11
Por primera vez en semanas, Jo despertó descansada y con hambre. Se sentía casi feliz. Kate tenía razón, decidió mientras se mesaba el cabello. Le habían sentado bien esa salida nocturna, la música, relacionarse con otras personas… y unas horas en compañía de un hombre que por lo visto la consideraba atractiva. Jo pensó que comenzaba a disfrutar en compañía de Nathan.
Pasó ante la puerta del cuarto oscuro y por una vez no pensó en el sobre lleno de fotografías que había escondido en un archivo. Y por primera vez tampoco pensó en Annabelle.
En lugar de eso, consideró la posibilidad de pasear junto al río con la esperanza de toparse con Nathan, por casualidad. Empiezo a parecerme a Ginny, pensó con una carcajada; como ella, planeo la forma de conseguir que un hombre se fije en mí. Si a Ginny le daba resultado, tal vez también le funcionara a ella. ¿Qué había de malo en coquetear con un hombre que le atraía, que la excitaba?
Se detuvo en la escalera, absorta en sus reflexiones. Era evidente que Nathan la excitaba; le encantaban la atención que le prestaba, su manera de tomarle la mano, el modo en que le mantenía la mirada, la forma dulce y confiada en que la había besado, en realidad un mero tanteo; probó, aprobó y se retiró, como si supiera que tendría más oportunidades de hacerlo en el momento y el lugar que eligiera.
Debería enfurecerme, pensó. Es un machista y un arrogante. Sin embargo le resultaba atractivo. Se preguntó si disponía de la habilidad para participar en el juego de la seducción. Sonrió y siguió bajando por la escalera. Sospechaba que tal vez conseguiría sorprender a Nathan Delaney, y a sí misma.
—No me importaría ir, Sam, pero esta mañana tengo mucho trabajo aquí. —Kate volvió la cabeza cuando Jo entró en la cocina. Se atusó el pelo y le dirigió una sonrisa—. Buenos días, querida. Has madrugado.
—Por lo visto no soy la única. —Mientras se acercaba a la cafetera, miró a su padre, que se apoyaba contra el marco de la puerta. Era evidente que deseaba huir—. ¿Ocurre algo? —preguntó Jo con escaso interés.
—Sólo un pequeño problema. Hoy llegarán nuevos clientes. Ha telefoneado una familia que desea marcharse para decir que en la recepción del campamento no hay nadie a quien puedan abonar la cuenta.
—¿Ginny no está allí?
—No atiende al teléfono, ni en el campamento ni en su casa. Supongo que se habrá quedado dormida. —Kate sonrió—. O que estará en alguna otra parte. Sospecho que la fiesta de anoche se prolongaría hasta muy tarde.
—Todavía estaba en su apogeo cuando me marché, alrededor de la medianoche. —Jo frunció el entrecejo mientras trataba de recordar si había visto a Ginny antes de regresar a Sanctuary.
—Si esa chica hubiera dormido en su cama, como Dios manda, habría llegado a tiempo a su trabajo —agregó Sam.
—Sabes muy bien que esta conducta no es propia de Ginny, Sam. Es una chica digna de confianza. —Con expresión preocupada, Kate consultó el reloj—. Tal vez no se encuentra bien.
—Supongo que no, teniendo en cuenta lo mucho que bebió anoche.
—Eso nos pasa a todos de vez en cuando —replicó Kate con cierta irritación—. Además, no es asunto nuestro. El problema es que hay gente esperando para salir del campamento y pronto llegarán más clientes. No puedo salir de aquí esta mañana y, aunque pudiera, no sé montar tiendas de campaña, de modo que tendrás que renunciar a un par de tus valiosas horas para encargarte del asunto.
Sam la miró parpadeando. Antaño Kate no solía hablarle en ese tono. Como lo que más le importaba en el mundo era vivir en paz, se encogió de hombros.
—De acuerdo, iré allí —decidió.
—Jo te acompañará —dijo Kate. Padre e hija la miraron con perplejidad—. Tal vez necesites ayuda. —Si los obligaba a permanecer juntos una mañana entera, tal vez se animaran a charlar—. Una vez allí, Jo, ve a casa de Ginny para averiguar qué le pasa. Tal vez se le ha averiado el teléfono o no se encuentra bien. Estoy preocupada por ella.
Jo se colgó la cámara del hombro con resignación al ver desbaratados sus planes.
—Por supuesto.
