17
Kirby tomó la temperatura a Yancy Brodie, mientras la madre del pequeño la observaba con ansiedad.
—Anoche apenas durmió, doctora Kirby. Le di Tylenol, pero esta mañana volvió a aumentarle la fiebre. Jerry estaba muy preocupado cuando salió a pescar antes del amanecer.
—No me encuentro bien —dijo Yancy con tono quejumbroso mientras miraba a Kirby—. Mi mamá me ha dicho que usted me curaría.
La doctora acarició el cabello rubio del niño, que tenía cuatro años.
—¿Fuiste hace un par de semanas a la fiesta de cumpleaños de Betsy Pendleton, Yancy?
—Sí, había helados y tortas, y gané un premio en un juego. —El chiquillo apoyó la cabeza sobre el brazo de Kirby—. No me encuentro bien.
—Ya lo sé. Te diré algo: Betsy tampoco se encuentra bien, ni Brandon ni Peggy Lee. Los cuatro tenéis varicela.
—¿Varicela? ¡Pero si no tiene manchas!
—Ya saldrán. —Había notado un principio de sarpullido en los brazos del niño—. Cuando empiece a picar, tendrás que procurar no rascarte. Tu madre te aplicara una loción para aliviar la comezón. Annie, ¿Jerry y tu habéis tenido alguna vez la varicela?
—Sí, los dos. —Annie lanzó un largo suspiro—. Jerry me la contagió cuando éramos pequeños.
—Entonces es probable que no vuelvas a contraerla. En este momento Yancy está incubándola, de modo que no debe estar en contacto con otros chicos o adultos que no la hayan pasado. Estás en cuarentena, muchacho —añadió al tiempo que le tocaba la nariz con el dedo—. Los baños tibios lo aliviarán cuando comience el sarpullido y deberá tomar medicación tanto tópica como por vía oral. Aquí sólo tengo algunas muestras, de manera que haré unas recetas para que Jerry compre los fármacos en tierra firme. Sigue dándole Tylenol para que le baje la fiebre. Dentro de algunos días lo visitaré para ver cómo evoluciona. —Al advertir la expresión de angustia de Annie, Kirby sonrió—. Tu hijo se recuperará, Annie. A los tres os esperan un par de semanas duras, pero no creo que surjan complicaciones.
—Es que… ¿podría hablar con usted a solas?
—Por supuesto. Mira, Yancy. —Kirby se quitó el estetoscopio y se lo puso al pequeño—. ¿Quieres oír los latidos de tu corazón? —Le colocó los auriculares en su lugar y le guio la mano sobre el pecho. Los ojos cansados del chico se iluminaron—. Escúchalo mientras yo converso con tu mamá.
Condujo a Annie al vestíbulo y dejó abierta la puerta del consultorio.
—Yancy es un chico fuerte, saludable y completamente normal. No debes preocuparte por nada. La varicela es una enfermedad irritante, pero pocas veces presenta complicaciones.
—No se trata de eso… —Se mordió el labio—. Hace un par de días me hice una prueba de embarazo y dio positiva.
—Comprendo. ¿No quieres tener otro hijo, Annie?
—Sí. Hace casi un año que Jerry y yo nos planteamos tener otro… ¿No habrá peligro? ¿El bebé no enfermará?
La exposición al virus durante los primeros tres meses de embarazo implicaba un pequeño riesgo.
—Según dijiste, contrajiste la varicela de niña.
—Sí, mamá me puso guantes de algodón para evitar que me rascara.
—Es muy poco probable que vuelvas a padecerla. —Si llegara a suceder, pensó Kirby con preocupación, tratarían de solucionar el problema—. Aun en el caso de que Yancy te contagiara, el bebé no sufriría ningún daño. ¿Qué te parece si te realizo un análisis de embarazo para confirmarlo? Además te examinaré para determinar de cuánto tiempo estás.
—Me sentiría mucho mejor.
—Muy bien. ¿Quién es tu ginecólogo habitual?
