6
El tercer día en Desire, Nathan despertó presa del pánico. El corazón le latía deprisa, le costaba respirar y tenía el cuerpo cubierto de sudor. Se incorporó en la cama, con los puños cerrados, y recorrió con la mirada las sombras de la habitación.
La débil luz del sol se filtraba por las persianas y dibujaba una jaula sobre la fina alfombra gris.
Diversas imágenes desfilaron por su mente; árboles iluminados por la luna, jirones de niebla, el cuerpo desnudo de una mujer con el pelo oscuro extendido, los ojos muy abiertos, vidriosos.
Fantasmas, se dijo mientras se frotaba los párpados. Los esperaba. Se aferraban a Desire como el musgo a los árboles.
Se levantó y, como un chico que juega a avanzar sin pisar las hendiduras entre las baldosas, caminó por las líneas de sol en dirección al cuarto de baño. Tras correr la alegre cortina rayada, tomó una ducha de agua caliente e imaginó el pánico como una neblina oscura que giraba antes de desaparecer en la rejilla.
Se secó mientras el vapor lo envolvía. Se puso una vieja camiseta y unos pantalones cortos de gimnasia; después, sin afeitarse y con el pelo caído sobre la cara, se encaminó hacia la cocina para calentar agua y prepararse un café instantáneo. Frunció el entrecejo al ver el cazo y el colador que proporcionaban los dueños de la cabaña. En ese momento habría pagado mil dólares por una cafetera. Colocó el cazo en el fogón de una cocina que tenía más años que él y se dirigió a la sala para oír las noticias en la radio. Despotricó al encenderla.
Ni una cafetera ni una televisión decentes, se quejó mientras trataba de sintonizar uno de los tres canales disponibles. Recordó que Kyle y él siempre protestaban por el aparato con que contaban en la cabaña.
«¿Qué podemos ver en este aparato? ¡Es una porquería!», exclamaban.
«No habéis venido aquí para estar todo el santo día con la nariz pegada a la pantalla», replicaba su madre.
Tuvo la impresión de que los colores eran distintos. Creía recordar que el tapizado de los sillones y el sofá era de un tono pastel, en lugar de la tela de figuras geométricas de colores verde, azul y amarillo chillones que ahora los cubría.
El ventilador del techo solía chirriar, y había tenido que engrasarlo; ahora sólo se oía el suave siseo de las paletas.
La larga mesa de comedor era la misma; él y su familia se reunían alrededor de ella para comer, jugar y armar rompecabezas. Él y Kyle eran los encargados de quitarla después de las comidas, y algunas mañanas su padre permanecía sentado ante ella con una taza de café.
Su padre enseñó a él y a Kyle a atrapar luciérnagas con un frasco con la tapa agujereada. La noche fue cálida, la caza vertiginosa. Después Nathan colocó el bote junto a su cama y observó, hasta quedar dormido, cómo los animales parpadeaban y se iluminaban.
A la mañana siguiente todas las luciérnagas que había capturado habían muerto, asfixiadas, porque el libro que había dejado sobre la tapa impidió que el aire penetrara por los orificios. No recordaba haber puesto allí ese gastado ejemplar de Johnny Tremaine. Al ver los insectos muertos se sintió apenado y culpable, de manera que salió de la cabaña y los arrojó al río.
Ese verano no cazó más luciérnagas. Irritado al evocar ese episodio, se alejó del televisor y volvió a la cocina, donde vertió en una taza un chorro de agua hirviendo y una cucharada de café. Salió con ella al porche, protegido por una reja de alambre, para contemplar el río.
Era lógico que los recuerdos surgieran ahora que se encontraba allí. Precisamente había ido por eso, para rememorar ese verano, paso a paso, día por día, así como para decidir qué debía hacer con respecto a los Hathaway. Bebió un sorbo de café e hizo una mueca de desagrado al percibir su sabor amargo, pero como había descubierto que gran parte de la vida era amarga, volvió a beber. Jo Ellen Hathaway. La recordaba como una chica flaca, que solía llevar una coleta casi siempre medio deshecha y tenía un carácter irritable. A los diez años no le interesaban demasiado las chicas, de manera que apenas si le había prestado atención. Sencillamente era una de las hermanas menores de Brian.