—Por favor, avisadme cuando todo esté en orden —pidió Kate mientras los acompañaba hasta la puerta—. No te preocupes por las tareas de la casa, Jo; Lexy y yo nos arreglaremos.
Kate sonrió al ver que se alejaban y se frotó las manos feliz. Ahí van, pensó. Ahora no tendrán más remedio que estar juntos.
Jo se instaló en el asiento del pasajero del viejo Blazer de su padre y se ciñó el cinturón de seguridad. El interior del vehículo olía a su padre; a arena, mar y vegetación. El motor arrancó en el acto y comenzó a ronronear. Sam nunca descuida lo que le pertenece, pensó, salvo a sus hijos. Enojada consigo misma, sacó las gafas de sol del bolsillo de la camisa y se las puso.
—Fue estupenda la fogata de anoche —comentó.
—Ya veremos si ese muchacho limpia bien esa zona de la playa.
«Ese muchacho», debía de ser Giff, supuso Jo. Ambos sabían que Giff jamás dejaría un solo cartón o plástico sobre la arena.
—La posada funciona muy bien. Hay muchos huéspedes para esta época del año.
—Gracias a la publicidad —explicó Sam con tono cortante—. Kate se encarga de eso.
Jo reprimió un suspiro.
—Creo que los comentarios de los clientes satisfechos también son muy importantes. Y el restaurante es un éxito gracias a Brian.
Sam lanzó un gruñido. No entendía que a un hombre le gustara la cocina. Con todo, eso no significaba que comprendiera mejor a sus hijas que a su hijo. Una de ellas viajaba de vez en cuando a Nueva York para rodar anuncios televisivos de champús, mientras que la otra recorría el mundo para hacer fotografías. Le costaba creer que fuesen hijos suyos.
Sin embargo también eran hijos de Annabelle.
Jo bajó la ventanilla para que el aire le acariciara las mejillas y oyó el sonido de los neumáticos sobre el camino, después el rápido chapoteo que producían sobre el terreno pantanoso.
—¡Espera! —Cogió del brazo a Sam y, cuando él frenó, bajó del coche con rapidez. Su padre la miró con el entrecejo fruncido.
En un montículo cercano había una tortuga con la cabeza levantada; las arrugas del cuello se reflejaban en el agua oscura. Sam ni siquiera miró a su hija cuando se agachó para hacer una foto. De pronto se produjo un murmullo y el animal se apresuró a esconder la cabeza en el caparazón. Jo quedó sin aliento al ver que una garza alzaba el vuelo y avanzaba sobre las pequeñas lagunas hasta desaparecer más allá de los árboles.
—De pequeña solía preguntarme qué se sentiría al surcar el cielo, con el único sonido de las alas contra el viento.
—Recuerdo que te encantaban las aves —dijo Sam a su espalda—, pero nunca creí que pensaras en la posibilidad de volar.
Jo sonrió.
—Solía imaginármelo. Mamá me contó la historia de una hermosa princesa a quien una bruja malvada convirtió en cisne. Era un cuento precioso.
—Tu madre conocía muchos relatos.
—Sí. —Jo se volvió para observar el rostro de su padre. Se preguntó si todavía le causaría dolor recordar a su esposa. ¿Disminuiría su sufrimiento si le dijera que creía que Annabelle había muerto?— Ojalá pudiera recordarlas todas —murmuró. A continuación respiró hondo antes de inquirir—: Papá, ¿te informó ella alguna vez de dónde estaba o de por qué se marchó?
—No. —La calidez que se había pintado en sus ojos al ver la garza dio paso a una expresión gélida—. No era necesario. Se fue porque quiso. Será mejor que vayamos al campamento.
Jo caminó hasta el coche. Durante el resto del trayecto permanecieron en silencio.
Durante la infancia Jo había realizado algunos trabajos en los campamentos para familiarizarse con el negocio, como decía Kate. El procedimiento no había variado mucho a lo largo de los años. En el mapa clavado en la pared de la caseta figuraban los senderos y los baños, así como los números y ubicaciones de los lugares para acampar; los ocupados se indicaban con alfileres de cabeza azul; los de cabeza colorada marcaban los reservados, y los verdes, los libres.
Los baños y duchas se limpiaban dos veces al día y se abastecían de jabón y papel. Jo se resignó a llevar a cabo todas las tareas.