—Yancy nació en una clínica de Savannah. Ahora me gustaría que usted se ocupara de todo.
—Bueno, ya hablaremos de eso. Irene Verdon está en la sala de espera. Le pediré que vigile a Yancy durante unos minutos. Después, cuando volváis a casa, tu hijo y tú debéis descansar. Lo necesitáis.
—Confío en usted, doctora Kirby. —Annie se llevó la mano al vientre.
A la una de la tarde, Kirby había diagnosticado dos casos más de varicela, enyesado un dedo roto y tratado un caso de infección de la vejiga. Disponía de treinta minutos antes de que llegara el siguiente paciente para comer y descansar.
De pronto la puerta del consultorio se abrió. Kirby reprimió un grito. Era un forastero. Conocía a todos los habitantes de la isla, y ese no era uno de ellos. Lo clasificó enseguida como veraneante, una de esas personas que acudían de vez en cuando a la isla en busca de sol y de mar.
El pelo, muy rubio, le llegaba hasta los hombros, tenía el rostro bronceado. Llevaba unos tejanos cortados, una camisa y gafas oscuras. Debía de rondar los treinta, calculó Kirby, que dirigió una sonrisa al desconocido.
—¿He venido al lugar correcto? Me dijeron que aquí había un médico.
—Soy la doctora Kirby Fitzsimmons. ¿Qué puedo hacer por usted?
—No he pedido hora. No sé si podrá atenderme ahora. —Miró el bocadillo que Kirby estaba comiendo.
—Claro que sí. ¿Qué le ocurre?
—Sólo es esto… —Se encogió de hombros y le tendió una mano. En la palma tenía una quemadura, una raya colorada llena de ampollas.
—No tiene buen aspecto. —En un movimiento automático, Kirby se adelantó y la cogió para examinarla.
—La cafetera estaba caliente y, como un imbécil, la cogí para retirarla del fuego. Estoy en el campamento. Cuando pregunté al chico de recepción dónde podía comprar alguna pomada para curarme, me aconsejó que acudiera a usted.
—Pasemos al consultorio. Desinfectaré la herida y luego la vendaré.
—Le he interrumpido el almuerzo.
—Son gajes del oficio. De modo que está en el camping —dijo Kirby mientras lo guiaba al consultorio.
—Sí, planeaba ir a los cayos para trabajar un poco. Soy pintor.
—¿Ah, sí? —Se sentó en la silla que ella le indicó y se miró la palma—. Supongo que con esto no podré hacer nada durante un par de semanas.
—Sí, a menos que sepa pintar con la mano izquierda —replicó Kirby con una sonrisa mientras se lavaba y se enfundaba un par de guantes.
—De todos modos me apetecía prolongar mi estancia aquí. Es un lugar fantástico. —Hizo una mueca cuando la doctora procedió a limpiarle la quemadura—. ¡Ostras, cómo duele!
—Ya lo sé. Le aconsejo que tome aspirinas y compre una manopla para que no vuelve a sucederle.
Él lanzó una risita y apretó los dientes para soportar el dolor.
—Es una suerte que haya un médico en la isla. Estas quemaduras pueden infectarse, ¿verdad?
—Mmm. Evitaremos que eso ocurra. ¿Qué pinta?
—Cualquier cosa que me impresione. —Sonrió mientras disfrutaba del perfume de Kirby y admiraba su dorada cabellera—. ¿Le gustaría posar para mí?
Ella rio al tiempo que sacaba un ungüento de un cajón.
—Creo que no; gracias de todos modos.
—Tiene una cara preciosa. Los retratos de mujeres hermosas me salen muy bien.
Kirby levantó la mirada. Los ojos de su paciente quedaban ocultos tras las gafas de sol. Aunque su sonrisa era amplia y afable, había algo en ella que le inquietó. Debía andarse con cuidado; estaba sola con un forastero, que la observaba con demasiado interés.