Y lo sigue siendo, pensó, y continúa tan delgada. Y por lo visto su genio no ha mejorado. En cambio, la cola de caballo había desaparecido. Decidió que el pelo corto se ajustaba más a la personalidad de Jo, aunque no resaltara la belleza de su rostro. Además lo llevaba descuidado, como si se negara a seguir los dictados de la moda. El color de su cabello semejaba al pelaje de un ciervo salvaje.
Se preguntó a qué obedecerían su palidez y el aspecto de cansancio que ofrecía. No parecía la clase de mujer que se siente destrozada por un fracaso sentimental. En todo caso, algo la hacía sufrir. Sus ojos rebosaban de pena y secretos.
Ahí radica el problema, se dijo Nathan, pues sentía debilidad por las mujeres de mirada triste.
Será mejor que te resistas, se dijo. Preguntarse qué sucedía detrás de esos ojos grandes y tristes le impediría cumplir con sus propósitos. Lo que necesitaba era tiempo y objetividad antes de dar el paso siguiente.
Mientras bebía otro trago de café decidió que se vestiría y caminaría hacia Sanctuary para desayunar. Había llegado el momento de volver, observar y planear; de agitar nuevos fantasmas.
Sin embargo le apetecía quedarse allí, mirar a través del delgado alambre, sentir el aire húmedo, observar cómo el sol absorbía con lentitud la humedad perlada del suelo y rozaba el río como las alas de un hada.
Si aguzaba el oído percibía el ruido del mar, su continuo retumbar. Identificaba sonidos más cercanos, como el canto de las aves, el monótono golpeteo del pico de un pájaro carpintero que trataba de cazar insectos en algún lugar sombrío del bosque. El rocío brillaba como trozos de vidrio sobre las hojas de las palmeras y no había viento que las moviera. Quien eligió este lugar para la cabaña tenía buen criterio, pensó. Era un canto a la soledad, ofrecía un excelente paisaje e intimidad. La estructura de la vivienda era sencilla y funcional: una caja de cedro colocada sobre pilotes, con un porche amplio protegido por una pantalla de alambre y una terraza estrecha abierta al este. Dentro el techo se inclinaba para proporcionar una sensación de espacio. En cada extremo había dos dormitorios y un baño.
Él y Kyle dormían en habitaciones separadas. Como era el mayor, reclamó la más grande. La cama de matrimonio lo hacía sentir adulto y superior. En la puerta colgó un cartel que rezaba: POR FAVOR, LLAME ANTES DE ENTRAR.
Le gustaba quedarse levantado hasta tarde para leer, reflexionar y oír el murmullo de las voces de sus padres y el de la radio. Le encantaba escuchar sus risas. La risita pronta de su madre, la carcajada profunda de su padre, que parecía surgir de la boca del estómago. Eran sonidos familiares en su infancia. Le dolía pensar que nunca volvería a escucharlos.
Un movimiento le llamó la atención. Volvió la cabeza y, donde esperaba encontrar un ciervo, vio un hombre que se deslizaba como la neblina por la orilla del río. Era alto y delgado, de pelo oscuro y corto.
Al notar que se le secaba la garganta, Nathan se obligó a beber un trago de café sin dejar de observar al individuo que se acercaba. De pronto el sol le iluminó la cara.
No era Sam Hathaway. Nathan sonrió al reconocer a Brian. Después de veinte años ambos se habían convertido en hombres.
Brian levantó la mirada, entornó los ojos y escrutó la figura que se hallaba detrás del alambre. Había olvidado que la cabaña estaba alquilada; así pues, a partir de entonces tendría que pasear por la orilla opuesta del río. Consideró oportuno intentar entablar conversación.
—¡Buenos días! —saludó al tiempo que levantaba la mano—. No pretendía molestarle.
—No me molesta. Sólo estaba tomando un pésimo café y mirando el río.
El yanqui, recordó Brian. Un alquiler de seis meses. Recordó que Kate le había aconsejado que se mostrase amable.
—Es un lugar muy agradable. —Brian hundió las manos en los bolsillos con cierta rabia al verse obligado a prescindir de esos momentos de soledad—. ¿Ya se ha instalado?
—Sí. —Nathan vaciló antes de preguntar—: ¿Todavía sigue tratando de cazar el Semental Fantasma?
Brian parpadeó e inclinó la cabeza. El Semental Fantasma formaba parte de una leyenda que se remontaba a los días en que los caballos salvajes moraban en la isla. Se decía que el más grande, un semental negro increíblemente veloz, recorría los bosques. Quien lo apresara, montara y cabalgara vería cumplidos todos sus deseos. Durante la infancia, la mayor ambición de Brian había sido apresar y montar el Semental Fantasma.
