y notó que su pulso era rápido, pero firme.
—Háblame de ti.
—¿Qué quieres saber?
—Todo.
Brooke se echó a reír, pero contestó con sinceridad:
—Yo no se lo cuento todo a nadie.
—¿A qué te dedicas?
—¿Cuándo?
Parks debería haberse exasperado, pero se descubrió sonriendo.
—Cuando trabajas, para empezar.
—Pues... hago anuncios —contestó ella con ligereza, consciente de que él pensaría que trabajaba delante de las cámaras. Aquel juego tenía para ella cierto malicioso atractivo.
—Yo voy a hacer uno pronto —repuso él con una mueca—. ¿A ti te gusta?
—No lo haría, si no me gustara.
Parks la miró con los ojos entornados. Luego asintió.
—No, claro.
—Tú no pareces tener muchas ganas de intentarlo —comentó Brooke al tiempo que apartaba discretamente la mano de la de Parks. Había descubierto que el contacto prolongado con su piel le hacía difícil concentrarse, y para ella la concentración era vital.
—No, si tengo que decir tonterías y ponerme la ropa de otro —se puso a juguetear distraídamente con un mechón de su pelo, enrollándoselo en el dedo sin apartar los ojos de los de ella—. Tienes una cara fascinante. Más atractiva que bella. Cuando te vi en las gradas, pensé que parecías una mujer del siglo XVIII. De las que tenían una retahíla de amantes ansiosos.
Brooke profirió una risa suave y se inclinó un poco más hacia él.
—¿Ha sido ése su primer tiro, señor Jones?
El calor de la vela pareció intensificar su perfume. Parks se preguntó si todos los hombres del local lo notaban. Si estaban pendientes de ella.
—No —sus dedos se tensaron un instante sobre su pelo, casi en señal de advertencia—. Cuando lance el primero, no tendrás que preguntar.
Brooke se retiró instintivamente, pero sus ojos mantuvieron su expresión serena y su voz siguió siendo suave.
—Muy bien —decidió grabarle con mujeres. Con sensuales morenas, para añadir contraste—. ¿Montas? —preguntó de pronto.
—¿Que si monto?
—A caballo.
—Sí —respondió con una risa curiosa—. ¿Por qué?
—Por curiosidad. ¿Y practicas el ala delta?
Parks pareció desconcertado, más que divertido.
—Lo tengo prohibido por contrato, igual que el esquí o las carreras de coches —desconfiaba del brillo divertido de los ojos de Brooke—. ¿Puedo saber a qué estás jugando?
—No. ¿Pedimos el postre? —le lanzó una sonrisa radiante de la que él desconfió más aún.
—Claro —Parks hizo una seña al camarero sin dejar de mirarla.
Media hora después, atravesaron el aparcamiento en dirección a su coche.
—¿Siempre comes así? —preguntó él.
—Siempre que tengo ocasión —Brooke se dejó caer en el asiento del copiloto y estiró los brazos por encima de la cabeza con perezosa e impremeditada sensualidad. Si nunca se había trabajado en un restaurante, no podía apreciarse plenamente lo que significaba comer en uno. Había disfrutado de la comida... y de la velada. Tal vez, se dijo, había estado a gusto con Parks porque, después de pasar tres horas juntos, seguían sin conocerse. El misterio añadía una pizca de sabor.
Un par de meses después se conocerían bien. Un director no tenía más remedio que meterse en la piel de sus actores, y eso sería Parks, le gustara o no. Por ahora, Brooke prefería disfrutar del momento, del misterio y de la efímera compañía de un hombre atractivo.
Parks se sentó a su lado y la agarró de la barbilla. Brooke lo miró serenamente a los ojos, con ese toque de humor que empezaba a exasperarlo.
—¿Vas a dejarme saber quién eres?
Era extraño, se dijo Brooke, que interpretara la velada del mismo modo que ella.
—Aún no lo he decidido —contestó con franqueza.
—Vamos a volver a vernos.
Ella le lanzó una sonrisa enigmática.