—No me cabe duda, pero me temo que no tengo tiempo. Como soy el único médico de la isla, estoy bastante ocupada. —Inclinó la cabeza para aplicar la crema.
¡Eres tonta!, se reprochó. Mi reacción es ridícula. Ese hombre tenía una quemadura de segundo grado en la mano y permitía que una desconocida se la tratara. Y era pintor. Era natural que la observara.
—Si cambia de opinión, avíseme; creo que me quedaré algún tiempo. ¡Caramba! Me siento mucho mejor. —Exhaló una gran bocanada de aire.
Kirby percibió que relajaba la mano en la suya y le ofreció una sonrisa comprensiva.
—Para eso estamos. Procure no mojarse la mano; cuando se duche, cúbrala con una bolsa de plástico y durante una semana tendrá que abstenerse de bañarse en el mar. Hay que cambiar el vendaje cada día; si no encuentra a nadie en el campamento que pueda ayudarle, venga y lo haré yo.
—Se lo agradezco. Tiene buena mano, doctora —le agregó mientras ella le vendaba.
—Eso dicen.
—No; no me refiero a que sea un médico competente, sino a que tiene manos de artista, de ángel —agregó sonriente—. Me encantaría dibujarlas.
—Ya hablaremos de ello cuando esté en condiciones de sostener un lápiz. —Se puso en pie—. Le entregaré un tubo de ungüento. Vuelva dentro de dos días, si continúa en la isla; de lo contrario, acuda a otro doctor para que le examine la quemadura.
—Está bien. ¿Cuánto le debo?
—¿Tiene seguro médico?
—No.
—Veinticinco por la visita y diez por los remedios.
—Muy bien. —Se levantó y, con la mano izquierda, sacó la billetera del bolsillo trasero del pantalón. Con dificultad extrajo los billetes con los dedos de la mano herida—. Supongo que tardaré en acostumbrarme al vendaje.
—Sin duda en el campamento le ayudarán siempre que lo pida. Los habitantes de esta isla son muy amables.
—Ya lo he notado.
El hombre cambió de postura y Kirby volvió a inquietarse.
—Escuche, si pasa por el campamento, venga a verme; le mostraré mi obra y tal vez podríamos…
—¡Kirby! ¿Estás aquí?
La doctora se sintió aliviada.
—Sí, Brian. Estoy con un paciente. —Se volvió hacia el desconocido—. No olvide que debe mantener seco el vendaje —añadió con sequedad mientras se quitaba los guantes—, y aplíquese una buena cantidad de ungüento.
—Como usted mande, doctora. —Salió del consultorio y arqueó una ceja al ver que en la cocina esperaba un hombre con la mano izquierda envuelta en un trapo ensangrentado—. Parece que se ha herido.
—¡Muy observador! —replicó Brian con sequedad y miró la mano vendada del forastero—. Por lo visto no soy el único.
—La doctora tiene mucho trabajo hoy.
—La doctora —dijo Kirby al entrar en la cocina— no ha tenido ni cinco minutos para… ¡Brian! ¿Qué te ha ocurrido?
Sobresaltada, se acercó a él, le tomó la muñeca y se apresuró a retirar el trapo que le cubría la mano.
—El maldito cuchillo se me resbaló. Estoy ensuciando el suelo de sangre.
—¡Oh, cierra la boca! —Examinó el corte, largo y profundo, pero por fortuna no revestía gravedad—. Tendré que coser la herida.
—No.
—Sí. Habrá que dar unos diez puntos.
—Mira, sólo quiero que me vendes para que pueda volver a trabajar.
—Cierra la boca —repitió ella con mal humor—. Tendrá que disculparme, yo… —Dio media vuelta para hablar con el desconocido y frunció el entrecejo—. Por lo visto se ha marchado. Pasa al consultorio.
—Me niego a que cosas la herida. Sólo he venido porque Lexy y Kate se pusieron muy nerviosas al ver que me había cortado, lo que no me habría sucedido si Lexy no se hubiera dedicado a incordiarme. Sólo pretendo que desinfectes la herida y la vendes.