—Me mantengo alerta por si lo encuentro —murmuró Brian al tiempo que se acercaba—. ¿Nos conocemos?
—Acampamos juntos una noche, en la orilla opuesta del río, en una tienda llena de parches. Teníamos una soga, un par de linternas y un paquete de Fritos. Recuerdo que por un momento nos pareció oír a un animal galopar y un relincho agudo y salvaje. —Nathan sonrió—. Tal vez lo oímos.
Brian abrió los ojos como platos.
—¿Nate? ¿Nate Delaney? ¡Hijo de puta!
La puerta crujió cuando Nate la abrió.
—Entra, Bri. Te prepararé una taza de café imbebible.
Brian subió por la escalera sonriente.
—Deberías haberme avisado que venías, que habías llegado. —Brian tendió la mano para estrechar la de Nathan—. Mi prima Kate se encarga de las cabañas. ¡Caramba, Nate! Pareces un vagabundo.
Nathan se pasó la mano por la barba sin afeitar.
—Estoy de vacaciones.
—¡Menuda sorpresa! ¡Nate Delaney! —Brian meneó la cabeza—. ¿Qué diablos has hecho durante todos estos años? ¿Cómo está Kyle? ¿Cómo están tus padres?
La sonrisa de Nathan se borró.
—Ya te lo contaré. —Al menos te explicaré una parte, agregó para sus adentros—. Primero te prepararé esa horrible taza de café.
—¡No, por favor! Ven a la casa. Te serviré un café decente, y algo para desayunar.
—Está bien. Espera a que me ponga un par de pantalones y unos zapatos.
—Me cuesta creer que nuestro yanqui haya regresado —comentó Brian mientras Nathan entraba en la cabaña—. ¡Dios mío! Esto me hace retroceder muchos años.
Nathan se volvió para mirarlo.
—Sí, a mí también.
Unos minutos después, sentado al mostrador de la cocina de Sanctuary, Nathan aspiraba el aroma celestial del café y el tocino frito. Observó cómo Brian picaba con gran habilidad unos champiñones y unos pimientos para preparar una tortilla.
—Por lo visto se te da muy bien cocinar.
—¿No has leído el folleto? El restaurante es de cinco estrellas. —Brian colocó una taza delante de Nathan—. Bebe.
Nathan tomó un trago y cerró los ojos con satisfacción.
—Desde hace dos días no pruebo nada más que arena y tal vez eso me haya estropeado el paladar, pero diría que este es el mejor café que se ha preparado jamás en el mundo civilizado.
—No te quepa duda de que así es. ¿Por qué no viniste antes?
—Porque estaba aclimatándome. —Acostumbrándome a los fantasmas, por supuesto, pensó Nathan—. Sin embargo, ahora que he probado tu café, no faltaré nunca.
Brian echó las hortalizas picadas en una sartén para saltearlas y comenzó a rayar queso.
—Espera a saborear la tortilla. ¿A qué te dedicas tú? ¿Acaso eres un rico que puede permitirse el lujo de disfrutar de seis meses de vacaciones?
—He traído trabajo conmigo. Soy arquitecto. Mientras disponga de un ordenador y una mesa de dibujo, puedo trabajar en cualquier parte.
—Arquitecto. —Brian se inclinó sobre el mostrador sin dejar de batir los huevos—. ¿Eres bueno?
—Mis edificios están a la altura de tu café.
—¡Bueno! —Con una risita Brian se volvió hacia la cocina. Con la facilidad que aporta la experiencia, vertió los huevos, colocó el tocino sobre el papel para que desprendiera la grasa y observó los bizcochos que se cocían en el horno—. ¿Y qué tal le va a Kyle? ¿Se ha convertido en un hombre rico y famoso como quería?
Nathan se sintió como si le hubieran asestado una puñalada y en el corazón. Dejó la taza en el mostrador y esperó a que dejaran de temblarle las manos.
—En eso estaba. Ha muerto, Brian. Ocurrió hace un par de meses.
—¡Dios mío, Nathan! —Brian se volvió impresionado por la noticia—. Lo siento.