—Yo me encargaré de los baños —dijo a Sam, que cumplimentaba los formularios necesarios para que un grupo de impacientes viajeros pudiera marcharse—. Después caminaré hasta la cabaña de Ginny para descubrir qué le ocurre.
—Ve primero a ver a Ginny —aconsejó Sam sin levantar la mirada—. Limpiar los baños es tarea suya.
—Está bien. Supongo que no tardaré más de una hora. Me reuniré aquí contigo.
Enfiló el sendero que se dirigía al este. Si fuese una garza, pensó con una sonrisa, dentro de un par de minutos ya estaría llamando a la puerta de Ginny. Como el camino zigzagueaba y rodeaba las lagunas, estanques y pastizales, era un paseo de casi un kilómetro.
La cabaña de Ginny, construida con madera de cedro, quedaba oculta entre los árboles. Flanqueaban la entrada dos grandes macetas rojas llenas de flores de plástico y custodiadas por dos flamencos rosados. Ginny solía declarar que le encantaban las flores y los animales, pero que debía conformarse con los de plástico.
Jo golpeó con los nudillos, esperó unos segundos y entró en la pieza principal, de apenas nueve metros cuadrados, con un estrecho mostrador que separaba la cocina del comedor. La falta de espacio no había impedido a Ginny coleccionar múltiples objetos, que se arracimaban sobre cada superficie plana: ceniceros, figuritas de porcelana, perritos de cristal… De las paredes, pintadas de un rosa intenso, colgaban cuadros realmente feos, casi todos naturalezas muertas de flores y frutas. A Jo le divirtió ver entre ellos, una de sus fotografías en blanco y negro, en la que aparecía una Ginny adolescente dormida en una hamaca de Sanctuary.
Jo se encaminó sonriente hacia el dormitorio.
—Ginny, si no estás sola, cúbrete. Voy a entrar.
Tampoco había nadie allí. Sobre la cama sin hacer y el suelo se esparcían diversas prendas. Por lo visto, pensó, a Ginny le costó decidir qué ponerse para la fogata de anoche.
Se asomó al cuarto de baño. Los productos cosméticos se apilaban sobre el estante de plástico que había encima del lavabo, que estaba salpicado de polvos faciales. Sobre el borde de la bañera vio tres frascos de champú, uno todavía sin abrir. Una muñeca sonreía sentada en el depósito del inodoro; su vestido rosa y blanco cubría un rollo de papel higiénico. ¡Era tan típico de Ginny!
—¿En qué cama estarás durmiendo, Ginny? —murmuró Jo y, con un suspiro, salió de la cabaña con la intención de limpiar los baños.
Al llegar al campamento sacó un juego de llaves del bolsillo trasero del pantalón y abrió una pequeña caseta donde se guardaban los materiales de limpieza. Le sorprendió observar cuan organizada era Ginny en su trabajo, cuando el resto de su vida era un verdadero desaguisado.
Pertrechada con trapos, un balde, un bote de ambientador y guantes de goma, entró a las duchas para mujeres. Jo dirigió una sonrisa a una cincuentona que se lavaba los dientes y comenzó a llenar el cubo.
La mujer se enderezó y escupió el agua con que acababa de enjuagarse la boca.
—¿Dónde está Ginny?
—¡Ah! —Jo entrecerró los ojos para protegerlos del vapor que desprendía el detergente que había vertió en el balde—. Por lo visto ha desaparecido.
—Sin duda sufre los efectos de la fiesta —dijo la mujer con una sonrisa—. Fue una fogata fantástica. Mi marido y yo disfrutamos mucho, tanto que esta mañana nos quedamos hasta tarde en la cama.
—Para eso son las vacaciones; para divertirse y levantarse tarde.
—No me resulta fácil convencerlo de lo último. —La mujer sacó un pequeño tubo de la bolsa de maquillaje, se echó un poco de la crema en un dedo y se la extendió por el rostro—. Dick es muy estricto con los horarios. Hoy empezaremos la caminata matinal con una hora de retraso. —La isla no se esfumará.
—Dígaselo a Dick. —Se echó a reír y luego saludó a una mujer que en ese instante entraba con una niña de unos tres años—. ¡Buenos días, Meg! ¿Cómo está hoy Lisa?
La pequeña se acercó a ella y comenzó a parlotear. Con sus voces como música de fondo, Jo emprendió su tarea. La mujer de más edad se llamaba Joan, y por lo visto ella y Dick ocupaban el espacio vecino al de Meg y su marido, Mick. En los últimos dos días los cuatro habían trabado amistad. Acordaron que esa noche se reunirían para asar pescado. A continuación Meg entró con su hijita en un cubículo.