—Deja de actuar como un niño. —Lo tomó del brazo con firmeza y lo condujo al consultorio—. Siéntate y pórtate bien. ¿Cuándo fue la última vez que te vacunaste contra el tétanos?
—Escucha…
—Deduzco que hace mucho tiempo. —Se lavó con rapidez, colocó el instrumental necesario en una bandeja de acero inoxidable, cogió un frasco de antiséptico y se sentó delante de Brian—. Después nos encargaremos de eso. De momento te desinfectaré el corte antes de aplicarte una anestesia local.
Brian notaba que la herida le palpitaba al mismo ritmo que el corazón.
—¿Para qué?
—Para insensibilizar la zona y coserte la herida sin provocarte dolor.
—Es evidente que te encantan las agujas.
—Mueve los dedos. Muy bien. No se ha dañado ningún tendón. ¿Te asustan las inyecciones, Brian?
—No, por supuesto que no. —No obstante, al ver que ella cogía una jeringa palideció—. Sí, me asustan. ¡Maldita sea, Kirby! ¡Mantén alejada esa cosa!
En lugar de reír, como él suponía que haría, la mujer lo miró con seriedad.
—Respira hondo, expulsa el aire, después vuelve a inspirar y mira ese cuadro al tiempo que cuentas las respiraciones. Uno, dos, tres. Ya está. No es más que un pequeño pinchazo —murmuró mientras deslizaba la aguja bajo la piel—. Sigue contando.
—Bueno, está bien. —Brian notó cómo el sudor le resbalaba por la espalda y clavó la mirada en la acuarela de lirios silvestres—. Este es un momento perfecto para que hagas algún comentario sarcástico.
—Trabajé en una unidad de urgencias durante un año. Durante ese período tuve que atender a personas con heridas de bala, cuchilladas, que habían sufrido accidentes de automóvil… Nunca me dejé llevar por el pánico. En cambio, hace unos minutos cuando vi cómo tu sangre caía sobre el suelo de la cocina, me asusté de verdad.
Brian apartó la vista del cuadro para posarla en sus ojos.
—Lo limpiaré.
—¡No seas imbécil!
—Te quiero —declaró Brian al tiempo que le acariciaba la mano—. Te quiero mucho. ¿Cómo diablos nos ha sucedido?
—No lo sé. ¿Qué debemos hacer al respecto?
—Es muy probable que no dé resultado, ¿sabes?
—No. —Prosiguió con la sutura—. Es probable que no. No muevas la mano, Brian.
Vio cómo introducía la aguja bajo su piel, y se le revolvió el estómago. Respiró hondo al tiempo que fijaba la mirada en el cuadro.
—No te preocupes por hacer un trabajo perfecto —comentó—. Sólo te pido que sea rápido.
—Soy famosa por mis pequeñas puntadas femeninas. Procura relajarte y controlar la respiración.
Brian supuso que luego se avergonzaría si se desmayaba delante de ella, de manera que trató de obedecer.
—No es que me den miedo las agujas; sencillamente no me gustan.
—Es una fobia muy común.
—No se trata de una fobia, en mi caso; lo que sucede es que no me gusta que me las claven.
Kirby mantuvo la cabeza, inclinada para evitar que la viera sonreír.
—Muy comprensible. ¿Con qué te incordiaba Lexy?
—Con lo habitual. Con todo. —Notó un leve tirón cuando la doctora unió los bordes de la herida—. Soy una persona insensible, no la quiero… bien no quiero ni a ella ni a nadie… No la comprendo, nadie la comprende. Si yo fuera un buen hermano, le prestaría cinco mil dólares para que regresara a Nueva York y se convirtiera en una estrella.
—Creí que había decidido pasar aquí el verano.
—Por lo visto discutió con Giff, y como no se ha arrastrado detrás de ella, está furiosa. ¿Falta poco para que termines?