—Estaba en Europa. Hacía aproximadamente dos años que vivía allí. Estaba navegando por el Mediterráneo en un yate donde ofrecían una especie de fiesta. A Kyle le encantaban las fiestas —murmuró Nathan mientras se frotaba la sien—. La policía llegó a la conclusión de que debió de haber bebido demasiado y se cayó por la borda. Tal vez se golpeó la cabeza. El caso es que desapareció.
—Es muy duro. Lo lamento. —Brian removió el contenido de la sartén—. Perder a un familiar es como si nos arrancaran un trozo de nosotros mismos.
—Sí, así es. —Nathan respiró hondo antes de agregar—: Sucedió pocas semanas después de que murieran mis padres… En un choque de trenes en América del Sur. Papá tenía un contrato de trabajo, y desde que Kyle y yo ingresamos en la universidad mamá siempre viajaba con él. Decía que era como si disfrutaran de una prolongada luna de miel.
—¡Santo Dios, Nate! ¡No sé qué decir!
—No hay nada que decir. —Nate se encogió de hombros—. Al final todo se supera. Supongo que mamá se habría sentido perdida sin papá, y no sé cómo habrían reaccionado ambos ante la muerte de Kyle. Si piensas en que en todo lo que sucede existe un motivo, consigues salir del pozo.
—Sin embargo a veces los motivos son terribles —susurró Brian.
—Por lo general, lo son. En realidad no cambian nada. Me alegro de haber regresado y de verte.
—Nos divertimos mucho ese verano.
—Fue uno de los mejores de mi vida. —Nathan se esforzó por sonreír—. ¿Piensas servirme la tortilla, o quieres hacerte rogar?
—No es necesario que ruegues. —Brian colocó la comida en un plato—. Recuerda, cuando hayas acabado, que los aplausos me alientan.
Nathan tomó un tenedor y comenzó a comer.
—Bueno, ahora cuéntame las últimas aventuras de Brian Hathaway.
—Me temo que no hay mucho que contar. Dirigir la posada me absorbe la mayor parte del tiempo. Ahora recibimos huéspedes durante todo el año. Al parecer, cuanto más frenética es la vida fuera de la isla, mayor es el número de personas que desean huir de ella, por lo menos durante los fines de semana. Aquí los alojamos, los alimentamos y los entretenemos.
—Supongo que eso implica una actividad continua.
—Así sería, fuera de aquí. En la isla todo sigue un ritmo lento.
—¿Tienes mujer, hijos?
—No. ¿Y tú?
—Estuve casado —contestó Nathan con sequedad—, pero decidimos separarnos. No tuvimos hijos. ¿Sabes quién me recibió? Tu hermana Jo Ellen.
—¿En serio? —Brian se acercó con la cafetera para volver a llenar la taza de Nathan—. Llegó hace apenas una semana. Lex también está aquí. Somos una gran familia feliz.
Cuando Brian se volvió, Nathan arqueó las cejas sorprendido por el tono con que había pronunciado la última frase.
—¿Y tu padre?
—Sería imposible sacarlo de Desire aunque la dinamitáramos. Últimamente ni siquiera se desplaza a tierra firme para comprar. Ya lo verás vagando por la isla.
La puerta se abrió, y Lexy entró en la cocina.
—Tenemos un par de madrugadores que desean tomar café. —La muchacha se interrumpió al ver a Nathan. En un gesto automático se echó hacia atrás el cabello, ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa seductora—. Bueno, veo que tenemos compañía. —Se acercó para apoyarse contra el mostrador de tal modo que Nathan percibiera el aroma de Eternity, con el que acababa de perfumarse—. Si Brian le ha permitido adentrarse en sus dominios, debe de ser usted alguien especial.
Nathan miró a Lexy a los ojos y advirtió que eran perspicaces y observadores.
—Brian se ha apiadado de un viejo amigo —replicó Nathan.
—¿En serio? —Le gustaba el aspecto duro de ese hombre y gozaba con la aprobación masculina que se reflejaba en sus ojos—. Bueno, entonces preséntame a tu viejo amigo, Brian. Ignoraba que tuvieras alguno.
—Nathan Delaney —dijo Brian con tono cortante al tiempo que se aproximaba al fogón para tomar la segunda ronda de café recién preparado—. Lexy, mi hermana menor.
—Nathan. —La joven le tendió una mano con las uñas pintadas de un rojo chillón—. Brian todavía me considera una niña con trenzas.
—Es el privilegio de los hermanos mayores. —A Nathan le sorprendió que la mano de esa sirena fuese tan firme—. En realidad yo te recuerdo como una niña con trenzas.