Mientras fregaba el suelo, Jo oyó el ruido del agua y la voz de la chiquilla. Comprendió que era eso lo que a Ginny le gustaba, conocer esos pequeños retazos de las vidas ajenas. No obstante, también se unía a los turistas, se integraba en sus grupos. La gente la recordaba. Se hacían fotografías con ella y luego las incluían en el álbum de las vacaciones. La llamaban por su nombre y los que visitaban la isla por segunda vez siempre preguntaban por ella.
Eso obedecía a que Ginny no eludía el contacto con los demás, no se mantenía en un segundo plano. Era como sus flores de plástico, alegre y osada.
Tal vez ha llegado el momento de que dé un paso al frente, pensó Jo, de que tome la iniciativa.
Cuando hubo acabado, salió del sector para las mujeres y rodeó el edificio hasta las duchas para hombres, golpeó tres veces la puerta de madera, esperó unos segundos y volvió a llamar. Hizo una mueca, abrió la puerta y exclamó:
—Servicio de limpieza. ¿Hay alguien ahí?
Unos años antes, un día en que ayudaba a Ginny, Jo se topó con un anciano apenas cubierto con una toalla que había dejado el audífono en la tienda. No quería repetir la experiencia. No oyó nada dentro; ni el sonido de agua que corría, ni las descargas de los inodoros. Sin embargo, procuró hacer mucho ruido al entrar.
Como última precaución, dejó la puerta abierta y colgó un cartel que rezaba: «Estamos limpiando el baño». A continuación comenzó su tarea. Dentro de veinte minutos habré terminado, se dijo, y para entretenerse empezó a planear las actividades de ese día.
Consideró la posibilidad de conducir hasta el extremo norte de la isla para ver los restos de una antigua misión española edificada en el siglo XVI y abandonada en el XVII. Los españoles no habían conseguido convertir a los indios al cristianismo, y el pueblo que según los historiadores tenían previsto erigir nunca se construyó.
Era un día perfecto para dirigirse al norte. A media mañana la luz sería excelente para fotografiar las ruinas. Se preguntó si a Nathan le gustaría acompañarla. Era imposible que a un arquitecto no le atrajeran los vestigios de una vieja misión española. Podía pedir a Brian que les preparara una cesta con alimentos y pasarían unas horas en compañía de los fantasmas de los monjes españoles.
¿A quién trato de engañar?, se preguntó. Los monjes y las ruinas le importaban un bledo. Lo que le interesaba era el picnic, olvidar por una tarde las responsabilidades. Lo que le interesaba era Nathan. Se enderezó y se llevó una mano al vientre, donde sentía un fuerte aleteo. Deseaba estar a solas con él para averiguar qué sucedería si tenía el coraje de dejarse llevar, de mostrarse tal como era.
¿Y por qué no?, pensó. En cuanto regresara a la casa, lo llamaría a la cabaña. Le plantearía la propuesta con indiferencia, como si acabara de ocurrírsele, un impulso, algo no planeado.
Cuando las luces se apagaron, lanzó un chillido y derramó el agua del cubo. Dio media vuelta con la fregona en alto como si se tratara de una lanza y oyó el ruido de una puerta que se cerraba.
—¡Hola! —El sonido de su voz, demasiado aguda y temblorosa, le sobresaltó—. ¿Quién está ahí? —preguntó a la débil luz que entraba por una pequeña ventana y se acercó a la puerta. No cedió a su primer empujón. Presa del pánico, trató de abrirla de nuevo, luego comenzó a golpearla. Después se volvió mientras las sienes le palpitaban. Estaba segura de que alguien había entrado y la observaba.
No vio nada… sólo compartimientos vacíos y el leve brillo del suelo mojado. Sólo oía su propia respiración agitada. Permaneció apoyada contra la puerta, asustada, y recorrió con la vista la estancia en busca de algún movimiento en las sombras.
El sudor comenzó a correrle por la espalda y le faltaba el aire. Una parte de su mente conservaba la lucidez y le advertía: «Ya conoces las señales, Jo Ellen, no dejes que el miedo te venza, no pierdas la cordura, aférrate a la realidad. Si te desmoronas ahora, volverás a despertar en el hospital. Trata de sobreponerte».