—Ya he hecho la mitad —contestó con paciencia.
—La mitad. ¡Estupendo! ¡Maravilloso! —De nuevo se le revolvió el estómago. Más valía pensar en otra cosa—. ¿Quién era ese veraneante a quien atendías cuando llegué?
—¡Ah, el veraneante! Se quemó la palma de la mano con una cafetera. Dice que es artista y que desea viajar a los cayos. Tal vez se quede en el campamento algún tiempo. No me dijo cómo se llamaba.
—¿Qué clase de artista?
—Creo que es pintor. Me pidió que posara para él. ¡Maldita sea! ¡No te muevas! —exclamó cuando la mano de Brian se estremeció.
—¿Y qué le dijiste?
—Que me halagaba, que muchas gracias, pero que no tenía tiempo. El tipo me ponía nerviosa.
Brian le aferró el hombro con la mano libre.
—Sólo faltan un par de puntadas —exclamó Kirby tras mascullar una maldición.
—¿Te tocó?
—¿Qué? —Advirtió que los ojos de Brian no reflejaban dolor o miedo, sino furia, lo que la satisfizo—. ¡Por supuesto, Brian! En un arrebato de lujuria, consiguió arrojarme al suelo con una sola mano y me desnudó.
Brian le clavó los dedos en el hombro.
—No vengas con tonterías. ¿Te puso las manos encima?
—No; por supuesto que no. Me sentí inquieta al principio porque estábamos solos en el consultorio y se mostraba demasiado interesado. Después resultó que sólo quería dibujar mis manos; manos de ángel, según dijo. Ahora estate quieto o estropearás mi obra y te quedará una fea cicatriz. De todos modos tus celos me halagan.
—No estoy celoso. —Retiró la mano del hombro de Kirby—. Lo que ocurre es que no me gusta que un veraneante te moleste.
—No me molestó, y si lo hubiera hecho, habría sabido apañármelas. Sólo queda una puntada. —Hincó la aguja, anudó el hilo de la sutura, lo cortó y observó con detenimiento la costura—. Un buen trabajo, y no es porque lo diga yo. —Se puso en pie para preparar la vacuna antitetánica.
—¿Cómo telas hubieras apañado?
—¿Cuándo? ¡Ah! Seguimos hablando de ese tipo, ¿verdad? Con un amable rechazo.
—¿Y si eso no hubiera dado resultado?
—Un buen apretón en la quemadura, y el individuo hubiera caído al suelo aullando de dolor.
Cuando Kirby se volvió, con la jeringa a la espalda, advirtió que Brian sonreía.
—No me cabe duda de que lo habrías hecho.
—¡Por supuesto! Una vez aplaqué los ardores de un paciente excitado apretándole la laringe. El sujeto dejó de inmediato de hacernos propuestas obscenas a mí y a las enfermeras. Ahora te sugiero que mires los lirios, Brian.
—¿Qué tienes detrás de la espalda? —preguntó pálido como el papel.
—Te aconsejo que mires los lirios.
—¡Oh, Dios mío! —Volvió la cabeza y al instante lanzó un grito al tiempo que trataba de liberar la mano.
—Brian, sólo te he aplicado un poco de alcohol en el brazo. Tranquilízate, en diez segundos todo habrá terminado. Sentirás un pinchazo.
—¿Un pinchazo? —masculló.
—Bueno, ya está. —Le colocó un poco de algodón y un esparadrapo. Acto seguido se sentó para vendarle la mano—. Debes mantener seco el vendaje. Te lo cambiaré cuando sea necesario, y dentro de diez o quince días retiraremos los puntos.
—Qué divertido, ¿no?
—Toma. —Hundió la mano en el bolsillo de la bata para extraer un caramelo que le ofreció—. Por haberte portado tan bien.
—Reconozco los sarcasmos. De todas formas me comeré el caramelo.
Kirby quitó el envoltorio y se lo introdujo en la boca.