—Sí.
Parks desconfió de su sonrisa y de la facilidad con que le había dado la razón, y encendió el motor.
No le gustaba darse cuenta de que estaba jugando con él. Como tampoco le gustaba saber que tendría que volver a por más. Había conocido a mujeres muy diversas: desde las sofisticadas y gélidas a las fans efervescentes. Entre ambas había infinitas gradaciones, pero Brooke Gordon no parecía encajar en ninguna de ellas. Poseía al mismo tiempo una sexualidad cargada de arrogancia y una tierna vulnerabilidad. Aunque su primer impulso había sido llevársela a la cama, acababa de descubrir que quería algo más. Quería ir desvelando una a una las capas de su carácter y estudiarlas hasta comprenderla por entero. Hacerle el amor sólo sería parte del descubrimiento.
Circularon en silencio mientras en la radio sonaba una vieja y dulce balada. Brooke había echado la cabeza hacia atrás y levantado la cara hacia las estrellas; por primera vez desde hacía meses, se había relajado por completo en una cita, y no quería analizar el porqué. A Parks no le pareció necesario romper el cómodo silencio poniéndose a hablar, ni caer en las predecidles insinuaciones acerca de cómo le gustaría que acabara la velada. Brooke sabía que no habría un forcejeo en la cuneta, ni una embarazosa discusión cuando llegaran a su puerta. Parks era de fiar, se dijo, y cerró los ojos. Al parecer, las cosas saldrían bastante bien, después de todo. Sus pensamientos comenzaron a deslizarse hacia su agenda del día siguiente.
El movimiento del coche, o su quietud, la despertó. Al abrir los ojos vio que el MG estaba aparcado delante de su casa, con el motor en silencio. Volvió la cabeza y vio a Parks arrellanado en su asiento, mirándola.
—Conduces muy bien —murmuró ella—. No suelo fiarme de la gente hasta el punto de quedarme dormida en su coche.
Él había disfrutado de aquel rato de silencio, mientras la veía dormir. A la luz de la luna, su piel se veía etérea y espectralmente pálida, con un matiz rosado en las mejillas. El viento había revuelto su pelo de tal modo que Parks supo qué aspecto tendría esparcido sobre una almohada, tras una salvaje noche de amor. Tarde o temprano lo vería así, se dijo con decisión. Después de que sus manos lo enmarañaran.
—Ahora eres tú quien me mira fijamente —dijo Brooke. Y él sonrió: no con la sonrisa rápida que ella había llegado a esperar, sino con una sonrisa lenta e inquietante que oscurecía su mirada y la volvía peligrosa.
—Supongo que los dos tendremos que acostumbrarnos.
Inclinándose, abrió la puerta de Brooke. Ella no se tensó, ni se apartó al sentir el roce de su cuerpo. Sencillamente, se quedó mirándolo. Era, se dijo Parks, como si estuviera sopesando cuidadosamente lo que él acababa de decir. Bien, pensó al salir del coche. Esta vez sería ella la que tendría algo en lo que pensar.
—Me gusta este sitio —no la tocó mientras caminaban por el camino que llevaba a su casa, aunque Brooke esperaba que la tomara de la mano o del brazo—. Antes tenía una casa en Malibú.
—¿Ya no la tienes?
—Había demasiada gente —se encogió de hombros cuando subieron los peldaños del porche. Sus pasos resonaron en la noche—. Para vivir fuera de la ciudad, prefiero un sitio donde no tenga que tropezarme constantemente con mi vecino.
—Aquí no tengo ese problema —a su alrededor, los árboles oscuros guardaban silencio. Sólo se oía el borboteo del arroyo y la música incansable de los grillos—. Hay una pareja que vive a unos quinientos metros por allí —Brooke señaló hacia el este—. Unos recién casados que se conocieron en una serie de televisión que fracasó —apoyándose en la puerta, sonrió—. No tenemos problemas para evitarnos —suspiró, soñolienta y relajada—. Gracias por la cena —al ofrecerle la mano, se preguntó si él la aceptaría o si haría caso omiso de ella y la besaría. Esperaba esto último. Incluso se preguntaba con perezosa curiosidad cómo sería sentir la presión de sus labios sobre los suyos.