Se llevó una mano a la boca para no gritar y comenzó a sollozar. Sabía que el terror ganaba terreno sobre la fuerza de voluntad, que pronto sufriría una crisis nerviosa. Se volvió hacia la puerta y empezó a golpearla sin fuerza.
—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Quiero salir! No me deje aquí dentro.
Oyó el sonido de pasos sobre el sendero y abrió la boca para gritar. De pronto el terror la empujó hacia atrás. Clavó la vista en la puerta, con los ojos desorbitados, mientras el corazón se le aceleraba cada vez más. Oyó un ruido como si alguien raspara algo y luego una maldición. La cabeza empezó a darle vueltas, todo se volvió gris, y enseguida quedó cegada por la intensa luz del sol cuando la puerta se abrió de repente.
Distinguió la silueta de un hombre. Las piernas le flaqueaban cuando cogió con torpeza la fregona y la blandió como una espada.
—¡No se acerque!
—¿Jo Ellen? ¿Qué demonios sucede aquí?
—¿Papá? —La fregona cayó al suelo con estrépito. Cuando Jo estaba a punto de desplomarse, Sam la tomó por los brazos y la sostuvo.
—¿Qué ha sucedido?
—¡No podía salir! ¡No podía! Alguien me acechaba. No podía huir.
Sam observó que su hija estaba pálida como una muerta y que temblaba de forma incontrolable.
En un acto instintivo, la cogió en brazos y la llevó al exterior.
—Ya ha pasado. Estás bien, mi bomboncito.
Era una palabra cariñosa que él solía emplear y ambos habían olvidado. Jo apretó la cara contra su hombro y lo aferró con fuerza cuando él se sentó en un banco de piedra y la acomodó en su regazo.
Todavía es tan frágil, pensó Sam con asombro. Recordó que, cuando de pequeña tenía pesadillas, acostumbraba abrazarla así. Siempre lo buscaba cuando había tenido un mal sueño.
—No tengas miedo. No hay nada que temer.
—¡No podía salir!
—Ya lo sé. Alguien colocó una cuña de madera en la puerta. Sin duda fueron unos chiquillos traviesos.
—Chiquillos. —Jo se estremeció y se aferró a la idea—. Sí, una travesura infantil. Apagaron las luces y me encerraron. Me dejé llevar por el pánico. —Cerró los ojos mientras esperaba que se le apaciguara la respiración—. Ni siquiera tuve el sentido común de encender las luces. No podía pensar.
—Te asustaste. Antes no te asustabas con tanta facilidad.
—No. —Abrió los ojos—. Es cierto.
—Hace unos años habrías derribado la puerta y la habrías emprendido a patadas con quien ha intentado darte un susto.
El comentario la hizo sonreír.
—¿Tú crees?
—Eras una jovencita muy decidida. —Como había dejado de temblar y era una mujer adulta, no la criatura a quien en un tiempo consolaba, le dio una palmada en el hombro con cierta turbación—. Supongo que te has vuelto un poco más delicada.
—Me temo que demasiado.
—No lo sé. Por un momento creí que me clavarías el palo de la fregona. ¿Quién te acechaba?
—¿Qué?
—Dijiste que alguien te acechaba. ¿A quién te referías?
Las fotografías, pensó Jo. Su rostro, el de Annabelle. Meneó la cabeza y se alejó de su padre. Todavía no, pensó. Todavía no.
—Sólo decía tonterías. Me he comportado como una tonta. Te pido perdón.
—No tienes por qué disculparte. Sigues blanca como un papel. Te llevaré a casa.
—He dejado todos los artículos de limpieza dentro.
—Yo me encargaré de eso. Tú quédate aquí hasta que te calmes.
—De acuerdo. —Cuando él se levantó, le cogió la mano—. Papá, gracias por… ahuyentar al monstruo.
Sam observó las manos unidas de ambos. La de Jo era fina y blanca, como las de su madre, pensó con tristeza. Sin embargo al mirarle el rostro, vio a su hija.
—Supongo que antes se me daba bastante bien.
—Desde luego. Y todavía lo haces muy bien.
De repente Sam se sintió azorado y retrocedió.
—Guardaré las cosas y regresaremos a casa. Seguro que sólo necesitas un buen desayuno.
No, pensó Jo mientras lo miraba alejarse. Necesitaba a su padre, hasta ese momento ni siquiera había sospechado hasta qué punto.