—Toma un par de aspirinas —aconsejó—. El efecto de la anestesia local desaparecerá pronto y entonces empezará el dolor. Más vale que te adelantes para evitar luchar contra él.
—¿No vas a besarme la herida?
—Supongo que sí. —Le levantó la mano y apoyó los labios con suavidad sobre el vendaje—. Te aconsejo que seas más cuidadoso con los instrumentos de cocina. Me gustan tus manos tal como son.
—Entonces supongo que no te opondrás a que venga esta noche, te arroje al suelo con una sola mano y te quite la ropa.
—No; no me opongo en absoluto. —Se inclinó hasta que los labios de ambos se encontraron—. Cuanto antes, mejor.
Brian miró la camilla y sonrió con picardía.
—Bien, ya que estoy aquí, tal vez deberías someterme a un examen físico completo. Hace un par de años que no me realizan una revisión. Quédate con el estetoscopio si quieres, pero sólo con el estetoscopio.
—La doctora acepta —repuso Kirby con tono salaz. Sin embargo regresó a la realidad al oír que se abría la puerta—. Me temo que tendremos que posponerlo hasta la noche. —Retrocedió y retiró la bandeja con el instrumental—. Durante la mañana he atendido varios casos de varicela y acaba de llegar mi próximo paciente.
Brian no quería marcharse. Deseaba quedarse allí sentado, observándola. Así pues decidió ganar un poco más de tiempo.
—¿Quién tiene varicela?
—Calculo que diez de mis pacientes. Ya han acudido siete y vendrán más. —Miró alrededor—. ¿Tú la has pasado?
—Sí, los tres la contrajimos a la vez. Creo que yo tenía unos nueve años, de modo que Jo debía de tener seis, y Lexy tres.
—Debió de ser divertido.
—Pasados los primeros dos días, no fue tan terrible. Mi padre nos trajo de tierra firme una caja muy grande con libros de dibujo, lápices de colores, muñecas Barbie y coches de juguete. —Se encogió de hombros antes de agregar—: Supongo que sólo pretendía mantenernos ocupados.
Y proporcionar cierta tranquilidad a tu madre, pensó Kirby.
—Sin duda cuidar de tres chicos enfermos debe de ser bastante difícil. Considero que tu padre tuvo una gran idea.
—Sí, creo que papá y mamá superaron la situación juntos. Yo solía pensar que siempre hacían todo juntos, hasta que ella se marchó. —No le apetecía hurgar en el pasado, de modo que se puso en pie—. No te entretendré más. Gracias por todo.
Al advertir que Brian se había entristecido, Kirby le tomó la cara entre las manos y le besó con suavidad.
—Te enviaré la factura. Sin embargo el examen físico de que hablamos lo haré gratis.
Consiguió que sonriera.
—Estupendo.
Se encaminó hacia la puerta. No miró hacia atrás, y las palabras surgieron de su boca antes de que tuviera tiempo de considerarlas.
—Creo que me estoy enamorando de ti, Kirby. Tampoco sé qué vamos a hacer al respecto.
Cuando se hubo marchado, Kirby se sentó y decidió que el próximo paciente no tendría más remedio que esperar un poco, hasta que la doctora recobrara el aliento.
Al caer la tarde Kirby paseaba por la playa con la intención de tranquilizarse y reflexionar antes de que llegara Brian.
La quería. No, cree que me quiere, se corrigió. Era completamente distinto. Sin embargo, jamás había esperado que eso ocurriera, y ahora tenía miedo.
Caminó hasta la orilla y la espuma le cubrió los tobillos. La ola, al retirarse, la hizo tambalearse. Es la misma sensación que me provoca Brian, pensó; la leve y excitante falta de equilibrio, la impresión de que el suelo se mueve bajo mis pies por más que los plante con firmeza.
Lo había deseado durante mucho tiempo y se había esforzado por destruir las defensas de Brian hasta que al final consiguió ganar la batalla. No obstante de pronto comprendía que la apuesta era mucho más alta de lo que ella había sospechado.