—¿En serio? —Un poco desilusionada porque Nathan no le había retenido la mano, Lex se acodó en el mostrador y se inclinó hacia él—. No puedo creer que te haya olvidado. Por lo general recuerdo a todos los hombres atractivos que han entrado en mi vida.
—Por aquel entonces aún llevabas pañales —intervino Brian con tono sarcástico— y todavía no habías adoptado la pose típica de una mujer fatal. El plato especial del desayuno es tortilla de queso y champiñones —informó sin hacer caso de la mirada maligna que le dirigía su hermana menor.
Lexy consiguió contenerse y esbozó una sonrisa.
—Gracias, encanto —le replicó con un ronroneo mientras cogía la cafetera que él le ofrecía. Luego se volvió hacia Nathan pestañeando—. Espero que te sientas a gusto aquí. A Desire acuden muy pocos hombres interesantes.
En parte porque le parecía tonto privarse del placer y en parte porque sabía que Lex lo deseaba, Nathan observó cómo salía contoneando las caderas. A continuación se volvió hacia Brian con una lenta sonrisa.
—¡Cómo es tu hermana, Bri!
—Le convendría recibir unos buenos azotes. No tiene derecho a tratar así a un desconocido.
—Pues yo he disfrutado con su compañía. —Al ver que Brian se acaloraba, alzó una mano—. No te preocupes por mí, amigo. Esa clase de chicas sólo trae quebraderos de cabeza, y yo ya tengo bastantes. Te aseguro que miraré pero nunca tocaré.
—No es asunto mío —murmuró Brian—. Está decidida no sólo a buscar problemas, sino a encontrarlos.
—Las mujeres como ella por lo general saben salir de los líos en que se meten. —Se volvió al oír que la puerta se abría de nuevo. Esta vez fue Jo quien entró.
En cambio las mujeres como esta, pensó Nathan, sortean las dificultades a base de puñetazos. Se preguntó por qué preferiría esa clase de mujeres y esa clase de métodos.
Al verlo Jo se detuvo y frunció el entrecejo un instante.
—Parece muy cómodo, señor Delaney.
—Es que así me siento, señorita Hathaway.
—Caramba, qué formalidad —comentó Brian mientras buscaba una taza limpia—, sobre todo teniendo en cuenta que una vez la empujaste al río y, cuando trataste de ayudarla, te partió un labio en señal de gratitud.
—¡Yo no la empujé! —Nathan sonrió al advertir que Jo arrugaba la frente de nuevo—. Sencillamente resbaló. En cambio es cierto que me hizo sangrar el labio y me llamó cerdo yanqui.
La imagen afloró a la mente de Jo y cobró nitidez poco a poco. Una tarde calurosa de verano, el contacto con el agua fría, la cabeza sumergida. Y salió nadando.
—¡Eres el hijo del señor David! —Una sensación de calidez invadió su cuerpo. Por un instante sus ojos la delataron, y el pulso de Nathan se detuvo—. ¿Cuál de ellos?
—Nathan, el mayor.
—¡Por supuesto! —Se echó hacia atrás el pelo, no con el estudiado movimiento de seducción de su hermana, sino con distraída impaciencia—. Lo cierto es que me empujaste, y salí sin ayuda de nadie. De todos modos te perdono, porque luego te hinché el labio… y porque debo mucho a tu padre.
A Nathan comenzaron a latirle las sienes.
—¿A mi padre?
—Yo lo seguía como una sombra, lo atormentaba sin piedad haciéndole preguntas sobre fotografía, sobre el funcionamiento de la cámara. ¡Fue tan paciente conmigo! Debí de volverle loco al interrumpir continuamente su trabajo, pero nunca me regañó. Me enseñó mucho, no sólo los conocimientos básicos, sino a mirar y a ver. Supongo que estoy en deuda con él por cada fotografía que he tomado en mi vida.
A Nathan se le revolvió el desayuno en el estómago.
—¿Eres fotógrafa profesional?
—Jo es una fotógrafa importante —dijo con amargura Lexy que acababa de entrar—. La trotamundos J. E. Hathaway, que a medida que avanza hace fotografías de la vida de los demás. Dos tortillas, Brian, con beicon y una salchicha. Los de la habitación 201 ya han bajado a desayunar, señorita viajera; debes hacer las camas.