Parks sabía lo que esperaba, y sus labios lo tentaban, como lo habían tentado desde el primer momento. Pero creía que iba siendo hora de que aquella mujer se llevara una sorpresa. Tomó su mano y se inclinó hacia ella. Vio en sus ojos que aceptaría su beso con seductora reserva. Pero acercó los labios a su mejilla.
Al sentir en la piel el roce de su boca abierta, Brooke le apretó los dedos. Normalmente contemplaba los besos y los abrazos con distancia, como si los viera desde detrás de una cámara. Solía preguntarse desapasionadamente cómo quedarían plasmados en película fotográfica. Ahora no veía nada; sólo sentía. La atravesaban turbulentas oleadas de placer que la obligaban a tensarse. Algo parecía correrle por la piel, a pesar de que Parks no la estaba tocando: sólo la agarraba de la mano, había posado los labios sobre su mejilla. Lentamente, sin apartar la mirada de sus ojos atónitos, Parks pasó a su otra mejilla, moviendo los labios con la misma levedad. Brooke sintió que las olas se alzaban hasta resonar dentro de su cabeza. Oyó un gemido suave sin darse cuenta de que era suyo. El ansia se apoderó de ella. Volvió la boca hacia la de Parks, pero él siguió deslizando los labios por su piel, rozando sus párpados hasta que se cerraron. Embriagada, Brooke dejó que recorriera su cara, que dejara sus labios temblando de expectación... e insatisfechos. Probó su aliento en ellos, sintió su calor cuando pasaron junto a los suyos, pero él besó su barbilla y le dejó sentir allí el contacto provocativo de su lengua.
Los dedos de Brooke se aflojaron entre los suyos. Desconocía la rendición, de modo que no la reconoció. Parks, en cambio, la notó al mordisquear el lóbulo de su oreja. Su cuerpo palpitaba, ansiaba apretarse contra ella, sentir la rendida suavidad que sólo podía ofrecerle una mujer. Sentía en la mejilla el roce de su pelo, tan sedoso y fragante como su piel. Tuvo que hacer un esfuerzo para que sus manos no se hundieran en él, para no apoderarse de la boca que, cálida y desnuda, aguardaba el contacto con la suya. Trazó su oído con la lengua y la sintió estremecerse. Besó su sien lentamente, y luego su frente, camino de su otro oído. La mordisqueó suavemente, dejó que su lengua se deslizara por su piel hasta que la oyó gemir de nuevo.
Pero siguió eludiendo su boca. Apretó los labios contra el pulso que latía en su garganta, refrenó el impulso de seguir más abajo, de sentir, de saborear la sutil elevación de sus pechos bajo la seda negra del vestido. El pulso de Brooke era espasmódico, como el sonido de su respiración. Arriba, en las montañas, un coyote aullaba a la luna.
Una emoción embriagadora se apoderó de Parks. Podía poseerla en ese instante: sentir aquel cuerpo largo y cimbreño bajo el suyo, enredarse en aquella salvaje cabellera. Pero no la poseería por entero. Para eso necesitaba más tiempo.
—Parks... —su nombre salió de sus labios con sonido gutural. Parks se excitó aún más—. Bésame.
Él pegó suavemente los labios a su hombro.
—Te estoy besando.
A Brooke le parecía tener la boca en llamas. Creía conocer el hambre, la había padecido muchas veces en el pasado. Pero nunca había conocido un ansia como aquélla.
—Bésame de verdad.
Parks se apartó lo suficiente para mirarla a los ojos. Ya no brillaban; el deseo los había vuelto opacos. Tenía los labios entreabiertos y el aliento salía tembloroso entre ellos. Parks se inclinó, pero sus labios siguieron a un suspiro de los de ella.
—La próxima vez —susurró.
Y, dando media vuelta, la dejó atónita y expectante.