Siempre elegía con especial cuidado sus relaciones personales, y escogió a Brian Hathaway, pero en algún momento las circunstancias habían cambiado.
A diferencia de ella, Brian no hablaba de amor con ligereza. Si ella pronunciaba esas palabras, debía ser sincera y, si era sincera, tendría que construir sobre ellas. Las palabras no eran más que la piedra fundamental.
Hogar, familia, estabilidad… Había de decidir si le interesaba incorporar esos elementos a su vida y compartirlos con Brian. Luego tendría que convencerle de que él también los quería, y no sería sencillo dadas las heridas y cicatrices de su infancia.
Levantó la cara al viento. Sin embargo, ¿no lo había decidido ya? ¿No había comprendido al verlo sangrar, cuando el miedo arrinconó su calma profesional, que lo que sentía por él era mucho más que simple lujuria?
Con todo, tenía miedo de equivocarse, de comprometerse. Más vale ir despacio, pensó, para no tropezar. Era capaz de superar cualquier contratiempo si conservaba la calma y la mente clara, y no cabía duda de que ante un paso tan importante debía actuar con prudencia y la cabeza fría.
Cuando se encaminaba hacia su casa, captó un resplandor en las dunas y frunció el entrecejo. La segunda vez que lo distinguió dedujo que lo producía el sol al reflejarse en un objeto de vidrio. Prismáticos, pensó con un estremecimiento. Levantó una mano para protegerse los ojos y vislumbró una figura. A esa distancia era imposible discernir si se trataba de un hombre o una mujer. Apretó el paso con el deseo de refugiarse cuanto antes en su cabaña. Aunque trató de persuadirse de que no debía inquietarse, que se trataba de alguien que deseaba contemplar la puesta de sol, no consiguió vencer la sensación de que la espiaban, estudiaban y caminó deprisa hasta su casa.
Le había visto, lo que resultaba de lo más excitante. Su mera presencia la había asustado. Lanzó una risita suave y al tiempo que continuaba enfocando a Kirby con el teleobjetivo y apretaba el obturador.
Era una mujer imponente. Había disfrutado observando sus curvas mientras el viento le pegaba la camisa y los pantalones al cuerpo. Los rayos del sol doraban aún más su cabello. Se alegró de haber usado un carrete de color esa vez.
¡Ah! Y la expresión de sus ojos al reparar en él. Con el teleobjetivo había captado incluso cómo se le dilataban las pupilas. Sus preciosos ojos verdes armonizaban con su pelo rubio.
Se preguntó qué sabor tendrían sus pechos.
Debe de ser lujuriosa, conjeturó mientras le tomaba más fotografías antes de que desapareciera detrás de las dunas. Las mujeres menudas y delicadas solían serlo. Supuso que la doctora debía de creer que lo sabía todo sobre anatomía, pero sin duda él podía enseñarle algunas cosas.
Recordó una frase del diario que descubría a la perfección ese momento y su estado de ánimo; el pasaje se refería a la violación de Annabelle.
«Experimenté y me permití una libertad total para hacerle cosas que jamás habría hecho con otra mujer. Ella sollozaba, las lágrimas le empapaban las mejillas y le humedecían la mordaza. La tomé una y otra vez. No podía detenerme. No era sexo, ya ni siquiera era una violación.
»Era un poder insoportable».
Sí, era el poder al que aspiraba, un poder total que no había conseguido con Ginny, porque esta era una puta, no un ángel. Al elegirla cometió un error.
Si decidía… si decidía que necesitaba más práctica antes del evento principal, Kirby, con sus preciosos ojos y sus manos de ángel, sería un sujeto perfecto. Sin duda le brindaría el resultado apetecido.
Debo reflexionar al respecto, se dijo. Entretanto, acudiría a Sanctuary para ver si Jo Ellen había salido y andaba por los alrededores.
Debía recordarle que pensaba en ella.