—Mutis por la izquierda del escenario —murmuró Jo en cuanto Lexy se marchó—. Sí —añadió volviéndose hacia Nathan—, en gran parte soy fotógrafa gracias a David Delaney. De no haber sido por el señor David, tal vez me sentiría tan frustrada y amargada como Lexy. ¿Cómo está tu padre?
—Ha muerto —contestó Nathan mientras se ponía en pie—. Tengo que volver a la cabaña. Gracias por el desayuno, Brian.
Salió a toda velocidad.
—¿Muerto?
—En un accidente —le contó Brian—, hará unos tres meses. Fallecieron su padre y su madre. Y un mes después perdió a su hermano.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jo al tiempo que se pasaba una mano por la cara—. Menuda metedura de pata. Enseguida vuelvo.
Depositó el jarrón sobre el mostrador y se alejó deprisa para reunirse con Nathan.
—¡Nathan! ¡Nathan, espera un minuto! —Lo alcanzó en el camino que cruzaba el jardín—. Lo siento. —Le puso una mano en el brazo para detenerlo—. Lamento mucho haber hablado tanto.
Nathan se esforzó por recuperar la calma, por pensar con claridad.
—Está bien. Lo que ocurre es que todavía no lo he superado.
—Si lo hubiera sabido… —Se interrumpió y se encogió de hombros en un gesto de impotencia, reprochándose su torpeza.
—Pero no lo sabías. —Nathan se relajó un poco y apretó la mano que Jo mantenía en su brazo. Parece tan angustiada, pensó. Y lo único que había hecho era rasguñar sin querer una herida todavía abierta—. No te preocupes.
—Ojalá me hubiera mantenido en contacto con él —agregó ella, pensativa—. Desearía haberle agradecido todo cuanto hizo por mí.
—Déjalo ya —masculló al tiempo que la miraba con una expresión de fiereza y frialdad—. Dar las gracias a alguien por lo que has llegado a ser en la vida es lo mismo que culpar a alguien por lo que no has conseguido. Todos somos responsables de nuestro destino.
Jo retrocedió un paso con cierta turbación.
—Es cierto, pero algunas personas influyen en el camino que tomamos.
—Entonces es extraño que los dos estemos de nuevo aquí, ¿no te parece? —Miró hacia Sanctuary, cuyas ventanas brillaban al sol—. ¿Por qué has regresado, Jo?
—Es mi hogar.
Nathan observó la palidez de su rostro, los ojos llenos de dolor.
—¿Y este es el lugar adónde vuelves cuando te sientes perdida e infeliz?
Jo cruzó los brazos sobre el pecho, como si tuviera frío. Por lo general era ella quien observaba, no le gustaba que la escrutaran y la comprendieran con tanta facilidad.
—Es donde uno se refugia.
—Por lo visto hemos decidido volver al mismo tiempo. ¿Por obra del destino? Me pregunto si habrá sido el destino o el azar. —Nathan sonrió mientras trataba de convencerse de que se debía a la casualidad.
—Pura coincidencia. —Lo prefería—. ¿Por qué has vuelto?
—¡Ojalá lo supiera! —Exhaló una bocanada de aire al tiempo que la contemplaba. Quería borrar el dolor y la preocupación que traicionaban sus ojos, oírla reír. De repente tuvo la seguridad de que eso le aliviaría a él también—. En todo caso, ya que estoy aquí, ¿por qué no me acompañas hasta la cabaña?
—Conoces el camino.
—Me resultaría más agradable andar acompañado. Contigo.
—No me apetece.
—Pues a mí sí. —Su sonrisa se hizo más amplia cuando tendió la mano para colocarle un mechón de pelo detrás de la oreja—. Será divertido ver quién consigue arrojar al otro al río.
Los hombres no flirteaban con ella. Jamás. O por lo menos ella nunca lo había notado. El hecho de que él tratara de seducirla, y ella lo notara, la irritó sobremanera. La famosa arruga de la frente de los Pendleton se formó en su rostro.
—Tengo mucho trabajo.
—Es cierto. Has de cambiar las sábanas de la habitación 201. Nos veremos, Jo Ellen.
Jo observó cómo se alejaba al tiempo que meneaba la cabeza para que el cabello volviera a cubrirle las orejas. A continuación se encogió de hombros como si tratara de evitar una caricia indeseable. De todos modos hubo de admitir que aquel hombre le interesaba más de lo que hubiera querido.